Una nueva historia de Casciari: «Nunca te empujaría»

Casciari se alejó de los finales melosos, y esta vez escribió un drama, una historia de amor y desencuentros que dejó a todo «Perros de la calle» con ganas de un final alternativo. ¿Escribirá más de un final en los siguientes programas?

Justina y Camilo se conocieron en la pileta del club Timón sin saber que eran hermanos. Tenían nueve años la tarde en que hablaron por primera vez y sintieron una conexión rarísima que confundieron con el amor. En realidad, el amor es lo que sentimos cuando vemos a alguien que se parece mucho a nosotros. Así que cada uno de los dos sintió que gustaba del otro.

La historia de los dos chicos era bastante conocida en Mercedes. Armando, el papá, había sido el dueño de un hotel alojamiento sobre la ruta 5 y se había casado con su novia de siempre. Cuando ella quedó embarazada de Justina, Armando la engañó con otra mujer. 

La amante era una periodista joven del canal de Luján. Ella fue al hotel a hacer un informe. Llegó en una camioneta con microfonista, sonidista, camarógrafos y productor. Incluyendo al chofer, eran siete. Esa misma noche, Armando y la periodista de Luján, terminaron encamados y la amante también quedó embarazada.

Aunque los dos embarazos fueron casi simétricos, la esposa y la amante nunca pasearon sus panzas por las mismas calles, porque una era mercedina y la otra de Luján. Esos treinta kilómetros entre las dos ciudades las salvó de encontrarse. Ellas sabían de la existencia de la otra, porque en los pueblos es imposible que las buenas historias queden en la oscuridad. Pero no hubo encuentro.

Al enterarse, la esposa le hizo un escándalo a Armando pero después lo perdonó. Solamente le pidió que vendiera el hotel, y él le hizo caso. La amante le dijo que quería criar a su hijo sola, sin presencia paterna, y Armando también le hizo caso.

Y así pasó el tiempo. Justina fue a una escuela primaria de Mercedes y Camilo a una escuela primaria de Luján. Cada mamá se cuidaba muy bien de no ir a la ciudad de la otra.

Pero un verano las dos madres cometieron un error. Mandaron a sus hijos a una colonia de vacaciones del Club Timón, en un pueblo que se llama Jáuregui, a mitad de camino entre Mercedes y Luján. A  las dos les pareció inofensivo Jáuregui por estar lejos de la ciudad de la otra. 

Y allí fue donde Justina y Camilo hablaron por primera vez, a los nueve años, sentados en la parte profunda de la pileta. 

«Si me empujás acá en lo hondo, preguntó ella, ¿me ahogo o pensás que sé nadar?». Y él le contestó: «Nunca te empujaría».

Ella lo miró a los ojos y creyó que él era hermoso. En ningún momento pensó que eran los ojos de ella en la cara de un varón.

Camilo preguntó: «Y vos, ¿preferís morirte ahogada o prendida fuego?». La respuesta de ella fue veloz: «Ahogada, porque me molesta el calor». Él se rió, a ella le causó gracia su risa, se rieron los dos al borde de la pileta y ninguno se dio cuenta de que las paletas delanteras de sus dientes eran las mismas.

El segundo día que se vieron en la colonia se esquivaron. Habían pensado tanto en el otro (en el colectivo de vuelta, durante la siesta, en la cena) que al verse de nuevo tuvieron vergüenza de que se les notara el amor y entonces jugaron casi todo el día con otros chicos, mirándose de reojo, matando las ganas de acercarse.

Al tercer día charlaron de entrada y no se separaron durante toda esa semana y la otra. Almorzaron juntos, jugaron en la pileta, y durante el fin de semana que no se vieron en la colonia, confirmaron (en secreto) que el otro era la persona más fabulosa que habían conocido.

Camilo se prometió, durante los últimos días de la colonia de vacaciones, que le iba a pedir a Justina el teléfono. Todavía era caro llamar de una ciudad a la otra, pero necesitaba tener un dato, un ancla para no perderla. Ella, más romántica, pensó que el último día de colonia le iba a pedir la dirección para cartearse.

Pero el último día de colonia Justina no fue. Su papá, Armando, había chocado la noche anterior y estaban todos en la clínica.

Justina y Camilo no se vieron más. Durante la infancia y la juventud pensaron en el otro todo el tiempo, y después, de adultos, nunca se pudieron olvidar. Había sido tan fuerte aquella colonia de vacaciones, esas dos semanas en el Timón, tan íntimas en la conversación de los chicos y en el silencio cuando no hablaban, que el recuerdo se magnificó en sus cabezas. Se idealizaron, hasta que fueron adultos. 

Mucho tiempo después, en 2001, Camilo se fue a vivir a Barcelona. Consiguió un PH en el barrio de Grácia con otros inmigrantes y empezó a buscarse la vida, porque no tenía papeles. Ella llegó en 2009 a la misma ciudad, recibida de arquitecta y con un gran empleo. La empresa le puso a Justina un ático amueblado en la Barceloneta, desde donde Justina podía ver, desde el piso treinta, la ciudad entera. 

A veces ella se asomaba a la baranda, sentía el viento de una ciudad que no era propia, pero que era hermosa, y pensaba en la frase de aquel chico del Timón: «Nunca te empujaría».

Una mañana de martes se rompió la caldera de la calefacción central, y el conserje llamó a una empresa para solucionar el problema. Camilo trabajaba en esa empresa desde hacía menos de un año.

Para arreglar la caldera había que molestar a la inquilina del ático del piso treinta, entonces Camilo subió por el ascensor de servicio, llegó a la puerta donde vivía su hermana, que al mismo tiempo era la chica aquella del club Timón que nunca había olvidado… y tocó el timbre.

Volvió a tocar. Pero nadie atendió. Justina esa mañana había viajado a Londres por trabajo. Fue la vez que más cerca estuvieron de encontrarse.

Justina murió a los 72 años, rodeada de nietos, en un campo de Baradero. Camilo murió tres años más tarde, de un cáncer de próstata, en su casa de Tarragona. 

Los dos creyeron durante toda la vida que habían sido hijos únicos, y también creyeron, hasta el último minuto, que habían tenido un alma gemela durante dos semanas en la pileta del club Timón.

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