«Las actas del juicio», un texto de Ricardo Piglia narrado por Carlos Portaluppi

El que se defiende en primera persona, frente a un juez, es el presunto asesino de Justo José de Urquiza, un año después de la rebelión de Ricardo López Jordán. Este cuento fue publicado por primera vez en 1967 en el libro «La invasión».

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En la ciudad de Concepción del Uruguay a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir la verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes, por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice. Que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento. Porque lo que hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

Para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos aquella tarde en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. «Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto», dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca, qué cosa es galopar y galopar, como rebotando y sentir la tierra abajo, que retumba, y arremeter a los gritos, mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.

En ese entonces pelear era casi una fiesta. Y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba el galope, lejos, dele agrandarse y agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.

Todo Entre Ríos se quedaba pelado cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche o fuera cuando las lluvias que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando.

Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y la mujer y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al General a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.

Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben las cosas, y seguro son porteños. No conocen el orgullo que nos daba ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe, y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella con el sol siempre colgado encima y uno corría y corría para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a ver más que la sombra de los montes, del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo se lo dijo. El General galopó, de una punta a otra, y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del cabestro, y el agua estaba tibia y de golpe cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocados como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.

¿Quién dice que no es de esto lo que tengo que hablar? Si fue por esto que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas, y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros en las cargas, y él también con lanza y al galope y gritando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar con esos ojos amarillos que ya estaban mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho más jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso preguntó el General:

—¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer.

Que la quería con él.

—Es mucha mujer para vos —se oyó y dicen que venía medio pasado de caña.

El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: «Usted dice así, mi general, porque es el que manda», y entonces le preguntó si tenía algo que decir.

—¿Tiene algo que decir, Chávez? —y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música, nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.

Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:

—Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi General.

—¿Usted cree, Chávez? —y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.

Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas, y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.

—No. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y se lo hizo todo: los animales y la tierra, hasta llegar adonde llegó sólo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba cerca de los veinte y ya no se le podían contar ni los hijos, ni las leguas.

Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiese quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allá empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.

—Está vendido a Mitre —cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía:

—Fue en joda, hermanito, fue en joda —con los ojos grandotes por la falta de coraje.

Cuando lo dejó tirado a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.

Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo y le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría.

Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.

Cuando se alzó pidiendo «Un caballo que aguante, carajo», ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta un caballo.

Ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores, de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a algunos de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era feo eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse abajo del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un lanzazo.

Estuvimos toda la tarde en esas corridas, hasta casi acostumbrarnos a los gritos. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que llegaba cerca de la laguna.

No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el Coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:

—¿Por qué la retirada, mi General?

Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hacer meter en el cepo, nada más que por la pregunta.

Ustedes no saben lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si nos corrieran, igual que si disparáramos de algo, aunque veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos la cara.

Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al Coronel Olmos.

De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que yo sea el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara a vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allá, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, déle esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venirnos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no porque el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulado en el medio, vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.

Al otro día nos hizo desfilar delante de esos sudados que se metían el pañuelo en la boca cuando levantábamos polvareda al galopar. Y así anduvimos, de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos «galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal», como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo y antes de entrar a florecernos por Buenos Aires, todos con la cinta punzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.

Como si no fueran los mismos.

Sí. Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ande con voluntad de guerrear y gritando «Muera Urquiza» cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.

Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, media tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces, alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos a Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya, tan quieta, preguntando.

—Pasa que nos vamos, mi general.

—¿Y quién carajo ordenó que se vayan?

Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos hacía cerrar los ojos y apretarnos en la montura, como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera bien los ojos igual no veía más que la lluvia y era como estar solo con el alma, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago, como una llamarada, y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve tan cerca del General pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que al fin entramos a ladearnos, despacito, para el lado del estruendo y nos metimos en el río que empujaba feo, como la vez de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchábamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en el medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se viniera con nosotros, para Entre Ríos.

Después, en cuanto nos afirmamos en la tierra empezamos a galopar y lo escuchábamos atrás, como si nos quisiera arrear, los gritos llegaban medios deformados por la lluvia y el viento, igual que un aullido mezclado al galope, y era como si cada vez el General gritara más bajo y más bajo y más bajo, hasta apagarse. Hasta que no se oyó otra cosa que la lluvia, rebotando en los charcos.

Esa, fue la vez que lo hicimos.

Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos y se le escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.

Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.

También por eso lo hice. Para ayudarlo.

Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría metido aquí, parado, hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quién conozca. Ni entre ustedes.

Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don López Jordán cuando me preguntaron si me animaba. «¿Te animás, Vega?», me preguntaron y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.

Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, como apurados. Él apareció de golpe, al fondo del pasillo, solo y medio desnudo, contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hacía más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de aquella tarde, cuando bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer de Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. «No llore m’hija, que no hay razón», le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared media descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

—Perdone, mi General —le dije, y me apuré buscándole el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.

El tipo más querido de Kinteto era un taxista al que llamaban Queso y Dulce. Había pasado un par de años en la cárcel y esa reclusión lo había convencido de retirarse del delito. Sin embargo le gustaba la pelea, era un peleador callejero de gran prestigio. Enorme, muy alto y fornido, pero como contraste tenía una cabeza muy pequeña y todas sus facciones se apretaban en ese rostro diminuto. Manejaba un taxi y lo suyo consistía en joderle el bolsillo a los turistas extranjeros o del interior que pescaba cerca de las estaciones. Cuando tomaba unos tragos de más buscaba camorra. Nunca con los jeques del bar. Siempre con paraguayos peligrosos o con cualquiera que le pareciera pesado. La conversación de Queso y Dulce, si se la escuchaba superficialmente, aparecía como sin relieve, sin fondo ni superficie. Después descubrí que, al igual que todos los habitantes de ese clan, era una forma de hablar en clave, un poco para probarte y otro poco para pasarte por arriba.

Me hice muy amigo del Viejo Chaina. Tenía setenta y cinco años y se había jubilado de los hechos grandes. Nunca me cansaba de escuchar las historias delictivas de su juventud. Dudo mucho que haya historias más interesantes de ser escuchadas que aquellas que se refieren a asaltos a bancos, tiroteos y fugas. A través de su voz escuché por primera vez la leyenda del Gauchito Gil, una historia que sigo escuchando hasta hoy en la boca de los periodistas e intelectuales más despreciables.

El trabajo del Viejo Chaina, el único que le permitía la edad, consistía en trascurrir las mañanas en la estación Constitución mezclado entre la chusma de turistas que partían o llegaban de Mar del Plata. Era muy hábil para la punga y robar los equipajes era un juego de niños para él. El grave problema del viejo eran los policías ferroviarios, que también se ocultaban disfrazados entre la chusma para atrapar a tipos como él. Todas las tardes, cuando el Viejo demoraba su regreso, empezaban las apuestas sobre si había caído preso o no.

El más cínico en ese juego de apuestas era el tipo más elegante, al que llamaban Pototo, del que se comentaba era puntero de los radicales y su especialidad consistía en sacar a todo el mundo de la comisaría a cambio siempre de algún favor.

Agotado por la tensión, el Viejo Chaina siempre aparecía con maletas a veces llenas de bombachas o vaqueros sin valor y, en ocasiones afortunadas, con valiosos equipos de fotos y trajes caros.

La mejor mercadería se la disputaban sobriamente Pototo y Don Roque. Pototo era un tipo que me resultaba difícil de tragar, me indignaba su porte canchero, su capacidad de percibir la debilidad de cada persona y exponerla públicamente. Unas semanas después, sin embargo, me hizo un favor inolvidable.

Mi amigo Gerardo tenía un compadre en Matías, también pendejo y también en busca de su destino, y ambos se dedicaban al choreo que estaba de moda en aquellos años: los pasacasetes. A buen precio se los compraba la mafia de Caminito que estaba regenteada por el dueño del local de artesanías que dominaba la calle. Yo a veces los acompañaba para tratar de aprender, pero como veía la yuta en cada sombra terminaron por echarme de esas rondas nocturnas.

El hermano mayor de Matías era El Huevo, un muchacho «grande», también pesado, pero con una gran nobleza. (En la cárcel aprendí que señor se les dice a los asesinos, muchachos a los asaltantes y pendejos a los iniciados; mientras que jefe se les dice solo a los carceleros). El Huevo tenía un ojo que parecía estar durmiendo, pero que nunca sabías si también te miraba. Le decían Huevo porque ese ojo maltrecho tenía la mirada de un huevo duro. A mí me quería mucho y en varias ocasiones me ayudó en ciertos enfrentamientos. Después yo lo traicioné vilmente. El Huevo era cuidadoso y se dedicaba a todo un poco, y —si bien no era su preferencia— si había que ir de caño, iba de caño.

