«Cosas que pasan en la guardia: La jarra loca», un relato anónimo en la voz de Celeste Cid

Desde el anonimato, una doctora cuenta en primera persona un caso real de excesos, drogas y desesperación. Una previa, una «jarra loca» y el desmadre. Una historia que, en los pasillos del hospital, se pone cada vez más oscura.

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Sábado de madrugada. La ambulancia trae a una chica y el médico me la presenta como alcoholizada. Está inconsciente y apenas mueve unos centímetros las manos cuando le provoco dolor. Viene empapada en transpiración, en vómito, en orina. Tiene la pollera manchada con materia fecal que parece ser suya. Hay también algo de sangre, aunque no le encuentro cortes. Le pongo el saturómetro en el dedo que más saltado tiene el esmalte fucsia. No lee. Está helada. Le pido al de la ambulancia que se la presente a emergento. Se la lleva. Vuelve a los pocos minutos y me dice que el emergentólogo está reanimando un paro y que pidió que por favor la fuese viendo yo. Pienso que de emergentología sé bastante poco, que es joven, que en cualquier momento va a haber que intubarla y hace años que no lo hago, que si hago algo mal y se muere, me mato, que no quiero que se muera, que ahora tampoco me quiero matar, que las cosas no tendrían que ser así. La veo y asusta; me asusta. Creo que asustaría a cualquiera que no hiciera emergentología. Trato de tomar coraje, de pensar que soy la mejor opción que tiene en este momento porque mi compañera —que tiene la misma idea que yo de estos temas— está terminando con otro paciente, y, más que nada, porque si se queda en la camilla de la ambulancia, ahí sí que se va a morir. Le busco un lugar. No hay. Despierto a un borracho que vino a dormir y le pido que me deje la camilla. Responde que mañana. Lo sacudo y le digo que ahora. Se da vuelta y me da la espalda. Busco al de seguridad para que me ayude a sacarlo. Me contesta que él le va a pedir que se vaya, pero, si se pone violento, voy a tener que llamar a la policía. Acepto el trato de mala gana. Vamos. El borracho le tira un manotazo. El de seguridad me informa que ya sé lo que tengo que hacer y vuelve a su puesto. Estoy por marcar 911 cuando el chofer de la ambulancia que trae a la chica me ofrece su ayuda y lo saca en cinco segundos. Me quiero casar con él.

Ubicamos ahí a la chica y pienso que peor consultorio no le pude conseguir. Huele a pis, a alcohol, a cigarrillo, a mugre y seguro en breve va a oler a caca por la que tiene en la pollera. Sus compañeros de consultorio están casi tan pasados de alcohol como ella. Le subo las barandas como si se fuera a caer, un poco por costumbre, otro poco por si llega a convulsivar. Los de la ambulancia se van. Llamo a mi compañera para que me dé una mano. Le tomamos la presión. La tiene por el tercer subsuelo. El pulso solo se le siente en el cuello y es muy débil. Sus pulmones rugen. Busco a algún enfermero para ponerle ya mismo una vía. Están todos con el paro. Por suerte tiene buenas venas, así que se la logramos poner nosotras. El suero va a chorro. Le hago un hemogluco. Tiene la glucosa en sangre paupérrima, casi como su presión. Le paso glucosados hipertónicos sin asco (azúcar por vena digamos). Pruebo de vuelta la respuesta al dolor. Me trata de sacar la mano. Respiro. Busco de dónde viene la sangre. No es suya. La envolvemos en camisolines para calentarla hasta que consigamos alguna manta. No hay por ningún lado, ni siquiera sábanas. Calentamos unos sueros debajo de la canilla de agua caliente y se los ponemos a los costados del cuerpo. Le pasamos el combo revive muertos y al terminarlo se pone en posición fetal. Le ponemos una máscara de oxígeno, un corticoide para que respire mejor y chocamos los cinco.

