Un hombre grosero

Todos tuvimos un compañero de trabajo vago, misógino y despreciable. ¿Qué pasaría si un día ese mismo compañero aparece con el cambio de sexo hecho?

Hace muchos años, a principios de siglo, yo era la encargada de Recursos Humanos en una empresa donde éramos veinte empleados. Era una más. Algunos éramos mejores, otros peores, pero había un compañero al que yo tenía atragantado, porque era mediocre. La mediocridad es más grave que la estupidez, porque el mediocre sabe que lo es y podría cambiar, pero no quiere.

Este compañero, Sergio, hacía lo imposible para no trabajar, para que sus tareas las hiciera otro, sobre todo las mujeres. Porque además de mediocre era misógino. Despreciaba a todas sus compañeras, las ninguneaba. Y a mí con más ganas, porque aunque ahora sea tu abuela, en esa época yo era muy linda, y esto a Sergio lo enojaba mucho.

Pero, además de eso, era muy perezoso. Durante los trabajos en equipo, se metía en el baño y fingía estar descompuesto. Cuando llegaba la época de balances, él pedía licencia por enfermedad. ¡Ay, qué bronca! Era esa clase de compañero egoísta que nunca ayudaba a nadie. Y si te podía joder, te jodía. Un poco en chiste, todos decíamos que, si seguía por ese camino, iba a terminar siendo el jefe.

Y lo hubiera conseguido, pero los mediocres no perseveran, y entonces quedó estaqueado en su puesto. Y como ya tenía más de veinte años en la empresa, echarlo era carísimo. Era un incordio… Sobre todo para las mujeres. Nos ignoraba si le parecíamos feas o demasiado bonitas, y nos escaneaba el cuerpo sin culpa si estábamos en lo que él suponía «su rango». Yo hubiera preferido ser fea (o demasiado linda) con tal de no escuchar sus chistes sobre mis tetas. Durante años.

Sergio tenía esa masculinidad irrespetuosa, imbécil, que todavía estaba muy en boga a principios de siglo y que por suerte tu generación no tiene que soportar. (Esto que te cuento pasó en 2018, hace mil años). Sergio era de esos varones de época, que tocaban bocina cuando pasaba por la calle una mujer que los atraía. Y por supuesto odiaba a los homosexuales y a los transgénero. Imagináte. Qué pensaría ahora de nuestro presidente.

Vos te morís, Micaela, si te llegan a transplantar a esa época. No durás ni dos días. Yo todavía era una mujer joven y, de verdad, a veces no podía salir, era como si te persiguieran los bocinazos. Pero no eran solamente los hombres vulgares los que te hacían la vida imposible. Era todo… Era el Estado, la propaganda (en aquella época todavía le decíamos «periodismo» a la propaganda política), eran las instituciones, la progresía, todo estaba diseñado por hombres.

Una cosa muy graciosa que pasaba en ese tiempo es que nos creían más débiles. Y entonces los hombres se jubilaban a los sesenta y cinco y las mujeres antes, a los sesenta. Esas eran sus caricias: nos abrían la puerta para que pasáramos primeras, nos jubilaban antes, nos acercaban la silla. Pero por supuesto cobrábamos menos por el mismo trabajo. Este estúpido, Sergio, estaba en la misma categoría que yo. Y él cobraba un 22 % más. Y te juro por mi vida que nunca lo vi trabajar. Yo hacía lo mío y lo de él, y además tenía que soportar sus groserías.

Pero lo que te quería contar pasó a principios de ese año. Nosotros estábamos peleados, no nos hablábamos porque el año anterior Sergio había cumplido cincuenta y nueve años y había llevado una torta. Se usaba eso. Algunos lo felicitaron, pero yo no, no le dije feliz cumpleaños. Tuvimos una pelea y le dije todo lo que pensaba: que era un incompetente, un mediocre, un misógino y que me daba asco. Desde ese día no me habló más, eso fue en 2017.

Y en marzo de 2018 se apareció, una mañana, diciendo que ya no teníamos que llamarlo Sergio. Que se había hecho el cambio de sexo, y que ahora su nombre era Sergia.

Te juro por mi vida que me quedé congelada. Primero pensé que era un chiste estúpido de los que él hacía siempre, pero no: me estaba mostrando el DNI, y su DNI decía «Sergia».

Los demás compañeros se levantaron de sus escritorios y se acercaron a nosotros. Hicieron silencio, miraron el DNI. Claro, yo era la encargada de Recursos Humanos, no me lo estaba informando a mí porque sí. Yo debía consignar el cambio en su legajo.

No entendía su cambio de actitud. ¿Sergio, un transgénero? Si él se burló siempre de esa lucha. En Argentina ya teníamos una ley pionera en el mundo para la identidad de género, habíamos luchado un montón para tenerla. ¿Por qué había tomado esa decisión alguien que siempre había hecho chistes sobre eso? Él me miraba muy serio. Me pedía que, por favor, consignara su cambio de sexo en su legajo. Me había traído todos los formularios, sellados, firmados. No había duda.

Entonces abrí su legajo en la computadora y miré la fecha de su nacimiento. Hacía casi un año que no nos hablábamos. Claro. La semana siguiente iba a ser su cumpleaños. Sergio cumplía sesenta años. En realidad, Sergia iba a cumplir sesenta años la semana siguiente. Es decir, que La Ley le permitía ser mujer y, como mujer, La Ley le permitía jubilarse cinco años antes.

Una semana más tarde, Sergia empezó a cobrar la jubilación con trampas. Y su único costo fue un cambio de letra en el DNI.

Y de esa manera, querida nieta, en mis tiempos de revoluciones feministas, en donde ya empezábamos a ganar la batalla por la igualdad, un hombre mediocre, misógino y grosero de cincuenta y nueve años se burló por última vez de todas nosotras.