Cebras

Dice Manu Cantón que contar una historia no es más que acumular indicios y en su texto deja, lista a lista, evidencias sobre la ternura, el amor y la pérdida.

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La burocracia de la muerte, otra vez. Pegarse una  ducha mientras alguien está muerto. Tomar mate mientras alguien está muerto. Cargar la SUBE mientras alguien está muerto.

Todo es tan banal.

1) Suicidas famosos:

Kurt Cobain.

Cesare Pavese, que se mató después de dedicarle al tema cientos de páginas de su diario.

Alejandra Pizarnik, ídem.

Alfonsina Storni.

Alberto Olmedo. Todos nos acordamos de dónde estábamos cuando se murió Olmedo, dice mi primo Matías. Era Messi, imagináte que ahora Messi se tirara de un balcón.

Horacio Quiroga.

¿Hitler y Eva Braun?

Van Gogh.

Hemingway, el Horacio Quiroga de ellos.

Virginia Woolf.

Sylvia Plath.

Martina.

Muchas poetas en la lista. Quizás es casualidad.

El año anterior Martina había publicado un libro. Era un poco menos que eso, una especie de plaqueta larga o un fanzine, nunca sé diferenciar. Unas cuantas páginas a color mal impresas y mal encuadernadas que pagó con su plata y que repartía entre sus amigos a cien pesos cada una. El poemario se llamaba Vías o el camino trazado.

A veces la realidad es tan obvia que parece de mal gusto. Una escena: Martina estudia en el escritorio mientras yo leo acostado en su cama. Dios, esto es un embole, dice. Qué cosa, digo yo, y cierro el libro, seguramente escrito por alguna de las celebrities depresivas de más arriba. Durkheim, dice, es infumable y lo tengo que terminar para mañana y me quedan como cien páginas. De qué va, le pregunto. El suicidio, se llama. Nombrazo, muy descriptivo. Tomáte un recreo mejor. ¿Sí? Sí, un recreíto. Bueno, un recreo rápido, muy rápido.

Así terminaban muchas de nuestras conversaciones. Ponerse la ropa era una formalidad.

Busqué en el mapa la dirección de la sala velatoria. Ya había ido dos veces.

La primera fue por la muerte del abuelo de mi media hermana. Fui para acompañarla y para representar a mi viejo, el exyerno, que estaba en Córdoba. En el lugar descubrí que mi hermana estaba muy bien atendida y que yo era un intruso en el dolor ajeno. Aunque me trataron bien, no tardé en irme.

La segunda fue por el velorio de Silvia, la tía de Martina. Supongo que toda muerte es inesperada —o que es más raro lo contrario, el deterioro preciso—, pero Silvia no llegaba a los cincuenta y eso le agregaba un elemento trágico. Un ACV. Martina lloraba y se abrazaba a mí, y en el cementerio, cuando llamaron varones para cargar el ataúd, me pidió si podía ayudar. Fede quiere tocar el violín, dijo, como si necesitara explicaciones.

Ayudé a su tío y a sus primos a llevar el cajón hasta el crematorio. Su hermano tocó «Fly me to the moon».

No quería llegar solo a enfrentarme con la sospecha de la familia. Habían pasado cuatro años, pero qué importa, si el mundo orbita a mi alrededor.

Arreglé para encontrarme en la puerta con Nico, Gaby y Lu. Era enero, pero ninguno de nosotros se había permitido ropa de verano, tan informal. Los chicos sufrimos el calor bajo nuestros pantalones largos; mi remera gris se marcó de sudor. La vergüenza parecía un sentimiento egoísta, pero no pude evitarla.

Encontramos a las amigas de Martina cerca de la puerta. Se reían y por alguna razón imaginé que contaban chistes, siempre más valientes que el rumor. Alguna vez leí que en Colombia solían contratar bufones para los entierros; sus rutinas eran temáticas, sobre diabéticos o hipertensos o ancianos. Lo que hiciera falta.