Hacemos pasar a sus dos amigas —la más alta tiene un corte en la mano manchado con vómito, roña y sangre— y les preguntamos qué consumió. Dicen que una jarra loca. Insisto con saber qué contenía. Alegan no saber, que la preparó un amigo. Les explico que eso es un peligro, que su amiga se podría haber muerto, que no digo que no tomen alcohol, pero que así no. Estoy por preguntar si consumieron drogas también cuando la más baja interrumpe con que está mareada. La acostamos en las sillas del pasillo y le levantamos las piernas. Se recupera bastante rápido y nos quiere abrazar. Está bañada en vómito ella también. Le tomamos el pulso y la presión desde lo más lejos que podemos. Está todo bien. Le pedimos a la alta que le tenga las piernas para arriba un rato hasta que consigamos algo para mantenerlas así. Nos alejamos y la del mareo nos tira besos. Volvemos con dos cajas llenas de sueros. Las apilamos bajos sus piernas y recién ahí me doy cuenta de que se le ve todo el traste. Le traigo un camisolín y la cubro. Juega a taparse la cara y aparecer como si tuviera dos años y deja su culo al aire otra vez. Mi compañera le cura la mano a la alta. De afuera golpean la puerta a lo loco. Me resigno y le digo a la de la mano que cuide a la besucona.

Alguien grita que no puede respirar. Abrimos. Es una chica de unos veintilargos con una crisis de asma. La hago pasar y mi compañera llama a un hipertenso. La asmática satura bastante bien y apenas se hizo dos dosis de salbutamol antes de venir. Tiene algunos silbidos en la espalda, pero nada terrible. La pongo a nebulizar cerca de las chicas. Las mira y alterna risas con sacudidas de cabeza para los costados.

Voy a ver qué pasó con el del paro. El emergentólogo me cuenta que no salió y me pregunta por la borracha. Le digo que ya está y me da un sermón de que no tenemos que asustarnos por cualquier pavada. Tengo ganas de mandarlo a la mierda. Aprieto las muelas, me arranco la uña del anular derecho y vuelvo a atender. Hago pasar a un chico con dolor abdominal que grita como si lo estuvieran apuñalando. Lo acuesto y su panza es blanda, sin signos que me hagan preocupar. Le golpeo la espalda y salta. Le pregunto si tuvo fiebre y si le arde al hacer pis. Contesta que ninguna de las dos. Tampoco hizo pis oscuro. Le digo que le voy a hacer un análisis de sangre, uno de orina, una ecografía y que le voy a pasar medicación por suero. Se niega a los pinchazos alegando que odia las agujas. Traigo el envase de suero cortado donde tiene que hacer pis y se lo doy mientras le explico que dudo de que el dolor se le vaya a pasar con comprimidos, y que además no tengo para darle. Se queja de que cómo puede ser que en un hospital tan grande no haya pastillas, que es una vergüenza, que no cree ser el único con miedo a las agujas. Está en el medio de su disertación titulada «Los hospitales y la falta de recursos acordes a pacientes con casi fobia a elementos punzantes», cuando escucho que una voz de mujer grita:

—¡Ayuda! ¡Un médico!

El grito viene desde donde estaban las amigas borrachas. Le indico al paciente de la disertación dónde puede tomar la muestra de orina y corro para ahí. Mi compañera también aparece. La chica de los besos y abrazos con el culo al aire no reacciona.

—Estaba roncando hasta recién que dejó de respirar —dice la más alta llorando—.

Le busco el pulso mientras mi compañera constata si respira. Las dos negamos. La bajamos al piso como podemos y empiezo a hacerle RCP ahí, mientras ella corre a buscar al emergentólogo. Cuando pasa por el office de enfermería grita que hay un paro al fondo y los dos que están vienen a ayudarme. Uno pide camillero. No aparece. La otra reanima conmigo. Llega mi compañera con el emergentólogo y el carro de paro.

—Acá no se puede —sentencia él—.

Se va, y vuelve a los pocos segundos con una camilla que ni sé de dónde sacó. La subimos entre todos y corremos al shock room. La amiga llora atrás nuestro. Le pedimos que espere afuera.

—¿Qué consumió? —pregunta el emergentólogo—.

