¿Tenés más de esto, gordito?

Cada viernes, Hernán Casciari escribe un cuento en dos horas con consignas de los oyentes. Todas las historias serán parte de «Cuentos contra reloj», que ya están en preventa y sale a la calle en diciembre.

Y puedo contar la historia porque Hugo y Elena ya no están en este mundo, lo tuve que averiguar, yo había que Hugo había muerto, no sabía si Elena había muerdo. Y no hubiera contado esto si uno de los dos estuviera vivo porque me daría mucha vergüenza. Pero no, no están entre nosotros.  Yo era muy amigo del hijo de este matrimonio, de Agustín Felli.

En la primaria me encantaba ir a la casa de Agustín a tomar la leche porque sus padres eran muy distintos a los míos. En mi casa era todo normal y conservador; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema. En cambio Hugo y Elena, los padres de mi amigo Agustín Felli, ya eran viejos porque tenían treinta y pico, que eso era viejo para nosotros, pero parecían más jóvenes: tenían algo, otra onda.

Escuchaban otra música, compraban otros muebles. Mis viejos tenían muebles aburridos, marrones, bastante comunes en casa. Los padres de Agustín tenían sillones de colores, mesas bajitas, velas prendidas. Mis papás escuchaban a Julio Iglesias, a Roberto Carlos, esta gente escuchaba a Manal, a Spinetta. 

Los padres de Agustín tenían un negocio de fotografía Kodak y ahí se revelaban todas las fotos del pueblo. Hugo y Elena también filmaban cumpleaños de quince y gracias al furor de esas filmaciones —estoy hablando de mitad de los 80— el negocio empezó a crecer y tenían ya bastante poder adquisitivo. En la casa de Agustín Felli había libros, había discos nuevos por todas partes, el mejor tocadiscos siempre, toda la tecnología que uno se podía imaginar, que Hugo Felli compraba todo el tiempo. Fue ahí, en esa casa, donde vi por primera vez una cámara de video. No la SuperOcho con cinta, sino la cámara de video que metías el VHS, cerrabas y filmabas. Nunca había visto eso, era el futuro. Metías un VHS virgen y filmabas.

Como Hugo y Elena trabajaban juntos en el negocio, en Kodak, en el centro de Mercedes, la casa siempre estaba vacía y eso a mí me encantaba. Entonces con mi amigo Agustín estábamos mucho en la casa de él, poníamos discos, mirábamos revistas extranjeras. Una vez entramos a la pieza de los padres de Agustín y vimos la cámara VHS, con un trípode filmando la cama deshecha. 

A esa edad jamás se me hubiera ocurrido que Hugo y Elena se filmaban cogiendo, porque para mí los padres eran otra cosa. Eran gente vieja que hablaba de que no hay plata y que te fajaba. Nada más que eso eran los padres. Mis padres eran así por lo menos.

Cuando vi la cámara y el trípode en la pieza de Elena y Hugo no sé qué pensé, pero jamás se me pasó por la cabeza algo sexual. 

Tiempo después, cuando me mandé la gran cagada, que ya voy a contar, supe que Hugo y Elena se graban teniendo relaciones solamente para verse ellos mismos, porque les calentaba hacerlo. 

Y después de grabarse, Hugo le escribía al lomo del VHS un cartelito de fútbol, para disimular. Ponía por ejemplo: Boca 3 – Huracán 2. Esos títulos eran para que Agustín nunca mirara los videos, pero por lo que supe también había un código de la performance sexual en ese título. Un Ferro 1 – Platense 0 era que Hugo la había pasado bien pero Elena no, por ejemplo. Un Racing 1 River 4 era que Hugo había cumplido, pero Elena había disfrutado un montón. Y entonces hacían eso y guardaban los videos a la vista pero nadie los miraba.

Lo que voy a contar no me deja en absoluto bien parado, y empieza antes. En Mar del Plata, a los 13 años, yo aprendí a robarme cassette de las disquerías, cassette de música, con un sistema muy siempre que era comprar un cassette de Virus, después en la playa yo lo abría con un destornillador, le intercambiaba la cinta por un casette viejo de mi hermana de los Parchís, y a la tarde volvía a la disquería con el ticket y decía «Ay, ya lo tengo», y me devolvían la plata. Y yo lo que entregaba era el chasis de Virus pero adentro la cinta era cualquier cosa. Y me iba a otra disquería de Mar del Plata y me compraba un casette de Soda Stereo, venía le cambiaba la cinta y devolvía boludeces y me quedaba con las cintas originales. Llegué a ser un experto de esto, usando unos destornilladores muy chiquitos.  

Por eso cuando apareció el primer Videoclub en Mercedes empecé a hacer lo mismo. Alquilaba una película y en casa le cambiaba la cinta por un VHS viejo, y después la devolvía. Era muchísimo más complicado abrir un VHS (había que usar incluso otro tipo de destornillador, un philips que le pedía a mi abuelo) pero le fui encontrando la vuelta y lo empecé a hacer con mucha tranquilidad.

No quiero generar expectativa porque ya está claro lo que pasó. Como no teníamos en casa muchos VHS vírgenes, una tarde fui a tomar la leche a lo de Agustín Felli con una mochila, y me llevé cuatro de fútbol del padre. Tenía tantos que entendí que nunca se iba a dar cuenta.

Después me alquilé tres películas buenas en el Videoclub, de esas que quería tener para siempre: «Pasaje a la India», «El honor de los Prizzi», «Memorias de África», la última con Meryl Streep. Y en casa, con el destornillador, las intercambié por tres VHS del papá de Agustín: uno era un Boca Racing 2-2, un Vélez Corinthians 1-1, y el tercero se llamaba «Torneo de verano» y entre paréntesis «Triangular», lo que indicaba que Hugo y Elena eran muy modernos.

Al otro día devolví las películas en el Videoclub Gioscio haciéndome el boludo, y me fui a casa. Con los cassettes de música nunca jamás me habían descubierto, pero yo no sabía que los videoclubes llevaban un listado de a quién alquilaban cada película. No conté con ese detalle.

Por eso cuando a los dos o tres días volví a alquilar otra tanda de películas en el Videoclub, noté que el chico del mostrador cuando me vio pegó un respingo y llamó al dueño. Yo me puse pálido porque supe que me habían descubierto. 

El dueño me llevó del brazo a una oficina que tenía atrás. Me acuerdo del viejo Gioscio como si fuera hoy. En la oficina había tres televisores con tres videocaseteras, había un solo televisor prendido donde había en pausa una pareja cogiendo.

Me sentó en la mesa (estaba toda sucia de cigarros) y señaló el televisor. Sacó la pausa y yo que vi que la pareja en la cama eran Hugo y Elena. En realidad vi la cara de Elena, Hugo solamente le vi la espalda y el culo blanco que se movía de arriba para abajo. 

No entendí nada. Durante unos segundos no relacioné lo que ese hombre me mostraba con mi propia estafa. Tampoco entendí al dueño del videoclub cuando me miró y me dijo: «¿Tenés más de esto, gordito? Mejor que tengas, porque si no le cuento a tu papá que sos un estafador. Traeme más de esto», me dijo.

Todavía me da vergüenza decirlo, pero durante un verano entero le llevé falsos videos de fútbol al viejo Gioscio del Videoclub, y él me pagaba regalándome los estrenos de Hollywood del mes.

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