Amaneciendo con Luis Miguel

Julieta Venegas nos regala en este texto una reflexión suave y sentida sobre la música, su familia y cómo pasó de adorar una canción de Luis Miguel a no poder escucharla ni por la radio.

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En mi familia la música siempre fue un gran punto de encuentro. Aunque soy la única que se dedicó profesionalmente, y aunque somos muy distintos en todo lo demás ―nos llevamos bien, pero en momentos puntuales nos hemos llevado horriblemente mal―, siempre hemos tenido la música como forma pacificadora. 

Si regreso a las etapas de nuestra vida en común, veo que están enmarcadas por una canción, una melodía o una voz. Pienso en los viajes en carretera y aparece mi cara pegada a la ventana cantando a José José o a Rocío Durcal. Pienso en las fiestas familiares y nos recuerdo bailando cumbias o cantando rancheras. Pienso en mi madre y se me viene su imagen cantando los temas de Cri Cri: un personaje increíble, una suerte de María Elena Walsh en versión mexicana. Y pienso en todo lo que vino después, conforme fueron cambiando nuestros gustos: The Cure, Culture Club, la música brasileña de Sergio Mendes o de Roberto Carlos en su versión más rosa… Escuchábamos todos los estilos con el mismo cariño y respeto, en una relación emocional que sigue acompañando nuestra vida cotidiana.

Así, también, escuchábamos a Luis Miguel. Cuando apareció mis dos hermanas y yo lo adorábamos (después llegarían dos hermanas más). Era un niño carismático con ojos enormes y un cabello lacio y brillante que desde el vinilo nos decía «Somos dos, dos enamorados…», y nos hacía cantar y suspirar por cosas que no conocíamos, medio enamoradas de Luismi, con esa voz aniñada pero con un vibrato de adulto, que parecía venir de otro planeta. ¿Cómo alguien tan chico podía cantar como si fuera mayor? 

Algunos años después, cuando se transformó en un adolescente guapo y le cambió la voz, sus canciones se volvieron más sensuales y su aspecto ―bronceado, musculoso, con el pelo al aire― pasó a representar el tipo de chico que jamás me podría interesar. Y quizás, también, el tipo de chico que jamás se fijaría en mí. Yo me sentía el opuesto de las mujeres deshinibidas que bailaban en bikini en sus videos, y creo que eso me hacía rechazar instintivamente ese mundo. 

Mis reparos, por lo tanto, no eran solo artísticos. Pero ya incluían una mirada personal sobre la música. Siempre he pensado que la música que haces tiene que ver con tu carácter, con tu identidad, y también creo que estamos hechos tanto por lo que buscamos y construimos como por lo que rechazamos y vamos descartando. Cada quien cuenta lo que es en lo que escribe, y yo en ese momento de la adolescencia ―de Luismi, y mía― estaba buscando lo que quería ser como compositora, pero también buscando mi identidad como adulta.

Y entonces apareció Romance, un disco donde Luismi parecía haber encontrado otra cosa como cantante, y donde con canciones clásicas podía lucir su voz y llevar su carrera y su presencia a un siguiente escalón. Romance hizo que Luis Miguel explotara y alcanzara otro nivel de fama, al punto de entrar en todas las casas de Latinoamérica. Incluida la mía. 

Mi papá amó tanto ese disco que empezó a usarlo para levantarnos de la cama. Quizás resulte simpático, pero ese gesto, que fue recibido con cierto entusiasmo por parte de todos, con el paso de las semanas terminó convirtiéndose en un arma que mi padre usaba para imponer su autoridad. Todos los días, a las siete de la mañana, nos despertaba con esos acordes de cuerdas melosos y ese saxofón pasado por demasiado efecto reverb con el que comienza el disco. En ese entonces, vivíamos en un departamento en Tijuana donde no había suficiente espacio como para huir de esa música (que no solo era molesta por la repetición y por tener que escucharla sin quererlo, sino porque todo Luismi ―los boleros, la producción de ese disco― era algo con lo que yo no conectaba), así que cada mañana iba aumentando mi rechazo. 

