Una muerte en la familia

Miriam Allen deFord (1888-1975) fue una escritora norteamericana de misterio y ciencia ficción, que sobre todo publicaba en revistas de género y de izquierda. «Una muerte en la familia», su relato más conocido, es de 1961.

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Este es un cuento de una escritora yanqui, no muy conocida por acá, que se llama Miriam Allen deFord. Escritora, reportera, nació en el siglo XIX, pero fíjense qué historia más moderna hace la vieja. Y dice así: 

A los cincuenta y ocho, el señor Smith defendía a muerte sus manías de soltero. Era ordenado, pulcro y metódico. A las siete de la tarde apagaba las luces de la funeraria, cerraba la puerta con llave y entraba a su casa, en la parte trasera. Se sacaba el traje negro, se daba una ducha y se ponía ropa suelta. Después cenaba, lavaba los platos y por último bajaba al sótano a visitar a su familia. 

En el sótano lo esperaban su papá, siempre en el sillón leyendo el diario; su madre, tejiendo medias de lana con sus agujas; la abuela entredormida en la mecedora, su esposa Gisela, la mujer más hermosa del mundo, tocando el piano, y Andrés, su hijito de diez años, sentado en el suelo con su barco de juguete. 

El señor Smith se sentaba a charlar con ellos, y después cerraba la puerta y se iba a dormir a su habitación. Siempre le daba tristeza tener que dejarlos solos. 

De chico, en el orfanato donde creció, el señor Smith había sido víctima de burlas. Los demás chicos tenían tíos o abuelos que lo venían a visitar, en cambio él no tenía a nadie en el mundo, y esto lo hacía diferente. Pero ahora… había logrado armar su propia familia. 

Solo le faltaba una hermanita para Andrés, no era bueno para un nene como él ser hijo único. Tenía que saber esperar, aunque no podía evitar que su corazón se acelerara cada vez que llamaban a la funeraria desde una casa donde había niños. Pero siempre eran viejos los que morían… 

Hasta que una madrugada, un par de golpes en la puerta lo despertaron. Al abrir, Smith vio un bulto envuelto en una manta. Lo deshizo y sacó un pequeño cadáver. Aunque el cuerpo tenía el cuello roto y la cabeza colgando, lo reconoció inmediatamente porque su foto había salido en los diarios. Era la hijita de un millonario, secuestrada una semana antes. Su padre había desobedecido las órdenes de los captores y le había avisado a la policía, y ellos se habían vengado brutalmente. 

Smith no supo por qué los delincuentes dejaron a su víctima en la puerta de una funeraria, a 400 kilómetros del lugar de los hechos, pero tomó esa aparición como un milagro. Alzó el cuerpo, lo trasladó a la cámara preparatoria y sin perder tiempo empezó a embalsamarlo.

A la tarde siguiente le comunicó a su familia la buena nueva: la pequeña Martha (así decidió llamarla) por fin había llegado. Ahora sí su felicidad, y la de toda la familia, era completa. 

Tres días más tarde, mientras cerraba la funeraria, entró un policía joven.

«¿En qué lo puedo ayudar?», preguntó Smith. «Se trata del cadáver de la hija del millonario», dijo el policía. Smith dio un pequeño salto en la silla. 

El policía se inclinó hacia adelante, confidencial: «Detuvimos a un hombre altamente sospechoso. Según él, tres días atrás pasó por este pueblo con el cadáver en su auto y lo dejó en la puerta de esta funeraria».

Smith se hizo el ofendido y dijo: «¿Usted piensa que si hubiera pasado eso yo no habría llamado a las autoridades?». El policía dijo: «No lo estamos acusando de nada, pero de todos modos, para despejar dudas, déjeme dar una vuelta por su casa y nos quedamos tranquilos». Smith se opuso con firmeza: «¿Qué piensa hacer? ¿Escarbar el jardín para ver si hay un cuerpo enterrado? Conozco mis derechos, y no voy a permitir que nadie registre mi casa sin una orden judicial». 

El policía lo miró raro. «No entiendo cómo un hombre tan respetable interfiere así con el trabajo de la justicia, pero como usted diga… De todos modos, sepa que en una hora voy a volver con una orden del juez y con más policías», dijo con una sonrisa falsamente cordial y se despidió. 

Durante un minuto largo Smith no se movió de su lugar. Después cerró con la llave la puerta del negocio y bajó la escalera del sótano. Fue hasta el piano, abrazó a Gisela y, por primera vez, la besó en los labios. Su boca estaba fría y seca; pero él nunca había besado unos labios vivos y húmedos, así que le dio igual. Se sentó en el sillón y contempló a su familia. Salvo cierta palidez que notó por primera vez en todos (menos en Martha, la recién llegada), se los veía felices en aquel clima de hogar.

¡Los quería tanto! 

Al rato empezó a oler a gas, venía de la hornalla que había dejado abierta en la cocina, antes de bajar. Apenas notó que empezaba a marearse supo que no tenía que esperar mucho más. Metió la mano en el bolsillo, sacó un fósforo y lo prendió contra la suela del zapato.