Papá, ¿estás orgulloso de mi?

Un cuento de Hernán Casciari sobre la relación entre padres, hijos y todas las cosas que no se dicen en el momento indicado hasta que un día desbordan con toda la fuerza de los años.

Esta historia está compuesta por tres cartas reales que recibí en dos momentos muy diferentes de mi vida. La primera y la tercera las escribió un oyente del programa de radio donde leo relatos una vez a la semana, y la segunda carta es de un amigo mercedino muy antiguo. Juntas, creo, configuran un cuento involuntario sobre los padres y los hijos.

La primera carta es, en realidad, un largo mensaje privado que me llegó por Instagram de un chico que se llama Guido Contín. Yo no conozco a este chico pero él me dice «gordo pelotudo» en el primer párrafo, así que posiblemente sí me conoce a mí.

Dice la carta:

Me hiciste dar un ataque de pánico, gordo pelotudo. Estoy en Nueva Zelanda; a la tarde-noche salgo a correr. Como siempre, siento esa obligación por haber sido gordo de pibe. Por el miedo a volver a serlo.

Siempre corro escuchando charlas TED. Acá los trabajos son repetitivos y mi mente busca algo que le genere disparadores. Es una búsqueda constante. Inútil, pero constante.

Voy escuchando charlas sobre historias de vida. Sobre música. Sobre matemática. Todo es muy bonito. Voy corriendo, hay niebla, las hojas se ponen más amarillas por cada kilómetro que hago, de mi boca sale vapor, tengo una linterna en la cabeza. La calle está vacía… Nueva Zelanda.

A los ocho kilómetros termina una charla y arranca una tuya, donde hablás de tu viejo. Estás contando que tu viejo se murió y no pudiste llorarlo.

Sigo corriendo, presto atención. Me conmueve lo que decís, pero sé que puedo aguantarlo, que no me va a quebrar. Mi padre está vivo, en Argentina. Me limito a correr y escucharte.

Empezás a hablar de un amigo tuyo con el que fundaste un diario en tu pueblo. Tu amigo se llama Fernando Luna, tenía un hijo de doce años, eran muy compinches el hijo y él, y de un día para el otro el chico se murió. Contás que esa muerte fue tremenda para vos.

Contás que Fernando unas semanas después te dijo que se puede seguir viviendo tras la muerte de un hijo, pero que no se puede volver a ser feliz. Yo sigo corriendo; se me parte el corazón pero puedo seguir corriendo, porque no tengo hijos.

Como un pelotudo corro a las diez de la noche cuando todos los kiwis se acostaron a las ocho. Son mis vicios de inmigrante.

Y entonces vos contás que, cuando se murió tu viejo, habías venido desde Barcelona a Buenos Aires a presentar por primera vez un libro tuyo en Argentina. Que terminabas de presentar tu libro, que estabas triste porque tu papá no había llegado vivo a ese momento, y que a la salida del teatro apareció Fernando Luna, tu viejo amigo de Mercedes, y te dio un abrazo. Y te dijo: «Esta mañana te mandé un mail, ¿lo leíste?».

Vos le dijiste que no, que habías estado todo el día de un lado para el otro. Y él te dijo: «Leélo». Y vos llegaste a tu hotel y leíste el correo de Fernando Luna, que está fechado el 11 de julio de 2008, tres días des- pués de la muerte de tu papá, y que decía así:

«La semana pasada, Gordo, yo salía de la disquería Magadán con un CD de Sabina y me crucé a la librería Chelén para ver si ya había llegado tu libro, y en el cordón de la vereda estaba tu viejo con tu libro en la mano. Roberto estaba mirando la vidriera, porque Andrecito Monferrand había puesto un montón de libros tuyos apilados, como si fueran bestseller. (Un día tu hija Nina va a ser grande y vas a entender mejor esto que te cuento). Te lo escribo y se me pone la piel de gallina como si estuviera en la Bombonera. Nos pusimos a hablar, con tu viejo, creo que me dijo que Chichita me estaba buscando, y en un momento se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que yo quise decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi como un gordito terrible. Yo quería decirle que siento un placer enorme cuando en Boca aparece un jugador nuevo y en la tercera jugada vaticino: “¡Este va a ser un crack!”. Me pasó con Riquelme, con Bati y con Mársico. Y hace unos años con tu hijo. Eso le quise decir, pero no le dije nada. Igual él debe haber entendido algo, porque me miró a los ojos, como hacía tu viejo, medio de costado, y me dijo: “Bueno, Fernando, nos encontramos en el teatro y charlamos”. Creéme que nunca hablé tanto con él de cosas importantes. Esa noche (y esto lo sé ahora que tengo muchos años y que no tengo un hijo que escriba libros, porque el mío se fue antes) confirmé que tu viejo era un gran tipo, y eso, Gordo, es mucho más difícil que escribir libros. Cuando me fui él se quedó ahí, enfrente de la plaza, con tu libro en la mano y mirando la vidriera. Al otro día me dieron la noticia de su muerte y no lo podía creer. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es una frase hecha… Literalmente lo hiciste feliz hasta el último día de su vida… No sabés cómo estaba ese hombre ahí parado, mirando tus libros».