Mi papá no lo notaba, o mejor dicho: no concebía otra forma de impulsarnos a «hacer lo correcto». Él venía de una generación donde quien mandaba era el padre de familia. A él le correspondía ser responsable de que todos hicieran lo que tenían que hacer, aunque no tuviera muy en claro qué era eso. Su manera de lograrlo fue metiéndonos a todos en infinitas actividades: clases de baile, de cocina, de piano, de guitarra, de dibujo y pintura. Todos los días teníamos alguna tarea a la que no podíamos, por nada, faltar. Eso ahora me parece positivo pues así descubrí, casi accidentalmente, la música, no solo como algo importante y bonito en mi vida sino como una vocación que se convertiría en parte de mi personalidad. 

Pero en ese momento la cosa era agobiante. De ser algo gracioso, amanecer con Luismi se fue convirtiendo en una forma de tortura, en algo que nos expulsaba de la cama instantáneamente, aunque fuera en fin de semana.

Mi padre siempre ha sido un trabajador ―es fotógrafo social― y lo preocupaba sobremanera la posibilidad de que alguno de sus hijos “perdiéramos el tiempo”. Así que conjuraba sus temores con la ayuda del equipo de música. Y si querías que terminara, tenías que levantarte, por lo que Romance dejó de ser un consumo opcional, un disco de esos que escuchas casualmente en una radio o en un restaurante, para convertirse en algo más complejo.

Eso no ayudó a que mejorara mi imagen de Luismi. Su nuevo disco ―esto es: su nueva etapa― se oponía a mi forma familiar de entender la música. Hasta entonces, si estábamos todos en casa, si nadie había tenido que salir a trabajar o al colegio, cada quien hacía lo suyo mientras nos turnábamos el control del aparato a todo volumen, atravesando las paredes de los cuartos. Es un recuerdo que me da serenidad y me conecta, como si fuera una banda de sonido, con otros momentos de mi vida: viajes en carretera, episodios tensos, fiestas. 

Pero con Romance, en cualquier caso, no era así. Yo ya no podía con esas canciones. Porque me resultaban lejanas y porque eran representantes del poder de mi padre en la casa. 

Si pienso en Romance, lo que vienen son los recuerdos que me hicieron huir de Tijuana. Ese disco es, por oposición, un símbolo de mi búsqueda de libertad y de mi necesidad de tener un espacio propio donde nadie me dijera qué hacer o a qué hora despertarme. 

Desde entonces, es extraña la relación que he tenido con la música de Luismi. A pesar de ser alguien completamente alejado de mi gusto, se cuela en mis recuerdos sin que yo haga nada por traerlo. Y ahora ni siquiera me molesta. Además, mi padre desde entonces ha cambiado mucho. Ya no es el señor conservador que quiere que sus hijas aprendan a cocinar y se casen, tampoco intenta imponer nada. Y pide mucho más perdón que antes. 

Supongo que eso ocurrió después de la separación. Mis padres se separaron y estuvieron así por diez años, pero se volvieron a juntar y, desde entonces, mi padre parece otra persona. Ambos lo parecen. Ahora viven en una luna de miel constante, nos mandan fotos todo el tiempo de sus desayunos, sus paseos y sus viajes. Y nos muestran ―o al menos a mí me han mostrado― mucho más sobre el amor, el perdón y la lealtad que cualquier relación más estable que se mantiene en el tiempo a veces alimentada por silencios y dolores guardados bajo la alfombra. 

Romance, también en ese sentido, es lo opuesto a ese modo de amor que yo aprendí. Propone un amor perfecto y siempre en ciernes, un amor que nunca conecta con la vida que viene después, llena de realidad, errores cotidianos, malentendidos, mentiras, tristezas y también cosas bellas. Para mí, Luismi siempre estuvo atado a esa parábola limpia, conservadora, levantada sobre una voz sin sombras y sobre un aspecto físico impecable, que transmite algo a lo que hay que aspirar, algo que el mundo entero se quiere comer de postre. 

