Una siniestra hospitalidad

Enrique Syms reincide con otra historia autobiográfica, a pedido del público. Esta vez relata sus periplos toxicómanos por diversos hospitales. Lo ilustra Bernatene.

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Era el otoño de 1970 cuando regresé a Buenos Aires desde Brasil, muy deteriorado mental y físicamente. Tenía veinticinco años y estaba atravesando una de las peores rachas que recuerde. Había ingerido en los últimos dos años más de quinientas dosis de LSD 25. Además, casi como en un maldito tango (género musical que sigo detestando), mi compañera Marisa me había abandonado en Rio de Janeiro y se había mudado a la casa de mi mejor amigo Alfi, en Belo Horizonte.

Cuando llegué a Buenos Aires cometí el error de acudir a los consultorios externos del hospital neuropsiquiátrico Borda en busca de apoyo psicológico. Me atendió un psiquiatra, el doctor Lucio Varela, quien en seguida me declaró sicótico. Alucinaciones místicas y exceso de drogas. Me metieron en un pabellón y me dieron un rico puré de Artane y Lexotanil.

En el pabellón todos los pacientes estaban artanolexotanílicos, es decir domados, desarmados, aniñados, dóciles, pelotudos. Yo también accedí a pelotudizarme con tal de adormecer el dolor del alma. Al tercer día, antes de convertirme en un adicto al puré pelotudizante como el resto de los internos, me escapé. Es decir, salí caminando. Llamar a eso fuga es una baladronada. Los locos no son como los presos, se quedan porque quieren o porque no tienen dónde ir.

Fue muy extraña mi relación con el doctor Varela. Me persiguió durante un tiempo para que fuera a su consultorio. Le demostré que no podía pagarle y misteriosamente me invitó a cenar a su casa. A los pocos días me acostaba con su esposa mientras consumíamos sal de anfetaminas. Nos hicimos adictos al polvillo y la trapisonda erótico-adictiva quedó al descubierto cuando ella, en estado alucinatorio, lo llamó desde un albergue transitorio y le pidió que la fuera a buscar. Fue un escándalo de proporciones y eludí la acción penal a duras penas.

Pero la mala racha continuaba.

Cogiendo con una desconocida en un hotel de Constitución se me rompió el pene. O eso creí porque la sangre brotaba a borbotones. Y una ambulancia me llevó directo al hospital Argerich.

Pareció una maldición judía. Tenía fimosis. Es decir, una estrangulación anormal de la piel que recubre la cabeza del pene. Había que circuncidarme. Con un apellido tan extraño y circunciso, ¿cómo iba a demostrar que no pertenecía a la tribu más perseguida de la historia?

Me operaron dos días después. Fue una experiencia muy humillante. Como era pobre, mi operación iba a ser pública. Es decir, una clase práctica del cirujano a sus alumnos. Una enorme enfermera me afeitó hasta dejar calvas mis partes. Me pusieron una pasta anestesiante y luego de cubrir mi rostro con una sábana comenzó la comedia: fui escuchando como un testigo más la voz del profesor.

—Ahora inyectamos la anestesia en el pene… Se producirá un orgasmo involuntario y descarga urinaria… Ahora practicamos la incisión.

La cirugía era muy simple y por suerte terminó en menos de treinta minutos. Siguieron unos días dolorosos y, después de que me sacaran los puntos, el pene no sabía quién era ni dónde estaba. Mi sexualidad cambió para siempre.

El pene goi, además de acumular suciedad, siempre está excitado por el roce del glande con cualquier superficie. Descubrí que la sexualidad del macho judío es más precisa, más eficiente.

Durante el resto de mi vida, o por lo menos hasta la edad de sesenta y cuatro años, esta había sido toda mi experiencia hospitalaria. En todo ese tiempo ni siquiera pisé el consultorio de un médico. Tampoco visité a un dentista, ni entré a una tienda ni a una zapatería. No permití nunca que un desconocido me pusiera las manos encima por motivos comerciales. No pude evitar, a veces, que algún extraño me rompiera la cara a trompadas.

