Toda esta gente

A 40 años de la recuperación de la democracia en Argentina, Hernán Casciari escribió y leyó en «Perros de la calle» un cuento sobre los años más oscuros del país.

Era un día cualquiera, de sol, yo estaba en Córdoba, distraído. Mi distracción es fundamental para que se entienda esta historia: yo estaba en Córdoba, al medio día, un día de sol, distraído. Caminábamos con mi amigo Amadeo por el medio de la ciudad de Córdoba y él de repente me agarró del brazo, caminando por la vereda, y me dice: 

—¿Conocés esto? —y me metió en un lugar que parecía una casa colonial.

Una vez adentro de ese lugar entendí que era un Centro de detención de la dictadura convertido en museo. Yo no tenía previsto ir ahí, yo estaba caminando desde el almuerzo a probar sonido a un teatro. Me metieron a las dos y media de la tarde en ese lugar.  

Si hubiera sabido de antemano a dónde íbamos, seguramente me hubiera negado a entrar. O, si entraba, no me hubiera pasado lo que me pasó. Pero yo no estaba preparado, y de repente, de la nada, empecé a ver celdas, urinarios, salas de tortura, cloacas, cadenas con grilletes. Y Amadeo que, sin darse cuenta de mi estupor, además me contaba cosas: que algunos detenidos escribían cartas a su familia en papeles de fumar, porque sabían que se iban a morir y entonces papeles de fumar con cartas de despedida. 

Y yo no quería estar ahí, no me había preguntado, no me habían dicho «che, hoy vamos a ir a un Centro de detención convertido en museo». De un día soleado del siglo XXI entré, sin transición, a un bucle espantoso de los años setenta. Y me asfixié. 

Sentí un vacío en el estómago como si el desayuno anterior y el almuerzo reciente no hubieran ocurrido nunca. Y al mismo tiempo una acidez que me hizo salir de ahí, a pesar de Amadeo que me hablaba. Me quise ir despavorido. 

Busqué la salida para tomar aire, y sin querer me metí en un salón del museo donde estaban pegadas, en las paredes, las fotos de todos los detenidos que habían sufrido tortura y muerte en ese lugar. 

Y me paralicé. Era una pared entera.

Me quedé de frente a esas fotos, todas en blanco y negro. Y ampliadas. (Un dato muy importante: no eran unas fotitos chiquitas.) Eran fotos que tendrían unos 40×40 centímetros. 

Como eran fotos carnet ampliadas daba la impresión de que te miraban.

Las fotos, a ese tamaño nuevo, me mostraron detalles que yo nunca había visto. Eran chicos disfrazados de adultos. Los bigotes a lo Jacinto Luque y las melenas, los hacían parecer más grandes, pero en la ampliación de las fotos podía verle las caras y eran chicos. El blanco y negro hacía que ellas parecieran señoras, pero eran chicas. De la edad de mi hija, de la edad de Nina. Y lo peor era que todos, a pesar de sus edades inverosímiles, habían estado en ese lugar, habían gritado piedad a la noche en las celdas. Habían muerto ahí o habían sido torturados y torturadas ahí. Es decir,  se habían resignado a morir chicos de 20 años en ese lugar que yo estaba pisando.

Y entonces en vez de buscar la salida e irme, di un paso al frente y los empecé a mirar a los ojos. Me acerqué para leer sus nombres y el año de sus nacimientos.

Vi a un Juan Pablo de barba, poeta, nacido en 1958, desaparecido a los veintiún años, que hoy tendría sesenta y cinco. Hoy: 30 de octubre de 2023. Y tendría doce novelas publicadas, y el guión de una película ganadora de un Oscar, y el Premio Cervantes en España en el año 2026.

Vi a una Lucía, estudiante de medicina, torturada y muerta a los diecinueve, que hoy tendría sesenta y tres años y estaría en su tercer mandato como Intendenta de Córdoba y daría cátedras en el extranjero sobre cómo gestionar una ciudad cien por ciento sustentable.

Vi a un Juan Cruz en una foto del medio de la pared, y a una Carmela, en otra foto, más al costado. Juan Cruz y Carmela no se conocieron nunca, solamente tuvieron en común haber sido torturados en el mismo lugar. 

Pero, si no hubieran muerto, se habrían conocido en 1983, en el cierre de campaña de Luder, y se hubieran enamorado, y hubieran tenido tres hijos, y el del medio, Tomás, habría sido volante central de la Selección Argentina campeona del Mundo de Sudáfrica 2010.

En cada foto que veía, un par de ojos me devolvían la mirada. Ojos vivos, llenos de energía, de cosas por hacer, como mis ojos a los veinte años, como los ojos de mi hija Nina. 

Vi toda la escena como no la había visto nunca. Había pasado algo simple, muy simple, en esos años: las personas más necias y brutas de la época, habían mandado a torturar y a matar a los que tenían la mirada sagaz y un futuro lleno de ideas.

Vi a un Julio José, ingeniero flamante, de bigote peludo, torturado y muerto a los veinticinco años, que de estar vivo hubiera confirmado los descubrimientos de Vaca Muerta en 1999 (once años antes) y eso nos hubiera evitado la crisis económica del 2001. Y los muertos, y los traumas.

Vi a una Alejandra, estudiante de música, desaparecida a los veinticuatro años, que hubiera sido telonera de Serú Girán en un concierto en Alta Gracia de 1982 y Charly la hubiera hecho corista de Clics Modernos y después habría tenido una carrera solista sorprendente en toda América latina y hoy seríamos fans, todos, unánimes de Alejandra.

Y entonces pensé en todas las músicas, en todos los gasoductos, en todas las novelas, en todas las dirigencias sindicales, en todas las películas y todos los puentes y en todas las ideas que no tuvimos nunca, o que no tuvimos a tiempo. O que ya no vamos a tener.

Era un día cualquiera, de sol, y yo estaba distraído. Por eso no vi el pasado de la dictadura incomprensible, sino que vi el futuro. Vi esta democracia de cuarenta años, sin ellos. Y pensé: ¿Cómo no vamos a estar así? Hoy. Si nos está faltando toda esta gente.

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