Chile en blanco

Enrique Symns dirigió algunas revistas icónicas en Chile y vivió experiencias cercanas al surrealismo. Aquí algunas, desde su propia memoria afiebrada.

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Bukowski encontró una verdad de perogrullo: «Aprender a vivir es inútil. Cuando aprendés, ya es demasiado tarde. Cuando sabés cómo hacerlo, ya no tenés que hacerlo».

¿Es posible aprender? ¿Y cómo se aprende? Observando la oscuridad de las repeticiones, dejándose iluminar por la luz de las coincidencias.

Hace un par de semanas encontré a Andrea Prodan en el hotel marplatense donde me albergo. Un tipo agradable y con el alma bien puesta. Hablamos justamente de cómo las coincidencias te pueden ir llevando por distintos puertos del misterioso destino. De pronto aparecés en un lugar inesperado y acompañado por nuevos seres. El aroma de las coincidencias siempre nos alerta sobre el camino a seguir, mientras que las repeticiones y las obsesiones no hacen más que archivarnos en un lugar del sendero desajustado.

En el año noventa y ocho el destino me dio la oportunidad de fugarme del camino errado. Tenía mi redacción de Cerdos & Peces en un bar llamado El Mirador, ubicado en la esquina de Balcarce y Brasil, frente al parque Lezama. La vida salvaje que desde un principio nos había acompañado en la edición de la revista estaba llegando a un punto de descontrol alarmante. Yo prácticamente no dormía, vivía en el bar y allí tenía mi cama, pero por las noches me desplazaba a la alucinada discoteca Ave Porco, en Corrientes y Ayacucho, donde consumía cocaína y éxtasis, bailaba hasta el amanecer y habitualmente tenía sexo en algún recóndito rincón del boliche.

Cierta noche del mes de noviembre, excedido de éxtasis y un hachís formidable recién importado, cogí violentamente con una colombiana que se me subió encima como una fiera y me destrozó el pene por segunda vez (ya me había pasado con una desconocida en un hotel de Constitución). Salí en un taxi sangrando por un pequeño tajo en la cabeza del pene y llegué al Argerich donde tenía enfermeros amigos, pero cuando me dijeron que iban a coserme preferí escapar. Compré La Gotita en un kiosco y me pegué la herida de la pija. Ya amanecía cuando llegó una amiga que me propuso masturbarme suavemente. La locura sexual producida por la desenfrenada mezcla de mi libido eternamente enajenada y los excesos de cocaína y éxtasis eran solo una parte del desastre en que me estaba convirtiendo. Mis enfrentamientos con la policía eran cotidianos. No es que reaccionara frente a la intolerancia: yo provocaba los enfrentamientos con descaradas acusaciones en voz alta, gestos obscenos y toda clase de gesticulaciones. La comisaría de la calle Bolívar y Garay ya no me quería en sus celdas, pero el monstruo que se oculta en las cuevas penumbrosas de mi ánimo había pisado a fondo el acelerador del desenfreno. Andaba por las calles como un gorila sin contemplaciones, aunque también era consciente de mi peligroso desasosiego.

Entonces sucedió la coincidencia milagrosa. Marcelo Rioseco era secretario de Cultura de la Universidad Bío Bío en la ciudad de Concepción, en Chile, y estaba paseando por Buenos Aires. Era un amante de mi revista y vino a visitarme a El Mirador. En cuanto lo conocí me agarré a él como a un salvavidas. Logré que me invitara a dar unas conferencias en la universidad donde él trabajaba. Y después de escribir mi último editorial en Cerdos & Peces, que bauticé «Poca muerte», me monté a un avión y me descolgué en Santiago. En el bar del aeropuerto, mientras esperaba el vuelo a Concepción, vi el partido en el cual el tenista trasandino Marcelo Ríos se convirtió en número uno del mundo. Festejé como un energúmeno siguiendo la milenaria consigna «donde fueres haz lo que vieres».