—Una jarra loca —contesto—.

—Necesito saber qué tenía esa jarra exactamente —dice y sé que está pidiendo que vaya a averiguar—.

Recién ahí caigo en que nunca llegué a preguntar por las drogas. Lo dejo reanimándola con mi compañera, los enfermeros, y el cardiólogo que apareció de la nada, y voy. Paso las puertas y veo a la amiga hecha un bollito en el piso, llorando desconsolada. La ayudo a levantarse y le doy una gasa —de esas que tengo en el bolsillo para cuando me acuerdo de hacer pis— para que se seque las lágrimas. Le explico que necesito su ayuda ahora mismo, que por favor me averigüe qué había en la jarra y que me diga si consumieron alguna droga. Sacude la cabeza para arriba y para abajo mientras aspira sus mocos.

—Solo marihuana —dice—.

—Eso no la va a poner así —le contesto—. ¿Podés llamar al que preparó la jarra?

Reitera el movimiento de cabeza y busca su celular. Recién ahí nota que no lo tiene. Llora también por eso. La sacudo y le pregunto si alguna de sus amigas tendrá el número. Dice que sí. Vamos al consultorio donde está la que más nos había asustado. En el camino, el del probable cólico renal me grita que está esperando los comprimidos. Lo ignoro. Llegamos a donde está la de la sangre que no era suya y de la pollera con caca. Me doy cuenta de que ni llegamos a sacarle la ropa roñosa y mojada, igual ahora no es el momento. Me pongo los guantes y le reviso los bolsillos buscando su celular.

—¿Qué hacés? —se queja como entre sueños—.

Su amiga la calma. Lo saco y se lo doy a la sobreviviente de la maldita jarra loca.

—No sé la clave —dice mientras me muestra los números en la pantalla—.

Tratamos de activarlo con los dedos de la borracha. Da error, no sé si por sucios, por fríos o por lastimados. Le preguntamos la clave.

—Yo que sé, dejáme en paz —grita y vuele a roncar—.

La amiga la sacude. Nada. Corro a enfermería y busco una ampolla de esas de azúcar endovenosa que le pasé antes y otra de cafeína. Le paso el azúcar y le pongo la cafeína a pasar por el suero bastante rápido. Revive lo suficiente como para contestarnos.

La amiga llama al que preparó la jarra y le pregunta qué le puso. Le hago señas para que lo ponga en altavoz. El chico contesta —con voz de que se cree el «capo de los capos»— que mucho chupi y «magia de la abuela».

—¿Y eso en qué consiste? —interrumpo—.

—¿Vos quién sos? —pregunta desde su limbo y se ríe—.

—Soy la médica que está tratando de revivir a tu amiga que está en paro. Necesito que nos digas ya qué le pusiste exactamente, así no tengo que denunciarte por asesinato si se muere.

No puedo pensar en que es un chico, en que está borracho, en que tal vez sea mejor entrarle por la buena onda. Cada minuto son neuronas que esa chica pierde. Igual, parece que la amenaza resulta, porque contesta que a la jarra le metió unas pastillas que le robó a su abuela que está re loca. Insisto en saber qué drogas eran. Jura que no sabe. Le pido que llame a la abuela y le pregunte. Dice que si la despierta ella es capaz de asesinarlo a él. Ya no se ríe. Me pregunto cuán mal estará la abuela. Se escuchan pasos, tropiezos y nos pide que esperemos. Quiero teletransportarme a lo de su abuela y preguntarle yo. Al ratito el chico reaparece en el teléfono.

—Les mando fotos —dice—.

Cuelga. Resulta que vive con la abuela. El combo incluye antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos. Tiemblo. Corro de vuelta al shock room. La chica ya salió del paro, aunque quedó intubada. El emergentólogo me hace sentarme.

—Respirá —me ordena—.

Le hago caso y repito el proceso tres veces.

—Tenía todo esto la jarra —le digo mientras le muestro el celular—.

—La puta madre —larga y me sumo a la puteada—.