Yo seguía corriendo, pero la última frase del mail de Fernando Luna me hizo mal. Alguien me apretó un switch en ese momento. Fue de un segundo para el otro. Empecé a llorar, y era cada vez peor. No podía parar. Lloraba con ruido. Fue un llanto que me hacía temblar la pera.

Supe que yo estaba en Nueva Zelanda para demostrarle que podía llegar a donde me lo proponía. Supe que corría todas las tardes para que me aceptara como un hijo deportista.

Empecé a ver imágenes. Se me vinieron a la cabeza tantas situaciones en ese momento, por la calle. No te las cuento porque me imagino que te chupan un huevo. Pero, por sobre todo, tuve de repente la sensación de que mi papá, en Argentina, se estaba muriendo. En ese momento.

Que lo que me estaba pasando era una superstición. Que ese llanto mío no era por tu historia, sino una señal de que en Buenos Aires estaba pasando algo malo. Fue terrible. Yo llevaba hechos doce kilómetros y de todas maneras corrí todo lo rápido que pude hasta mi casa para enganchar wifi.

En Argentina eran las seis de la mañana pero no me importó. Le mandé un WhatsApp: «Papá, ¿estás bien?». Y me senté en el sillón del comedor, jadeando. Quería dejar de llorar y no podía.

Mi viejo me contestó asustado: «Sí, ¿por qué? ¿Te pasa algo?».

Y yo sentí un alivio enorme, y estuve a punto de preguntarle: «¿Estás orgulloso de mí, papá?», pero no lo hice. Le dije: «Sí, estoy bien, papá».

Y caí en la cuenta de que todo lo que hago con mi vida es para que él, alguna vez, me diga que está orgulloso de mí.

Cuando leí esa carta por la radio, se viralizó. Al ser un programa muy escuchado en Argentina, mucha gente empezó a comentar la carta y a preguntarse si el papá de Guido se sentía orgulloso del hijo. La producción del programa intentó contactar a Guido y a su papá, para tener el testimonio de ambos. El chico nos atendió desde Nueva Zelanda, pero el papá estaba viajando a visitarlo mientras yo leía la carta del hijo.

Así que todo quedó en suspenso durante una semana. ¿Le pudo preguntar Guido a su padre si estaba orgulloso de él? ¿Se enteró el papá de lo que pasó en la radio antes de embarcar, o se enteró al aterrizar? ¿Salió todo bien entre los dos? Cinco días más tarde me llegó la última carta de Guido con novedades:

Hernán, tengo que contarte el final de la historia, aunque creo que no tiene final. Anoche mi viejo y yo charlamos de nuevo. Ya pasaron cuatro días desde su llegada. Pasó un kilo de yerba. Pasaron horas, horas enteras, de conversación.

Hablamos de todo; de cómo cambiaron los precios un año y medio después; de cómo anda el bar que puso el hijo del Toto en el pueblo; o en qué quedó el tractor al que no le conseguían el repuesto.

Me sentí como cuando te encontrás con el compañero de secundaria que sabe la vida de todos y entonces te enterás del que fue papá, del que lo echaron de Telecom, del que toma de más.

Y tomamos mate, mucho mate. Alquilamos un motorhome, así que no tengo escapatoria; los días se viven enteros, y los vivimos juntos. Todo es diálogo. Hasta el silencio habla. Pasaron los primeros tres días y yo no encontré el momento. No pude preguntarle nada.

Ya en el primer contacto visual, en el aeropuerto, a las cinco de la mañana, tuve la esperanza de que ocurriera una de estas dos opciones:

Opción uno. Que mi viejo, al verme, me abrazara llorando, y me dijera que alguien ya le había contado lo que había pasado en la radio la noche anterior. Y opción dos: que mi viejo, al verme, me puteara de arriba a abajo porque medio Buenos Aires había hablado de su vida (mi viejo es un vasco de campo sin vueltas) y que después de putearme me dijera: «Claro que estoy orgulloso de vos, Cochito».

Pero no pasó ninguna de las dos opciones, y eso todavía me resultó peor.