Viví muchos años en Brasil y en España, y en ambos países me resultó apasionante abandonar la piel de la argentinidad, modificar el ritmo de mis movimientos y el canto de mi voz. Pero en Chile me resultó imposible.

Junto con Uruguay y Argentina, Chile es el trasero anglofrancés de Sudamérica, el culo frío de la salvaje aventura continental. En esas tres repugnantes suizas nadie orina en la calle ni anda cogiendo en los arbustos, ni convida por las mañanas un trago a los ebrios que se arrastran por las calles.

La inteligencia es solamente capacidad de imitación. Pero la identidad chilena es más enferma que la argentina. Y pese a mis esfuerzos nunca pude convertirme en uno de ellos.

Concepción: el caserón de los arquitectos

Era la segunda vez que intentaba salirme del camino de la cocaína. Pero el primer intento había sido una fuga sin rumbo. Terminé en Necochea, una ciudad infame de la Costa Atlántica.

Esta vez había llegado a Chile con un plan. El señor Rioseco me dio una cátedra en la facultad que denominé «El origen del lenguaje» y tuve la fortuna de que se anotaran varias docenas de alumnos. Me mudé a una enorme casona en la calle Barros Arana, la calle principal de Concepción. Era una casa de madera, de dos pisos, con ocho habitaciones; me tocó un cuarto hermoso en el segundo piso, con terraza incluida. Las demás habitaciones estaban ocupadas por muchachos muy jóvenes, estudiantes de arquitectura, sus novias y, en ocasiones, hasta miembros de sus familias. Se portaban bien. Nadie se drogaba. Se emborrachaban sobriamente los fines de semana, cogían con sus novias, siempre con forros, y estudiaban. Yo tuve una apasionada locura amorosa con la chica de Rioseco. Paula tenía un cuerpo amenazante, la boca de la joven amante de Clinton y cierta clase de locura que radica en un exceso de la normalidad. Era una mujer ardiente y alucinada con su propio ego. Sus alucinaciones consistían en verte como alguien que no eras ni remotamente. Sin embargo era cariñosa y agradable. No tardé en descubrir que tras la cordillera las mujeres son más buenas, cogen mejor y, aunque no sean tan culonas ni tetonas como las argentinas, cuando alguien les gusta ellas arden.

Concepción era una ciudad universitaria y de grandes paisajes pero sin sucesos ni movida. El boliche de rock más famoso (Cariño Malo) era lo más parecido al bufete de una facultad. Yo escribía algunas notas para el diario Últimas Noticias de Santiago y también para la revista La Maga de Buenos Aires. No bebía ni me drogaba. Me acostaba temprano y hacía lo posible por creer que aquello que hacía era vivir. Hay cierta profunda insatisfacción, una negada angustia al rodar por las rutinas de la vida permitida. La vida que se vive con permiso es como estar perdonado por pecados que no cometiste. Aun hoy, quince años después de aquel intento —y mientras lo intento nuevamente—, siento que estoy atrapado en una decisión salvadora pero hostil, que vivo en un hospital donde soy el médico, el paciente y el enfermero. En Concepción estaba haciendo lo correcto. Y esa corrección me castigaba con una desapasionada indiferencia por la vida.

Pero los planes salieron mal. Pronto me quedé sin mi cátedra, fracasaron todos los proyectos que presentamos en el municipio y decidimos, con Marcelo Rioseco, irnos a vivir a Santiago.

Safari en Santiago

Mi irrupción y estadía en la capital trasandina fue brutal y vertiginosa. Me antecedió la fama que tenía a mi llegada. Cerdos & Peces se importó clandestinamente a Chile durante años y en Santiago había toda una fauna hambrienta de libertad y perversión que la coleccionaba. Y fue en el bar de Chile más famoso, el bar Liguria, donde la cocaína salió a encontrarme como una vieja amiga extraviada.

El dueño del Liguria, Marcelo Cicali, me mandó a la mesa una botella de un vino finísimo y, cuando lo invité a compartirla, extrajo de un bolsillo a mi mejor amiga, la papelina, y me la obsequió. Llevaba dos días en la ciudad y ya me había tomado el tren expreso de los colifas.

