Mamá se equivocó

Otro viernes de Hernán Casciari en «Perros de la calle». Esta vez se fue solo con el título del cuento y volvió 2 horas después con este monólogo que nos partió el corazón.

La madre tiene 35 años pero parece bastante más grande y entra a la morgue para reconocer el cuerpo de su hijo, de 17. Le pide al forense y a la mujer policía si, por favor, puede quedarse a solas con su hijo. Cuando los otros se van, la madre inicia este monólogo.

Mirá… Se te fue el enojo. ¿Cuánto hace que no tenías las cejas así? Siempre para adentro la cara, siempre enojado. ¿Ves? Esta es tu cara de antes, de cuando eras chico. La frente lisita… La boca sin rabia… Yo te cantaba despacio y te hacía dormir. 

Vos te dejaste de acordar de eso. Pero en una época me buscabas. Yo era chica, medio que no estaba preparada para ser madre, pero aprendí a cambiarte, y te cantaba, y vos tenías la cara así como ahora, y a veces la gente se pensaba que éramos hermanos, porque yo siempre fui así, muy poquita cosa. 

Por eso dejaste la teta rápido. Llorabas de hambre. Y yo me iba caminando a la San Luis a buscar leche en polvo, que en esa época había una fila de gente que iba temprano a buscar comida, y entonces yo tardaba un rato y te tenía que dejar solo, y cuando volvía vos estirabas la manito y te reías de verme. Te ponías contento. 

Vos no te acordás, pero tuvimos una época linda antes de que te empezaras a portar mal. Yo sé que a veces te dejaba solo mucho tiempo, y eras chico. Cuando estaba doña Elisa te quedabas con ella, pero después de la inundación no quedó nadie, y yo tenía que ir igual a la iglesia a buscar leche y cosas para comer, y no podía ir cargando con vos… Y vos no podías caminar tanto por el ripio…

Esa vez que volví a la casa y había entrado Ordóñez, y se había metido Ordóñez con vos en la pieza, yo ahí ya no te dejé más solo, nunca, hijo, para ir a buscar comida, pero se ve que era tarde. Porque ya te quedaron los ojos raros, las cejas duras, y empezaste a gritar dormido, y yo me di cuenta de que vos no me lo perdonaste a eso.

¿Ves? Ahí mamá se equivocó. Pero yo no sabía que había gente tan mala, tan mala. Desde ahí te juro que siempre te llevé cuando me iba. Te dolían los piecitos de caminar, te salían ampollas, y llorabas, pero te llevé para todos lados así no te pasaba de nuevo eso, ni con Ordóñez ni con nadie. Pero no sé si fue mejor o si fue peor, porque conociste la calle demasiado pronto, y ahí ya te desapareciste solo… 

Mirá la carita que tenés ahora, si sos un nene. A los ocho, diez años, tenías este gesto que tenés ahora, la cejas no están duras, y tenías un poco de respeto por mí, todavía. Me acuerdo. 

Volvías a la casa con miedo, porque sabías que yo te la iba a dar si te ibas dos días enteros sin avisar. No sé bien cuándo fue que me dejaste de respetar. La primera vez que me pegaste, fue para defenderte. Eso me lo acuerdo bien. Porque yo te iba a dar. La viste venir. Ya habías intentado pero eras chico y yo te podía agarrar con los dos brazos. Pero un día ya no pude, habías echado músculo, en la calle. Comías mejor que yo.

Yo había empezado a trabajar para la señora Inés y te veía poco, porque además de las nueve horas en la casa de la señora Inés yo tenía un tren y un colectivo, de ida y de vuelta: casi que llegaba a la casa para dormir nomás. Fue rara esa época, porque de repente eras más alto que yo, y me empezaba a faltar la plata del bolso, y yo ya no podía decirte nada porque vivías enojado…

Se equivocó, mamá. Porque todas las cosas que vos me pedías yo te las daba. No sé si por miedo a que me levantaras la mano, o porque yo creía que así me ibas a volver a querer…

Vos no te acordás, pero jugábamos a encontrar animales en las nubes. Nos tirábamos los dos boca arriba, al costado de la Trocha, y yo decía: «Esa de ahí es una gallina». Y vos muy rápido veías la forma, el pico, el cuerpo, porque siempre fuiste despierto. 

Si hubieras ido a la escuela, en vez de juntarte con el Tojo y con esa gente… Yo tendría que haberte insistido. Pero ya era esa época en que si yo te decía algo me levantabas la mano. 

Fue este año que empezaron a faltar cosas de casa. No solamente la plata que yo ganaba con la señora Inés, que la empecé a esconder en otro lado para que no te la llevaras. Empezaron a faltar cubiertos, y la cama vieja del fondo, y unos aretes sin ningún valor que eran de mi mamá… Yo no te decía nada…

Pero este mes, cuando te llevaste el televisor que compré en seis cuotas, yo me dije a mí misma eso no… Estaba pagando la cuota número tres. ¿Sabés el dolor que es pagar la tercera cuota de algo que ya no vas a tener?

Mirá tu casa, ¿sabés el dolor que es haber parido a alguien que ya no vas a tener?

El domingo fui a buscar la tele que te llevaste, la fui a buscar al aguantadero donde vivís con el Tojo. Y los escuché, a vos y a él, hablar de cómo iban a reventar la ferretería de la 39. La de Ludueña. Y entonces me dije: «No me voy a llevar la tele, voy a hacer algo mejor». Y pegué la vuelta. Y le toqué timbre a Ludueña para avisarle.

Pero yo pensé que Ludueña iba a poner doble candado, o cualquier otra cosa que hacen los ferreteros para que no los roben. O que iba a llamar a la policía. No pensé que Ludueña te iba a estar esperando armado. No se me hubiera ocurrido nunca, hijo. ¿Ves? En eso también, mamá se equivocó. 

Los comentarios a esta historia están activos en Instagram y YouTube