Carne cruda

Juan Balian, un alumno del taller de Pedro Mairal, leyó un texto contado desde la óptica de la mujer de un militar y no pudo sacárselo de la cabeza.

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Acá va un pedazo de violencia argentina. La mujer de un militar cuenta su historia. Elijo este cuento porque pasaron meses desde que Juan lo leyó en el taller y todavía me queda sonando la voz de esa mujer como si yo fuera el chofer a quien ella le habla. Todos los otros participantes del taller merecen también este espacio. El grupo de escritura de ficción que se armó en Orsai es indetenible. No dejen de pasar por la página «Que no te falle el verosímil» donde van apareciendo grandes cuentos de ese grupo de dementes, ilustrados por dibujantes del taller de Miguel Rep.

Pedro Mairal

Si yo le cuento capaz que usted me entiende. Maneje tranquilo, no lo quiero distraer, usted escúcheme nomás y maneje que apurada no estoy. Una a esta edad acepta lo que viene, despacito, una cosa a la vez. Ya se pasaron las épocas de planificar a largo plazo. Hay que disfrutar de los pequeños placeres que quedan. ¿Le molesta si abro la ventanilla? Gracias. Estas manijas son un poco duras pero ahí está, un poquito nomás, para que entre el aire fresco. Está linda la noche.

¿Usted lo conoció a mi Eugenio? Personalmente, quiero decir. Los soldados rasos no lo conocen más que de vista pero veo que usted es un oficial. Capaz alguna vez tuvo el gusto de cenar con él. Se acordaría por ese ruido que hacía siempre al masticar, especialmente el asado. Le gustaba jugoso, casi crudo, un espanto. Y lo masticaba con la boca un poco abierta y eso que era más bien un hombre de boca cerrada. Hablaba poco aunque tenía una ternura ahí, como escondida, que yo a veces lograba sacarle. Como la vez que nos conocimos. Me lo presentó mi tía en una cena allá en Las Violetas, ella era amiga de no me acuerdo yo qué brigadier y por esos años cualquier tertulia era buena para buscar un pretendiente. No se asuste que no voy a entrar en detalles, si le cuento esto ahora es para que me entienda y porque charlar se puede charlar con cualquiera, pero lograr que a una la escuchen, no, qué esperanza.

La cuestión es que ese día él cayó todo uniformado, una pinturita. Me lo presentaron al borde mismo de la mesa, antes de sentarnos, y apenas le dijeron mi nombre se apuró a besarme la mano y me corrió la silla. Imagínese la impresión que me causó a mí que no vengo justamente de cuna alta. Mi padre era inmigrante y mi familia se hizo desde abajo, trabajando, primero en el puerto y después con una carnicería que empezó a funcionar cada vez mejor, así, hasta que bueno, para cuando a nosotros nos presentaron yo ya vestía alguna que otra cosita bien elegida, unas perlas auténticas que eran mi regalo de quince. Y él ahí, tan imponente, tan caballero corriéndome la silla a mí. Dígame dónde encuentra a un joven así en estos días, ya no quedan, y en ese entonces tampoco era tan fácil. ¿Qué pasaron? ¿Veinte años, veinticinco? Mire, ya perdí la cuenta.

Nos enamoramos casi al instante, no íbamos a andar con vueltas. Y usted sabe, cuando uno se enamoraba entonces se casaba y se compraba una casa. Todo pagado con el trabajo de él, a mí nunca me pidió que mueva un pelo.

Vivimos bien varios años. A mí me molestaba que hiciera eso del ruido y la carne cruda. Como la carnicería de mi padre era ya un frigorífico, todas las semanas llegaba un camioncito repleto de cortes para elegir que él iba y seleccionaba personalmente. Y cuando entraba a la casa llamaba a mi padre para agradecerle y decirle que no era necesario y que viniera a comer un asado pronto. Mi padre encantado venía y yo los tenía que ver, le digo, no era tanto la masticación sino que después le quedaban fibras metidas entre las muelas y se la pasaba toda la sobremesa rebuscando con la lengua para sacársela. No lo iba a encontrar nunca usando un escarbadientes, eso ni loco. Pero sí podía ver el bulto que se le hacía en los cachetes yendo y viniendo, frunciéndosele el entrecejo cuando se esforzaba por llegar a un lugar particularmente difícil. Y como siempre fue flaco, así medio chupado, se le notaba el doble. Mi padre hacía lo mismo, pero él era más bien rellenito y no se le notaba tanto. Una aprende a vivir con esas cosas. Conseguir un buen marido, alguien tan bien posicionado en la Fuerza, no es algo para despreciar por culpa de una maña tan triste pero tan humana.

