La frutilla del postre

Un cuento de Hernán Casciari sobre un sueño familiar que se trunca por una tragedia y que, sin embargo, no deja un sabor amargo en la boca, como si las buenas noticias estuvieran por llegar.

Yo venía en taxi para la casa de mis viejos, y venía diciendo: ahora les traigo mi buena noticia y les saco un poco la tristeza. Les cambio el eje. Pero cuando vi la casa desde el taxi, me puse a llorar.

No por la guita, ni siquiera por los recuerdos de la casa: me puse a llorar porque mis viejos tenían un sueño. Ellos le decían «la frutilla del postre». Y trabajaron toda la vida para cumplir ese sueño. A mí siempre me pareció una pavada porque soy de otra generación. Para mí un sueño es viajar, para mí un sueño es recorrer el mundo. 

Pero ellos son así, son de otra época… Desde que soy chico vienen rompiendo las bolas con la frutilla del postre. Trabajaron toda la vida para tener una casa con techo a dos aguas de tejas francesas, con un buen jardín… «y un día, nene, en ese jardín, vamos a hacer la pileta». 

Eso me decían. Pero una pileta en serio. No la Pelopincho que me armaban cuando yo era chico, mientras construían la casa. Una pileta de verdad soñaban, que para instalarlas tiene que venir gente a hacer un agujero, que después tiene que entrar una grúa, que después le ponen un climatizador, un hidro-chorro. A todo culo.

Las veces que lo vi a mi viejo en Internet, de noche, cuando Internet era lento, mirando páginas de fabricantes de piletas. Con mi vieja atrás, que le decía: «Ay, Néstor, ¿te parece esa? Es muy pituca». 

Y él siempre le contestaba lo mismo: «¡Es la frutilla del postre, Estela!». 

Toda mi infancia los vi, guardar moneda sobre moneda para construir esta casa. La más linda del barrio. Y después, mi adolescencia entera viendo lo que les costó vestir la casa. Porque construir una casa de dos plantas de cero es un dolor de huevos. Pero vestirla es peor: muebles, pintura, revestimientos. Nunca parás de gastar plata.

A veces estuve dos semanas sin picaporte en mi pieza, porque Néstor y Estela no querían comprar picaporte de plástico. Ahorraban quince días más y terminaban comprando uno de metal dorado. Y así con todo.

¡Claro, después la casa era un lujo! Venían mis compañeros del colegio y no lo podían creer. Se pensaban que éramos ricos. «Tu viejo debe andar en la droga», me decían. 

Y yo: orgulloso de saber que mis viejos eran dos laburantes, de poder decir: «Mirá: en este país, laburando, se puede tener una casa así». 

Qué boludo, y yo que venía a traer buenas noticias.

¿Qué buena noticia puede haber después de esto? Era la frutilla del postre, era el broche de oro a todo el esfuerzo. Sesenta años cumplían, ahora en 2018. En marzo él, en agosto ella. Era un regalo que se estaban haciendo a ellos mismos, la pileta. Compraron la mejor, la de fibra, en una empresa seria, contrataron la grúa, entregaron el permiso municipal de la grúa en la comisaría. Hicieron todo lo que hay que hacer. Néstor y Estela viven con los papeles en regla. Son esa clase de gente. 

Yo no estaba en casa cuando pasó, estaba en la costa. Estaba festejando la buena noticia. Me avisaron por teléfono y me vine para acá en el primer micro. Durante el viaje pensaba en eso: «ahora les traigo mi buena noticia y les saco un poco la tristeza», pero cuando el taxi dobló por Saladillo y vi la casa, la grúa volcada sobre la casa, los vecinos en la calle, los periodistas. Cuando vi mi casa, partida al medio, me puse a llorar como un chico. El taxista me miraba, yo no podía parar de llorar. 

No por la guita, ni porque mis viejos tengan que pasarse el resto de la vida en los juzgados para que alguien les pague el quilombo. Todo eso es lo que sale en los diarios, todo eso es lo urgente. Me puse a llorar porque mis viejos tenían un sueño, y porque yo venía con una buena noticia. 

La frutilla del postre, la pileta, la compraron para que disfrutaran los nietos, algún día. Y yo les venía a decir que Valentina y yo vamos a ser papás.