Bicho

Rodrigo Solís es un escritor mexicano que tiene algo que ningún otro escritor posee: su hermana es la mujer más hermosa de su país. ¿Cómo lleva un narrador, inédito y pobre, el éxito de una hermana que con solo sonreír y ponerse maquillajes alcanza la fama?

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El póster de la película El bebé de Rosemary (una carriola negra sobre un risco donde suponemos duerme el bebé de Satanás) es cosa de niños si se le compara con la cuna blanca, cubierta por un velo, en la que mis padres depositan al último integrante de la familia. 

El horror se apodera de mí. 

Un presentimiento oscuro me envuelve. Evito acercarme a la cuna, correr el velo, observar a la criatura, descubrir en sus rasgos (aún sin definirse, sin acentuarse, pero marcando la ruta a un lugar insospechado para mí) que hay algo extraño, raro. Si la familia Kent hubiera tenido descendencia, yo sería el hijo terrícola, el que observa con ojos redondos cómo mamá y papá adoptan a un ser que encontraron en el patio de la granja, encerrado en una cápsula de acero proveniente del espacio exterior. 

Mamá tapiza el cuarto rosa de su hija con muñecas Barbies y afiches de las princesas de Disney.

—Vas a ser mi princesita —profetiza o advierte.

En el jardín de niños, la princesita de mamá es coronada Reina de la Primavera. La meteórica carrera hacia el estrellato está trazada. Anunciada por los astros. Sin embargo, algún dios envidioso lanza una maldición desde el Olimpo: la princesa se vuelve adicta a la comida chatarra y adquiere la forma de un salchichón; las orejas sobresalen de su melena enrulada cual parabólicas que intentan hacer contacto con su planeta extraterrestre; las extremidades se estiran como los tentáculos del Kraken.

Mamá quiere matarse.

O mejor dicho, matar de hambre a su hija.

Consulta con todos los nutricionistas de la ciudad. La somete a la dieta de la luna. Dieta de los asteriscos. Dieta de la sopa. Dieta shock de frutas. Dieta de la zona. Dieta mediterránea. Dieta milagrosa. Y otras dietas impensables.

Los ojos de Bicho se abren más de lo normal. Mamá detiene el coche.

Verte más joven y delgada, ¡sí es posible! Smart Lipo. La liposucción inteligente. Láser, ultrasonido de alta frecuencia...
—Princesa, es justo lo que necesitas —dice mamá. Bicho no responde. No quita los ojos del letrero.

Mamá arrastra a su hija hasta el local. Pide cita a una señorita de bata blanca. Bicho permanece muda en la sala de espera. Trata de imaginar conejitos blancos que brincan sobre la nieve, como el día en que varias agujas penetraron su piel luego de que mamá leyera otro anuncio: Terapia de inyecciones para reducir “esos gorditos molestos”. Pero el recuerdo de las agujas le pone la piel de gallina. Intenta espantarlas de su cabeza. Fracasa. El olor a alcohol que impregna la sala tampoco ayuda.

Mamá ojea una revista. Suspira cada vez que ve un vestido entallado en los huesos de una modelo.
—¡Maldita, qué cuerpazo! —dice, y le muestra la revista a su hija.

Un ruido extraño sale de una puerta. Es el sonido de una licuadora. La señorita de bata blanca, impertérrita, observa que varias jovencitas se agarran a las sillas con sus uñas.
—Tranquilas —dice—, es una máquina nueva. La usamos para hacer la carboxiterapia.

Bicho se apiada de la gordita que tiene a un lado. A leguas se nota que es novata. Le explica de qué se trata la carboxiterapia. Quince a veinte sesiones como mínimo. Agujas de insulina conectadas a una máquina ruidosa. Inyecciones de bióxido de carbono. Subcutáneas… Sus propias palabras la horrorizan.

—Es su turno —dice, finalmente, la señorita de bata blanca.

Mamá y Bicho entran al consultorio. La doctora tendrá unos veinticuatro años, tal vez más. Al observar su cuerpo, mamá y Bicho dudan de la verdadera eficacia del método. El cuarto es blanco. En una de las paredes refulge un diploma: Licenciada en biología marina. Bicho se siente una ballena, quizá un manatí.

—¿Cuántos kilos cree usted que puede bajar mi hija? —pregunta mamá.