El consuelo de la muchachada era Marga, una prostituta joven, morena y sensual, de pechos grandes y generoso trasero. No se acostaba con nadie del bar. Como muchas prostitutas, ella dividía el mundo entre clientes y amigos; trabajaba en los bares de la estación Constitución donde tenía protección policial.

Me falta mencionar al Gallego. Era el único que andaba siempre calzado. Recién salido de la cárcel, apareció repentinamente en el bar y su presencia cambió el clima. Jamás me prestó atención y los muchachos me aconsejaron que ni siquiera lo mirara a la cara. Era un «ojos de hielo», como llaman en la cárcel a los asesinos despiadados. Uno de esos tipos que te matan por nada. Por suerte no iba seguido pero, cuando se instalaba, todo el bar giraba alrededor de su presencia; hasta Don Roque era amable con él y siempre intuí que también le tenía miedo.

Una tarde tremenda fui testigo de la humillación de mi amigo Gerardo. El pibe se sentó en la mesa de los grandes e hizo seguramente algún torpe comentario. El Gallego, sin decir palabra, le cruzó el rostro con un fuerte revés. Llorando por la humillación, Gerardo se fue del bar y desapareció durante algunos días.

Recuerdo mis días como heladero y me da compasión ese tipo que yo era. Con tal de sentirme alguien ante los ojos del bar me bastaba con vender helados.

Después del éxito inicial, en los siguientes días comenzaron los problemas en La Boca. Primero fue el vendedor de Noel, un grandote con cara de bulldog que me patoteó con la amenaza simple de cagarme a trompadas si me aparecía otra vez por ahí. Estremecido de miedo regresé al bar y conté mi desgracia. Por fortuna, Don Roque no esperaba de mí que yo enfrentara al enemigo. Al otro día, en la camioneta, me acompañaron el hijo de Don Roque, El Huevo y Gerardito.

Al bulldog de Noel lo reventaron a trompadas, lo amenazaron de muerte y le exigieron que abandonara la zona para siempre. El gordo desapareció, pero el apriete no me devolvió la gallina de los huevos de oro. La mafia se cobró venganza. Estaba vendiendo con Gerardo una primaveral mañana cuando la policía vino por nosotros. En la comisaría nos pegaron unas cuantas cachetadas y si bien Pototo nos sacó enseguida, logrando que no mancharan más mis antecedentes, yo perdí el gusto por La Boca.

Así que me vi obligado a abandonar mi centro comercial preferido y salir a explorar nuevos territorios. Primero emboqué la salida del colegio en Las Catalinas, y como no alcanzaba para hacer la diaria atravesaba la ciudad a gran velocidad hasta llegar a otra escuela, en la calle Entre Ríos casi San Juan. Había más competencia. Pero yo tenía muchos trucos para ganarle a mis competidores. Sorteaba helados gratis. Y al principio de mi campaña varios niños se llevaron gratis un helado junto a la compra de otro. Después comencé a trampear los números y nadie sacaba un premio. Los niños se arracimaban alrededor de mi bicicleta y cada tanto me veía obligado a sacar un número premiado y regalar dos o tres helados. Conseguía buenas ventas, pero mis ganancias disminuyeron y el recorrido diario me agotaba. Realizaba aquel esfuerzo solamente para mantener mi prestigio.

Don Roque empeoró más mi destino. Haciéndome sentir como un hombre muy afortunado ante la oportunidad que iba a ofrecerme, una noche, después del tercer whisky, me pidió que trabajara los domingos, esta vez manejando un pesado bicicarro, para vender postres helados a las familias del barrio Las Catalinas. Aclaró que me hacía el ofrecimiento exclusivamente a mí y que ningún otro heladero iba a competir conmigo. Si lograba hacer clientela, el porcentaje que lograría con aquellas ventas duplicaría mis ganancias actuales.

Esa noche regresé a mi casa agobiado por la propuesta. Otra vez la vida me acorralaba contra las obligaciones. Detestaba trabajar tanto como estudiar. El estudio degenera las propias ideas y el trabajo es pura esclavitud. Pero negarme significaba perder la simpatía de Don Roque, abandonar el bar y quedar otra vez expuesto a la nada. Siempre tuve pánico al anonimato. Esa era la nada para mí: andar sin rumbo entre nadie.

