La ventana indiscreta

En otra enorme lección de cine de Nacho Vigalondo, el director español disecciona para nosotros una de las obras maestras de Alfred Hitchcock. ¿Por qué «La ventana indiscreta» es una obra de arte?

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A  todos nos vienen a la memoria las mismas escenas cuando toca enumerar las proezas técnicas de Alfred Hitchcock. El collage maníaco del asesinato de la ducha en Psicosis está grabado en nuestras cabezas. Después irá el largo plano secuencia de La Soga, el ataque del avión fumigador en Con la muerte en los talones o la ausencia de música en Los Pájaros.

Pero hay una carambola formal que no se menciona con la misma frecuencia, quizás porque al estar tan integrada en la propuesta narrativa no salta a la vista con la misma violencia. Hablo de una decisión que recorre todo el metraje de La ventana indiscreta. La historia sigue la investigación amateur de un crimen por parte de Jeff (James Stewart) y su prometida Lisa (Grace Kelly). A él, un periodista todoterreno, lo encontramos en silla de ruedas, recuperándose de un aparatoso accidente en una pista de carreras. Es un estado que le lleva al aburrimiento absoluto, a espiar sin rubor a través de la ventana de su apartamento a los vecinos que conviven en un amplio patio interior. Una serie de circunstancias le hace sospechar que ha podido suceder un asesinato en el piso de enfrente. Pero como no consigue convencer a las autoridades tendrá que ser él mismo quien encuentre las evidencias, siempre desde su apartamento, siempre a través de la misma ventana, con la ayuda de sus prismáticos.

La decisión extraordinaria de Hitchcock fue ser fiel al punto de vista físico del protagonista hasta el punto de no separar jamás la cámara de su silla de ruedas. Siguiendo este principio, los espectadores jamás veríamos más de lo que él viese, respetando incluso la distancia física de la cámara respecto al objeto espiado en cada uno de los planos subjetivos. Y la película solo usaría lentes de acercamiento para ver a los vecinos con más detalle en los momentos en los que Jeff utilizase un instrumento óptico (sus prismáticos) para espiarlos.

A partir de aquí Hitchcock podría haber dado por cumplidas suficientes ambiciones y haber resuelto La ventana indiscreta a través de un montaje tradicional en el que los primeros planos de James Stewart se vieran intercalados con imágenes tomadas en cualquier decorado al uso. Pero el director impuso que, entre el entorno espiado y James Stewart, hubiese una continuidad espacial auténtica. De este modo, mandó construir uno de los decorados más sofisticados de la historia de Hollywood, una reproducción a escala 1:1 de un patio interior neoyorquino con actores, animales, viviendas que se adivinaban a través de cada ventanal en cada una de las espectaculares fachadas, e incluso una porción de avenida al final de un callejón, al fondo, por la que circulaban coches… Todo ello diseñado para ser observado desde un único punto de vista: una única ventana.

El primer plano de la película deja todas las cartas sobre la mesa: la cámara sobrevuela el asombroso escenario, regodeándose en los innumerables detalles, en la vida que brota de cada una de las viviendas, como se ve en la primera imagen.

Imagen 1

Hasta que un movimiento de retroceso y descendente nos cuela a traición dentro de la habitación de nuestro protagonista. Y de repente, en inesperado primer término, entra en plano, cegándolo por completo, la cabezota sudorosa de James Stewart echando la siesta, como se observa en la segunda imagen de la portada.

Imagen 2

En cierta manera, con esta sorprendente transición Hitchcock nos está lanzando un desafío a nosotros, los espectadores del futuro. El espectador de los años cincuenta hubiese dado por sentado que una combinación de dos elementos tan dispares en el plano se habría realizado gracias a una retroproyección, alguno de esos trucos de composición a los que Hitchcock había sido tan aficionado. Somos nosotros, espectadores sensibilizados gracias a las bondades de la alta definición, los que detectamos, al instante, que no hay efecto visual por un ningún lado.