Buscamos a las otras dos y las traemos al shock para tenerlas monitoreadas. A falta de cama, las acostamos juntas. La alta le acaricia el pelo a la borracha inicial y le pide que se ponga bien. Le colocamos un suero y la hacemos llamar a todos los que tomaron de esa jarra para que vengan al hospital. Son el chico de la abuela y otro más. El de la abuela no quiere venir. Lo amenazo con la denuncia de nuevo y está acá a la media hora. Los acostamos en el pasillo en camillas móviles y rogamos para que no caiga ninguna emergencia porque no va a haber dónde meterla. Esa noche ninguno duerme. El del cólico renal viene para donde estamos a quejarse por los comprimidos que nunca le di y el emergentólogo le pega un par de gritos que lo ponen en su lugar. Se va amenazando con demandarnos. Esta vez ni me preocupa. La guardia está llena de chicos que pueden hacer un paro en cualquier momento y sus padres que van cayendo y demandando explicaciones. Nadie viene a ver al nieto conflicto. Le pregunto si no quiere que llame a sus papás. Me cuenta que fallecieron cuando era chico y me ruega que no contactemos a su abuela. Es mayor y está estable, así que respeto su decisión. Igual, lo obligo a darme el número de la señora por las dudas. Por suerte, ninguno más se descompensa.

Después del pase de la mañana, vuelvo al shock room. Afuera están los padres de la chica con las ojeras más marcadas que yo después de cuarenta y ocho horas de guardia. Los párpados de la mujer están hinchados. Les deseo lo mejor para su hija. Me agradecen.

Busco al emergentólogo para que me cuente si sabe algo más. Dice que la chica estaba tomando antibióticos para una infección urinaria y que además toma medicación por un trastorno por déficit de atención, que el combo le pegó muy mal y se clavó el paro por una arritmia jodida. No sabe cómo le vaya a quedar el cerebro porque tuvo un RCP bastante prolongado, aunque no tanto. Agradezco por adentro a mis padres el haber sido tan obsesivamente cuidas, aunque en aquel momento los haya odiado.

Veo a las otras dos chicas: están mejor. El chico que no creó la jarra se derivó por su obra social que por arte de magia vino rápido a buscarlo. Me acerco al nieto conflictivo. Dice que se siente bien y pregunta por su amiga del paro. Le cuento y se pone transparente.

—Soy un pelotudo, un forro, un imbécil, una mierda como me dice mi abuela…

Se le caen las lágrimas. Me da pena y lo quiero matar a la vez. Lo abrazo y ahí sí que se llora todo lo que tenía guardado. Cuando noto que se calma, lo suelto y le doy la gasa que me queda.

—Nunca más —le digo entre pregunta e imposición—.

Levanta la mano cual promesa de boy-scout.

—Nunca más —contesta—. Y gracias.

Lo abrazo de nuevo.

Salgo y me fumo dos puchos al hilo antes de subirme al colectivo.

El tipo más querido de Kinteto era un taxista al que llamaban Queso y Dulce. Había pasado un par de años en la cárcel y esa reclusión lo había convencido de retirarse del delito. Sin embargo le gustaba la pelea, era un peleador callejero de gran prestigio. Enorme, muy alto y fornido, pero como contraste tenía una cabeza muy pequeña y todas sus facciones se apretaban en ese rostro diminuto. Manejaba un taxi y lo suyo consistía en joderle el bolsillo a los turistas extranjeros o del interior que pescaba cerca de las estaciones. Cuando tomaba unos tragos de más buscaba camorra. Nunca con los jeques del bar. Siempre con paraguayos peligrosos o con cualquiera que le pareciera pesado. La conversación de Queso y Dulce, si se la escuchaba superficialmente, aparecía como sin relieve, sin fondo ni superficie. Después descubrí que, al igual que todos los habitantes de ese clan, era una forma de hablar en clave, un poco para probarte y otro poco para pasarte por arriba.