La Cura responde

Me niego a asociar la antigua y agradable palabra hospitalidad con los hospitales. La hospitalidad consistió siempre en dar amable hospedaje, en brindar cierto ritual de agasajo al recién llegado, al peregrino sin rumbo.

En Constantinopla, para determinar dónde construirían los primeros hospitales, los romanos empleaban un método muy simple: colgaban carne en distintos puntos de la ciudad; donde la carne se pudría mejor y generaba los gusanos más voraces, allí se disponían a edificar. El negocio de la medicina no es la salud, sino la enfermedad. A ella le conviene la proliferaron de enfermedades, las pestes, la mayor virulencia de los virus, el avance descarriado del cáncer. Su negocio radica en lo que no se puede curar.

Es misteriosa esa palabra. Según Heidegger, la palabra «cura» tuvo su origen en una fábula de Higinio. En dicha fábula un personaje de nombre «La Cura» deambula por el mundo. Se siente aburrido y desolado. Entonces llama a los dioses. Le propone a Geb (el dios de la materia) que le conceda barro para dar forma a un ser extraordinario, y luego le pide al dios Júpiter que le insufle su aire divino.

—¿Y qué ganaremos nosotros con ello? —preguntan los dioses.

La Cura responde:

—Podrán ser espectadores de su existencia. Y cuando este ser muera te devolveré tu materia, dios Geb; y a ti tu respiración, Júpiter. Pero mientras permanezca vivo este ser me pertenecerá.

Los dioses aceptaron la propuesta y así fue creado el hombre. La palabra cura es traducida como preocupación, y ese es el destino del hombre: ser víctima de las preocupaciones. El objetivo de toda cura es generar preocupación. El hombre nace y muere preocupado.

El deseo del médico tiene como objeto la enfermedad, porque es ella quien le brinda su identidad. «Si queremos definir la enfermedad tenemos que deshumanizarla», afirmó Leriche. Lacan contragolpeó: «Ese es el efecto del discurso médico. Un discurso que se define con un solo sujeto». La definición del médico se confirma a través de la receta. Aquí no vale el discurso del paciente, doblemente sospechoso: por incompetente y por portar la enfermedad.

Cuando el creador de la vacuna contra la poliomielitis, Jonas Salk, visitó Argentina en 1983 para hablar sobre el sida, lo entrevisté para la revista El Porteño. Recuerdo que me dijo:

—¿Sabe usted a quién se considera buen médico? Al que siempre encuentra algo. Yo en cambio nunca encuentro nada. Le digo al paciente que se vaya tranquilo. Las enfermedades, para la medicina, son una tremenda conveniencia.

En su libro Némesis Médica, el doctor Iván Ilich demuestra con eficacia la complicidad nefasta entre los laboratorios químicos y los médicos de todo el mundo. El promedio de enfermedades intrahospitalarias aumenta progresivamente. Son muchas las versiones que apuntan a que la caída de Salvador Allende fue urdida por la casta médica, dado que el presidente chileno había retomado la vieja idea del botiquín del médico de barrio con cinco drogas básicas en su interior.

La definición de la palabra droga posee el doble significado de remedio y veneno. Lo que te sana, al mismo tiempo, te corrompe.

La traición del páncreas

Desde la pequeña cirugía en el pene mi relación con los hospitales cesó. Aunque sí tuve dos visitas estrafalarias. Operaron a mi padre de la próstata en el policlínico bancario y había que hacer guardias nocturnas junto a él. Recuerdo con mucha ternura la actitud del Indio Solari cuando se enteró que necesitaban donantes de sangre. Sin siquiera avisarme, se presentó en el hospital y donó su sangre. Una de las noches que me tocaba cuidar a mi padre, excedido de cocaína, fui con una amante y cogimos como bestias desmesuradas en la cama de guardia.

La segunda visita fue, otra vez, al Argerich, acompañando a mi amigo Daniel Riga, que sufría ataques de pánico y tiraba la merca en el inodoro. En la guardia ya lo conocían y lograban calmarlo. Volvía desesperado y revisaba el retrete arrepentido de las acciones de su miedo. El miedo de mi amigo no era un invento. Murió de sida dos años después.