En esas noches sucedió un hecho que me unió un poco más a la pandilla de Don Roque. Al Kinteto concurría una nutrida clientela de paraguayos que habitaban en una pensión cercana. Formaban también un grupo cerrado que evitaba meterse en problemas con la mafia del bar, pero cuando se emborrachaban perdían los modales. Eran tipos que no sabían lo que era el miedo o, si lo sabían, se reían de él. En el Chaco he visto a cuatro paraguas, espalda contra espalda, peleando con una multitud.

Esa noche tres paraguas empezaron a hacerme bromas pesadas desde otra mesa refiriéndose a la hermosa chica que estaba conmigo. Las bromas fueron subiendo de tono a medida que yo trataba inútilmente de hacerme el desentendido. Hice que mi compañera se sentara de espaldas a ellos y ese gesto aumento la presión de las groserías verbales. El episodio fue percibido por Carlitos, el hijo de Don Roque, que le fue a contar al padre. Este apareció con una expresión feroz en su rostro. Y con un gesto de su dedo deslizándose lentamente por su garganta acalló a los paraguayos. Un rato después, a unas cuadras de ahí, mis agresores recibieron una apretada y nunca más aparecieron por el bar. Entonado por aquella demostración de lealtad, ese domingo salí a vender los postres helados.

Si bien no fue una buena tarde, hice varios contactos y sobre todo me hice popular, ya que regalé porciones de postres a los vecinos para que conocieran nuestra mercadería. El objetivo principal era ganarme la simpatía de los porteros para que me dieran acceso a sus edificios, así que traté de convencer a Don Roque de hacer una inversión. La idea era regalar un postre a los porteros que me parecieran apropiados, pero Don Roque era muy amarrete y se negó a regalar nada.

Comenzaron las desgracias. El día de la primavera fue una jornada de terror, hubo desmanes en toda la ciudad. Los heladeros que fueron a vender al Parque Pereyra Iraola fueron saqueados por las hordas de estudiantes y uno de ellos, en el tren colmado de pasajeros, fue testigo de una violación pública a dos adolescentes. Yo me conformé con la calle Santa Fe, que era la avenida elegida por los estudiantes para producir todo tipo de quilombos. Se pelearon como en Beirut y mi carga también fue saqueada.

En esos días conocí a Marisa y me enamoré. Ya en el primer encuentro surgió el plan que iba a atravesarnos el destino. Eso es el amor: un plan de ellos dos que los terceriza.

En la picazón de la concha y de la pija, en el temblor de los besos y caricias, se esconde inadvertida, como una serpiente, la convivencia futura. Es el único modelo que existe: hacerlo igual que nuestros padres, repetir la tragedia que oscurece la luz del mundo. La seguridad es el principal enemigo del éxtasis. En cuanto el plan «vamos a vivir juntos» se inicia, el amor se esfuma como un pedo en el aire de las conversaciones. El amor es una promesa milagrosa que jamás podrá cumplirse.

En esos días suicidé mi oficio de heladero.

Uno de los porteros de Las Catalinas era un borracho sexópata que me invitaba a su cueva en el sótano del edificio para hablar de mujeres y tomar unos tragos. En aquella época yo era capaz de sostener una charla con el tipo más idiota del mundo y hasta demostrar interés.

A este portero le gustaban las púberes de doce o trece años, no más. Y yo, con tal de recorrer el edificio ofreciendo mis postres, le daba manija a sus fantasías. Luego de mi recorrido me metía en la portería y me quedaba allí bebiendo hasta el atardecer. En cierta ocasión el sujeto me dejó un largo rato solo en la portería mientras atendía distintos problemas del edificio.

Desde niño fui un experto revisor. Era como un detective y tenía un excelente olfato para encontrar las guaridas secretas del dinero, las golosinas o los objetos de valor. Apenas di un paseo por la cueva enseguida encontré, en una caja de madera malamente escondida en el ropero, las copias de las llaves de todos los departamentos. Cada una de ellas llevaba una etiqueta que señalaba el número y la letra del departamento.

Aquel hallazgo era muy valioso y no pude evitar comentárselo al Huevo.

Un hormigueo casi lujurioso nos recorrió a ambos.

Don Roque, con cierta desilusión por mi actitud, porque aquel plan me sacaría definitivamente del negocio de los helados, aprobó la idea. En su confusa y caótica ambición sin límites, Don Roque todavía era incapaz de negarse a un robo.

El siguiente domingo me robé las llaves.