Me hice muy amigo del Viejo Chaina. Tenía setenta y cinco años y se había jubilado de los hechos grandes. Nunca me cansaba de escuchar las historias delictivas de su juventud. Dudo mucho que haya historias más interesantes de ser escuchadas que aquellas que se refieren a asaltos a bancos, tiroteos y fugas. A través de su voz escuché por primera vez la leyenda del Gauchito Gil, una historia que sigo escuchando hasta hoy en la boca de los periodistas e intelectuales más despreciables.

El trabajo del Viejo Chaina, el único que le permitía la edad, consistía en trascurrir las mañanas en la estación Constitución mezclado entre la chusma de turistas que partían o llegaban de Mar del Plata. Era muy hábil para la punga y robar los equipajes era un juego de niños para él. El grave problema del viejo eran los policías ferroviarios, que también se ocultaban disfrazados entre la chusma para atrapar a tipos como él. Todas las tardes, cuando el Viejo demoraba su regreso, empezaban las apuestas sobre si había caído preso o no.

El más cínico en ese juego de apuestas era el tipo más elegante, al que llamaban Pototo, del que se comentaba era puntero de los radicales y su especialidad consistía en sacar a todo el mundo de la comisaría a cambio siempre de algún favor.

Agotado por la tensión, el Viejo Chaina siempre aparecía con maletas a veces llenas de bombachas o vaqueros sin valor y, en ocasiones afortunadas, con valiosos equipos de fotos y trajes caros.

La mejor mercadería se la disputaban sobriamente Pototo y Don Roque. Pototo era un tipo que me resultaba difícil de tragar, me indignaba su porte canchero, su capacidad de percibir la debilidad de cada persona y exponerla públicamente. Unas semanas después, sin embargo, me hizo un favor inolvidable.

Mi amigo Gerardo tenía un compadre en Matías, también pendejo y también en busca de su destino, y ambos se dedicaban al choreo que estaba de moda en aquellos años: los pasacasetes. A buen precio se los compraba la mafia de Caminito que estaba regenteada por el dueño del local de artesanías que dominaba la calle. Yo a veces los acompañaba para tratar de aprender, pero como veía la yuta en cada sombra terminaron por echarme de esas rondas nocturnas.

El hermano mayor de Matías era El Huevo, un muchacho «grande», también pesado, pero con una gran nobleza. (En la cárcel aprendí que señor se les dice a los asesinos, muchachos a los asaltantes y pendejos a los iniciados; mientras que jefe se les dice solo a los carceleros). El Huevo tenía un ojo que parecía estar durmiendo, pero que nunca sabías si también te miraba. Le decían Huevo porque ese ojo maltrecho tenía la mirada de un huevo duro. A mí me quería mucho y en varias ocasiones me ayudó en ciertos enfrentamientos. Después yo lo traicioné vilmente. El Huevo era cuidadoso y se dedicaba a todo un poco, y —si bien no era su preferencia— si había que ir de caño, iba de caño.

El consuelo de la muchachada era Marga, una prostituta joven, morena y sensual, de pechos grandes y generoso trasero. No se acostaba con nadie del bar. Como muchas prostitutas, ella dividía el mundo entre clientes y amigos; trabajaba en los bares de la estación Constitución donde tenía protección policial.

Me falta mencionar al Gallego. Era el único que andaba siempre calzado. Recién salido de la cárcel, apareció repentinamente en el bar y su presencia cambió el clima. Jamás me prestó atención y los muchachos me aconsejaron que ni siquiera lo mirara a la cara. Era un «ojos de hielo», como llaman en la cárcel a los asesinos despiadados. Uno de esos tipos que te matan por nada. Por suerte no iba seguido pero, cuando se instalaba, todo el bar giraba alrededor de su presencia; hasta Don Roque era amable con él y siempre intuí que también le tenía miedo.

Una tarde tremenda fui testigo de la humillación de mi amigo Gerardo. El pibe se sentó en la mesa de los grandes e hizo seguramente algún torpe comentario. El Gallego, sin decir palabra, le cruzó el rostro con un fuerte revés. Llorando por la humillación, Gerardo se fue del bar y desapareció durante algunos días.