Descubrí mi diabetes en El Bolsón mientras escribía el libro Big Bad City. Meaba cada diez minutos y mi sed era desmedida. Fui al médico del pueblo. Era un tipo fenomenal. Estaba emparejado con la mujer de un gaucho pesado a quien, cuando le tocó enfrentarlo, se llevó un palo y lo destrozó a palazos. Fueron mis primeros contactos con mi propia sangre. Yo no era pincheto, simplemente porque me aterraba la agu ja, y sacarme sangre era como un parto. Me hicieron el primer cardiograma de mi vida. El médico diagnosticó que padecía una diabetes suave. Me recetó una dieta y la droga Diabanese.

Seguí haciendo mi vida caótica, etílica y cocainómana. Luego un médico amigo, también drogón, me dijo que me pasara a la Metformina.

Continué jalando cocaína hasta septiembre de 2010.

Me echaron del programa de Gillespi en Rock & Pop donde hacía ciertas estrafalarias y terminales columnas de opinión. Me echaron por escandaloso y además porque también Gillespi se quiso sacar de encima mi bulto molesto. La tarde que me fui, como en un film de cine mudo, arrojé una torta en la cara de una de las productoras del programa de la Negra Vernaci. En esos días también cerraron el diario Crítica y yo alcancé el grado primero de mi conducta extrema. Me fui a vivir a Rosario con la idea de empezar de nuevo. Pero me llevé diez gramos para no empezar de nuevo.

En Rosario, esa ciudad luminosa, frívola y vacía de toda interioridad, hice monólogos, redacté un prólogo para un libro de Gloria Guerrero y empecé a escribir una novela. Sin darme aviso, la diabetes me estaba deteriorando gravemente. Sufría diarreas inesperadas y me defecaba en los pantalones y hasta en la calle. Padecía ataques de presión y, sobre todo, una progresiva imbecilización de mi escritura y de mi conducta. Cuando agoté la indemnización que me pagó Rock & Pop regresé a Buenos Aires y me instalé en una andrajosa pensión en Combate de los Pozos y San Juan. Conocí a una dealer peruana que me traía una exquisitez. Seguía con diarreas y los ataques de presión fueron subiendo de categoría. Una mañana mi amigo Juan Mendoza me descubrió arrojado sobre la cama, con el rostro brotado, sin pulso. Con la complicidad de su hermana Florencia me llevó a vivir a un motorhome en las afueras de Derqui.

El motorhome fue uno de mis mejores hogares. A las siete de la mañana salía a caminar por el campo, acompañado por la docena de perros que habitaban la granja. Allí dejé de consumir cocaína, asumiendo una decisión que tenía que poner a prueba todos los días. Pero mi diabetes seguía destruyéndome. Era un asiduo cliente de la panadería (el comercio más nefasto para un diabético). Comía galletitas dulces, ravioles, caramelos.

El primer hospital que visité fue el de Polvorines, acompañado por mi gran amigo Juan. Allí conocí al médico más cruel y nefasto de todos. Era diabetólogo y sus pacientes lo odiaban. Lo llamaban el Doctor Culo. En la sala de espera, entre docenas de diabéticos, aprendí más de esa enfermedad que con los discursos médicos. Había amputados, semiciegos y sobre todo gente con años de experiencia en la diabetes, muy cansada de las dietas, las caminatas, las amenazas, los grupos de apoyo y de médicos como el Doctor Culo. Cuando me atendió comprendí el origen de su apodo. Te trataba como el culo. Su terapia consistía en demostrar que toda tu vida había sido un error. Le encantaba que tu destino orgánico te hubiera tendido una trampa y hubieras caído en ella. Hay dos teorías sobre la muerte. La teoría del disco rayado dice que te morís debido a la acumulación de errores. La teoría del reloj despertador, en cambio, te libera de toda culpa, porque en el código genético ya está fijada la fecha de tu muerte. El Doctor Culo era un místico fanático de la primera teoría. Lo mandé al carajo y me volví a Derqui.

No obstante el Doctor Culo tenía razón, el disco estaba rayado.