Pero no nos dejemos embrujar por los juguetes. Si este movimiento de cámara tiene fuerza para el espectador de cualquier época es porque resume en un golpe de efecto impecable la mecánica de la película: todo lo que vemos ante nuestros ojos, desde las palomas en los tejados hasta el perro que olisquea las flores en el jardín, todo, pasa por un mismo embudo: el punto de vista de Jeff. Si su cabeza acaba cerrando el plano, cubriéndolo por completo, es porque, a fin de cuentas, es él quien va a limitar y ordenar toda la realidad que percibiremos a lo largo del relato. Este plano funciona de forma similar al que nos muestra un libro que se abre, al comienzo de la adaptación de un cuento de hadas.

Otra pregunta que podemos hacernos es por qué el personaje se nos presenta durmiendo, en vez de espiando con sus prismáticos. Pronto aprenderemos que es la única manera que tiene Jeff de matar el tiempo. Sabemos que Hitchcock no se anda por las ramas a la hora de describir la rutina de un personaje, y tiende a acelerar las explicaciones anteriores al arranque del drama. ¿Por qué no ha aprovechado esta hermosa introducción para describirnos de un plumazo el pecado de Jeff haciendo que todo el plano confluya en sus prismáticos?

Creo que puede ayudarnos a encontrar la respuesta un instante similar en una de las películas recientes más abiertamente hitchcockianas que se han rodado, La habitación del pánico, de David Fincher. Recordemos el movimiento de cámara más atrevido (para algunos, aparatoso) de la película. Partimos de un primer plano de Jodie Foster, que duerme en su cama, en el apartamento al que acaba de trasladarse. Sin justificación narrativa alguna, como respondiendo a una llamada que no hemos percibido, la cámara se aleja atravesando la vivienda como si imitase el punto de vista de un insecto volador que es capaz de colarse por el ojo de una cerradura. Tras unas cuantas idas y venidas en plano continuo, descubrimos que tres individuos están buscando cómo entrar en el edificio. El plano termina frente a una trampilla que los intrusos consiguen abrir.

Tengamos en cuenta lo que narra el resto de la película. El personaje de Jodie Foster es una mujer de mediana edad cuyo divorcio le ha dejado en un estado de completa dependencia emocional. Tiene tan presente la ausencia de su antiguo esposo que ha llegado a alquilar un apartamento al lado del suyo. Tres ladrones asaltan el lugar y, a lo largo de esa noche, ella consigue hacerles frente. No solo salva su vida y la de su hija: la traumática aventura también le lleva a romper los lazos emocionales con su exmarido, que al final del ritual acaba apalizado y atado a una silla, como un mueble más. El plano secuencia que he descrito tiene una justificación sencilla a partir de la lectura psicológica de la película: mientras Jodie Foster duerme, es su inconsciente el que invoca a los monstruos que le enseñarán, a la fuerza, a superar sus carencias. Así, la cámara de Fincher no vuela acudiendo a la llamada de los criminales: es ella la que los está llamando.

El héroe de La ventana indiscreta es un hombre al que le resulta insoportable estar recluido dentro de su apartamento. Una claustrofobia que está a punto de tirar abajo su relación con Lisa, una estrella de la alta sociedad que, pese a estar dispuesta a recluirse con él en el mismo salón, no consigue agradarle. Ella está descrita como una mujer «de interiores», urbanita, profesional de las fiestas y los actos sociales. Él es un adicto a los viajes, al peligro, a la aventura. Es un hombre «de exteriores». La relación entre los dos parece incompatible, y más desde que la silla de ruedas le tiene a él atado a un espacio entre cuatro paredes, el territorio natural de ella. Es un desequilibrio al que ella trata de sacar partido, pero que a él le desespera.

Pero si el sueño de Jodie Foster en La habitación del pánico provoca unos monstruos de lo más convenientes, el de Jeff en La ventana indiscreta abre una ventana. Gracias a ella, Jeff y Lisa acaban teniendo la oportunidad de compartir una aventura y salvar su relación en las únicas condiciones en las que pueden encontrarse el uno al otro. En un espacio que es, a la vez, una sala de estar y un patio, un interior y un exterior.