Bicho se revuelve en la silla. La bióloga marina sonríe y luego pide a su paciente que suba a la báscula.

—Necesita bajar ocho kilos —dice—. No tiene sobrepeso, pero mis tratamientos la harán ver espectacular.

Mamá saca la sobregirada tarjeta de crédito.

Primer día oficial como escritor, o mejor dicho, como hombre desempleado. Una taza de café negro, sin azúcar, tal como dictan los cánones del intelectual, humea a un costado del teclado. Las yemas de mis dedos se impacientan por entrar en acción. Pero hay un problema. La página en blanco que resplandece en el monitor de la computadora es un desierto inmenso. Necesito una brújula. Un mapa. Reviso con minuciosidad de paleontólogo las libretas que llené durante todo el tiempo que fingí trabajar en el corporativo transnacional y en la universidad donde estudié una carrera que francamente odiaba. Sé que allí hay una novela. Escondida. Enterrada. Oculta. Susurrándome diálogos, personajes, historias. Cuestión de buscar con calma.

—Bebé, ¿qué va a ser de ti? —pregunta mamá, sigilosa como un ninja (sabrá Dios cuánto tiempo lleva detrás de mí), con los ojos rebosantes de preocupación.

Abro la puerta de casa. Descubro con alivio que no han cambiado la cerradura. Mis visitas a casa son esporádicas, con intervalos de varios meses entre una y otra.

—¡Bebé, regresaste!

Mamá se levanta del sofá, me abraza, me llena de besos, como si la ciudad pequeña y amurallada en la que me he autoexiliado para escribir la novela más grandiosa de mi
generación estuviera del otro lado del Atlántico, y no a ciento setenta y cuatro kilómetros de distancia.

—Qué bonito regalo de cumpleaños le vas a dar a tu hermanita cuando te vea.

—Sí… eso espero —me embarga un sentimiento de culpa por haber olvidado el
cumpleaños de mi hermanita.

Bicho no está en casa, mamá dice que ha ido a una sesión de fotos en la agencia de modelaje.

—Tu hermanita es modelo —me confiesa al ver mi cara de sorpresa—. Mientras llega, siéntate a ver Miss México conmigo.

En pantalla aparecen varias jovencitas en trajes de baño; cintas cruzan sus cuerpos con el nombre del Estado al que representan.

—En vez de bandas deberían ponerles precio, como a las reses de las ferias ganaderas —digo.

Mamá endurece sus facciones.

—No digas esas cosas horribles; tu hermanita va a ser Miss Yucatán el próximo año.

—Creí que Bicho quería ser periodista.

—Las mujeres podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo.

—¿Como tener cerebro y ser tontas?

Mamá se cruza de brazos.

—Cuando veas a tu hermanita concursando, ¿también vas a pensar que es un pedazo de carne?

Por obra y gracia divina, un periódico de cierto prestigio me contrata para publicar una columna dominical. Traducción: salgo del anonimato. Mamá deja de esconder mi profesión en sus mutualistas y reuniones de la Cruz Roja; incluso presume entre las cacatúas de sus amigas que tiene un hijo escritor, aunque nunca me lea.
Pero ahora está al otro lado del teléfono, y no la noto contenta.

—¿Me puedes decir qué fue lo que escribiste?—me interroga.

Trago saliva. La única forma de evadir el interrogatorio es preguntándole cómo va Bicho en sus clases de modelaje.

—Guapísima, tu hermanita bajó tres kilos y tía Machuca quiere llevársela a Televisa —dice orgullosa—. Pero no te hablé para contarte cosas de tu hermanita.

Mamá cambia el tono de voz con una brusquedad que logra helarme la sangre. Me explica, compungida y con lujo de detalles, que por mi culpa (esto se ha vuelto una costumbre) está al borde de sufrir un colapso nervioso. Noto que no tengo escapatoria. El argumento más coherente es decirle que la próxima vez que las guacamayas esposas de los políticos que tanto gusta frecuentar en reuniones, desayunos, obras de caridad, etcétera, le hablen indignadas por alguno de mis escritos, el que fuera, haga de su conocimiento que su retoño murió carbonizado
en un accidente de carretera el día que abandonó su casa para irse a vivir a otra ciudad.

—Cállate, ni de broma digas eso —me reprende. Acto seguido, regresa su voz a un tono entre dulce y alegre; me pide que la ponga al corriente de mi vida.

