Aquel abrazo

Hernán Casciari escribe un cuento en dos horas en la sección «Cuentos contra reloj». Esta vez, nos emociona con una momento especial que está íntimamente relacionado con su historia personal: cuando volvés a tu país y dejás de sentirte solo.

Mónica y Martín fueron los primeros de séptimo grado a los que no les dio vergüenza decir que eran novios. En el salón ya algunos se animaban a decir de quién gustaban, pero el paso siguiente, el noviazgo, es decir el amor bilateral, era algo más de los chicos del otro patio. En la secundaria ya se daban esos casos de noviazgos. Pero al final de la primaria ellos fueron los primeros que se decidieron a decirlo en voz alta.

En el recreo largo iban de la mano y el resto los miraba de reojo. La confirmación de haber elegido una pareja ya los hacía mayores. Incluso Martín, que ante el resto de los varones era uno más, de repente parecía más inteligente, porque tenía una novia a la que le daba la mano en el recreo. Y ella, Mónica, le mostraba a sus amigas un anillo que Martín le había regalado.

Esas mismas amigas la consolaron a Mónica cuando la familia de Martín se fue a vivir a España de un día para el otro. Ella nunca supo si fue un trabajo intempestivo, pero como mucha gente en esa época se iba del país sin decir por qué, tampoco quiso preguntar.

Fue a Ezeiza con su mamá a despedirlo a Martín. Los adultos los dejaron estar a solas diez minutos, aunque no creían en la verdad de ese amor. Los padres de Martín y la madre de Mónica veían a los chicos como mejores amigos del aula. Ellos creían que eran eso.

Martín y Mónica se apartaron de los demás. Martín le dijo que todavía no tenían una dirección en Barcelona y que la primera carta la iba a mandar él. Ella le dijo con ingenuidad, con la ingenuidad de los 12 años, que le iba a escribir todas las semanas hasta que él cumpliera 18 y pudieran estar juntos.

Se abrazaron en Ezeiza como si no hubiera nadie más en el mundo. Tomaron la decisión de no besarse por si los adultos estaban espiando. 

Martín volvió con sus padres y embarcaron. Mónica aguantó el llanto hasta que salió de Ezeiza y el viento de Buenos Aires le confirmó que él ya no estaría nunca más en los recreos. Lloró, Mónica, durante todo el viaje de vuelta a su casa.

Al principio las cartas entre Mónica y Martín eran largas y descriptivas del amor que sentían por el otro. Ya en 1984 fueron cartas más cortas, donde hablaban de música y de amigos en común. 

La última carta la escribió él en 1986, a una dirección en la que Mónica ya no vivía. En esa carta, que nunca llegó a destino, Martín terminaba con la frase: «Siempre espero verte algún día». Tenían quince años.

En su vida de España, a Martín siempre le gustaron mujeres con los dientes frontales un poco más grandes que el resto de los dientes, como los tenía Mónica. En su vida de Argentina, a Mónica siempre la atrajeron varones un poco secos al principio e inmediatamente después luminosos, como había sido Martín en la escuela.

Los dos se casaron, sin saberlo, con personas que tenían características laterales parecidas a aquel amor de la primaria. Esto no suele suceder siempre. El amor infantil no deja huellas profundas si se apaga de a poco, pero incide brutalmente en la vida adulta cuando se corta abrupto y en la cúspide. La muerte de uno de los dos noviecitos deja trauma, un viaje que interrumpe la relación deja trauma o, antiguamente, la prohibición familiar dejaba trauma.

A Martín y a Mónica les había pasado algo de esto: el corte abrupto en la cúspide. Esto no suele ser común. Y aunque en la vida de todos los días se fueron olvidando el uno del otro, a las noches el subconsciente fue testarudo con los dos. Martín soñó con Mónica, y viceversa, doce veces por mes hasta sus cincuenta años. No siempre lo recordaron al despertar, pero doce veces por mes, en promedio, soñaron el uno con el otro. Sin saberlo. Es decir, de alguna manera nunca dejaron de dormir juntos. 

Los dos tuvieron hijos con otras personas y en diferentes países. Los dos, sin saber por qué, estuvieron muy atentos a los noviazgos de sus hijos al final de la primaria. A Mónica y a Martín los emocionó siempre en su vida adulta ver a chicos enamorados a la salida de la escuela.

La ruptura de cada uno de los dos matrimonios ocurrieron ya en este siglo, ya con los hijos grandes, y por las razones que suelen ser habituales: desgaste, aburrimiento, hartazgo. Pero en el fondo, las parejas de Martín y de Mónica nunca hicieron los regalos correctos. En el fondo siempre todo ocurre por los pequeños detalles.

Martín vivió más de 35 años fuera de la Argentina y siempre creyó que extrañaba el país; nunca supo que extrañaba algo que en el país se había roto. Por eso al día siguiente de divorciarse, al día siguiente, volvió a Buenos Aires.

Mónica estuvo años casada con alguien que no compartía con ella las ganas de irse a vivir afuera; ella no descubrió nunca que solamente buscaba en ese «afuera» algo que se había roto. Cuando se divorció, Mónica empezó a seguir a Martín por las redes sociales.

Cuando él volvió a vivir a Argentina empezó a hacer terapia. Martín creía que iba a hablar de su ruptura en la terapia, de sus hijos lejos, de su nueva vida, pero lo primero que le dijo al analista fue «yo tuve una novia de chico, se llamaba Mónica». Ni él supo por qué dijo eso.

Ninguno de los dos lo saben, ni siquiera ahora lo saben, que quizá estén escuchando esto, pero en el último año y medio soñaron con el otro, en promedio, veintiséis noches al mes. No pudieron sacarse al otro de la cabeza. Algo empezaba a ser inminente. Y en la última semana ya no eran solamente sueños. Se emocionaban con publicidades, se les ponía la piel de gallina porque sí. No entendían por qué.

Ella no pudo soportar más esa presencia permanente en su cabeza y hace un mes y medio lo llamó. Lo llamó justo, justo, un día después de que Martín la nombrara durante una terapia. Y volvieron a verse, en un bar cualquiera, treinta y ocho años después. 

Él llegó antes y ya estaba sentado en la mesa de la vidriera cuando la vio estacionar el auto. Quiso actuar con normalidad, pero no pudo. Primero le empezaron a temblar las piernas, se levantó de la silla sin querer levantarse y no esperó a que Mónica entrara. Martín salió a la calle corriendo y la abrazó en la vereda. Y a ella no le pareció ilógico aquel abrazo. Sintió algo parecido a la continuidad.

Se abrazaron once segundos, en silencio, como si no hubiera nadie más en la calle. 

Y en el momento exacto en que Martín estuvo dentro de los brazos de Mónica, no antes, justo ahí, Martín supo que había vuelto a la Argentina.

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