El perfume de Agustina

Cada viernes, Hernán Casciari escribe un cuento en dos horas con consignas que mandan los oyentes. Todas esas historias serán parte del libro «Cuentos contra reloj» que ya está en preventa y sale en papel en diciembre.

El Uber llegó justo cuando la pasajera estaba abrazando a alguien en la vereda. Parecía un novio y no lo quería soltar. El novio tenía una valija grande y una de mano. El chofer del Uber miró toda la escena como espiando por el espejo retrovisor. La chica tendría unos treinta años y el chico un poco más. Él la besó en la boca con tristeza y todo parecía una despedida.

Después él se subió a un taxi y se fue sin mirarla de nuevo. Ella se lo quedó mirando hasta que el taxi dobló la esquina. Y solamente entonces la chica subió al Uber que la esperaba. 

El chofer la saludó por su nombre, con esa forma que tienen los choferes de aplicaciones de saludar, que son un poco pregunta. “¿Agustina?”, le dijo. Tenía acento caribe él. Ella se acomodó y dejó el bolso al costado, como si dejar el bolso fuera un sí. No le contestó.

El auto arrancó y el chofer sintió, primero, el perfume de la chica, e inmediatamente después oyó que la chica sollozaba, haciendo esfuerzos para que no se oyera el llanto. Snif, snif… Pero se oía el llanto.

El perfume de la chica fue el detonante, sin ese perfume él no se hubiera animado a hablarle. Por eso tengo que hacer un paréntesis y explicar que el chofer se llamaba Javier Mieres, que tenía veintiocho años, que había nacido en Caracas, que se había recibido de filólogo en 2017, y que había publicado dos libros de ficción un año antes de irse de su país para siempre. Después de quince meses en Buenos Aires, no se había adaptado. Había intentado, en vano, conseguir trabajos en editoriales y en universidades. Había dormido dos noches en la calle. Fue el peor de los pozos. Después había repartido delivery en bicicleta, después había conseguido con esfuerzo comprar un auto usado en cuotas. Y ser chofer de Uber le provocaba una frustración enorme, y a veces hasta vergüenza. Ya casi no escribía; ya no le mandaba mensajes desesperados a su antigua novia en Caracas… Se había resignado.

El perfume de Agustina lo despertó. No tenía nada del otro mundo ese perfume, pero era exactamente la misma fragancia que había usado siempre su novia. Su última novia, o su única novia. Su musa, a la que le había dedicado su primera novela. Su novia de toda la vida, que no había querido irse de Venezuela con él, cuando él se tuvo que ir.

El perfume de Agustina le hizo pensar, no en su antigua novia, sino en quién era él cuando tenía esa fragancia cerca. Y él era muy diferente en Caracas: era atrevido, era sincero, era luminoso. En Buenos Aires era tímido y no tenía autoestima. Y pensó, por primera vez, que su suerte podía ser mejor si él empezaba a ser el que era. No debía ir a las entrevistas de trabajo como si pidiera permiso. Tenía que ir como si oliera ese perfume, como si esta ciudad desconocida, Buenos Aires, fuera Caracas. Y si le gustaba una mujer debía decírselo, sin importar lo que pasara después. Había que intentarlo todo. El perfume lo despertó.

Hubo un semáforo en rojo en un momento y Javier aprovechó la pausa. Abrió la guantera, sacó unos Kleenex y se dio vuelta para dárselos a Agustina. Al verla descubrió dos cosas. Primero, que Agustina era hermosa. Y segundo, que el perfume, ahora más cerca, realmente lo ayudaba a ser él mismo. Ella aceptó los Kleenex y él volvió a actuar como si estuviera en Caracas, rápidamente, siendo él mismo le dijo: “¿Puedo aparcar un momento y decirte algo importante?”. Agustina se sorprendió, pero no sintió desconfianza ni peligro y le dijo que sí. Javier estacionó, puso las balizas y  en menos de un minuto le soltó un monólogo perfecto, luminoso, lleno de verdades. Le dijo toda la verdad.

Que ella era hermosa y que su tristeza lo conmovía. Le dijo que su perfume lo había despertado de un sueño horrible.

Le contó que se llamaba Javier Mieres, que tenía veintiocho años, que su primera novela había sido lo más leído de Venezuela en 2018, pero que su segunda novela, más política, lo había dejado en abismos ideológicos y que había tenido que escapar de su país. 

Agustina lo escuchaba boquiabierta. El chofer del Uber hablaba como ella nunca había escuchado a nadie hablar. Parecía como si estuviera leyendo algo ya escrito el chofer y no diciendo algo por primera vez.

Javier le dijo que hasta último día su novia iba a venir con él a Buenos Aires, pero que a último momento ella se arrepintió y él sintió que el mundo se le venía abajo. Que viajó solo y nunca pudo entender a esta ciudad. Que había golpeado puertas de editoriales, pero que no se sentía con la energía de venderse bien. Y que cinco minutos antes, cuando ella había entrado al auto, supo que su verdadera personalidad tenía una alarma, y que esa alarma era un perfume, o su belleza, le dijo Javier a Agustina, que no sabía lo que le pasaba pero que sentía que al lado de ella él podía darle la vuelta al mundo entero.

Ella bebía cada palabra de Javier. Y cuando escuchó la última frase empezó a llorar ella y lo interrumpió y le dijo:

«Perdoname, perdoname ¿puedo cambiar el recorrido? Necesito que me lleves urgente a Ezeiza».

El resto del viaje Javier lo hizo en silencio. Un poco antes de llegar escuchó a Agustina hablar con su novio. Ella le dijo que sí viajaría con él a España, que había entendido todo, que había entendido que juntos iba a salir mejor, que solos no iban a hacer nunca lo que tenían que hacer y que sin importar dónde estuvieran, juntos iba a ser mejor.

Javier dejó a Agustina en la Terminal A. Ella le dio las gracias y le dejó un billete de mil de propina. Y en el auto de Javier el perfume de Agustina duró unas seis o siete horas más, y después desapareció.

Los comentarios a esta historia están activos en Instagram y YouTube.