—Nada, aquí, escribiendo —es lo único que se me ocurre decir.

—Muy bien, bebé —dice, a manera de llenar los espacios vacíos que comienzan a abrirse en la plática, o quizás a manera de resignación.

—Gracias —digo, y me quedo en silencio.

Han cortado mi suministro de palabras.

El de mamá también.

De golpe y porrazo descubro que mi hermanita ya no es más una adolescente con cuerpo de embutido. Su vestido negro acentúa lo imposible: curvas de mujer en las que jamás había reparado.

—Estoy molida —se quita una banda con el logotipo de Mercedes Benz—. Seis horas de pie soportando a imbéciles mirones.

Le sugiero que suba a descansar. Que es importante que cuide su salud. Mamá me dice que estoy loco, que se ha pasado toda la mañana y la tarde preparando las botanas para la fiesta y que de un momento a otro empezarán a llegar los invitados. Así que a la voz de ya, Bicho tiene que subir a bañarse y a embadurnarse en cremas y polvos para disimular la cara de palo seco que tiene.

—Gracias por venir —dice Bicho y sube corriendo por la escalera. Los tacones suenan en cada peldaño.

—Pensé que habías dicho que era modelo —digo.

Mamá me mira con el ceño fruncido, y me aclara que, en cualquier agencia, el edecaneo es una parte fundamental en la carrera de toda top model.

—Además le pagan —agrega—. Y muy bien.

A diferencia de mis constantes fracasos por arañar la fama (ninguna editorial se anima a publicar mi novela; es decir, la novela más grandiosa de nuestra generación), mi hermana menor logra aparecer en los titulares y primeras planas de todos los periódicos de la Península.

—¿Así vas a ir vestido? —pregunta mamá al verme llegar a casa en jeans.

—Mamá, déjalo —dice Bicho.

Y se abalanza sobre mí.

—No te puedo besar —agrega—. Acaban de maquillarme.

—¡Nena, tu vestido! —mamá se horroriza.

Ahora Bicho se alisa el vestido.

—¡Muñequita, estás preciosa! —el que habla es P, nuestro primo hermano. P es un genio. Un genio de verdad. Tiene el IQ en la estratosfera. Pero eso ahora a nadie le importa; menos a mamá.

Saca la cámara.

—Actitud pandilleril —dice.

Bicho retuerce sus larguísimas extremidades superiores, encorva la espalda, flexiona las rodillas y frunce el ceño como una ruda negrata del Bronx. Clic.

—¡Otra Bichito! ¡Otra! —pide P.

—¡Ana del Socorro! —mamá se ofusca—. Nada de fotos. Ahora eres Miss Yucatán.
Compórtate.

Bicho sonríe. Una sonrisa enorme.

 —Foto, foto —insiste P, apuntando con la cámara—. Foto de Miss.

Bicho endereza la columna vertebral, pone los brazos en jarra, las manos apoyadas en la cintura ligeramente ladeada. Estira el cuello como un cisne inmaculado, y para mi sorpresa descubro que, por primera vez en la vida, es más alta que yo.

—Rodrigo, quítate —ordena mamá.

Clic.

—Acaba de hablar furioso tu hermano —dice mamá por celular—. Me dijo que un amigo suyo leyó una cosa horrible que escribiste de tu hermanita —mamá guarda silencio, me parece escucharla sollozar—. ¿Qué escribiste ahora, bebé?

—Nada —miento.

—Tu hermano tiene ganas de golpearte… —mamá hace una pausa para sorberse los
mocos—. Dice que hiciste del dominio público que tu hermanita era bulímica.

—Sí, eso escribí —digo sorprendido—. Pero no era mi intención que…

—¡Dios mío! ¡No te das cuenta de que le pueden quitar su corona! —mamá estalla en
llanto y no entiendo ni una sola palabra de las que balbucea.

En mi bandeja de entrada hay una retahíla de mails. Sospecho lo peor. Los leo uno a uno. Salvo excepciones, la mayoría de ellos me conmina a rectificar, a escribir una carta donde pida disculpas públicas, y de ser posible, a decir que no soy más el hermano de la soberana de la belleza de México.

