«Una vez me morí ahogada», un recuerdo de Luisana Cartay en la voz de su autora

En el momento más importante de su corta vida, una mujer se da cuenta de que está a punto de morir ahogada en una playa paradisíaca del Caribe venezolano y necesita afrontarlo con la valentía propia de la adolescencia.

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En junio de 2004 me ahogué en una paradisíaca playa de Venezuela. Recuerdo con claridad el momento en que la certeza de la muerte me invadió y decidí entregarme a las olas sin luchar más, estaba cansada.

Ocurrió durante mi viaje de graduación, doce adolescentes nos dedicábamos durante una semana a tomar más cerveza por minuto de la que nuestros riñones podían procesar. Habíamos llegado a Cayo Varadero en la misma furgoneta blanca y vieja que nos llevó más de 400 kilómetros, desde nuestra ciudad natal hasta la playa. Hacía un día hermoso y once adolescentes se quemaban los hombros bajo el sol mientras se balanceaban con el movimiento de las olas. Once cuerpos llenos de hormonas, envueltos en el sopor tropical de una playa del Caribe luego de una noche llena de cervezas. Y yo, ahogándome en la distancia.

Tal vez tuvo algo que ver con el nivel de alcohol que tenía en la sangre, tal vez fue el momento importantísimo que vivía y el miedo a enfrentarme con mi futuro, tal vez era una adolescente infeliz sin razón para serlo, o tal vez todo formó parte de un encuentro existencial que me tomó por sorpresa mientras me preocupaba de que el agua no alcanzara la mano con la que sostenía el cigarro.

Después de lanzarnos por el acantilado creyéndonos indígenas salvajes dueños del aire, volvimos a nuestra actividad principal del viaje: tomar y fumar. Habíamos desarrollado una técnica en la que, cada vez que se acercaba una ola, subíamos la mano que sostenía el vaso por encima del nivel del agua para proteger el trago y, al mismo tiempo, sumergíamos la cabeza y aguantábamos la respiración hasta que la ola pasara.

Atravesaba una etapa crucial, pronto me iría a vivir sola y era la primera vez que viajaba con mis amigos sin la mirada vigilante de mis padres. Esta era mi declaración de independencia, un rito de transición, como un Bar Mitzvah para mujeres católicas latinas. Estaba comenzando a convertirme en quien sería y me iba a morir en menos de seis minutos, los seis minutos más largos de mi vida.

Me alejé del grupo para tener un encuentro personal con mi psique, o para hacer pipí, esta parte de la historia no la recuerdo muy bien. Lo cierto es que, cuando me di cuenta, eran las siete de la tarde y la marea había subido. Estaba flotando más allá de donde mis pies tocaban la arena y el grupo había regresado a la orilla ignorando mi lejanía. Cuando intenté nadar de regreso, la corriente del agua me jaló hacia atrás y mis extremidades ebrias no tenían la fuerza para contrarrestarlas. Entré en pánico, la adrenalina anuló el efecto del alcohol, de repente mis sentidos estaban más alerta que nunca, pero las olas me seguían ganando, quise gritar, pero el agua se escurría entre mis labios al primer intento de separarlos. Agité las manos, chapoteé con los pies —en parte para que me vieran y en parte para intentar avanzar dentro del agua—, me estaba cansando, me estaba arrepintiendo, no quería ser una muerta por ebriedad, no quería pasar a ser una historia triste de lo que pude haber logrado y no viví para hacerlo. Lo intenté con más fuerza, el agua me entraba por la nariz, por la boca, por los oídos.

Recé. Me acordé del dios de colegio católico que creía conocer, le pedí que me dejara vivir: «No lo hagas por mí, hazlo por mi mamá —negocié con Dios—, imagínate la tristeza que va a sentir cuando sepa que me morí, y luego la vergüenza que la va a embargar cuando sepa cómo».

Tenía 16 años, había sido aceptada en una de las universidades más importantes de Venezuela, tenía la promesa de un carro propio y las nalgas duras que la adolescencia otorga sin mérito. Me sentía en la cima. Y voy, y me tomo seis cervezas de más, y termino ahogada en una playa turística, y paso a las listas de muertos por inmersión durante las vacaciones de 2004 del Instituto Nacional de Estadísticas de Venezuela. El próximo año seré la historia que las madres van a contar a sus hijos antes de despedirlos al inicio de las vacaciones, seguramente seré también la razón por la que algunos no tendrán viaje de graduación, y me odiarán.

A cincuenta metros de donde yo luchaba por mi vida, mis amigos, sin darse cuenta, celebraban la de ellos. Cincuenta metros eran, en ese momento, la distancia entre la vida y la muerte. Entonces lo supe: mi vida se había terminado. Supe también que si había algún momento para tomar el destino entre mis manos era este. No quería irme cansada, triste, ni con arrepentimientos. Me convencí de que los mejores años de mi vida habían sido otros, referentes a una juventud mucho más temprana. Pensé, además, que me estaba ahorrando problemas económicos, crisis de la mediana edad, depresiones postparto, entrevistas de trabajo, resacas, rompimientos de pareja, dudas existenciales, visitas con el psicólogo, reuniones con abogados, consultorías con expertos, síndromes premenstruales, pésames incómodos, mudanzas, autobuses repletos de gente. Me convencí de que me moría, y lo acepté.

En ese momento tuve la certeza de que morir joven era lo mejor que me iba a pasar en la vida. Sé que fui feliz por ignorancia, porque no conocí nada mejor, y lo mejor que conocí era lo que tenía. No experimenté el amor de pareja, no amasé grandes sumas de dinero, ni escribí una trilogía basada en mi vida. No practiqué ningún deporte con pasión, pero está bien, porque tampoco lo voy a extrañar. Me inventé la felicidad, que al fin y al cabo es un acuerdo interior.

Entonces me relajé y miré al cielo. Miré directamente al sol porque ya no importaba si se me quemaba la retina. Las olas me llevaron cerca de la orilla sin que me diera cuenta y deben haber pasado 30 segundos y la temperatura del agua cambió, mis pies ahora podían tocar la arena.

Los que me acompañaron aquella tarde nunca supieron lo que pasó, para ellos ese viaje pasó a ser un recuerdo borroso y caluroso de otro tiempo. Tal vez por eso, con los años vería a esos mismos once adolescentes dar conferencias, alcanzar el éxito en distintos países, ocupar cargos públicos y tener hijos; pero casi nunca los escuché hacer referencia a aquel viaje. Yo en cambio estoy sentada en mi habitación escribiendo mil ciento veintiún palabras sobre una tarde de julio de 2004 en la que creí que me moría ahogada. Ojalá que la próxima vez que esté cerca de la muerte me sienta igual de feliz.

Luisana Cartay escribe y trabaja en marketing. Junto con su mejor amiga escriben el blog Las perdidas. Publicó relatos en Le CoolMusas Mujeres viajeras.