Descubrimos así que el popular microrrelato de Benedetti «Su amor no era sencillo» puede servir de sinopsis involuntaria de La ventana indiscreta:

«Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era solo por eso que fornicaban en los umbrales».

«Ella sabe demasiado» (Policial)

La mujer observa el ensayo muy concentrada. Lleva en brazos a una niña pequeña, que bebe leche de un biberón. Vinieron todos en tren y mañana tomarán un bus para continuar con la gira. Macbeth discute con su Lady. La mujer mira a los actores a los labios, repitiendo las líneas de texto a la perfección. 

Con la compañía de teatro de Alejandro Ulloa, en los años cincuenta representábamos obras de Shakespeare y del teatro clásico español. Y recorríamos el país en condiciones muy precarias, como podíamos. Mi mujer y mi hija me acompañaban, pero no era vida para ellas.

La mujer se acomoda el peinado y continúa observando. Ni siquiera la desconcentran los machaques violentos que Curtis Garland le da a su máquina de escribir desde el camarín. Ya está acostumbrada a ese sonido, la acompaña en cada viaje en tren o en bus, es un loop metálico constante en su casa hasta que se queda dormida. Para ella es un sonido, nunca un ruido. Le encanta que con cada golpe su hombre derrame todo un torrente de imaginaciones. La mujer se llama Teresa Asensio Sánchez y sabe demasiado.

Un día se había enfermado una actriz y mi mujer dijo que se animaba a reemplazarla. Al final, descubrí que lo hacía mejor que yo. Le terminaron dando mejores papeles a ella que a mí, y le pagaban más. Era muy guapa, tenía una dicción muy limpia y una memoria increíble. Sabía  obras dificilísimas como HamletCyranoDon Juan Tenorio. Pero no solo el papel de uno o de otro, sino ¡la obra entera! Entonces, si alguien se enfermaba me decían: usted no se preocupe, su mujer lo hará,

Se conocen en Madrid, en una pensión en la que Teresa trabaja de costurera. Juan se pone su mejor ropa, se peina en el espejo y sale de la habitación. Pasa caminando lento, la mira y sonríe. Se miran. Se sonríen. Se hacen caras. Juan se calza el sombrero y se pierde por el pasillo. Teresa lo sigue durante todo el trayecto con los ojos encandilados. Varias tardes después, ella acepta ir al cine. Le encanta el cine, le encanta Tyrone Power haciendo de Jesse James. Juan le dice que lo conoce en persona y ella se ríe, ha escuchado mejores artilugios. Entonces Juan le enseña una foto con Tyrone, los dos abrazados, de su época de periodista de cine. Es la estocada final.

Pasamos los primeros meses del romance yendo a ver películas de Gregory Peck y Alan Ladd. Y también muchas del Oeste, que a Tere le encantaban, a pesar de ser mujer. Y escuchando boleros y corridos mexicanos. Siempre fue una excelente compañera. Ella me corregía las novelas, me decía lo que estaba flojo y lo que podría mejorar. Me orientaba mucho.

Teresa lo toma del brazo y lo aparta del resto de los actores, durante un descanso en los ensayos. Lo mira a los ojos y le suplica que se dedique solo a la literatura, que deje el teatro de una vez por todas. Y lo besa en la boca, un solo beso, suave pero insistente. Ya no quiere ser actriz, prefiere ser parte del proceso de creación de historias junto al amor de su vida. Y le sonríe, pasándole los dedos por las mejillas. Desde ese momento ella estará siempre presente en alguno de los incontables personajes femeninos de Juan. En todas sus novelas siempre habrá algo de Tere. Ella también es Curtis Garland.

«Yo, espía» (Bélico)

Hay una fiebre, siempre tiene que haberla. Una pulsión. Un regodeo casi onanista. La soledad de un soldado de dos mil batallas libradas en todos los frentes: mirando el mar, viajando en un tren o sentado en un escritorio.