Hicimos el viaje del aeropuerto al motorhome en silencio, y llegué a la conclusión de que mi viejo nunca se enteró de lo que había pasado en Argentina, de tu lectura en la radio. Es raro. ¿Los amigos no lo llamaron diciendo que escucharon la historia? ¿Diciéndole, por WhatsApp, «tu hijo salió en la radio hablando de vos»?

El primer día puse de excusa el jetlag y no le pregunté nada. No le saqué el tema. Pensé que podía estar cansado por el viaje y otro montón de excusas que me puse yo mismo.

El segundo día, sencillamente, no me animé. Llovía. Me dije a mí mismo que esa clase de charla tenía que ser con mate, sentados al sol. El problema de la lluvia era, además, que teníamos que vernos la cara todo el día, en una habitación de tres metros cuadrados, en un camping. Una situación tan incómoda como cagar en casa ajena.

Entonces llegó esta tarde. Es el cuarto día. Dejó de llover y está anocheciendo en el camping. Es confuso; rueda el cuarto termo de mate, pero yo a la vez estoy tomando birra. Los dos estamos, o parecemos, aburridos. Mi viejo me dice que hoy cumpliría años su padre, que murió hace veintiséis.

Decido aprovecharme de esa conversación y le pregunto sobre el abuelo y su vida; el abuelo como esposo, como amigo y, finalmente, como padre.

—¿Estaba orgulloso tu viejo de vos, papá?

Me dice que sí, me dice que no se lo dijo nunca pero que él lo veía en su cara.

Entonces, envalentonado por la birra, le cuento que dos semanas antes yo corría de noche, por Hamilton, escuchando historias en los auriculares, y que caí en la historia de un escritor al que se le había muerto el padre. Y que, una vez muerto, este escritor supo que su padre estaba orgulloso de él. Y le cuento a mi papá, en un camping de Nueva Zelanda, que en ese momento yo me puse a llorar y corrí a mi casa para llamarlo.

—¿Te acordás una mañana que te llamé muy temprano?

—Sí, claro —me dice.

—Fue por eso.
Le cuento lo qué pasó esa noche en Hamilton. Le cuento que fue un antes y un después para mí; le explico hasta qué punto llegó a ser para mí una revelación.

Él no me interrumpe, me mira. En silencio me mira y yo creo que él ya está preparado para la historia completa. Entonces saco el teléfono del bolsillo y pongo el programa del viernes. Aparecés vos leyendo mi mensaje de Instagram, después empiezan a buscarme, la productora del programa me despierta, aparezco al aire, buscan a mi papá, no lo encuentran, nos despedimos, y los oyentes llaman por teléfono emocionados.

Mi papá escucha todo y no hace gestos. Yo cada tanto lo miro a los ojos pero él no me mira. No sé lo que piensa. Cuando el programa termina pongo pausa y guardo el teléfono. Vuelvo a mirar a mi viejo y, en vez de ver emoción en sus ojos, veo dolor. Juega con los dedos hinchados de hacer fuerza en mañanas heladas de campo patagónico y en un momento junta un poco de aire y me dice:

—En algo debo haber errado en mi vida si mis hijos piensan que no estoy orgulloso de ellos.

Eso me dice. Entre ofendido y triste. La charla dura muy poco más. No puedo decir cuánto. Es como una nebulosa y en un punto los temas se acaban. Entonces cada uno se inventa una razón para acostarse, para hacer ondear la bandera blanca. Estamos agotados.

Así que no hay final, Gordo. Hacé tu ciencia; inventá un final porque esta historia se sigue escribiendo con el paso de las horas. Ponele un moño, o reescribila, porque hoy a mi viejo no le brillan los ojos y está callado.

Ojalá no tome esto como un fracaso suyo, ojalá lo viva como un aprendizaje. Ahora estamos desayunando. Él me mira y, sin palabras, sin un gesto, yo sé que me ama.

La carta de Guido termina así. Cuando leí el final de la historia respiré aliviado, porque no me hubiera gustado nada el final cursi del abrazo, el final con moraleja simple.

Este final es mejor porque no es literario. Se nota mucho cuando lo que se cuenta es la verdad. Ese padre y ese hijo patagónicos, en un motorhome a orillas del mar de Tasmania, sin saber cómo relacionarse, son la verdad. El lado B de la literatura. Lo que les pasó a ellos no se escribe: ocurre.

Y la moraleja de esta historia, pienso, es mucho mejor que la que estaba prevista en el manual. La moraleja no es «tenés que hablar con tu viejo». La moraleja de esta historia es: «tenés que decirle a tu hijo, a cada rato, que estás orgulloso de él», porque esas van a ser sus herramientas en la vida. Tenés que decírselo, desde el principio, para que nunca ocurra que un día vos seas grande, que vos seas viejo, y descubras con horror que tu hijo no sabe si estás orgulloso de él.