Cinco primas (salvo a una, las aborrezco a todas; que quede dicho) escriben que soy un sinvergüenza, un poco hombre y un escritor sin talento. Catorce tías y doce amigas de mamá aseguran que soy una deshonra para la familia por ventilar secretos familiares, que la ropa sucia debe lavarse en casa. Dieciocho amigas mías y cuarenta y cuatro de mi hermana dicen que soy un envidioso, que las cirugías plásticas son una bendición. Treinta y seis mujeres que no conozco redactan inflamados insultos irreproducibles, diciendo que no tengo perdón de Dios por haber
afirmado que mi hermana carece de alma tan solo por querer pegarse las orejas y ponerse tetas de plástico, y que si las mujeres están traumadas por su aspecto físico es por culpa de gente como yo, hombres de vientres voluminosos que exigimos esos estándares de belleza a mujeres que desde luego nunca tendremos en nuestros brazos. Dos exnovias, una de Campeche y otra de Mérida, coinciden finalmente en algo: “Ro, no quiero volver a saber de ti”. Y para no ir tan lejos, mi propia chica me escribe lo siguiente: “Eres un fanático, radical y moralista. Te advierto que apenas junte el dinero que me falta (el supuesto dinero que te pagarán por tu novela maravillosa) me voy a operar las nalgas como Ninel Conde”.

La casa de mamá es un hervidero de desconocidos, un ir y venir de personas que
cargan vestidos, zapatos, collares, maletines, accesorios y demás artículos de belleza. Un sujeto de pelos parados, erizados, bien pistoleados, se indigna al verme inmóvil al pie de la puerta.

—¿Qué haces ahí paradote? —dice—. Sube esa maleta, rapidito.

Diligente, obedezco. Subo las escaleras. Entro al cuarto de mamá. Un batallón de hombres que
confundo con mujeres cuelgan y descuelgan
elegantes vestidos de noche de varias perchas.

—Pon la maleta ahí —dice una mujer (o tal vez un hombre, no estoy seguro) señalando el único espacio libre que queda en el suelo.

Vuelvo a obedecer con diligencia. Coloco mi maleta de viaje en el suelo. Suena el timbre. Intento encontrar a mamá y a Bicho en mitad de todas las cabezas de peinados estrafalarios. Fracaso. El timbre insiste con sus pitidos.

—¿Qué haces ahí parado? —pregunta una voz aflautada de género indescifrable—. Abre la puerta, ¿que no oyes?

Obedezco.

—Venimos a filmar —dice un sujeto acompañado de otro tipo que carga una cámara de video.

No tengo que enseñarles el camino. Suben de prisa saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras.

Voy a la cocina. Estoy hambriento. Abro el refrigerador: lechugas, zanahorias y otras verduras y legumbres me matan el apetito apenas verlas, inertes y saludables, en los estantes. Decido que es momento de huir de este manicomio. Me encamino a mi antigua habitación. Sorpresa. Ahora es un gimnasio.

Escapo de casa atropellando a toda la gente que se arremolina en la sala. El celular suena. Detengo mi carrera enloquecida en mitad de la calle. Es mamá. Pregunta por qué diablos he salido corriendo como un demente de la casa, sin saludarla. Le explico que me he vuelto loco o quizás he viajado a una dimensión paralela donde su casa no es su casa sino un refugio de plumíferos fantasmagóricos y perfumados que entran y salen de las habitaciones cargando maletas llenas de vestidos. Mamá me pregunta si estoy borracho, o peor: si he empezado a inhalar cocaína. Respondo que no, que estoy sobrio. Le confieso que soy demasiado cobarde y aburrido para empezar a meterme drogas por la nariz. Mamá ordena que regrese a casa.

—Ven, vas a quedarte aquí —y me esconde en el cuarto de Bicho.

—A ver, ¿quiénes son todas esas personas? —pregunto intrigado.

—Van a hacerle un reportaje a tu hermanita antes de que se vaya al DF.

—¿De qué es el reportaje?

—De su familia.

Mamá cierra la puerta. Me parece escuchar que pone llave.

Me quedo dormido y tengo una horrible pesadilla: Bicho es coronada Miss Mundo. El público grita eufórico. Mamá grita eufórica. Incluso yo grito eufórico. Cientos de fotógrafos la retratan desde todos los ángulos. El auditorio corea su nombre. Todos corren hacia el escenario y empiezan a tocarla. A palpar su belleza. La acarician. La besan. Pero no es suficiente. Necesitan más. Un fanático se aventura a darle un mordisco en el brazo. Quiere probarla. Conocer a qué sabe la belleza. Y otro, y luego
otro. Y todos se abalanzan sobre Bicho y la devoran hasta el último hueso, como a Jean-Baptiste Grenouille al final de El perfume.