Recuerdo mis días como heladero y me da compasión ese tipo que yo era. Con tal de sentirme alguien ante los ojos del bar me bastaba con vender helados.

Después del éxito inicial, en los siguientes días comenzaron los problemas en La Boca. Primero fue el vendedor de Noel, un grandote con cara de bulldog que me patoteó con la amenaza simple de cagarme a trompadas si me aparecía otra vez por ahí. Estremecido de miedo regresé al bar y conté mi desgracia. Por fortuna, Don Roque no esperaba de mí que yo enfrentara al enemigo. Al otro día, en la camioneta, me acompañaron el hijo de Don Roque, El Huevo y Gerardito.

Al bulldog de Noel lo reventaron a trompadas, lo amenazaron de muerte y le exigieron que abandonara la zona para siempre. El gordo desapareció, pero el apriete no me devolvió la gallina de los huevos de oro. La mafia se cobró venganza. Estaba vendiendo con Gerardo una primaveral mañana cuando la policía vino por nosotros. En la comisaría nos pegaron unas cuantas cachetadas y si bien Pototo nos sacó enseguida, logrando que no mancharan más mis antecedentes, yo perdí el gusto por La Boca.

Así que me vi obligado a abandonar mi centro comercial preferido y salir a explorar nuevos territorios. Primero emboqué la salida del colegio en Las Catalinas, y como no alcanzaba para hacer la diaria atravesaba la ciudad a gran velocidad hasta llegar a otra escuela, en la calle Entre Ríos casi San Juan. Había más competencia. Pero yo tenía muchos trucos para ganarle a mis competidores. Sorteaba helados gratis. Y al principio de mi campaña varios niños se llevaron gratis un helado junto a la compra de otro. Después comencé a trampear los números y nadie sacaba un premio. Los niños se arracimaban alrededor de mi bicicleta y cada tanto me veía obligado a sacar un número premiado y regalar dos o tres helados. Conseguía buenas ventas, pero mis ganancias disminuyeron y el recorrido diario me agotaba. Realizaba aquel esfuerzo solamente para mantener mi prestigio.

Don Roque empeoró más mi destino. Haciéndome sentir como un hombre muy afortunado ante la oportunidad que iba a ofrecerme, una noche, después del tercer whisky, me pidió que trabajara los domingos, esta vez manejando un pesado bicicarro, para vender postres helados a las familias del barrio Las Catalinas. Aclaró que me hacía el ofrecimiento exclusivamente a mí y que ningún otro heladero iba a competir conmigo. Si lograba hacer clientela, el porcentaje que lograría con aquellas ventas duplicaría mis ganancias actuales.

Esa noche regresé a mi casa agobiado por la propuesta. Otra vez la vida me acorralaba contra las obligaciones. Detestaba trabajar tanto como estudiar. El estudio degenera las propias ideas y el trabajo es pura esclavitud. Pero negarme significaba perder la simpatía de Don Roque, abandonar el bar y quedar otra vez expuesto a la nada. Siempre tuve pánico al anonimato. Esa era la nada para mí: andar sin rumbo entre nadie.

En esas noches sucedió un hecho que me unió un poco más a la pandilla de Don Roque. Al Kinteto concurría una nutrida clientela de paraguayos que habitaban en una pensión cercana. Formaban también un grupo cerrado que evitaba meterse en problemas con la mafia del bar, pero cuando se emborrachaban perdían los modales. Eran tipos que no sabían lo que era el miedo o, si lo sabían, se reían de él. En el Chaco he visto a cuatro paraguas, espalda contra espalda, peleando con una multitud.

Esa noche tres paraguas empezaron a hacerme bromas pesadas desde otra mesa refiriéndose a la hermosa chica que estaba conmigo. Las bromas fueron subiendo de tono a medida que yo trataba inútilmente de hacerme el desentendido. Hice que mi compañera se sentara de espaldas a ellos y ese gesto aumento la presión de las groserías verbales. El episodio fue percibido por Carlitos, el hijo de Don Roque, que le fue a contar al padre. Este apareció con una expresión feroz en su rostro. Y con un gesto de su dedo deslizándose lentamente por su garganta acalló a los paraguayos. Un rato después, a unas cuadras de ahí, mis agresores recibieron una apretada y nunca más aparecieron por el bar. Entonado por aquella demostración de lealtad, ese domingo salí a vender los postres helados.