Doctor, tengo tendencias suicidas, ¿qué hago

Pagarme ahora mismo.

Ese es uno bueno. O, si no, un clásico:

¿Por qué se suicidó el libro de matemáticas?

Porque tenía muchos problemas.

Pienso: no conozco el número de atención al suicida. De hecho no sé ningún número de memoria, ni siquiera el del SAME, para la atención post. Solo el nueve once, y eso gracias al colonialismo cultural.

Estoy seguro de que nadie atiende. O sí, que atienden de lunes a viernes de nueve a cinco de la tarde, y que si llamás fuera de horario te pasan música de espera, esa melodía horrorosa y repetitiva seguramente compuesta por Mozart que usan por igual organismos estatales y vendedores de churros en la playa.

Fede estaba sentado en uno de los sillones del fondo, cerca del patio interior. Nunca nos habíamos tratado mucho: antes de la beca en Frankfurt, estudiaba dirección orquestal en La Plata, así que lo veía solamente si pasaba el fin de semana en capital. Y de todas formas apenas hablábamos.

Solía ensayar toda la tarde. Martina y yo nos encerrábamos en el cuarto y escuchábamos su violín a través de las paredes; tocaba escalas, cosas que están entre la música y el ruido. Nosotros sí hacíamos ruido y queríamos creer que sus ejercicios lo disimulaban.

Cómo estás, dije. Fue raro usar una frase tan ordinaria. Alguna gente dice mis condolencias, pero yo no iba a sonar como una traducción.

—No sé muy bien qué decirte.

—No tenés que decirme nada. Pero gracias.

No puede ser coincidencia que él esté acá, pensé.

—Martina te dejó algo. Un sobre. Dejó varios.

—¿Cartas?

—Cartas, supongo. Casi cincuenta. Todas tienen un nombre arriba, viste ella, tan ordenada. Me dejó tarea. Ahora la busco.

Fede se paró y caminó hasta el guardarropas. Yo esperé detrás de la puerta. Al poco rato salió con un sobre blanco; decía Manu Cantón en el lomo, con la caligrafía clara y curva de Martina. Escribía como una maestra de primaria.

—¿Quiénes más tienen?

—¿Tienen qué?

—Sobres, cartas. Dijiste que eran como cincuenta.

—Sí, no te voy a decir todos, no sé si da. Obvio que yo, y Diego y mi vieja. No sé. Te imaginarás.

Pensé en preguntar si había leído la suya. Me contuve.

¿No vas a llorar, Fede? No vas a llorar conmigo.

Qué entereza.

Martina ya me había escrito dos cartas.

Once de febrero de 2011. Primer año de noviazgo. Se nos habían cruzado las vacaciones familiares: Martina a Brasil, yo a Córdoba.

Le dejó a Gaby un sobre color Yves Klein, una referencia a una camisa que yo usaba mucho en esa época. Adentro tenía el envoltorio de un palito de la selva y un pedazo de papel con un texto muy breve.

El envoltorio tenía la imagen de una cebra y un dato curioso: las cebras son blancas con rayas negras. El papel decía: Te cabe. Con amor, Martina.

Habíamos discutido sobre eso unos días antes de que me fuera. Ganó.

Veintisiete de agosto de 2013. Aniversario de dos años.

Esta no tenía texto, solo un mapa del país dibujado a mano con monumentos y actividades y leyendas, como si fuera un mapa medieval.

Martina me conocía bien. Tuve esa hoja sobre mi corcho durante todo el año siguiente, hasta que un par de semanas después de cortar me animé a vaciar la habitación.

La tercera es la vencida.

¿Cómo venís? ¿Todo bien?

Sí, todo bien. Duro, pero bien. Supongo que no se podía esperar otra cosa.

¿Te puedo ayudar en algo? ¿Querés que nos veamos después? Saludos a los chicos. No sé, ni idea de cuándo va a terminar esto. Mejor no arreglemos nada. Dale, les digo. 