Marcelo Cicali era un italiano con ínfulas de mafioso, que se hacía llamar Soprano. Era un tipo delicioso, lleno de vericuetos y códigos que siempre extrañaré. Mantenía a los mozos del bar como si fueran una pandilla de bandoleros. Yo fui uno de sus más selectos y conflictivos clientes. Pertenecía al salón vip y allí comenzaron a visitarme fans y amantes, futbolistas y actrices famosas, rockers y periodistas. En ese bar organicé un evento fastuoso donde recité mis textos acompañado por la guitarra de Álvaro Henríquez (Los Tres), el bajo de Jorge González (Los Prisioneros) y los teclados de Carlos Cabezas (Los Electrodomésticos).

La cocaína me la traía a cualquier hora y lugar un dealer pesado y auténticamente mafioso llamado Dardo. Era exquisita, demasiado exquisita. Así que el desajuste conductual comenzó a avanzarme. Me teñí el cabello de violeta y luego de rubio, con el solo interés de provocar escándalo. El efecto fue fulminante. A las chicas les encantaba y me lo manifestaban sin ninguna discreción. Para los hombres era un amariconamiento y también me lo manifestaban.

Yo había entablado una gran amistad con Manuel, un exguerrillero, peleador callejero de primer nivel y con una capacidad inagotable para hacerme reír de todos mis choques con la chilenidad. Habíamos tenido algunos encuentros en la calle con tipos malos y Manuel los había puesto en su lugar con un grado de frialdad que me asustó. Mientras tanto, me había convertido en un periodista muy procurado. Escribía importantes columnas de opinión en los diarios Últimas Noticias y en El Metropolitano. Era editor del exitoso pasquín The Clinic, había hecho algunos programas de televisión con formatos inusuales y las editoriales se peleaban por contratarme. Pasaba mis noches en una champañería ingiriendo dosis excesivas del maldito polvillo mágico y pronto mi conducta se desbarrancó. Hablaba a los gritos, me peleaba con mis amigos, y, lo peor de todo, agredí a mis aliados. Mi más grave error fue agraviar a Soprano. Cuando me echaron de ese bar, por defender a dos amigos atrapados en el baño jalando cocaína, supe que mi tiempo en la ciudad estaba acabando.

Así que decidí salirme un tiempo de Santiago de Chile.

Paliza brutal en San Antonio

En el verano de 1999 me fui a vivir a Las Cruces, un pueblito costero de gran belleza ubicado entre el puerto de San Antonio y la Isla Negra, hogar final de Pablo Neruda. En Las Cruces aún vive Nicanor Parra y en Cartagena murió Vicente Huidobro. Chile es un país de poetas; hay más poetas que peruanos. Me mudé a una cabaña sobre la playa. Amanecía, almorzaba, cagaba y soñaba escuchando siempre el sonido insondable del mar.

Allí conocí a una delicada y hermosa adolescente a quien bauticé El Principito. Estaba enamorada de mí, y yo bastante de ella. Pero tenía problemas con el sexo. Cada vez que nos acostábamos, después del ardor, me acusaba de usarla y de que jamás me casaría con ella. No se equivocaba y yo no la engañaba con ninguna promesa. Así que un día desapareció. Vivía en el puerto de San Antonio y varias veces salí de excursión para encontrarla, porque la extrañaba mucho. La primera vez nos chocamos en el mercado. Ella venía acompañada por su mejor amigo. Un tipo desagradable y grosero que enseguida trató de espantarme. Todavía hoy no puedo recordar el nombre de esa porquería. Igualmente los acompañé hasta la casa del tipo, tratando de seducir a El Principito. Pero ella era una auténtica hembra. Cuando una mujer decide abandonarte, mejor olvidarla. A pesar de su rubor cuando me miraba, se despidió de mí para siempre.