Si bien no fue una buena tarde, hice varios contactos y sobre todo me hice popular, ya que regalé porciones de postres a los vecinos para que conocieran nuestra mercadería. El objetivo principal era ganarme la simpatía de los porteros para que me dieran acceso a sus edificios, así que traté de convencer a Don Roque de hacer una inversión. La idea era regalar un postre a los porteros que me parecieran apropiados, pero Don Roque era muy amarrete y se negó a regalar nada.

Comenzaron las desgracias. El día de la primavera fue una jornada de terror, hubo desmanes en toda la ciudad. Los heladeros que fueron a vender al Parque Pereyra Iraola fueron saqueados por las hordas de estudiantes y uno de ellos, en el tren colmado de pasajeros, fue testigo de una violación pública a dos adolescentes. Yo me conformé con la calle Santa Fe, que era la avenida elegida por los estudiantes para producir todo tipo de quilombos. Se pelearon como en Beirut y mi carga también fue saqueada.

En esos días conocí a Marisa y me enamoré. Ya en el primer encuentro surgió el plan que iba a atravesarnos el destino. Eso es el amor: un plan de ellos dos que los terceriza.

En la picazón de la concha y de la pija, en el temblor de los besos y caricias, se esconde inadvertida, como una serpiente, la convivencia futura. Es el único modelo que existe: hacerlo igual que nuestros padres, repetir la tragedia que oscurece la luz del mundo. La seguridad es el principal enemigo del éxtasis. En cuanto el plan «vamos a vivir juntos» se inicia, el amor se esfuma como un pedo en el aire de las conversaciones. El amor es una promesa milagrosa que jamás podrá cumplirse.

En esos días suicidé mi oficio de heladero.

Uno de los porteros de Las Catalinas era un borracho sexópata que me invitaba a su cueva en el sótano del edificio para hablar de mujeres y tomar unos tragos. En aquella época yo era capaz de sostener una charla con el tipo más idiota del mundo y hasta demostrar interés.

A este portero le gustaban las púberes de doce o trece años, no más. Y yo, con tal de recorrer el edificio ofreciendo mis postres, le daba manija a sus fantasías. Luego de mi recorrido me metía en la portería y me quedaba allí bebiendo hasta el atardecer. En cierta ocasión el sujeto me dejó un largo rato solo en la portería mientras atendía distintos problemas del edificio.

Desde niño fui un experto revisor. Era como un detective y tenía un excelente olfato para encontrar las guaridas secretas del dinero, las golosinas o los objetos de valor. Apenas di un paseo por la cueva enseguida encontré, en una caja de madera malamente escondida en el ropero, las copias de las llaves de todos los departamentos. Cada una de ellas llevaba una etiqueta que señalaba el número y la letra del departamento.

Aquel hallazgo era muy valioso y no pude evitar comentárselo al Huevo.

Un hormigueo casi lujurioso nos recorrió a ambos.

Don Roque, con cierta desilusión por mi actitud, porque aquel plan me sacaría definitivamente del negocio de los helados, aprobó la idea. En su confusa y caótica ambición sin límites, Don Roque todavía era incapaz de negarse a un robo.

El siguiente domingo me robé las llaves.

Engañar al portero me daba mucha adrenalina. Yo era una imitación perfecta de su mejor amigo; juntos espiábamos a una morochita tetona del segundo piso y yo lo ayudaba a babearse usando mi verborragia masturbatoria.

En esos días, Marga tuvo su crisis. Ciertos canas que la amparaban en la estación habían intentado hacerle un «becerro» (una violación masiva), y llegó al bar estremecida por el episodio. El ataque se truncó, pero igual debió soportar los excesos anales de un oficial. En cuanto tomó unos tragos nos contó su historia, una muy parecida a la que han sufrido la mayor parte de las prostitutas.