2) Todo, hasta el suicidio, tiene que ser contado; si no, carece de sentido. Y contar una historia no es más que acumular indicios.

La vez que, acampando en el sur, me dijo nadie en esta montaña me va a escuchar gritar. Estábamos frente a un precipicio y yo desperté los músculos por si era necesario atajarla. Todas las llamadas a deshora, a las tres o cuatro de la mañana, para decir Manu, estoy angustiada. No puedo respirar. Lloraba tanto que no se le entendía.

Todas las veces que se fue sola después de una pelea. Caminaba desde el bar, desde la calle, desde mi departamento, hasta su casa. Al día siguiente me decía: fueron tantas cuadras. Esa mañana en que, después de cortar por primera vez, la encontré fumando en las escaleras de la entrada. Era julio y hacían cinco grados. Junto a sus pies, en el primer escalón, había armado una pirámide de colillas.

El ataque de pánico en el taxi. El ataque de pánico en la facultad.

El ataque de pánico en Belgrano. El ataque de pánico en Constitución.

El ataque de pánico en el subte. Los ataques de pánico en su casa.

La vez que se encerró en el baño durante toda la tarde. Yo esperé sentado contra la pared y, cuando dejé de escucharla llorar, volví a agarrar el pomo de la puerta. Descubrí que estaba destrabado y que
Martina se había quedado dormida.

Y en el centro puntual de la maraña Dios, la araña.

Ese es el último poema de Pizarnik.

No tengo el libro de Martina y no pienso someterme a la sospecha necrófila de pedirlo, pero me acuerdo de que cerraba con algo así:

Yendo al centro tenaz de la maraña
avanza la vía de hierro
inflexible como las agujas
de un reloj ignorado.
Lejos de la ciudad hay una prisionera
que me mira con voz callada.

Siento que no le hago justicia. Nunca tuve buena memoria.

El poema original era más depresivo y menos evidente; el paralelismo entre el tiempo y el hierro, ambos inflexibles, era más sutil. Pero la idea era esa: una vía abierta y una prisionera que se mira a sí misma por primera vez en años, consciente de que nada de lo que diga la va a salvar. Entonces calla.

Finalmente salieron para el entierro. Nosotros terminamos yendo a comer a lo de Lu, porque no teníamos auto ni el descaro suficiente como para pedir a los parientes que nos llevaran. Hacía por lo menos un año que no estábamos los cuatro solos en una misma habitación.

Me alegré de no tener que ir a uno de esos cementerios privados: son tan uniformes que parecen escenografías. Prefiero el cementerio de
pueblo donde enterraron a mi abuela cordobesa. El trazado del terreno se parece bastante al del pueblo, con una vía central de este a oeste (el
ferrocarril) y un acceso lateral en sentido norte-sur. Las tumbas son variadas y adecuadas al muerto. El Chompi, que pesaba doscientos
treinta kilos, tiene una placa de cemento que cubre toda su parcela, como una gran cama eterna. Para Ernesto Scodelari, el herrero, sus colegas hicieron una muy delicada cruz de Malta.

Mi abuela está enterrada en la zona noroeste, la misma zona del pueblo donde vivió. Tiene una lápida gris de hormigón, como de dibujo animado, que hicimos mi viejo y yo en nuestra terraza en Buenos Aires y que después transportamos hasta Córdoba. Pesaba doscientos treinta kilos. Un Chompi. 

Yo estaba en lo de Martina la noche en que mi abuela murió.

Entonces alguien dijo:

—Nos juntamos a garchar, básicamente, pero es un poco más, porque él sabe que estuve enamorado de él durante un tiempo.

—La idea es alcanzar los diez mil seguidores y sacar un juego de mesa. Así lo monetizamos.

—Emilio consiguió trabajo, así que en diez días se muda. Parece que encontró un cuartito en una pensión ahí a tres cuadras, para no irse del barrio.