La segunda vez la encontré en un bus y viajamos juntos hasta Santiago y en ese viaje me relató una historia de pesadilla. Me contó que unos días antes su «gran» amigo la había invitado a cenar y la había violado salvajemente durante toda una noche. La había obligado a participar de prácticas que ella siempre había rechazado, como el coito anal. Estuvo varias horas sobre ella y, por la mañana, cuando ella se iba, el muy canalla le pidió perdón. Nos separamos en la terminal de Santiago y nunca más supe de ella, pero quedé profundamente afectado por su relato. Yo sabía lo que tenía que hacer: ir y matar al tipo. Pero mi cobardía me sujetaba de las bridas del coraje. En cuanto se lo comenté a Manuel, este —ardiendo de indignación— me ordenó que fuéramos a buscarlo.

Viajamos a San Antonio un jueves. Manuel iba calzado. Llevaba una pistola con sobaquera bajo la campera.

—Por si acaso —me calmó ante mis pruritos.

Llegamos a la casa del violador y golpeamos la puerta, pero no estaba. Manuel rompió el pestillo de un ventanal, entramos y nos sentamos a esperarlo. No tocamos nada. La espera fue agotadora, hasta que finalmente el hombre apareció. Emanaba ese repugnante olor a pescado que se adhiere como otra piel sobre la piel de los que trabajan en el puerto. Era grandote pero lento. En cuanto me vio se me vino encima presintiendo el motivo de la visita. Manuel lo derribó de un culatazo en plena cara y cuando cayó le asestó otro culatazo en el mismo lado de la cara. El tipo ya estaba arruinado, tirado en el piso sangrando y con dos o tres dientes entre la sangre, pero Manuel le siguió dando patadas mientras yo temblaba de horror. Con los años he adquirido una severa aversión a la violencia. Pero Manuel me exigió que le pegara. Era mi obligación participar, ser cómplice del delito. Así que sin titubear le di otra patada en la cara. Cuando tuvimos la certeza de que se había desmayado, nos fuimos.

Yo quedé muy paranoico. Manuel me aseguró que el tipo no iba a hacer ninguna denuncia, a lo sumo saldría a buscarme. El horror de la escena de la golpiza me persiguió en los sueños durante semanas y luego desapareció. Pero la agitación que me producía la posibilidad de que el tipo me encontrara me impulsó a desaparecer de la zona; enseguida me mudé a Viña del Mar.

Viña del Mar: días de vino y rosas

Alquilé un apartamento en el piso veinte de un edificio circular. Fue el lugar más espléndido en el que reposé mis huesos. Las paredes eran todas de vidrio, gigantescos ventanales desde donde se vislumbraba el nostálgico paisaje del mar. Bajo mi casa, a menos de trescientos metros, estaba el hipódromo. Yo iba casi todos los días, hasta que descubrí un sistema de tarjetas que permitía apostar por teléfono. Miraba las carreras desde la ventana con unos aparatosos binoculares y apostaba sin salir de casa.

Compartía el departamento (tenía varias habitaciones) con una gran amiga y su novio, y a veces nos tomábamos el tren en la estación Chorrillos —que estaba justo debajo del edificio— y viajábamos por campos y viñedos hasta el final de la línea, la estación Limache. Al bajar del tren nos recibía una misteriosa ráfaga de pureza existencial. El aire, el aroma de la vegetación, el rostro de los transeúntes, la rústica belleza de sus callecitas nos envolvían en el interior de una burbuja de cuento de hadas. Íbamos a almorzar a un bodegón muy antiguo y yo siempre pedía el mismo plato: chorillana, una mezcla hedionda de huevos revueltos, papa fritada y chorizo. Hoy el solo recuerdo me produce repugnancia. En los atardeceres, en cambio, tomábamos el tren en la otra dirección, desembarcábamos en Valparaíso, nos subíamos a un ascensor y nos quedábamos bebiendo hasta el anochecer en la cueva-bar de un amigo, donde a veces yo recitaba.