Abro los ojos. Sobresaltado.

—Qué bueno que viniste —dice Bicho, sentada al filo de la cama, tecleando algo en su Mac.

—¿Qué hora es? —pregunto frotándome los ojos.

—La una.

—¿A qué hora tenemos que estar en el aeropuerto?

—A las seis.

—Ve a dormir.

—No puedo. Tengo que terminar el ensayo que me pidieron en el concurso.

—¿De qué es el ensayo?

—De por qué elegí mi carrera, qué cosas pasaron en el camino, cómo llegué hasta aquí…

Bicho me cuenta que eligió su carrera después de leer algo mío. Le digo que está loca. Le digo también que es un grave error creer algo de lo que yo pueda escribir. Todo lo que escribo es mentira. Puras mentiras. Es de locos dejarse influenciar por un perdedor de mediana edad, desempleado, incapaz de ganarse la vida por sí
mismo y de escribir una novela lo suficientemente buena para que los editores
intelectuales dejen de rechazarlo.

—Vete a dormir —insisto—. Ahora te escribo el ensayo.

Cuatro de la mañana. Descubro que soy incapaz de inventar algo que pueda conmover a un jurado de belleza, o mejor dicho, a cualquier tipo de jurado. Descanso los ojos un rato.

—Ya es hora —dice mamá, zamarreándome.

Mi figura maltrecha se refleja en las puertas de cristal corredizas del aeropuerto. Tengo bolsas bajo los ojos. Un niño se acerca a pedir un autógrafo.

—¿Me firmas mi camisa? —pregunta.

—Claro —responde Bicho. Los ojos enormes, brillantes. El pelo frondoso, sedoso, peinado de una forma imposible.

Dos viejos libidinosos se acercan. Piden tomarse una foto. Bicho sonríe. La gente en la sala de espera empieza a murmurar. Cuchichean. Aparece el maestro Yoda en persona.

—Mucho gusto —dice.

—Mucho gusto —dice Bicho.

—¡Oh! —exclama mamá al borde del desmayo—. ¡Armando Manzanero!

La esposa o novia o amiga de Manzanero no parece compartir el gusto de su esposo, novio o amigo, así que le regala una gélida sonrisa a Bicho y se lleva al maestro a abordar el avión. Bicho se despide de nosotros. Abraza y besa a mi hermano. Abraza y besa a mamá. Abraza y besa a su novio, quien tiene que contenerse cuando dos hombres pasan y clavan la mirada ardorosa en la retaguardia de Miss Yucatán. Me abraza y me besa. Le confieso que no pude escribir ni una sola palabra de su ensayo.

—No te preocupes —me dice en un susurro—.Nada más no le digas a mamá.

El avión despega. Se pierde entre las nubes. Bicho finalmente está en el cielo.

El galán de moda en mi infancia, actualmente reducido a comadrear en programas vespertinos rodeado de mujeres voluptuosas y escandalosas como urracas, muy emocionado y parado sobre un taburete de madera para camuflar su diminuta estampa, pronuncia el nombre y los dos apellidos de Bicho. La escena es surrealista. Todo se pone en cámara lenta: el corazón me da un vuelco y pongo más empeño en contener las lágrimas que en sumarme a los aplausos, vítores y gritos de los miles de fanáticos que colman el auditorio para presenciar el concurso de Miss México.

Mi hermano y todos mis primos (hombres confesos heterosexuales) aplaudimos impávidos, decididos a no mezclarnos a participar en ese carnaval de alegría, hasta que Bicho camina hacia el ala este del escenario con la corona en la cabeza y nos regala una sonrisa llena de dientes. Nos desarma. Mi cuñado, abatido, se cubre el rostro con ambas manos. Presagia el vuelo alto, lejano y sin retorno del amor de su vida, la niña de los brazos de basquetbolista que amó en secreto desde que él era un niño.

En la sala de juntas del hotel más lujoso de la ciudad, Lupita Jones nos dice a mamá y a mí que de ahora en adelante también seremos famosos. Celebridades. Blanco de la prensa amarillista e insidiosa.