Y también:

—¿Ubican el chiste del arquero y el bebé?

A mis alumnos les suele costar entender el concepto de comunicación diferida: tienen doce años y solo conocen la simultaneidad. Yo les digo
que es como una carta. El emisor, el que escribe, asume que el receptor va a leerla en un contexto diferente. Escribe para ser leído en el futuro. Yo nunca mandé una carta. No sabría dónde
comprar estampillas.

En este siglo solo pueden existir las cartas suicidas y las cartas de amor.

Camino a casa pasé por el bar donde cortamos por última vez. Estaba medio desierto, como suele
estar la ciudad en las noches de verano, y preferí no entrar.

Esa ruptura fue mi primer acto de crueldad deliberada. La primera vez que decidí lastimar a otra persona por interés y no como una forma de dañarme.

Todas las rupturas son egoístas, pero tengo especial cariño por la primera. No nos hacemos bien, dije, y era verdad. 

3) Mi propia lista. Nadie lo va a hacer por mí, dado que tengo intenciones de seguir vivo.

La madrugada que subí a la terraza del edificio y me trepé a la reja.

Las llamadas a Martina, a las dos, tres de la mañana, para decirle estoy solo Martu. Nunca voy a dejar de estar solo.

La vez que, después de alguna de nuestras peleas, fui a tu casa con un cuaderno lleno de poemas y te los pasé hoja por hoja por debajo de la puerta. Yo estaba borracho y lloraba y ni siquiera sabía si estabas, pero creo que sí.

Las veces que me escribí todo el pecho con birome. Primero trazaba el recorrido de mis venas y después empezaba a escribir, fracasado, idiota, feo, gordo.

La pelea en un bar con un rugbier inmenso solo porque quería que alguien me cagara a trompadas.

El ataque de pánico en el bondi. El ataque de  pánico en mi casa.

La vez que te dije vos me querés matar. Vos querés matarme. Está bien, lo que quieras, y me acosté en medio de Córdoba esperando a que me pisara el 140. Por suerte tiene mala frecuencia.

Una vez nos filmamos cogiendo; teníamos dieciséis, quizás diecisiete años. Por pedofilia o necrofilia, hoy ese video tiene que ser ilegal.

Quizás debería borrarlo. Quizás debería borrar la carpeta con su nombre de mi drive, todos nuestros videos y nuestras nudes, y los poemas y los mensajes que nos mandamos, los poemas idiotas, y sobre todo las listas de cosas para nuestras vacaciones y los itinerarios, y más que nada las fotos de su perro que me mandaba cuando estaba aburrida.

El perro se murió hace un año. Me lo dijo por WhatsApp.

Nuestro video, por supuesto, no tiene lugar acá. Pero bien que da curiosidad. A veces fantaseo con ser el primer escritor popularizado por una filtración de nudes. De Canal Encuentro a  Intratables, sin escalas.

De chica ella se había clavado una astilla en la palma de la mano, y le había quedado ahí, como una cicatriz oscura. Sobre eso era el último poema que le escribí, a los seis meses de cortar. No tiene nombre:

En tu mano planté una semilla
y a veces ni mirabas el celular
porque estabas ocupada
floreciendo.

4) Google me ofrece notas suicidas que entrarían en un tuit:

«Ninguna razón en absoluto más allá de que tengo dolor de muelas», John Thomas Doyle.

«¿Dejé encendidas las hornallas?», Giacomo Paravicini.

«Bang», Lisandro Almada.

Qué puede decir una carta.

Peor escenario posible: Todo esto es tu culpa.

Mejor escenario posible: Nada de esto es tu culpa.

Solo me importa, por supuesto, lo que afecta mi delicado equilibrio mental, porque qué sentido tiene empatizar con un muerto. Aunque sea
uno conocido.

5) Cosas que nunca te dije:

Salí con Agus mientras estábamos de novios. No pasó nada, pero fue una cita.