Una madrugada comencé a vomitar y no dejé de hacerlo hasta el mediodía. Bastaba tomar un trago de agua para vomitarla. Así se inició mi segundo viaje en ambulancia hacia un hospital. Fue al hospital de Pilar y el camillero me dejó abandonado en un pasillo de la guardia. Estaba muy débil ya que llevaba dos días sin comer y había vomitado durante más de doce horas. Al rato me trajeron agua y luego llegaron los monstruos: las agujas. Me inyectaron suero, me pincharon las arterias de la mano, me pincharon el brazo y el culo. Después me desmayé. Aparecí en un dormitorio junto a otros dos pacientes. El viejo García tenía una pierna gangrenada y con gusanos. Le importaba poco su pierna. Pensaba en sus perros y en su hermana que estaba sola. Tenía más de ochenta años y difícilmente sobreviviría a la gangrena si no le cortaban la pierna, pero él no daba su consentimiento. En la otra cama descansaba Resero Viejo. Era diabético y alcohólico. Lo visitaba el psiquiatra todos los días y él prometía dejar la bebida. Pero hasta una ardilla se hubiera dado cuenta de su mentira. El médico ya había conseguido la autorización de la esposa para internarlo en un psiquiátrico, así que una tarde me pidió diez pesos y se escapó por la ventana.

 Estuve cuatro días consumiendo solo suero. Lentamente empecé a comer. Orinaba en el papagayo, pero cuando tenía que cagar o bañarme lo hacía acompañado por mi amigo Juan Mendoza. La intimidad es una miserable creación del lenguaje. Es una intimación contra lo público. El baño fue la mayor creación de la privacidad. Es decir, de la propiedad privada. Es privar a los demás de vernos. Es una reducción moral que nos condena, ya que nuestros órganos sexuales son también nuestros órganos de excreción. En el Chaco yo había cagado junto al dueño de casa y eran bastante comunes los baños con dos retretes. Igualmente me sentía humillado.

La vida nocturna del hospital era lo más interesante. Venían las camareras con la comida y las mucamas a limpiar la habitación. Por la noche, en los hospi tales, el movimiento nunca se detiene. Las luces nunca se apagan. Los médicos te revisan en todos los turnos, siempre en patota. La sexualidad es notoria. Hay olor a sexo aunque siempre oculto bajo el sudor de los desinfectantes, de la anestesia. En mi caso lo más difícil era dormir con la aguja del suero clavada en la vena del brazo. Un día le pedí a Juan que me sacara del hospital. Los hospitales son los aeropuertos de la vida y de la muerte. Llegué a este mundo en el hospital de Lanús y no quería irme en el de Pilar. Los médicos se opusieron, pero me fui igual. Apenas podía caminar. Perdía el equilibrio, me mareaba. Nunca recuperé el cuerpo que tenía antes de ser internado. Ese cuerpo quedó en el hospital de Pilar.

Insulinoadicto

Regresé al motorhome como un inválido. No solo no podía caminar, ni siquiera podía bañarme. Me caía al bajar un escalón o simplemente al levantarme de la cama. Los paseos con los perros y los viajes al almacén se habían acabado. Tuve que rendirme ante la evidencia. Otro amigo, Héctor Fenoglio, me vino a buscar en auto y me depositó en una pensión con baño privado en la calle Sánchez de Bustamante. La dueña, cuando me vio entrar tambaleante, se negó a aceptarme. La intención de mudarme allí era iniciar un nuevo tratamiento hospitalario en una clínica de Capital Federal, que está en la esquina de Agüero y Córdoba. Cuando me midieron la glucosa casi se desmayan. Medía seiscientos cincuenta miligramos, cuando lo normal es medir entre setenta y ciento veinte.

La doctora Acosta enseguida me prometió que a partir de ese momento sería insulinodependiente. Tenía que aprender a pincharme los dedos para medir la glucosa y a inyectarme las dosis correctas de insulina en la zona grasosa de la barriga. Los primeros días quedó demostrado que era un inútil operando los instrumentos. Pero me caí tres veces en la pensión. La primera caída fue en el pasillo y los vecinos me levantaron. La segunda, de madrugada, fue más grave: me caí junto a la cama y no pude levantarme. Quedé boca arriba como una tortuga, incapaz de reincorporarme. Los vecinos se despertaron por el estampido de mi caída y presentaron una queja. No pude levantarme del piso hasta el amanecer.

