El escritor que no quiso ser narrador
En la charla, Marcelo Birmajer se desmarca de cualquier etiqueta convencional: no se considera narrador, sino algo más anacrónico y vital, un juglar o trovador. «No me gusta el verbo narrar. No soy un narrador. Me siento un juglar», explicó. Y no es una pose: Birmajer rehúye la memorización y prefiere entrar al escenario con el cuento vivo, mutante, disponible para ser reescrito en tiempo real.
«Cada vez lo cuento distinto, a veces empiezo distinto. Nunca lo memoricé. Lo tengo acá —dice, señalando su cabeza—. Si no lo puedo contar sin releerlo, no lo cuento». Y ese vínculo con el público, esa interacción directa, es el motor de su oficio. «El público te hace notar cosas sin decirte nada. Una risa nerviosa, un gesto, te reescriben el cuento.»
Agregó una definición precisa sobre su estilo: «Es el consuelo de no ser cantautor. Uso la voz para contar».
Una vida al servicio del cuento contado
Desde Un crimen secundario en 1992, su carrera como escritor juvenil lo llevó a recorrer más de 400 colegios. «Ya no querés responder las mismas preguntas. Descubrí que podía contar historias que los chicos no habían leído y quedaban cautivados. Yo también». Así fue como descubrió que no solo escribía: también podía encarnar sus relatos.
En la actualidad, Birmajer se presenta en la Sala Casals con cuentos que alternan humor, ternura y momentos dramáticos. Según él, el punto más alto de cada función no es una carcajada ni un aplauso, sino algo más sutil: «un silencio como un suspiro».
Y como consejo para escritores jóvenes o temerosos del ridículo, lanzó una máxima inesperada: «Todos los seres humanos somos ridículos. El 70% de la condición humana es estupidez. Y del 30% que queda, el 10% es ridiculez». Desde ahí, sostiene que escribir es inofensivo y profundamente necesario: «No tiene contraindicaciones».
Birmajer no narra. Birmajer habita sus cuentos. Y eso, cada noche, los vuelve a escribir.