Palo y astilla

Hernán Casciari cada viernes va a «Perros de la calle» y escribe un cuento en solo dos horas con mensajes de los oyentes. Pero esta vez hizo algo completamente diferente: tomó una historia real sobre una chica que perdió a su hermano en Cromañón y escribió un cuento homenaje que nos quebró el corazón.

Cuando se cumplan veinte años de la muerte de tu papá, vos vas a tener la misma edad que tenía él la última vez que lo vi. Y vas a ser, ese día, durante todo el día, la persona más parecida a él en la faz de la tierra.

Ya ahora mismo tenés su mismo pelo, las manos idénticas, y sobre todo tenés esa mirada que él hacía cuando se mandaba una cagada, e inmediatamente la solucionaba con algo mejor. 

Yo te vi crecer, Tomás, porque soy tu tía. Y también lo vi crecer a él, porque fui su hermana. Y entonces créeme: yo nunca vi a dos personas crecer de una manera tan idéntica. 

Cuando aprendiste a escribir, lo que más te costó fue la letra G cursiva. Y a él, lo mismo. Esa fue la primera vez que los parecidos raros me llamaron la atención, pero después aparecieron otros. Muchos. Tu manera de dormir, o más todavía: la manera en que te despertabas.

Primero abrís un ojo solo, te incorporás, y con todo el pelo revuelto caminás hasta la cocina buscando algo que no sabés qué es, y siempre con un ojo solo abierto. ¿Vos sabés la cantidad de veces que vi a mi hermano hacer eso cuando éramos chicos?

Por eso cuando te digo: «Tomás, el queso cremoso está arriba de la mesada», vos te creés que soy bruja. «¿Cómo sabés, tía, que estoy buscando queso?». No soy bruja. Es que cuando te veo, toda mi vida es un déjà vu. 

Es la misma cocina, ¿entendés? Son los mismos mosaicos que pisan tus pies, que son iguales a los pies de Sergio a tu edad. Y si te miro los pies, la separación del dedo gordo y el otro dedo: forman una bahía. Y son iguales, yo ya sé que tener los pies iguales a los de un papá es biológico. ¿Y la forma en que te rascás la zanjita entre los dedos de los pies con tu propia media? ¿Y la cara de placer mientras hacés el ida y vuelta con la media entre los dedos?  Vos nunca lo viste a él hacer eso. Nadie te contó que él hacía eso (un asco, eso). Nadie cuenta eso. Y lo hacés. Y a mi me dan ganas de llorar cuando te veo.

Yo no lloro porque sí, Tomás. Una vez me dijiste eso, o se lo dijiste a alguien hablando de mí. «La tía Grishi a veces llora porque sí». No. No es verdad. Es porque te sorprendo en un chiste de él, en una idea repentina, en un matiz de su voz que ahora es tu voz. Él no se dejaba abrazar mucho tiempo, máximo uno o dos segundos y se soltaba. Vos también. Yo le decía «bancame el abrazo». Y a vos también te tengo que decir «bancame el abrazo». Y ahora cada vez más tienen la misma voz. ¿Vos sabés que a veces cierro los ojos cuando hablás por teléfono con tu novia y te escucho con los ojos cerrados, y durante un rato estamos a mediados del 2004 y nada horrible pasó en esta familia?

Yo quería ir con él, esa noche, a ver Callejeros, pero me dijo que por favor me quedara a cuidarte. Vos tenías dos años y ya eras lo más hermoso del mundo. Eras chistosísimo. Y ya estabas loco. Yo había cumplido veinte y nunca había pensado que ser tía iba me iba a cambiar tanto la cabeza. Ya habías aprendido a decirme Grishi.

Él te dio un beso en la cabeza antes de salir. Y después me miró desde la puerta y me dijo, textual, «gracias hermanita, te debo una», y con el gesto se aseguró de que sonara irónico. Lo mismo que hacés vos cuando pedís plata. No le di un abrazo porque no le gustaba.

Cuando tu papá se fue con los amigos, vos y yo nos quedamos jugando con el ventilador toda la noche. No te acordás. Yo hacía voces distorsionadas en el ventilador y vos te reías. 

Todo, Tomás, todo se distorsionó esa madrugada.

Si hubiera sabido que nunca más lo iba a ver, le habría dado un abrazo igual aunque no le gustaran los abrazos y le habría dicho un montón de cosas cursis. Que fue un hermano mayor perfecto, que incluso cuando nos peleábamos yo sabía que me quería. Que me cuidaba de más y que yo me quejaba, pero que me encantaba que lo hiciera. Y que cuando se mandaba una cagada, siempre lo solucionaba con algo mejor enseguida.

Cada cumpleaños mío es un desastre, porque no paro de llorar, pero cuando te veo se me pasa. Es como si él pudiera mirarme a través de tus ojos. Siento que tengo la dicha de ver crecer a mi hermano dos veces.

Perdoname, Tomás, por ponerte esta mochila en la espalda. No te corresponde. Yo sé que a veces te jode que se me ponga la piel de gallina cuando haces un gesto cualquiera. Lo que vos entendés que es un gesto cualquiera. Perdoname por decirte Sergio, a veces. Es sin querer.

El año que viene voy a cumplir cuarenta. Y dos días después, cuando se cumplan veinte de la tragedia, vos vas a tener la misma edad que tenía tu papá cuando se fue con sus amigos a un recital.

Me da vértigo pensar en ese día del año que viene. Y también me da vértigo pensar en los meses que van a seguir a ese día. Me da vértigo que crezcas más allá de tus veintidós años. Voy a verte un día con veinticinco, y otro día te voy a ver con treinta. Me da vértigo y miedo ver cómo llegás más lejos que él.

Bancame si un día cualquiera de tus cuarenta años me dan ganas de abrazarte fuerte. Voy a ser una tía vieja y pesada de sesenta. Pero bancame ese abrazo, y bancame la frase que te voy a decir al oído, aunque no la entiendas.

Te voy a abrazar y te voy a decir:

«Gracias, gracias, por arreglar todas las cagadas, siempre, dándome enseguida algo mucho mejor».

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