La mujer alta

Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) fue un escritor español, periodista y veterano de guerra, experiencias que luego contó en Diario de un testigo de la guerra de África. «La mujer alta» forma parte de Narraciones inverosímiles (1882).

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Este es un cuento viejísimo del escritor español Pedro Antonio de Alarcón, que murió en 1891. Así que imagínense la vejez de esta historia, que dice así:

Lucas y Juan eran muy amigos. La muerte del padre de Lucas encontró a Juan de viaje. Recién una semana más tarde pudo visitar a su amigo. Lo vio triste, como era de esperar, pero también muy ansioso. Lucas le confesó que le estaba pasando algo extraño, y que solo una persona de confianza como él podía darle una opinión objetiva. «Por supuesto, para eso están los amigos», le dijo Juan.

Entonces Lucas le contó que la noche antes de la muerte de su papá le había pasado algo muy extraño. Él había ido al casino y después de perder todo lo que llevaba en la billetera, no le quedó otra que volver caminando hasta su casa. «No había luna», dijo Lucas, «y las calles estaban oscuras».

A la altura de la calle Piedras, al otro lado de la puerta de un edificio, Lucas sintió que alguien lo miraba. Fue una intuición, porque no se veía nada. Era una puerta de vidrio con rejas gruesas que daba a un pasillo largo. Lucas se acercó y apoyó la cara contra el vidrio. Entonces vio a una mujer, del otro lado, inmóvil y rígida. Era una mujer muy alta, de unos setenta años, con dos ojos malignos que lo miraban sin pestañear… y una boca que le sonreía sin dientes.

Se alejó de la puerta, asustado, y siguió caminando a paso firme. Pero a mitad de cuadra sintió que alguien lo seguía. Lucas se dio vuelta y a pocos centímetros vio a la misma mujer, que estiraba su brazo casi a punto de tocarlo. Entonces Lucas pegó un grito y salió corriendo, y no paró hasta llegar a la puerta de su casa.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, sonó el teléfono. Lo llamaban para avisarle que su padre había muerto.

Juan escuchaba a su amigo con atención. Lucas le dijo: «Te juro que esa mujer horrible tuvo algo que ver… ¿No te parece?».

Juan no supo qué responderle. No era supersticioso y le pareció que el encuentro de su amigo con aquella mujer podía ser simple casualidad. Le dijo que era común sentir algo así en momentos de gran tristeza, en los que se suelen buscar explicaciones para las cosas que no se comprenden. Como, por ejemplo, la muerte de un padre. Pasó el tiempo.

Juan no supo qué responderle. No era supersticioso y le pareció que el encuentro de su amigo con aquella mujer podía ser simple casualidad. Le dijo que era común sentir algo así en momentos de gran tristeza, en los que se suelen buscar explicaciones para las cosas que no se comprenden. Como, por ejemplo, la muerte de un padre. Pasó el tiempo.

Por supuesto, su amigo Juan estuvo en el entierro. Y allí, entre lágrimas, Lucas le contó a su amigo que la noche anterior a la muerte de su esposa… había vuelto a ver a la vieja alta sin dientes. Los mismos ojos de búho, la misma oscuridad en la boca.

Volvía caminando de una fiesta, a las cinco de la mañana, y de repente sintió que alguien lo seguía. Al darse vuelta vio a la mujer, que reía y estiraba su brazo casi a punto de tocarlo. Esta vez Lucas no escapó. Dio un salto, la agarró de la solapa y la llevó contra la pared. Ella soltó un aullido.

Él le gritó, desesperado: «¿Qué querés? ¿Quién sos?». La mujer se empezó a reír y le contestó: «Solamente soy una mujer muy débil».

«¿Entonces por qué me seguís?», le dijo Lucas, pero la mujer lo escupió en la cara y se soltó de sus manos. La vio escapar a toda velocidad, riendo a carcajadas. Parecía que no tocaba el suelo.

Cuando logró llegar a su casa, se acostó al lado de su mujer y se acercó para abrazarla. Entonces se dio cuenta de que ella ya no respiraba.

«Fue esa vieja. Estoy seguro de que fue ella», dijo Lucas en voz baja. Y una vez más, Juan no le creyó.

Años después Lucas murió de manera repentina. Juan se enteró por el llamado de un amigo en común. A la mañana siguiente, ya en el cementerio, le llamó la atención una mujer vieja, muy alta, que se reía cuando bajaban el cajón de su amigo. Tenía una mirada horrible, una boca oscura y asquerosa.

A Juan le dio pavor la imagen y se alejó de la gente.

Caminó rápido hacia la entrada del cementerio. Su intención era caminar sin prisa hacia el centro y pedir un auto para alejarse de allí. Pero sintió que algo lo seguía. Se dio vuelta y ahí estaba ella, a menos de un paso de distancia, estirando su brazo, casi a punto de tocarlo.