Hasta mañana

Cada viernes Hernán Casciari lee en «Perros de la calle» un cuento que escribió en dos horas, esa misma mañana. Esta vez nos dejó mudos con una historia que incluye viajes nocturnos, leyendas de pueblos y «ghosteos».

Esta historia en realidad es anterior a que exista la moda de llamarle «ghosteo» a la práctica de desaparecer sin aviso de una relación. No tenía un nombre todavía esta práctica, en los 90, pero Miguel era un experto. 

Lo que voy a contar pasó en Mercedes, Provincia de Buenos Aires, a principios de los noventa. En el 92, 93. Miguel tenía veinticinco años y siempre desaparecía de todas partes diciendo «hasta mañana». Siempre y para siempre desaparecía. Tenía una habilidad enorme para que nadie viera venir su desaparición.

«Bueno, amor, hasta mañana», le decía a una novia por teléfono, y al día siguiente no la llamaba nunca más. Esa era la contraseña. «Hasta mañana»,  y solamente la sabía él a la contraseña. Si se despedía diciendo «nos vemos», o si se despedía diciendo «buenas noches, amor», estaba todo bien. Pero si al retirarse él decía «hasta mañana», era su señal interna de que no iba a retomar esa relación.

Y no importaba si eran noviazgos largos o cortos. Una vez estuvo cuatro años con una chica. Ya habían hablado hasta de casamiento. Ya Miguel iba a la casa de ella a cenar y la madre y las hermanas lo conocían y lo trataban como a uno más. Una noche Miguel taponó el baño, pero como ya era de la casa,  en confianza buscó un balde y solucionó el problema. Pero después de los postres se fue diciéndole a todas «hasta mañana». Y jamás lo volvieron a ver.

Pero Miguel no solamente se escapaba sin aviso de relaciones amorosas. También huía de emprendimientos laborales, de amistades nuevas, de mesas de póker, de campeonatos de paddle en donde estaba a punto de salir campeón… En esa última caí yo.

Fui una de sus víctimas menores. Miguel y yo en una época éramos pareja de paddle, en el 92. La única vez que ganamos una semifinal fue un sábado a la tarde. Al día siguiente, domingo, era el partido final contra los mellizos Ravazza, que eran los mejores siempre. Yo estaba lleno de adrenalina y me lo encontré a Miguel ese sábado, tarde, en el centro. Y de lejos me dijo: «¡Gordo, hasta mañana, eh!».

Los dos rivales y yo lo esperamos al costado de la cancha toda la tarde del domingo, y no vino. Nos ganaron por walkover, obviamente, y yo me fui del club con una bronca tremenda que se me pasó cuando supe que Miguel hacía esto siempre,  y que yo ni siquiera era una víctima fatal.

No hay mercedino de mi época que no tenga un recuerdo de Miguel diciendo «hasta mañana» y desapareciendo para siempre. Y tampoco hay mercedino que no conozca la anécdota final.

La anécdota final.

Él mismo cuenta que conoció a Lorena de noche, en la ruta 41. A ella se le había quedado el auto antes de Giles y, como estaba oscuro, los camiones la pasaban rozando. Él venía en moto y supo que, si no hacía algo, un camión se iba a llevar puesto el auto y podía ser una tragedia.

Entonces Miguel paró la moto, convirtió la moto en baliza móvil. Todavía no sabía que adentro del auto, paralizada de terror estaba Lorena. Dejó la moto a distancia y corrió al auto. Él mismo empujó el auto hasta la banquina de la ruta 41 y cuando se subió la vio a ella, temblando. Ella lo miró a los ojos. Él la miró a ella. Y ella le dijo «gracias».

Una vez que el auto estuvo a salvo, Miguel corrió, puso a resguardo su moto y se quedó con ella haciéndole el aguante hasta que llegara la grúa del Automóvil Club.

Los dos conversaron adentro del auto de ella, en la banquina, mientras pasaban camiones de ganado en la oscuridad de la ruta. Se contaron sus vidas. Lorena no era de Mercedes, era de Areco. Tenían la misma edad, de hecho se llevaban exactamente un mes. No lograron dar con ningún conocido en común. Fumaron, escucharon música en la radio mientras esperaban la grúa. La radio solamente sintonizaba bien FM Tango, y Lorena sabía el nombre de la orquesta antes de los cinco segundos de cada canción. Miguel pensaba todo el tiempo «que nunca venga la grúa».

Cuenta Miguel que se enamoró enseguida. Que por primera vez en la vida supo que nunca más iba a poder alejarse de esa chica. Por suerte el servicio de grúas tardó. El Automóvil Club, en esa época, y sobre todo a esa hora de la noche, era muy lento. Miguel y Lorena se besaron cuando el sol, sin asomar todavía en el campo, ya se hacía notar en las nubes.

Cuando llegó la grúa se interrumpió el inicio de un escarceo sexual inminente. Miguel sintió alivio de esa interrupción, porque prefería que la primera vez con ella fuera menos incómoda que en el asiento delantero de un auto. 

La grúa levantó el auto de Lorena y él no se animó a pedirle el teléfono delante del tipo del Automóvil Club. Pero escuchó que ella le daba al mecánico su dirección: Güiraldes 123. Y Miguel anotó mentalmente esa casa en San Antonio de Areco.

Se despidieron con un abrazo. No fueron más lejos, no llegaron al segundo beso, porque había testigos. Ella le agradeció de nuevo y le dijo «seguro que algún día nos volvemos a ver». 

Miguel volvió a su casa en Mercedes y casi no durmió. Al día siguiente era sábado. Se levantó temprano y se fue con la moto a San Antonio de Areco. Llegó antes del mediodía. 

Preguntó por la calle Güiraldes al cien y le gustó que no fuera una zona del casco urbano. Tomó una calle de tierra, dobló dos veces, paró la moto en el 123. La casa tenía flores bien cuidadas adelante.

Tocó timbre y lo atendió una señora grande, con los mismos ojos de Lorena. Seguramente su mamá. Miguel preguntó por Lorena y a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas. «¿Vos la conociste, fuiste amigo de ella?», quiso saber la mujer. La señora hizo pasar a Miguel y le mostró fotos de su hija, Lorena, que había muerto seis años antes en una accidente de auto, en mitad de la ruta 41.

Esta historia ocurrió algunos años antes de que el verbo «ghostear» se pusiera de moda.

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