No te metas

Cada viernes Hernán Casciari se obliga a escribir un cuento en dos horas con consignas que elige la gente. Si vos también querés ser parte de sus cuentos podés mandar un mensaje al +54 911 6861-1043 o llamarlo en vivo a la radio.

La chica se llamaba Emma, tenía el pelo largo y recogido en una cola de caballo. Llevaba una mochila pequeña en la espalda. Pasó llorando por el andén izquierdo de la línea B y de las diecisiete personas que cruzó en el camino, doce la escucharon llorar claramente, porque no era un llanto contenido; era un desahogo desgarrador. 

De las doce personas que escucharon el llanto de Emma, ocho la miraron de reojo y vieron que llevaba un celular en la mano, encendido. Los ocho pensaron lo mismo: una mala noticia. Por el tipo de llanto, la noticia podía ser la muerte repentina de un ser querido (su madre, incluso un hijo chiquito, porque Emma también tenía entre 27 y 35), o también una noticia médica espantosa.

De las 8 personas que vieron a Emma caminar con su teléfono encendido, llorando, tres se desentendieron. Las otras cinco la acompañaron con la vista y pensaron, por la velocidad decidida de Emma, que su intención era esperar la llegada del tren para arrojarse a las vías.

Al oír el sonido de los vagones a lo lejos, Emma se acercó todavía más al borde, sin dejar de llorar. Las cinco personas que la miraban pudieron ver que la chica cerraba los ojos y que su equilibrio tenso se empezaba a relajar, al borde del andén.

La actitud corporal de Emma era de nerviosismo y valentía al mismo tiempo. Cada segundo era más evidente que iba a saltar. Entonces los cinco testigos que la miraban hicieron cinco cosas completamente diferentes.

Marcos sacó su teléfono y, con precaución de no ser visto, enfocó a la chica y empezó a hacer un vivo de Instagram. Pensó inmediatamente en que quizás, esa misma noche, si había suerte, tendría por fin muchos más seguidores y su emprendimiento podría despegar.

Laura, que estaba enyesada, se alejó despacio de la situación, pero caminando para atrás. Le habían contado una vez que los cuerpos, cuando caen bajo el peso del tren, a veces explotan. Laura quería estar a distancia de cualquier pedazo de carne, pero no podía dejar de mirar.

Carlos directamente corrió a las escaleras, sin mirar para atrás, y subió a la calle con el espanto de quien estuvo a punto de ver un fantasma. Cuando era chico un tío suyo se había suicidado y él vio algo. Por eso se agitó mientras escapaba. Una vez en la calle pidió un taxi, viajó con nervios al trabajo en taxi y se peleó con el chofer por la elección de la ruta.

Rebeca, la más vieja de los cinco testigos que estaban en el andén, sintió en el cuerpo un dejá vú extraño. La cercanía de la muerte, o el sonido seco de los vagones, o la chica resignada, algo, hizo que temblaran sus piernas de noventa años y que sintiera ganas de llorar y de que la abrazaran. Se tuvo que sentar.

Y entre los cinco testigos únicamente Sol tomó la decisión de acercarse a Emma. Lo hizo despacio, para no asustarla. Cuando Sol se ponía nerviosa hacía chocar sus dos anillos de la mano derecha. Intentó no hacerlo mientras se acercaba. Y se preguntó, cada segundo, si tenía sentido meterse en la vida de alguien en esa situación.

Emma estaba con los ojos cerrados y los pies juntos, al borde del andén. Sol pensó que parecía una bailarina clásica a punto de salir a escena. Los vagones se acercaban cada vez más a la estación: se podía oler el viento de la velocidad metálica de los vagones.

Sol se acercó por detrás a Emma, y supo que, si era necesario, podía retener a la chica del pelo. O también, de la mochila. Pero la mochila eventualmente podía zafarse del cuerpo en la caída. En cambio el pelo no. Y la chica tenía el pelo muy largo. Por supuesto, Sol no pensaba agarrarla del pelo porque sí. Solo lo haría si notaba un intento claro de saltar al vacío.

Pero, ¿y si no lo conseguía?, pensó Sol. ¿Si el movimiento de la chica era veloz y Sol no lograba detener la caída? ¿No era mejor, en ese caso, o agarrarla del pelo antes, o del brazo, y decirle «te sentís bien» antes de que pase?

Al mismo tiempo Sol pensó que si ella misma se sintiera mal, si ella misma tuviera que llorar desconsolada por la calle, no le gustaría que nadie la tocara, ni le preguntara qué le pasa. Ella podía calmarse sola haciendo entrechocar los anillos. Esa era su manera de calmarse. ¿Por qué otro tenía que hacerlo?

Quizás, pensó Sol, está subestimado el «no te metas». ¿Por qué deberíamos intervenir en la decisión de una persona adulta que quiere terminar con su vida? ¿Quién soy yo para agarrarla del pelo?

No hay estadísticas claras de suicido, pensó Sol, y tocó el cabello de Emma, pero no con la intención de salvarla. El cabello es lo único que podemos tocar de otra persona sin que se dé cuenta. 

Las noticias no informan sobre suicidios, pensó Sol. «Al momento de su muerte pasaba por una profunda depresión», dicen las noticias cuando una actriz o un deportista se suicida. 

Quizás es la sociedad la que nos enseña a no meternos en estas cosas, a ocultarlas, a hacerlas tabú… En eso pensaba Sol cuando, de repente, el tren entró a la estación, la chica saltó al vacío, y uno de los dos anillos de Sol se quedó enganchado en el cabello de Emma.

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