No puedo escribir sobre Argentina sin escribir sobre mi padre.
Mi padre era la persona más graciosa que conocí. Los chistes a menudo eran malos, pero los contaba con tanta calidez y sentido de travesura que uno no podía evitar reírse. Era artista de vocación y agente marítimo para pagar las cuentas. Era petiso, pelado y panzón (¡gracias por aquellos genes, pa!). Se jactaba de que podía almacenar sopa en sus bigotes. Hablaba inglés con un fuerte acento argentino y tenía un conjunto de frases que desplegaba cada vez que había un silencio en la conversación: «¡Ayer es historia, mañana es misterio!», «¡Compre ahora, pague mañana!», «¡Nunca un momento aburrido!».
Nació en Buenos Aires en 1936, el segundo de cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. No se sabe si su madre nació en Argentina o llegó a los pocos años. El padre de mi padre nació en Ucrania, pero huyó por una combinación de antisemitismo y la posibilidad poco atractiva de ser conscripto en el Ejército ruso. Llegó a la Argentina con veinticuatro años. Entendía algo de castellano después de cinco años de haber vivido en Rumania. Vendía electrodomésticos al por mayor a diferentes negocios. Mi abuela trabajaba en uno de los negocios de su recorrido. La invitó a salir y ella aceptó.
Me da la impresión de que mi padre tuvo una niñez feliz. Mientras yo me quedaba en casa, leyendo y jugando a los videojuegos, él estaba en la calle, rateándose del colegio y jugando al fútbol en el barrio con sus amigos. Creo que estaba más cómodo en compañía de otros que yo. Estar cómodo en compañía de otras personas es una habilidad de vida poco valorada.
Amaba a Boca Juniors y el básquet (como yo, medía un metro sesenta y cinco e insistía en que este deporte tenía que ser organizado por altura, igual que el boxeo se organiza por peso, con canastas más bajas para gente petisa), pero su verdadera pasión era el arte. Dibujaba, pintaba y hacía grabados. No creo que le costara ser artista (le costaba comercialmente, pero creo que siempre sentía una alegría pura al dibujar, que nunca perdió). Cuando salíamos a comer, sus servilletas terminaban cubiertas de garabatos. No podía resistirse. Siempre le envidié esa seguridad.
A comienzos de los años sesenta se mudó a Nueva York, en parte por un deseo por la aventura, en parte por la situación política en Argentina. Fue allá que conoció a mi madre. Ella estaba probando suerte en Estados Unidos y terminó trabajando con la hermana de mi padre. Así se conocieron. Cuando mi madre regresó a Inglaterra, al poco tiempo mi padre la siguió. Se casaron un año más tarde. Trato de imaginarme cómo habrá sido para mi padre mudarse a Inglaterra a finales de los años sesenta, después de vivir en Buenos Aires y en Nueva York. Lo imagino como el mago de Oz pero al revés, viajando de un mundo de color a uno en blanco y negro. Recientemente, descubrí unas viejas películas de ocho milímetros que mi padre filmó en los años sesenta. Las películas de Nueva York están llenas de color y de movimiento. Las películas de Londres son grises y deprimentes; todo impregnado de té y de lluvia.
Buenos Aires es una cuadrícula geométrica, una ciudad construida para arriba, no para afuera. Los porteños viven en departamentos, no tanto en casas, con balcones en lugar de patios. Todos viven (literalmente) uno arriba del otro. Y en casi cada cuadra hay un café, una panadería y un kiosco; podés tomar un café y comer una medialuna sin cruzar la calle. Cuando imagino a mi padre como hombre joven en Buenos Aires, está conversando en la puerta de su edificio, o esperando afuera de un bar, o charlando en una esquina. La vida se vivía afuera, en la calle.
Londres no es una cuadrícula. Es una serie de pueblitos que se expandieron con el paso de los siglos hasta que se fundieron uno con el otro; es un mosaico de calles sinuosas, bordeadas de casas de obreros donde el hombre inglés puede refugiarse sin tener que hablar con nadie. Para mi padre, los suburbios del norte de Londres se deben de haber sentido como el campo. Consideraba escandaloso tener que caminar diez minutos al almacén más cercano.
Si mi padre extrañaba Argentina, no lo demostraba. En la época en que mis hermanas y yo empezamos a ir a la escuela, mi padre tenía un buen trabajo en el centro de la ciudad, alguna que otra exposición de su arte y mucho de lo que ocuparse. Pintaba en un atelier improvisado en el sótano, escuchando el noticiero en una vieja radio Roberts. Los sábados a la mañana entrenaba al equipo de fútbol del colegio en los campos de juego del barrio. Cuando el Tottenham Hotspur fichó a los ganadores del Mundial 78 Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa (Ossie y Ricky, para los hinchas de los Spurs), mi padre ofreció sus servicios como asistente y traductor, y durante unos meses los ayudó a establecerse en Londres. Después consiguieron un agente y mi padre pasó a otra cosa, pero siempre estaba orgulloso de haber ayudado a Ossie y a Ricky a acostumbrarse a la vida en Inglaterra. Hace diez años conocí a Villa en una presentación de un libro. Le mostré una foto de mi padre de aquella época y le pregunté si lo recordaba. Dijo que sí.
En retrospectiva, me doy cuenta de que su forma de lidiar con su nostalgia por Argentina fue hacer como si su país no existiera. No lo visitaba y apenas hablaba en castellano en casa. Lo bloqueó y trataba de concentrarse en su vida en Inglaterra. Funcionó por un tiempo.
Es difícil contemplar este período con ojos de adulto, tratando de recordar cómo lo experimenté de niño. Me perdí tantas cosas porque no las estaba buscando. No tenía motivo para sospechar que algo no estaba bien. Era mi padre, dulce y gracioso. ¿Por qué tenía que cambiar?
En abril de 1982 las tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas. Días más tarde, Reino Unido y Argentina estaban en guerra. Los colegas de mi padre lo acompañaban, pero debe de haber sido difícil no sentir un rechazo cuando los títulos de los diarios despotricaban contra los «argies». De repente, él era el enemigo.
El conflicto no duró mucho tiempo, pero el impacto se sintió. Para cuando terminó, mi padre no solo estaba del otro lado del mundo, sino del otro lado de la guerra. Sé que sus problemas no empezaron con las Malvinas. La nostalgia, la soledad y la alienación venían hirviendo a fuego lento desde hacía rato, y la guerra sacó todo a la superficie. Una semilla de infelicidad floreció en una pena enorme. Lentamente, luego rápidamente, se desmoronó.
Para mi familia, esta era una larga e infeliz época de indecisión. La recuerdo como un par de cortinas cerradas. Mi padre se desesperaba por volver a Argentina y se desesperaba por quedarse en Londres con nosotros. No sabía qué elegir. No estaba ni acá ni allá. Durante mucho tiempo, creo que no estuvo en ningún lado.
Y entonces, en 1988, se decidió. Se compró un departamento en la esquina de Sánchez de Loria y Moreno, a dos cuadras de la casa de su madre, de su niñez. Volvió a Buenos Aires.