Aquella vidurria la pagaban las editoriales. A pesar del fracaso del libro autobiográfico Los Tres, la última canción, investigado y escrito junto a Vera Land (el libro fue pirateado al otro día de su aparición y se vendió a mitad de precio en todas las calles de Santiago) logré convencer a la editorial Alfaguara de publicar un libro sobre drogas, narcos y adictos que de inmediato fue aceptado. Lo titulé «El hombre de los venenos» —luego lo rebautizaría El señor de los venenos—, y prometí a los editores que develaría las miserias de aquel submundo. Me adelantaron siete mil quinientos dólares (en tres cuotas) para que lo escribiera sin dedicarme a otra cosa. Al mismo tiempo otra editorial me había encargado un libro de conversaciones con Jorge González, el cantante de Los Prisioneros. Habíamos entablado cierta amistad con el muchacho y nos reunimos media docena de veces para conversar bajo la vigilancia del grabador. Por este otro libro la editorial me había adelantado tres mil dólares. Todo marchaba viento en popa.

Ir a la playa era una tortura. El agua fría, la marea peligrosa. Chile es un país que vive emparedado entre dos abismos. Las alturas de la cordillera y las abisales profundidades de sus costas. Reñaca solo es un museo de culos mendocinos exuberantes. Esa exhibición de traseros argentinos es la debilidad de los chilenos, pero un somero entretenimiento visual de poca duración para los compatriotas.

Al cabo de un año la burbuja estalló. Jorge González recibió una oferta millonaria por volver a juntar a Los Prisioneros y se negó a publicar un libro en donde, entre otras cosas, derrochaba críticas y desprecios hacia sus compañeros de la banda.

Cuando presenté el libro casi cocinado sobre las drogas, Alfaguara lo rechazó sin titubeos. A esta editorial la llaman «las monjas», y mi libro no era estrictamente un ataque contra la droga y sus adeptos. No me pidieron la devolución del dinero que me habían dado como adelanto, pero en cambio rompieron toda relación conmigo.

Dos meses después, sin luz, sin gas, sin dinero para comprar alimentos y tampoco para escapar del país, luego de estar varios días sin comer, fui rescatado por un amigo que me llevó a vivir otra vez a Santiago, a una pensión en Plaza Italia que él se encargó de pagar. Mientras permanecí en esa pensión murieron mis padres en Buenos Aires. Contraje de inmediato la enfermedad de la culpa, que traté de curar con dosis de cocaína fiada y algunos romances con adolescentes hermosas. Durante un tiempo mis pocos amigos me toleraron, incluso con un esfuerzo inaudito. Hicimos dos ediciones de la revista Cerdos & Peces que produjo reacciones escandalosas en el medio cultural pero que no vendieron un carajo. Pronto quedó claro que mis días en Chile estaban contados.

El periodista Ricardo Ragendorfer, desde Buenos Aires, me compró un pasaje. Y después de casi cuatro años regresé vencido a la casita de mis padres muertos. Buenos Aires me pareció Shangai. Los bares me resultaron desconocidos. Los piquetes y los cartoneros habían diseñado una ciudad más oscura y auténtica, pero altamente intolerante. Mis amigos se parecían a mis enemigos. No había nadie dispuesto a ayudar a nadie. Por supuesto, me adapté.

El regreso del Llanero Solitario

Transcurrieron casi dos años en los que atravesé la etapa de mayor pobreza en toda la historia de permanencia en mi Buenos Aires querido. Llegué a vivir en la calle (experiencia que narré en mi libro Big Bad City). Hasta que un famoso narco chileno, al que todos conocían como Tarántula, quiso devolverme un favor. Durante el transcurso de mi labor periodística en el pasquín The Clinic le había realizado una extensa entrevista y, gracias a ella, su clientela había aumentado considerablemente. Por otra parte, las falsas pistas que sembramos a lo largo de la nota alejaron a los ratis de su verdadero escondite y de su verdadero recorrido. Me llamó al celular y me invitó a pasar unas vacaciones gratuitas en su casa de la Isla Negra.