—Mucho cuidado con las declaraciones que hagan sobre ella —dice, la espalda erguida, llena de músculos; músculos que envidio luego de matarme por más de una década en diversos gimnasios, sin ningún resultado.

Mamá asiente confiada, se sabe una dama incapaz de declarar algo en perjuicio de su hija. Sin embargo, como si despertara de un hermoso sueño, repara en mi presencia. Se muerde el labio inferior. Intenta decir algo, pero prefiere callar.

—¿Alguna duda? —pregunta Lupita Jones.

Bicho ladea la cabeza, me mira con ternura. Tiene una sonrisa indeleble en los labios.
Me siento un intruso en la sala. En un principio me resistí a entrar, pero Bicho insistió en que debía estar presente en la firma del contrato que la acreditaba oficialmente como Miss México.

—¿Estás segura que puede entrar tu hermano? —dijo mamá.

—Faltaba más —dijo Bicho, tirando de mi brazo para meterme a la sala—. Es como mi papá.

Sus palabras fueron un gancho al hígado, se me doblaron las piernas. Mi único consejo, desde siempre, ha sido que desista de ser una Reina de Belleza, convencerla de que la belleza es efímera y que lo único seguro, lo que en verdad prevalece, es la inteligencia. Que los concursos de belleza no son muy distintos de las ferias
ganaderas donde exponen y califican a las reses.

Valiente hermano. Menudo guía espiritual.

No en balde, días antes del concurso, mamá no dudó en declarar en una entrevista exclusiva al periódico (de cierto prestigio del que me corrieron) que yo no apoyaba a mi hermana. Incluso mamá prefirió salir retratada con Bucky, el perro de la casa, que conmigo.

—Te quiero mucho —me dice Bicho, y firma el contrato.

Al verla recuerdo años no muy lejanos. Bicho parada todos los fines de semana ante
coches último modelo o cualquier producto recién salido al mercado, sonriente; los pies llenos de callos, ampollas, hinchados, amoratados, sangrantes.

Bicho parada de lunes a viernes en conferencias, ferias ganaderas, expos, convenciones, centros comerciales, con la misma ancha sonrisa, estoica, soportando miradas lujuriosas y proposiciones, tanto de viejos rabo verde como de jovencitos metrosexuales calenturientos.

Bicho quemándose las pestañas delante de libros de biología, venciendo el sueño luego de extenuantes horas de trabajo; un maniquí humano tras los aparadores de tiendas modernas, decidida a ser el mejor promedio del salón de clase.

Bicho sudando sangre en el gimnasio, comiendo vegetales, visitando al endocrinólogo, enloqueciendo por sobredosis de Redotex, volviéndose adicta al Slim Fast y a otros licuados mágicos reductivos, sometiéndose a todo tipo de terapias de tortura: terapia de vendas frías, terapia de vendas egipcias, mesoterapia, vacumterapia.

Bicho capoteando con elegancia de torero al dueño de una agencia de modelos, cierto proxeneta que se atrevió a sugerirle que acompañara a cenar a hombres de dinero en hoteles lujosos de la ciudad.

Bicho sonriendo e hipnotizando al director de la universidad, semestre tras semestre, para que la mantuvieran becada en esa escuela impagable donde obtenía las notas más altas.

Bicho aferrada, constante e infatigable, a sus clases de teatro.

Bicho yendo de pasarela en pasarela sin cobrar un quinto.

Bicho perfeccionando su inglés en la madrugada.

Bicho durmiendo sobre las tapas de los libros de mis autores favoritos, rendida, exhausta.

Bicho sollozando, tiritando de miedo, grabando a fuego en mi alma tres palabras que nunca olvidaré: no quiero morirme.

Bicho ingresando a un quirófano para sacarse grasa. Grasa incómoda, horrenda, asquerosa, acumulada año tras año por comer deliciosas golosinas que robaba furtivamente de la alacena, frituras crujientes que llenaban la culposa felicidad de sus días de niña.

Bicho con los ojos hinchados, enrojecidos, hablando noches enteras y sin obtener ninguna respuesta de ese señor que le decía “mi princesita”, y que un día cayó fulminado por un derrame cerebral.

Bicho y el ensayo que nunca pude escribirle.

Y que tal vez nunca pueda escribir.