Abro un poquito más si no le molesta. Entra rico el viento de noche, hacía tiempo que no teníamos un invierno tan indulgente. ¡Mire, esa pizzería todavía existe! Nunca se lo hubiera imaginado, pero nosotros fuimos a comer ahí una vez también. Para ese entonces él ya era bastante conocido, no le digo como el Presidente, pero bastante. Lo hicimos casi como una aventura, todavía éramos jóvenes, no se imagina las caras cuando entramos. Hubo un par que se levantaron y se fueron, así de intolerante es la gente con los que no piensan como ellos. Pero los mozos nos atendieron bien. Y mire cómo nos lleva todo a lo mismo que fue ahí cuando me propuso tener un hijo.

¿Sería tan amable de darme un cigarrillo? Hace añares que no fumo… gracias. ¿Fuego? Ahí está, gracias. Le decía, ahí me propuso lo de tener un hijo y yo no recuerdo una felicidad tan grande como la de ese día. Me dijo que todavía teníamos menos de cuarenta y que ahora el país estaba mejor y que su carrera iba en franco ascenso. Hicimos planes de mudarnos a un departamento más grande, sobre Libertador, seguro vamos a pasar por la puerta así que se lo muestro también. Yo le dije que sí a todo, porque en el fondo siempre fui una niña. Volvimos a casa y bueno, ocho meses después estábamos corriendo al hospital. Esa fue una experiencia que no me olvido. Los gritos, las contracciones, la partera, como si fuera hoy. Ni siquiera tuvimos tiempo de ir al Hospital Militar, a duras penas llegué consciente al Fernández porque Julito se empezó a anunciar cuando estábamos en lo de mi tía que vive ahí por Coronel Díaz. Fue tanto el esfuerzo que me desmayé. No lo vi a mi bebé hasta varias horas después. Cuando lo conocí ya estaba limpio, no lloraba, era un primor. ¿Usted es padre? No entiende la ilusión, el amor que a una le crece. Es como si de un día para el otro supiera que no hay nada más importante que la criatura esa que tiene en brazos y cuesta creer que hasta ayer nomás estaba adentro de la panza, todo entero ya, con pelitos en la cabeza todavía blanda.

Pasaron los años y para mí fue como si no pasara nada. Mi marido iba y venía, cada vez más serio. Ascender, ascendió. Eso no se puede negar. Fue necesario cuando estalló la guerra. Ahí me preocupé, pero como a él no lo mandaban al frente y Julito tenía cuatro años la verdad es que no me quedaba tiempo para mucho. Empezamos a vernos poco, lo sentía entrar y salir cada tanto, llegaba cansado y apenas comía. Llegaba él y era un poco como si llegara el mundo de afuera, porque en la casa se vivía otra historia. Usted se preguntará si yo no salía, si no tenía amigas y claro, sí, pero con ellas una no hablaba de política ni de la guerra. Si cuando terminó casi no me di cuenta. Lo único que cambió fue que él empezó a estar más seguido, a pasar más tiempo con nosotros. Siempre con nosotros, casi nunca solo con Julito. Parecía que se olvidaba del hijo cada tanto, literalmente se le olvidaba. Yo no le daba importancia, era su carácter. Es cierto que ya no era el muchacho tierno de Las Violetas exagerando las cortesías y con el uniforme pintadito, si hasta ya empezaba a echar una barriga redonda que no le coincidía con el cuerpo alto y flaco, pero cada vez se ponía más, cómo decirle, huraño. A mí no molestaba. Me dejaba ser.