Curtis Garland siente el calor de su arma en la yema de los dedos; hace doce horas que está escribiendo y el agotamiento físico y mental le pasan factura. Tere se acerca, pensando en el consejo del soldado que huye. Lo abraza y le dice que descanse un rato, que ya volverá más tarde la inspiración. Curtis se pasa dos días sin escribir, hasta que una mañana se despierta con una trama diabólica en su mente. Y una vez más se presenta a combate.

El soldado nunca descansa. Ni cuando viaja por París, Londres o Münich del brazo de su mujer. Ni cuando se encierra en los cines a ver los clásicos del Star System de los cuarenta. Su cabeza siempre está escribiendo, en tiempos de paz se prepara para los tiempos de guerra. Cualquier paseo puede convertirse en el escenario de una futura novela. Cualquier fotograma de Chicago o de Los Ángeles por el que cruce un detective con la mirada torva puede ser el ambiente perfecto para un nuevo relato. La imaginación expectante, siempre al acecho, de un escritor de tiempo completo.

A veces los personajes tomaban vida propia y lo que tú habías planificado en un principio luego no salía. Te encontrabas con que ellos iban por otro lado. ¡Decidían por mí! Y eso me encantaba, que los personajes dominaran la situación. Esto era muy interesante porque te dabas cuenta de que no todo estaba en tu mente ni tenía por qué estar perfectamente calculado.

El soldado Juan Gallardo entrega por única vez su nombre real para someterlo a una paráfrasis anglosajona. Será Johnny Garland, exclusivamente, para los lectores de sus novelas de género bélico.

«Verano de fuego» (Erótica)

La dama que se desnuda de golpe. El destape colorido, violento y liberador. Los gritos ensordecedores. Los excesos y el mito de las ciudades canallas. Y «una máquina de escribir descansando de madrugada en la mesa del comedor, una máquina de escribir todavía caliente, que duerme un rato como un animal cansado», según el prólogo de Javier Pérez Andújar al libro Yo, Curtis Garland, la autobiografía del eterno camaleón.

Llega la apertura democrática y se acaba la censura, pero mi manera de escribir no cambia demasiado. Había algunas cosas puntuales, como por ejemplo en lugar de decir bastardo decías directamente hijo de puta. Pero mi estilo siguió siendo el mismo. Aunque la novedad era la novela erótica, se veía que no iba a durar y así fue, pasó muy rápido. Escribí algunas porque estaban muy bien pagadas.

La apertura democrática española trae consigo nuevas formas de entretenimiento que, poco a poco, van desplazando a los libros de bolsillo. La quiebra de Bruguera es el punto definitivo, y Juan Gallardo debe guardar durante un tiempo su disfraz de Curtis Garland para salir a ganarse la vida como vendedor puerta a puerta.

Fue duro. Vivimos una ruptura total en todos los sentidos: trabajo, costumbres, modo de vivir. Bruguera me pagaba bien, podía viajar por el extranjero y hacer otras cosas que luego se cortaron de raíz. Uno piensa que eso va a durar siempre, pero no es así. Y de un día para otro te quedas en la calle.

Pero el mito está. Su vida ya no será la misma, nunca más. Es momento de cosechar algunos frutos. Y pronto comienzan las reediciones, los pequeños contratos para otras editoriales, las colaboraciones, los homenajes. Y Curtis Garland, que nunca muere.

«Mar de naves perdidas» (Aventura)

No se ven, pero ahí están. Alguno siempre hay. Cuando uno menos los espera, aparecen. Entre el polvo y el abarrotamiento del Rastro de La Latina de Madrid o de la feria Els Encants de Barcelona. O en las librerías de viejo de la calle Corrientes de Buenos Aires. En todos esos sitios puede estar escondida alguna aventura pensada por Curtis Garland. Se han encontrado tesoros semejantes en librerías de Nueva York y hasta en supermercados de Los Ángeles.