Los amigos son increíbles. Alejandro Sierra, director de la revista THC, empezó a visitarme cuatro veces por día para medirme la glucosa e inyectarme la dosis que correspondía a esa medida. Venía a la madrugada, al mediodía, al atardecer y a la noche. Estuvo visitándome durante una semana hasta que, por vergüenza, aprendí a manejar los instrumentos de tortura. Ya lo dije en mi nota anterior: uno es capaz de adaptarse a vivir en el cagadero del infierno. Y yo me adapté al pico. Hace dos años que me mido todas las mañanas y me inyecto la insulina dos o tres veces por día con tanta habilidad como antes jalaba. Me puedo inyectar en la mesa de un bar sin que nadie lo perciba.

Mi tercera caída en la escalerita provocó que me expulsaran de la pensión. Esto ocurrió en el mes de abril de 2011. Desde entonces las caídas siguieron pro duciéndose aunque con menor frecuencia. Me he caído en el subte, en una calle de tierra y muchas veces en el baño de piso duro de una horrible casita en Derqui, y me provoqué variadas heridas. Nunca recuperé el equilibrio ni la estabilidad. En el otoño del año pasado decidí refugiarme en el bosque de Bariloche, en la casa de unos amigos.

Un ACV en el bosque

El Pelado, Vivi y su hija Chiara viven en unas tierras tomadas hace muchos años en un barrio bautizado Villa Jamaica, en pleno bosque, a doscientos metros del río Casa de Piedra y a treinta y siete kilómetros de la ciudad de Bariloche. El nombre del barrio se debe a la preferencia consumidora de los vecinos. Hasta el equipo de fútbol se llama Deportivo Kingston. La casa de mis amigos es hermosa, entre los árboles. Yo dormía en la planta baja, en el taller donde ellos fabricaban las carteras y cinturones de cuero que vendían en la feria de la ciudad.

Bariloche es una ciudad detestable, bien germana. Todas las calles tienen nombres de botón o de milico. El centro está custodiado por la GAP para que los negritos de los alrededores no invadan el espectacular negocio del turismo sobre las inmediaciones del Nahuel Huapi.

Yo caminaba todas las mañanas varios kilómetros por el bosque y algunas tardes llevaba a la niña de la casa a ver películas fascinantes como Las crónicas de NarniaPiratas del CaribeLa era del hielo. Me seguía cayendo, aunque eso era normal. Hasta que llegó la tarde fa tal. Habíamos terminado de almorzar y mis amigos se fueron a dormir la siesta. Yo iba a intentar hacer lo mismo, pero primero fui al baño. No fue una caída normal, fue un derrumbe. Caí sobre el lavarropas, reboté y aparecí en el suelo. Me arrastré y llegué a la cama. Era una pesadilla. Le ordenaba a mi mano izquierda que se levantara y no me obedecía. Después dejó de moverse. Le siguió mi pierna izquierda y cuando quise gritar para que alguien me ayudara, comprendí que mi boca tampoco me respondía con naturalidad. Tenía la boca torcida y me salía una oligofrénica voz de abuela. Mis amigos estaban muy asustados. Traté, durante un par de horas, de hacerles creer y creérmelo yo mismo que pronto iba a pasar. Al atardecer me subieron a un auto como si fuera una valija y partimos hacia el hospital de la ciudad. Llegamos ya de noche. El hospital de Bariloche es impresionante, un edificio gigantesco y laberíntico, pero la sala de espera es solo la antesala del infierno. El infierno es la guardia.