Engañar al portero me daba mucha adrenalina. Yo era una imitación perfecta de su mejor amigo; juntos espiábamos a una morochita tetona del segundo piso y yo lo ayudaba a babearse usando mi verborragia masturbatoria.

En esos días, Marga tuvo su crisis. Ciertos canas que la amparaban en la estación habían intentado hacerle un «becerro» (una violación masiva), y llegó al bar estremecida por el episodio. El ataque se truncó, pero igual debió soportar los excesos anales de un oficial. En cuanto tomó unos tragos nos contó su historia, una muy parecida a la que han sufrido la mayor parte de las prostitutas.

Cuando cumplió doce años y fue de vacaciones a la casa de sus abuelos en Entre Ríos, el viejo la encerró en su cuarto y la violó. Le hizo el trabajo completo y Marga siempre tuvo la sospecha de que la abuela la había entregado. Se hizo prostituta a los diecisiete años.

Esa noche nos emborrachamos junto a ella tratando de darle consuelo, haciéndole creer durante unas horas que nosotros éramos su familia.

En esos mismos días, el bar Kinteto explotó como una bomba.

Queso y Dulce, siempre camorreando, le estampó un grosero piropo a una hermosa rubia que viajaba en un Falcon acompañada por dos ofiches de civil. El auto frenó en el medio de la avenida Montes de Oca, se bajaron los dos federicos, pistola en mano, y le dieron la voz de alto. Queso y Dulce hizo honor a su sobrenombre. Avanzó hacia ellos, le cacheteó las pistolas, los escupió y se fue ovacionado por todo el bar. Los ofiches se fueron, pero la cana nunca perdona.

Queso y Dulce anduvo escapando por los techos del yotivenco durante varias semanas y el bar Kinteto se convirtió en una comisaría.

El atraco que se cometió en el edificio de Las Catalinas en varios departamentos salió en un rincón pequeño pero notable de los diarios. Viví esos días aterrorizado. Afortunadamente en Las Catalinas nadie sabía mi nombre. Me fui a vivir al departamento que Marisa alquiló en Barrancas de Belgrano, en Soldado de la Independencia y Federico Lacroze. Y ahí fue donde me mandé una de las mayores canalladas de mi vida. Sabía que el escondite del dinero robado estaba en una de las heladeras del bar, y me lo llevé todo con la idea de desaparecer para siempre.

A los pocos días, cuando El Huevo comprendió mi traición, fue a apretar a mi padre. Le dijo, simplemente, «su hijo es boleta».

Mi padre no tuvo la menor duda en lo que veía en los ojos de El Huevo, pidió un préstamo y de esa manera tan simple mis excompadres recuperaron su dinero, con la solemne promesa de no tocarme jamás un pelo.

Cumplieron con su palabra. Un par de años después volví al bar y me senté por última vez con El Huevo y el resto de la pandilla. Me hicieron notar de inmediato la repugnancia que mi presencia les producía, pero ninguno de ellos ni siquiera me insultó.

Transcurrieron casi veinte años, yo ya era periodista reconocido, cuando al subir a un taxi me encontré con Gerardito, manejándolo. Estaba obeso y pelado, pero conservaba sus ojos chispeantes de niño travieso. Fuimos a tomar un café y me fui enterando de la distinta suerte de aquella muchachada. El Gallego fue asesinado por la cana en Lomas de Zamora. Estaba bajando del auto cuando lo balearon. Ni siquiera atinó a manotear su arma. El Viejo Chaina murió en un asilo. Marga abandonó el oficio, consiguió un laburo de mucama en una clínica privada y limpiando los tachos se clavó una jeringa con HIV. No se murió. Vivía a cócteles y ahora era lesbiana. Don Roque murió de un infarto y su hijo vendió la concesionaria y puso una carnicería. El Huevo estaba terminando unas largas vacaciones en Devoto. De Queso y Dulce nadie sabía nada. Un día desapareció del yotivenco con todos sus petates. Gerardo, casado y con tres hijos, era tachero y ya no choreaba.

Nos despedimos y me quedé rumiando mi tristeza. A los de mi raza siempre les iba mal, una sombra siniestra nos acechaba para malograrnos. Y pronto su garra me alcanzaría a mí.

Ricardo Piglia, gran escritor y crítico argentino que falleció en el año 2017, publicó más de veinte cuentos, novelas y ensayos. Sus libros se consiguen en todas las librerías de Argentina. Carlos Portaluppi actuó en la aclamada película «Argentina 1985», y se encuentra participando de la obra teatral «Votemos».