El hijo

Un hombre vive con su madre y no tiene planes de salir de ahí. Por el contrario, la cuida con una obediencia feroz que se complica cuando invita a su novia a vivir con ellos.

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Era un tipo de unos treinta y cuatro años. Raquítico y encorvado. De cerca no era tan alto como parecía de lejos. Los anteojos de vidrio grueso y el pelo enrulado le daban, si uno ponía algo de empeño, un aire intelectual. Pero rápido podía verse que no era un tipo del todo normal. Vivía con la madre, a la que cuidaba con obediencia feroz. La vieja lo había criado bajo rigor, subyugándolo a una disciplina que lo había convertido más en sometido que en educado. Le había prohibido durante la infancia salir a jugar a las escondidas o asistir a los cumpleaños, y de más grande lo inhibió de cualquier actividad, alegando una enfermedad que nunca tuvo nombre y que hacía que le doliera todo.

Era la vieja quien le prohibía el mundo y después se burlaba de su soledad. Impedía que tuviera cualquier intercambio con mujeres y luego lo burlaba con comentarios crueles sobre su masculinidad. Las veces que él había intentado estudiar, ella no se lo había impedido, pero su malhumor era tan grande que Manuel había cedido a la paz de la resignación. Con palabras hirientes lograba manejarlo y con un gramo de fingida dulzura lo quebrantaba por completo.

El tipo nunca se compadeció de sí mismo. Sabía, porque no era tonto, que ante los demás era una especie de freak. Pero no se lamentaba. Mataba el tiempo sumido en la literatura y los foros cibernéticos de mala muerte. A veces escribía, y no era malo en eso. Compraba libros usados y leía cualquier cosa que cayera en sus manos. La pornografía y el cine lo acompañaban por las noches, de día atendía a la vieja y sus demandas. La vieja siempre encontraba nuevas formas de humillarlo. La moral y la nostalgia estaban presentes en sus peroratas, aunque la malicia era su especialidad. Lo había parido a los cuarenta y dos años y se reprochaba en voz alta haber perdido los últimos años de belleza y de cintura por un inútil como él.

Ninguno tenía más que el otro. Sin importar las posibilidades que le ofrecía la juventud, él parecía no tener planes de abandonar a su madre y, por el contrario, hacía más de lo que se esperaba de cualquier hijo varón. Se esforzaba en cargarla de la cama al sillón y la acompañaba mirando televisión o le leía artículos de revistas viejas. Alegaba no poder pagar una enfermera, pero lo que quería era atenderla él. Se masturbaba con vigor con la ropa interior que le cambiaba y lavaba con sus manos, y siempre que le servía la comida volcaba accidentalmente el contenido de la cuchara en el pecoso pecho de la mujer. La bañaba con delicadeza y lentitud para tenerla desnuda más tiempo, con la noble excusa de que el agua caliente aliviaría sus dolores. Solo terminaba cuando ella lo insultaba porque empezaba a tener frío. Entonces la envolvía en una bata blanca y la llevaba a la cama. Al recostarla, fingía cansancio por el esfuerzo y tardaba varios segundos en despegar su cuerpo del de su madre. «Sabés que no podés dormir acá», le decía ella.

Había sido bellísima. Los años, la maldad y el descuido hicieron lo suyo: tenía arrugas en los ojos y en la frente, su pelo y su vello púbico eran canosos. Los labios finos, como en todas las mujeres malas, estaban caídos en las comisuras, donde dos grandes surcos como paréntesis le apartaban la boca del resto de la cara. Intuía que su hijo la miraba, pero no estaba dispuesta a sospechar la verdad.

Una noche, sumido en el aburrimiento de la computadora en su pieza oscura, Manuel empezó a hablar con otra mujer. Era una correntina que, en un rapto de odio contra su novio infiel, buscaba un porteño para vengarse. Sin averiguar mucho más que los rasgos físicos de uno y otro, se encontraron. Hicieron lo suyo en un hotel de dudosa higiene y se saludaron para no volverse a ver. Sin embargo, la soledad de él y el resentimiento de ella los volvieron a juntar. Y parece que se empezaron a querer.