Yo sufría un atenuado ataque de pánico. Toda la parte izquierda de mi cuerpo estaba congelada y la parte izquierda de mi alma también. Aunque cueste creer no tenía la menor idea de la existencia de «accidentes cerebrovasculares», pero era consciente de la gravedad de mi estado. Fue un combate contra la multitud conseguir saltar el turno y entrar a la guardia como paciente extremo. Me vino a buscar un enfermero en una silla de ruedas y me llevó al campo de batalla. Había un tipo con un tiro en el estómago. Un adolescente con un tajo en su mejilla que no cesaba de sangrar. Una mujer con dolores de parto. Un tipo con un fuerte dolor de muelas al que le explicaban que en la guardia no hay dentistas. Una mujer que hacía varios días no defecaba, pero que se tiraba unos pedos hediondos como reacción al enema que le estaban dando. Se escuchaban llantos y gemidos. Todos los pacientes estábamos separados por mínimas cortinas. Médicos y enfermeros se movían expertamente en aquel nido de dolor. Cuando el enfermero me buscó las arterias de la entrepierna, misteriosamente, mi parálisis cesó. Tuve un ACV que duró solo cinco horas. Igualmente ya estaba dentro de la red hospitalaria; pinchazos, radiografías, tomografías, junta de médicos y, nuevamente, el atroz operativo de la bolsa colgada del brazo. Este suero era muy doloroso porque además de alimentarme me proveía de alguna otra droga curativa. Le rogué a una enfermera que me inyectara algún calmante. Y la muchacha accedió. En ese hospital comprendí que las mujeres, médicas y enfermeras, eran mejores personas que los hombres. Me hacían sentir Enrique y no un pedazo de bofe estropeado.

Esta vez fui a parar a un cuarto con solo otro enfermo. Lo bauticé La ballena. Pesaba más de doscientos kilos, era diabético pero su hija comentaba que desayunaba una docena de medialunas. Lo tenían que operar, aunque él parecía inmune a todos los diagnósticos. Los domingos en un hospital son triplemente domingos. Solo quedan guardias y ningún especialista. Hasta las mucamas están de descanso. Recuerdo mi último domingo junto a La ballena.

Era el cumpleaños de su esposa y llamaba a sus hijos para que le compraran una procesadora o una campera de cuero. Le advertían que era domingo y que todo estaba cerrado. Era un hombre con mucho temple y estaba más preocupado por el aniversario de su esposa que por su inminente y certera defunción.

Estuve una semana internado y cuando me llevaron de regreso al bosque comprobé que mi debilidad había aumentado. Regresé a Buenos Aires en julio y volví a hacerme estudios con la doctora Acosta en el hospital de la calle Agüero. Un día dejé de ir y ya llevo más de un año sin realizar ninguna otra consulta. Me mido y me inyecto. Me mido y me inyecto. Me mido y me inyecto. Todos los días.

Dejé de consumir cocaína hace justamente dos años. No fue una decisión
sino una determinación de mi diabetes. Sin embargo, no me he arrepentido. Soy mejor persona y tengo mejores amigos. Uno de ellos, Freddy Álvarez, dueño del boliche de rock Abbey Road, el más importante de Mar del Plata, me trajo a esta ciudad y me consiguió habitación en un hermoso hotel céntrico, cuyo dueño es una encantadora persona. Claro, es un hotel de rockeros porque el lugar tiene un convenio con Abbey Road. Hace una semana se alojó en sus habitaciones una famosa banda de rock. Fui muy amigo del cantante, un muchacho que conocí de joven y a quien aprecio mucho. Golpeé la puerta de su cuarto para sorprenderlo. Para él fue como ver un fantasma. Enseguida me invitó a pasar y me senté en la cama.

—Hace dos años que dejé de tomar — lo anoticié. Y, como en los sueños, observé sobre la mesa de luz cuatro ex tensas y rudas líneas de una brillante, mágica y perfecta cocaína.

Una voz habló a través de mí, como si yo fuera una marioneta:

—¿Puedo tomar una línea? —me escuché decir.

—Claro, Enrique, son tuyas —respondió mi amigo.

Después de dos años exactos, justo en septiembre, la maldita oportunidad de decir que no por fin se estaba presentando. Aunque ya era demasiado tarde. Casi lagrimeando por la injusticia del tiempo, afirmé:

—Gracias, pero no tomo más.

Y regresé a mi cuarto.