Y a la vez, detrás de su voz hay un inmenso misterio: Luismi es una persona que no parece poder vivir en el mundo que proponen sus canciones. Que realmente nunca se sabe qué está pensando. Que es, a su manera, una especie de Godot: un individuo que nunca llega al terreno de lo real y que a la vez uno intuye que está profundamente marcado por un destino del que no puede huir.

Pregúntale a cualquier persona cuál es el apodo de Luismi. Te lo dirá, todo el mundo lo sabe: le dicen el Sol. El Sol de México. Dicen las malas lenguas que ese mote se lo inventó su papá, quien a su vez, dicen también, era pésima persona. Pero el punto no es ese, sino el apodo que relaciona el sol con mi país: una unión que siempre me pareció irónica, si se tiene en cuenta que México lleva años pasando épocas muy duras en todo sentido. La violencia está desatada y normalizada, se encuentran fosas llenas de cadáveres, el nivel de muertes no deja de subir, hay toda una generación de jóvenes que está desapareciendo, la corrupción arrasa y los políticos solo piensan en sacar su tajada. 

Al igual que Luismi, nuestro Rey Sol, México también parece estar desconectado de sí mismo. Con pobres cada vez más pobres y ricos que viven en otra realidad ―donde la pobreza les molesta a ellos, y no a los que la sufren―, lo que queda es un país que, llevado a escala humana, tiene puntos en común con Luismi, que durante años pareció estar pasando por una mala época. 

Ahora ambos volvieron a levantarse y están de nuevo en boca de todos. Y eso me parece lindo por Luis Miguel, el artista, y por México, el país, que parecen estar ligados, por lo menos en mi cabeza, de una manera casi supersticiosa. 

En lo que hace a México, por primera vez entró la izquierda a la presidencia, y aunque no sabemos bien qué va a pasar creo que en todos los niveles, casi por una cuestión de balance cósmico o kármico ―por algo mucho más sutil de lo que podemos ver―, es positivo que entre la izquierda a la presidencia: es otra visión y hay que probar todo, también la manera de pensar el poder. 

Y en lo que refiere a Luismi, él también estaría entrando en otra fase un tanto más transparente. O al menos eso parece, porque en lo que refiere a Luismi ―la persona― todo siempre es pura especulación. Hace algunos años fui a Caracas para dar un concierto y en la rueda de prensa alguien me dijo que esa noche también actuaba Luis Miguel. ¿Lo conoces? ¿Se van a ver?, preguntó. Respondí que no lo conocía, o mejor dicho: que nunca lo había visto por afuera de una pantalla. Y me quedé pensando: ¿Alguien lo ha visto? Para mí esa es la eterna pregunta. Ahora todo el mundo habla sobre Luismi porque hay una serie de televisión sobre su vida que parece revelar todo lo que nadie nunca supo. ¿Pero eso es conocerlo? La verdad, no creo que nadie pueda conocer a otra persona realmente. Y además creo que es él quien se tiene que conocer. 

Tengo un amigo músico que siempre me dice que, si te dedicas a la música y te va bien profesionalmente, tu vida personal no está funcionando ―y viceversa. Aunque suena gracioso y es una generalidad, es cierto que si tu carrera toma vuelo todo lo demás pasa a segundo plano, y eso a veces puede desestabilizarte si no tienes una buena ancla. No sé si Luismi tenga alguna, espero que sí. 

Quizás, ahora mismo, el poder hablar sobre su vida sea una manera de anclar en sí mismo y de hacer el mismo trayecto que espero de México: un camino que vaya de afuera hacia adentro, que asuma la riqueza de su diversidad. Y que mire en todas direcciones para dar, al fin, un paso que lo acerque un futuro realmente luminoso y menos cruel.