Cuando cumplió doce años y fue de vacaciones a la casa de sus abuelos en Entre Ríos, el viejo la encerró en su cuarto y la violó. Le hizo el trabajo completo y Marga siempre tuvo la sospecha de que la abuela la había entregado. Se hizo prostituta a los diecisiete años.

Esa noche nos emborrachamos junto a ella tratando de darle consuelo, haciéndole creer durante unas horas que nosotros éramos su familia.

En esos mismos días, el bar Kinteto explotó como una bomba.

Queso y Dulce, siempre camorreando, le estampó un grosero piropo a una hermosa rubia que viajaba en un Falcon acompañada por dos ofiches de civil. El auto frenó en el medio de la avenida Montes de Oca, se bajaron los dos federicos, pistola en mano, y le dieron la voz de alto. Queso y Dulce hizo honor a su sobrenombre. Avanzó hacia ellos, le cacheteó las pistolas, los escupió y se fue ovacionado por todo el bar. Los ofiches se fueron, pero la cana nunca perdona.

Queso y Dulce anduvo escapando por los techos del yotivenco durante varias semanas y el bar Kinteto se convirtió en una comisaría.

El atraco que se cometió en el edificio de Las Catalinas en varios departamentos salió en un rincón pequeño pero notable de los diarios. Viví esos días aterrorizado. Afortunadamente en Las Catalinas nadie sabía mi nombre. Me fui a vivir al departamento que Marisa alquiló en Barrancas de Belgrano, en Soldado de la Independencia y Federico Lacroze. Y ahí fue donde me mandé una de las mayores canalladas de mi vida. Sabía que el escondite del dinero robado estaba en una de las heladeras del bar, y me lo llevé todo con la idea de desaparecer para siempre.

A los pocos días, cuando El Huevo comprendió mi traición, fue a apretar a mi padre. Le dijo, simplemente, «su hijo es boleta».

Mi padre no tuvo la menor duda en lo que veía en los ojos de El Huevo, pidió un préstamo y de esa manera tan simple mis excompadres recuperaron su dinero, con la solemne promesa de no tocarme jamás un pelo.

Cumplieron con su palabra. Un par de años después volví al bar y me senté por última vez con El Huevo y el resto de la pandilla. Me hicieron notar de inmediato la repugnancia que mi presencia les producía, pero ninguno de ellos ni siquiera me insultó.

Transcurrieron casi veinte años, yo ya era periodista reconocido, cuando al subir a un taxi me encontré con Gerardito, manejándolo. Estaba obeso y pelado, pero conservaba sus ojos chispeantes de niño travieso. Fuimos a tomar un café y me fui enterando de la distinta suerte de aquella muchachada. El Gallego fue asesinado por la cana en Lomas de Zamora. Estaba bajando del auto cuando lo balearon. Ni siquiera atinó a manotear su arma. El Viejo Chaina murió en un asilo. Marga abandonó el oficio, consiguió un laburo de mucama en una clínica privada y limpiando los tachos se clavó una jeringa con HIV. No se murió. Vivía a cócteles y ahora era lesbiana. Don Roque murió de un infarto y su hijo vendió la concesionaria y puso una carnicería. El Huevo estaba terminando unas largas vacaciones en Devoto. De Queso y Dulce nadie sabía nada. Un día desapareció del yotivenco con todos sus petates. Gerardo, casado y con tres hijos, era tachero y ya no choreaba.

Nos despedimos y me quedé rumiando mi tristeza. A los de mi raza siempre les iba mal, una sombra siniestra nos acechaba para malograrnos. Y pronto su garra me alcanzaría a mí.

Aunque no lleguen a descubrir su verdadera identidad, pueden leer los relatos de Anónima en el blog Anónima me hicieron, enterarse de las anécdotas del hospital en su cuenta de twitter  y saber más sobre su vida en su perfil de instagram. En 2023 Celeste Cid actuó en la serie televisiva Planners