El juego de las diferencias

Hoy Casciari contó por la radio una historia que empezó en 1977 y cierra en el primer día de clases de su hija, en 2023. La dictadura, los símbolos, el mundial y el himno como testigos del contraste.

Mi hija Pipa nació en el 2017, por eso en marzo de este año empezó la escuela primaria, en San Antonio de Areco. Hubo un acto en el colegio, creo que fue miércoles 1 o 2  de marzo, por ahí, y la acompañamos a Pipa, con mi mujer, con Julieta. Yo estaba acostumbrado a llevarla al jardín de infantes a Pipa todas las mañanas, me sorprendió de repente verla formar con chicos mucho más grandes, por primera vez, porque empezaba primer grado. Y ella era, de repente, la más chiquita de un grupo enorme de chicos de sexto año, etcétera.

Mientras las maestras y el director daban la bienvenida a las familias por micrófono, a mí la cabeza se me fue, sin querer, a mi primer día de escuela primaria.

Como yo nací en el 71, mi primer día de primaria fue en marzo del 77, en la ciudad de Mercedes. También hubo un acto en el colegio. Primera diferencia: mis padres no se quedaron en ese acto del colegio.

Creo que fue por eso que empecé a recordar y a comparar. Miraba el acto de la escuela de mi hija de seis años, y lo contrastaba con el mismo acto en el que yo tenía seis años. Abría los ojos, y estaba en Areco en 2023. Cerraba los ojos, y estaba en Mercede en 1977.

¿Por qué no había padres en mi acto? Me pregunté, y fue la primera pregunta. ¿Y en el de mi hija Pipa sí? Seguramente no se usaba en esa época, los padres trabajaban, criaban a los chicos, había menos comprensión de la infancia, o lo que fuera. Y entonces, como en los juegos de las diferencias, empecé a buscar lo que me hacía ruido entre el recuerdo de mi acto y el acto que estaba viendo como padre.

Había un montón de cosas parecidas: eran dos pueblos de provincia, los chicos y las chicas estaban nerviosos en su primer día escolar, Mirtha Legrand negociaba su regreso a la televisión, mi hija y yo (ambos en primer grado), en el recuerdo y en el realidad, sentíamos la incomodidad de ser los más pequeños, las dos banderas tenían los mismos colores, los maestros y las maestras estaban mal pagos en el recuerdo y en el hoy. 

Pero las diferencias, sobre todo, me estremecieron. A mi acto de Mercedes, en 1977, había asistido el ex alumno más famoso de la escuela, que a la vez cumplía un año como presidente de la Nación. Videla era mercedino, había ido a mi escuela y el primer día de mi primer grado, Videla estaba ahí junto con otro que era mercedino que se llamaba Agosti, que era el de al lado y otro que se llamaba Massera, que no era el único que no era mercedino. Estaban ahí. En el acto de mi hija no había patrulleros en la puerta, ni soldados en el pasillo custodiando a nadie. Primera gran diferencia entre los dos actos.

Al acto de la escuela de mi hija, en marzo de 2023, había padres, madres y abuelos sacando fotos en teléfonos. En mi acto no hubo familias, ni murmullos. Fue un acto marcial, debíamos estar muy derechos, nos habían dicho eso en la entrada, para ver llegar al presidente, para admirarlo. Y era un silencio de muerte.

En el acto de mi hija en 2023 el director de la escuela, Daniel, y la maestra de inglés, miss Mery, cantaron una canción de un autor que en el acto mío del 77, estaba prohibido.

En el acto mío, del 77, el presidente de la Nación que nos visitó, porque esa también había sido su escuela, nos regaló una enorme jaula de pájaros, con pájaros adentro, que unos soldados empotraron en el medio del recreo. Nos regaló una jaula de pajaritos encerrados, muchos, para que nosotros pudiéramos ver, durante toda nuestra primaria, que los pájaros deben estar enjaulados. 

En el acto de mi hija Pipa había miles de cotorras y de gorriones en los árboles de la escuela.

Pero ninguna de todas esas fue la diferencia más grande. La gran diferencia ocurrió al final de los dos actos. En el de mi hija y en el mío. Cuando en 1977 el acto terminaba alguien puso en un tocadiscos el Himno, y todos los chicos, nosotros, los de primer grado, pero también los de segundo a séptimo, tuvimos que cantar el Himno. Nos habían dicho, a la entrada, que lo hiciéramos fuerte y con emoción, porque estaría el presidente de la Nación mirándonos. Y nosotros cantamos muy fuerte el Himno.

Miles de otras veces vi a otros chicos en otros patios cantar el Himno: a veces fuerte, a veces sin ganas, a veces dormidos. En 1977 yo canté el Himno como pude. Obviamente yo no sabía que el país estaba en su época más oscura, no tenía idea, ni sabía que a las familias de los muertos se les impedían los rituales del duelo; pero se podía oler la incomodidad en los pájaros enjaulados del patio, y en esa manera solemne en que entonamos el Himno.

Y eso, eso fue, el himno, lo más raro del acto de mi hija a principios de marzo del 23. Yo estaba distraído con mi juego de las diferencias, abriendo los ojos, cerrando los ojos, contándoles esto, y de repente en los parlantes sonaron los acordes del Himno en el año 2023. Mi hija empezó a cantar, los otros chicos también… pero cantaban raro. Yo no podía descubrir todavía qué estaba pasando, pero sin dudas era algo nuevo. Los chicos estaban como locos. 

Y entendí el por qué en la tercera estrofa. Todos esas criaturas, de seis a trece años, habían visto el Mundial de Qatar… dos meses antes. Y estaban cantando por primera vez el Himno después de haber salido campeones del mundo. Cantaban con una alegría que yo no había visto nunca jamás en la vida ni a chicos ni a grandes cantar el himno. En ningún acto anterior de mi vida. 

Cuando la música inició la segunda vuelta, parapapapapapapá, los pies de los chicos empezaron a moverse, algunas compañeras de mi hija se pusieron la mano en el pecho, otros cerraban los ojos para cantar; cuando esos chicos dijeron «sean eternos los laureles» esa frase cobró para mí un sentido nuevo en la boca de ellos.

La diferencia eran chicos de diez años orgullosos. La bandera flameaba como en el 77 y ellos la miraban en el 2023. Pero había pasado algo en sus vidas, que a los chicos de 1977 no nos había pasado nunca.

Los chicos del 23 cantaban el himno con una alegría desbordada. Seguramente pensaban en Messi y en el Dibu y en los goles que habían gritado. Pero al mismo tiempo estaban en una escuela y cantaban el Himno con orgullo.

Nosotros no, en el 77 no. En nuestro juego de las diferencias cantamos el Himno fuerte, como nos habían dicho, porque había un presidente mirándonos, pero no sentimos nada. Mirábamos con tristeza los pájaros en la jaula.

En cambio, cuando en el 23 mi hija y sus compañeros de primaria terminaron de cantar el himno, espontáneamente uno de quinto empezó a decir: «Argentina, Argentina» y todos padres, alumnos, maestros, chicos empezaron a gritar. 

Y fue tan a la vez y tan fuerte que gritaron «Argentina», que los pájaros de los árboles se alborotaron… y empezaron a volar.

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