Nunca me banqué a tu perro.

No me gusta Galeano.

Me cogí a Juli en una fiesta de los pibes de la facultad. En un baño. Sabía que podía llegar a pasar y por eso no te invité.

Diego me daba celos. A diferencia de vos, no los expresaba, pero los sentía. Que él fuera gay no hacía ninguna diferencia.

La fruta no es postre.

Debería haber arreglado para juntarme con alguien. Cualquier compañía me habría hecho bien.

Pero junto fuerzas. No puede ser tan difícil.

Busco en la cocina un cuchillo afilado y lo uso para abrir el sobre, como vi en alguna película de época. Adentro tiene el envoltorio de un palito de la selva y una hoja de papel. En el envoltorio hay una cebra.

El texto es muy breve. Dice:

Te sigue cabiendo. Martina.

Hija de puta.

Backstage de este texto

«Contar una historia no es más que acumular indicios» escribe Manuel Cantón, y a nosotros nos explota la cabeza. No sólo porque es una gran verdad dicha por alguien muy joven y muy talentoso como él, sino porque «Cebras» es un cuento tan bien escrito que aún sabiendo desde el arranque el desenlace trágico de la vida de Martina, no hay forma de parar de leerlo, hipnotizados, hasta el final.

Escribe

Manuel Cantón

Manuel Cantón

Córdoba, 1996
Es Licenciado en Letras y en 2019, fue uno de los ganadores de la Bienal de Arte Joven de la Ciudad de Buenos Aires; ese mismo año publicó su primer libro de cuentos, «Un año sin verano» (editorial Trench). En 2020, recibió una mención en el concurso de ficción Todos los Tiempos el Tiempo, de la Fundación Proa. Publicó artículos, cuentos y ensayos en distintos medios como Crisis, La Agenda y Taipéi. Es editor de la revista de literatura latinoamericana Desmadres.

Ilustra

Laura Romano

Laura Romano

Buenos Aires, 1975
Profesora Nacional de Bellas Artes y Licenciada en Artes (UBA). Desde 2008 es curadora del Centro de Arte Contemporáneo La Casona de los Olivera. Docente en la UBA y UNA. Realizó muestras individuales en la galería AMA (Arte Mercado Arte), y varias muestras colectivas.

Los indicios dicen tanto que no hay que avanzar mucho en el texto para darnos cuenta cómo nos va a atrapar lo que está a punto de contarse: una historia de amor por momentos luminosa y a la vez densa, las penas de un alma sensible y atribulada, una pérdida joven, los rituales de la muerte. Y en medio de todo eso, la resignación del protagonista, que sin caer del todo en la magnitud real de lo que acaba de suceder, recibe una carta de su exnovia, flamante suicida. Una carta que, como toda carta, viaja en el tiempo. Una carta escrita por una Martina viva para ser leída cuando Martina esté muerta. Una carta de despedida en la que no sabe si solo querrá decirle adiós a su manera o echarle la culpa de todo. Una carta misteriosa en plena era de la tecnología. Porque, como bien dice el autor, «en este siglo solo pueden existir las cartas suicidas y las cartas de amor».

Los mundos que describe Manuel son tan tangibles y nos suenan tan familiares que vemos toda su historia con Martina como si estuviéramos en el cine: sus rutinas, su intensidad, sus idas y vueltas, sus mimos y sus daños. La oscuridad de sus pensamientos, las contradicciones de las relaciones. Y, al final, un sobre rasgado y un papel con un mensaje. 

¿Quién le pone formas a las letras de Manuel?

Las ilustraciones que acompañan el texto son de de Laura Romano —quien ya no sdeslumbró ilustrando «El señor Licitra», en la Orsai N6 de la segunda temporada—, son una de una belleza escandalosa. Hablan con la historia y nos sumergen de cabeza en el mundo que nos cuenta Manuel: cotidiano, amigable, de objetos simples cargados de significados y emociones.