Él no podía ser directo. Simplemente intentaba, y lograba, que ella se fuera pareciendo más a la vieja que a cualquier otra mujer. Le pidió que se dejara crecer el vello púbico y la vestía con un camisón de satén que tenía el perfume de su madre (porque era, precisamente, de la vieja). La acostumbró a bañarla, alimentarla y cambiarla. A veces le pedía que hiciera lo propio con él. Le había enseñado a darle tiernos besos en la frente y no podía eyacular sin tocar —aunque no lo tuviera puesto— el camisón de satén. Se acostumbraron el uno al otro. Pero ella le cuestionaba, con legítimo derecho, por qué siempre se veían por períodos tan breves, por qué siempre en un hotel. Él le había dicho a la vieja que había retomado la facultad de Filosofía, y salía por dos o cuatro horas, con cuidado de llevar siempre carpetas y volver oliendo bien. La vieja no sospechaba. Tantos años de sometimiento habían hecho que creyera (y no estaba tan equivocada) que tenía poderes sobre él. Manuel sentía que estaba siendo infiel, y esa adrenalina y el remordimiento lo ataban más a la nueva mujer.

Las cosas no podían durar mucho. La mujer presionaba para conocer su casa y él, cuando vio que la perdía, tuvo que ceder. Habló con la vieja y le dijo que ahora él tenía una novia. La llevó a la casa y, por un tiempo, intentó vivir amándolas a las dos. Fue fugaz, pero por un momento creyó que podía tenerlo todo. Las atendía, bañaba y alimentaba, y ninguna de las dos mujeres podía soportar que hiciera lo mismo con la otra. La vieja inventaba dolores agudos, aunque jamás quería llamar al médico o tomar calmantes, y las preparaciones que siempre había comido ahora le resultaban intragables. En una guerra por las atenciones de él, ganaba la mujer joven, pero apenas se dormía o calmaba, él iba arrastrándose a lo de la vieja, que no le permitía tocar la cama y lo humillaba, ahora con más desprecio que antes.

Él lo habría soportado. La mujer, en cambio, no estaba dispuesta. Sabía que la vieja estaba convencida de ganar, y eso la enfureció más. Pensó en matarla, aunque sabía que era insuficiente. Tenía que lograr que fuera él quien la matara. Con toda su energía femenina dispuesta a retenerlo, comenzó a imitarla a más no poder. Se tiñó el pelo de blanco y se quedaba postrada en la cama hasta que él la levantaba. Le exigía cambios en las comidas, más caliente, más fría, menos salada. Le pedía calmantes y le prohibió la única salida que tenía, que era la de la compra de víveres. Lo obligaba ahora a encargarla por teléfono y a pedir que dejaran las bolsas en la puerta para que no se viera con nadie.

El tipo supo lo que ella quería. Después de un par de meses de tortura, sintió que era el momento. Preparó la cena como siempre y le dio a la vieja de cenar, la limpió, la acostó con cuidado y la tapó como siempre. Pensó en ponerle un calmante en la comida, pero no lo hizo. Igual, esperó a que se durmiera, porque no habría soportado su mirada ni verla sufrir.

Estaba lloviendo y el ruido del agua contra las chapas lo ayudó a mantenerse despierto. A las tres de la mañana, cuando ya estaba completamente dormida, la apuñaló en el cuello. Cavó en el patio, con torpeza, un zanjón que no llegaba al metro de profundidad y que sin la ayuda de la lluvia ablandando la tierra no habría podido lograr. Buscó una frazada para envolverla. Amanecía nublado y la luz era grisácea. Tapó la tumba con la tierra de los costados, guardó la pala en el galpón y entró a la casa.

—Ahora sí, acostate conmigo —le dijo la vieja.

Le sorprendió que estuviera despierta y se sintió mal por interrumpir su descanso. Se desnudó rápido, tenía la piel fría por la lluvia. Se metió a la cama y se aferró por fin, como un niño, al cuerpo de ella.

En esta edición también aparecen los cuentos de Mayra Arena «Negro» y «Los hechos» que pueden leer y escuchar haciendo clic en el título.