Cuatro dedos

Hernán Casciari tiene dos horas para escribir un cuento con los temas que proponen los oyentes de «Perros de la calle». Este viernes volvió con una anécdota personal, que nunca había contando sobre su adolescencia en Mercedes, Chichita y escribir sin mirar.

Escribí este cuento con fiebre y con cuatro dedos. El índice y el mayor de cada mano. Yo puedo escribir muy rápido, pero solamente así, con cuatro dedos. Desde chico escribo así.

Una vez, a los trece años, entré al diario El Oeste, de Mercedes, y vi que los periodistas del diario escribían a máquina muy distinto de como escribía yo: escribían con un cigarro prendido en la boca, sin sacárselo nunca y con todos los dedos en el teclado, sin mirar el teclado.

Y a mi me parecieron fascinantes las dos cosas. Así que, la misma semana de mis trece años, me anoté a dactilografía y me compré mi primer atado de Galaxy Suaves.

Tener trece años, tener cigarros ocultos en la campera y escribir con todos los dedos me pareció un plan increíble. 

La primera tarde que llegué a dactilografía me di cuenta de que todos los alumnos eran un poquito más grandes que yo. 

Había un montón de mesas mirando para la pared, con una máquina en cada mesa y un alumno en cada máquina, de espaldas al centro. A la altura de los ojos del alumno, había un cuadrito con la posición de las teclas: Q,W,E,R,T,Y y todos tenían que escribir mirando el cuadrito y no para abajo. Y ya cuando tenías un año de práctica, te sacaban el cuadrito a la mierda y escribías sin mirar el teclado. El olor del lugar era a piso encerado.

Cuando llegué el primer día, la profesora les pidió a todos que miraran al centro y me presentó. «Desde hoy tenemos un nuevo compañero, se llama Néstor y tiene trece años», y todos me saludaron. «Hola, Néstor…» 

Yo no tuve coraje para decir que me llamaba Hernán, que era un error en la ficha. No sé qué me pasó. Posiblemente tuve vergüenza de corregir a la profesora el primer día o de llamar demasiado la atención y entonces me senté donde me indicaron, sin decir nada.

Fue un gran error, enorme, porque si hubiera dicho la verdad enseguida, «Me llamo Hernán», todo lo demás nunca habría pasado, pero no tuve reflejos. Yo era muy tímido a los trece, sobre todo en ambientes nuevos.

Tres clases más tarde ya todos me llamaban Néstor. «Néstor, pasáte a esta máquina que hay que cambiarle la cinta a la tuya». «El próximo martes Néstor y Esteban van a practicar digitalización». Era imposible decir la verdad. 

Además: si un día cualquiera, de repente (ya pasaron tres meses), yo me paraba y les decía «me llamo Hernán» me iban a preguntar y  «por qué no lo dijiste antes», y yo no tenía una respuesta clara. También pensé en decir, como de casualidad, «me llamo Néstor Hernán», pero eran horribles esos dos nombres juntos y me daba más vergüenza llamarme así que llamarme Néstor. 

Y como tampoco ser Néstor era una mentira en la que yo sacara ninguna ventaja, me pareció bien dejar las cosas como estaban. ¿Qué podía pasar?, ¿Qué podía pasar?

De repente hubo una dinámica nueva en mi cabeza: yo no me di cuenta enseguida. Nos quedábamos después de hora y empecé a charlar con mis otros compañeros. Y que me llamaran Néstor me libró de ser Hernán. No sé por qué, me sentí habilitado para hablar distinto. 

Les dije que mis padres se llamaban Sebastián y Luciana, porque me gustaban esos nombres. Que éramos de Buenos Aires capital, y que estábamos en Mercedes porque habíamos vendido un campo, y que nos había gustado un poco quedarnos… Pero que no pensábamos quedar para toda la vida porque era un pueblo triste, porque no se sintonizaba bien Tevedós. 

Yo no tenía hermana, en esta nueva versión…Mi vieja no me fajaba, en esta nueva versión. Néstor era de Boca, por lo tanto, yo ya había visto a mi equipo salir campeón, alguna vez, la sensación había sido hermosa, había estado en la cancha. 

Y tenía novia. Néstor entraba a dactilografía con el pecho inflado de los que tienen novia.

Además, Néstor no era tímido. Contaba chistes y fumaba a la salida. A algunos les parecía raro que un chico de trece fumara, pero yo les decía que en la Capital Federal era así, que a nadie le importaba en Capital. Que Mercedes era una sociedad medio conservadora, por eso les llamaba la atención.

Y Néstor no era gordo, era robusto, mucho mejor. Y se reía distinto, separando los ja ja. Como si al ralentizar la risa, estuviera degustando el chiste que le habían hecho.

Yo iba a dactilografía los martes y los viernes de 18 a 19:30, y de repente me encontré ansioso el resto de los días para que llegaran esas tardes en las que me convertía en un porteño con novia que fumaba en la vereda y tenía conversaciones con gente de casi veinte años.

Y el resto de los días, lunes, miércoles, jueves, fin de semana me aburría de ser Hernán todo el tiempo.

Cayó martes la tarde de mi última clase de dactilografía. Ya estábamos afuera, y de casualidad pasó Chichita por la calle 19, en auto (iba a la modista) y me vio fumando y charlando con dos o tres compañeros de dactilografía. Yo hablaba y tenía una patita apoyada en un árbol.

Ni estacionó mi vieja. Ni estacionó el auto, lo dejó en el medio de la calle, se bajó y yo escuché su voz antes de sentir el primer golpe: «¡Hernán! ¿Qué carajo estás haciendo fumando, la puta que te parió?». Y me fue metiendo al auto a patadas en el orto.

Y por eso escribo este cuento con cuatro dedos. Siempre escribí con el índice y el mayor de cada mano. El que aprendió a escribir sin mirar el teclado era Néstor. 

Yo no.

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