Hace poco me hicieron una entrevista para un periódico del Estado de Washington. Resulta ser que allí tengo muchos lectores entre los hispanos que trabajan en la agricultura y el ganado. Y en el auge de los libros de bolsillo pues ¿qué puedo decir? Los leía todo el mundo, había mucho público para esta literatura.

Un joven camina por el Mercat de Sant Antoni, en Barcelona. Es domingo, día de libros. No pasea. No es un nostálgico. Es más bien un curioso que está pensando una paranoia pulp mezclando los géneros clásicos de la literatura popular. Se llama Robert Juan-Cantavella y su novela Asesino Cósmico (Mondadori) es un homenaje publicado en 2011 a otra del mismo título que Curtis Garland publicara en 1973. Pero hoy no encuentra nada, así que marca un teléfono.

—Hola, Juan, ¿Cómo estás? Soy Robert.

—Hola Robert, qué tal.

—¿Podrás, al final, escribir un episodio para mi libro?

—¡Sí, claro! Encantado. ¿Qué estamos? ¿A junio? Pues lo tendré recién en septiembre, porque antes debo entregar una biografía y una novela.

«Bienvenido a Ciberland» (Ciencia Ficción)

Una sala a oscuras. Solo se ve el metódico titilar de una luz roja. Llega un hombre, se sienta en una silla y pulsa un botón. Ruido a máquina iniciándose. Un monitor que se va encendiendo gradualmente hasta dejar la pantalla en azul. El hombre se toma su tiempo para mover el mouse hasta dar con el ícono que simula una hoja de papel. Pulsa dos veces y se abre una plantilla de texto.

Adquirí el ordenador hace muy poco, justo después de la muerte de mi esposa. Cuando ella se pone enferma, yo había dejado de escribir porque tenía que cuidarla. No iba a ninguna editorial ni nada. Y un antiguo compañero mío me conectó con una editorial argentina que estaba interesada en que colaborara con ellos. Y me dijo que los dos o tres primeros trabajos se los podía entregar a máquina, que no había problema, que ellos lo arreglaban, pero que poco a poco me enseñarían a manejar el ordenador.

La primera novela de Curtis Garland es, literalmente, de su puño y letra. La escribe íntegramente a mano y envía los fajos por correo a su padrastro, quien desde Benavente se la copia a máquina para que pueda presentarla a Bruguera. Pero pronto aprende mecanografía y se compra su máquina de escribir.

Me las arreglé enseguida, me adapté muy fácil. Y es mucho más cómodo. Sobre todo porque el ordenador tiene la facilidad de que en las pulsaciones no te esfuerzas. En una máquina de escribir, aunque sea portátil, es más duro. El cansancio físico se nota más. Y más con el volumen de cosas que escribíamos por entonces. Ahora, cuando me encargan algo, antes digo: ¡Oye, un mes! Menos, no. Ya no tengo ni veinte ni treinta años.

El hábito continúa por la noche, como siempre, hasta las dos o tres de la mañana. Se levanta temprano y sale a caminar, visita a su hija, se mete en algún bar a leer el periódico. Y vuelve. Camina solitario por el pasillo de su casa y observa los estantes de su biblioteca.

Al principio escribía para no pensar. Estaba solo en mi casa, con todos los recuerdos de Tere ahí. Fue muy duro cuando murió. Por eso, cuando escribía y tenía mi mente puesta solo en eso no estaba para otras cosas. Fue una especie de terapia, pero aún sigo sin asimilarlo.

Pasa los dedos por el lomo de algunos de los ejemplares de sus novelas, la mayoría amarillentos. Si tuviera al menos un libro de cada uno de los que publicó tendría que idear un buen sistema de estanterías; uno junto al otro ocuparían más de veinte metros de literatura. Pero no los tiene, y su piso tampoco tiene tantos metros cuadrados. Además, los espacios sobrantes entre novelas y enciclopedias están destinados a portarretratos.

Desde un rincón, a la entrada de su escritorio, una mujer con los ojos almendrados lo mira con una sonrisa cómplice. Juan le devuelve la gentileza y se sienta a escribir.