Ah, mire qué cosa, la muchacha de la limpieza tiene llave y no alcancé a decirle que no venga. Pobre. Viene del norte ella, de ver a la familia, me dijo que llegaba a esta hora, como para dormir en casa porque a mí me gusta que los lunes empiece a trabajar temprano. Se va a encontrar con tanta gente… qué se le va a hacer. Las cosas por las que me preocupo ahora, qué vergüenza. En fin, le decía, se terminó la guerra y todo empezó a declinar de a poco. A él le recortaron el sueldo, tuvimos que vender la casa de fin de semana. Después se lo recortaron otra vez y ahí nos tuvimos que mudar a este departamento que usted conoció, y que es más chico, pero bueno, Julito pudo crecer bien ahí. Un poquito más ajustados, pero a él no le faltó nada. Fue a la mejor escuela, consiguió las mejores notas y por eso ahora está estudiando en el exterior.

Ay, siempre es tan agradable salir de la ciudad. Cambia el aire, y las luces no te atosigan los ojos. Mire, ¿me convida otro cigarrillo? ¿No es un abuso, no? Gracias. El fuego de nuevo. Ahí, bien. Yo no digo que Julito sea un desagradecido, no, siempre tuvo su carácter también y está claro que lo heredó del padre. Pero cuando escribió esa carta desde Berlín se ve que estaba contrariado. Bueno, habrá estado furioso. Y es comprensible. Decía cosas muy fuertes en la carta. Que no iba a volver decía, y claro. Porque no era nuestro hijo decía, y ahí yo casi me muero. Explicaba largo y tendido que había encontrado con ayuda de una gente la historia sobre su vida, que nosotros le habíamos mentido. Mi hijo, mi propio hijo me decía que yo le había mentido, criatura.

Por supuesto que no le creí. A quién se le puede ocurrir semejante barbaridad, semejante locura. Como si no hubiera estado yo en el hospital gritando de dolor el día que nació. Esas ideas se las habrían metido en la cabeza la gente con la que se juntaba en la universidad, pero yo le iba a explicar. Decidí esperarlo a Eugenio para que me ayude.

Vino tarde. Me dijo que había estado con ustedes, hablando, recordando las viejas épocas. Se sacó el gabán y lo dejó arriba de la silla. Fue hasta la heladera, se sirvió un pedazo de carne al horno y empezó a comerlo frío como estaba. Sentado en la cocina, descalzo, tomando vino y masticando con la boca abierta. El ruido una y otra vez, como un chasquido. Entonces fui y le pregunté. Le mostré la carta y le pedí que me ayude a entrar en razón a Julito que se nos había ido de las manos, no sé cómo ni cuándo. La leyó tranquilo. Después la dejó en la mesa. «Tiene razón» dijo y siguió comiendo. Como si no le importara nada. Yo casi me desmayo, imagínese, me tuve que sentar. Entonces él dejó de comer pero empezó a rebuscar con la lengua los pedacitos de carne triturada que se le habían incrustado entre los dientes, y mientras tanto me contó que el día del parto yo me desmayé y que el nene nació muerto. Me dijo que en ese momento no supo cómo decirme la verdad porque yo estaba tan ilusionada que me hubiera partido el corazón, si no fuera porque entonces le llegó el dato de un bebé que había quedado huérfano, ahí nomás se lo habían sacado justo a tiempo a una jovencita que había caído en un enfrentamiento. No sabía si tenía padre, pero si lo tenía seguro andaba prófugo. Entonces pensó que lo mejor era quedárnoslo, y cuando me desperté me lo dio y me dijo que era mío. Me acuerdo,  «es tuyo» dijo.

Ah, ya llegamos. Mire lo que son estos árboles, que entrada más bonita. Una sola vez vine hasta acá, para una ceremonia cuando lo nombraron coronel. En fin. ¿Qué le voy a decir? Acortemos la historia. Hice lo que debía. Lo que la situación demandaba. Si no había hijo, no había marido, no había nada. Yo quería vivir una vida pero no cualquier vida. Quería criar a mi hijo y el tipo este me encajó a un huerfanito de sangre sucia como a una nena a la que le compran otro perro porque se le perdió el primero y le dicen que lo encontraron y que es el mismo. ¿Cómo piensa que me lo voy a tomar? Veintitrés años me mintieron, mire cómo recuperé la cuenta. No, si yo memoria tengo. Lo que pasa es que piensan que una es tarada.  Ya me bajo, ya me bajo, le termino el asunto acá: usé una pistola de él, la que guardaba en el cajón del estudio. La tenía siempre cargada. Por las dudas que pase algo.