Con cierta desconfianza, a principios del mes de diciembre del año dos mil cuatro, me subí a un micro y luego de varios inconvenientes (el paso estaba obturado por un derrumbe y la aduana me retuvo sin necesidad) llegué a la terminal de Santiago. Allí estaba esperándome el mismísimo Tarántula con dos de sus laderos. Yo estaba estremecido de ansiedad por regresar a un sitio donde había sido tan dichoso y tan infeliz al mismo tiempo. Viajamos en su Mercedes Benz hasta la casona de la Isla Negra. Estaba ubicada frente a ese museo siniestro en que transformaron la mansión de Pablo Neruda, poeta talentoso y hombre despreciable. Mientras el legendario poeta Jorge Tellier era incapaz de salir del bar donde bebía sus tragos para subirse a un avión y aterrizar en Suecia, donde lo aguardaban para darle un premio, Neruda era capaz de asesinar a sus amigos con tal de recibir el Nobel.

El diario La cuarta es el equivalente al Diario Popular argentino. En sus tapas solo se encuentran escándalos, crímenes y noticias de deporte.

La casa que Tarántula me ofreció era hermosa y enorme, con varios cuartos y un gran balcón desde donde podía observar el paisaje de los visitantes al museo y, cada tanto, invitar a subir a alguna turista atractiva. Tenía la heladera llena de bebidas y exquisiteces de mar, cincuenta gramos del mejor polvo, una cuenta en el mejor restaurante de la localidad y la visita sorpresiva de hermosas chicas que me enviaba Tarántula una o dos veces por semana (enseguida supe que formaban parte de una nueva generación de putas: no lo hacían por plata, sino por cocaína). Mi vida era un ensueño. Jamás había estado de vacaciones. Caminaba por la playa juntando boludeces, recorría los bosques, alquilaba películas, jugaba al billar en el único bodegón y también, erróneamente, di un par de entrevistas radiales a los periodistas que me encontraron de casualidad.

Nunca olvidaré la mañana, creo que del veinticuatro de diciembre, en la que fui hasta el kiosco a comprar la prensa. El diario La cuarta es el equivalente al Diario Popular argentino. En sus tapas solo se encuentran escándalos, crímenes y noticias de deporte. Quedé azorado cuando vi mi apellido en los titulares. Enseguida me imaginé acusado del asesinato de un pescador en San Antonio. Pero no. Era una declaración de Jorge González (Los prisioneros) que decía: «Yo no tuve sexo con Enrique Symns». Estaba mi foto en el interior.

Mientras Jorgito había vivido en mi casa de Santiago, los días que realizamos las entrevistas, desnudó su locura ante mí: tomaba saques de casi un gramo e iba directo al asunto: sexo. Un día me pidió que le trajera un travesti. Yo vivía cerca de una parada de travestis y un par de ellos me conocían pero no se arriesgaban yendo a casas, temerosos de los famosos becerros. Cuando volví, Jorge se estaba masturbando en mi cama y me rogó que hiciéramos un sesenta y nueve.

Es difícil decirle que no a un amigo así que lo persuadí para que siguiera con su interminable paja y me fui a dormir al comedor. El problema fue que en una entrevista conté esa anécdota con una premeditada inocencia y rápidamente tomó estado público. «Cómo voy a acostarme con un tipo desdentado», se defendió. Me importó un carajo el escándalo. Pero allí estaba mi foto y mi nombre. Y en el puerto de San Antonio todos leen La cuarta. Así que abandoné Isla Negra el treinta de diciembre.

Transcurrí el año nuevo vagando por los bares más infames, y el primero de enero tomé el autobús de regreso a Buenos Aires. Recuerdo la sorpresa al encontrar una foto de Omar Chabán en la tapa del diario El Mercurio. Brevemente me enteré del desastre.

Otra vez Buenos Aires empezaba a ser otra ciudad, una Germania abandonada por la policía y tomada por los burócratas de la municipalidad. En poco tiempo fumigaron el éxtasis de la noche y asesinaron los lugares legendarios. El miedo de las masas nos arrasó. Pero me adapté.