Dejáme entrar

Un cuento erótico, sensible y retorcido sobre un hombre con el deseo de estar con una mujer embarazada a la que, casi sin darse cuenta, empieza a querer.

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Ella está arriba y yo abajo. Es raro. Ella siempre pide ir abajo porque le gusta sentir mi peso encima. Casi no me muevo. Es ella la que se la saca y se la mete toda. Lo hace con mucha habilidad. El pelo enrulado le llega hasta los pezones. Estiro las manos y le toco las tetas. Son chicas pero turgentes y hoy están más duras que de costumbre. Y un poco más grandes. Tiene los ojos cerrados. Es hermosa. Empieza a cogerme un poco más rápido. Lo que más disfruto es mirarla. Ver sus caras de placer, de goce o de escalofrío. La primera vez que la desnudé, me sorprendí. Es mucho más linda en bolas que vestida. Sin ropa tiene una armonía que de otra forma no alcanza, no importa qué se ponga. Tengo veinticuatro años. Estudio Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Vivo de una beca que me dio la UBA y de algo de plata que me pasan mis padres. Ella es mi profesora. Se mueve todavía a más velocidad. No me falta mucho para acabar. De hecho, empiezo a hacerlo. Ella acelera. Su clítoris se roza contra la parte de arriba de mi pija. Estiro la acabada todo lo que puedo, pero ya no es lo mismo. Me desinflo. Ella se sigue moviendo. Abre los ojos.

—¿No podías esperar un poco?

—Perdón.

—Pendejo egoísta.

—…

—No sé para qué garcho con vos.

—…

Chasquea la lengua, se baja de la cama. Camina hasta la ventana. Ahí se prende un cigarrillo. Pita y tira el humo hacia afuera. No me mira.

—¿Qué te pasa? —digo un poco enojado por el desplante.

No contesta, sigue mirando hacia la calle.

—Para que me trates así me voy a la mierda —sigo 

Espero que reaccione. Por lo menos, que se dé vuelta. Nada. De pronto noto que los hombros se le mueven con espasmos. Escucho una especie de gimoteo contenido, a bajísimo volumen. Está llorando. Bajo la guardia. Me acerco. Le pongo una mano en la cintura.

—Ey…

—Salí —dice, y antes de que pueda preguntar sigue—: Estoy embarazada.

Se hace un silencio horrible, de esos que tienen un motor de heladera de fondo y otro adentro de tu cráneo.

—¿Es mío?

—No —responde y completa con un gesto que parece decir ¿cómo se te ocurre?

—¿Y tu novio sabe?

—No.

Se da vuelta. Tiene los ojos hinchados y el rastro de las lágrimas todavía en los cachetes.

—Estás linda.

—Calláte.

La abrazo. Se deja. Le doy un beso en el cachete. Se deja. Le doy otro beso cerca del ojo, le paso la lengua por el rastro salado. Se me para. La beso en la boca. Se deja. Le meto un dedo en la concha. Está mojada. Le apoyo dos dedos en el clítoris y muevo en círculos. Responde. Abre las piernas, me agarra la pija y se la lleva a la puerta de la concha. Yo me agacho un poco y se la meto sin forro. Nunca la vi tan inestable. Me encanta. Su cuerpo tiene una temperatura extrema. Cogemos de parados. Trato de no ser muy bruto. Me preocupa su panza. Esta vez duro más. Ella acaba. Entonces me pongo un forro y se la vuelvo a meter. Pensando en el roce de mi panza contra la suya, acabo.

Bruxi termina de reírse y menea la cabeza. Estamos tomando café en su casa. 

—Ella está loca y vos sos un enfermito que te calentás cuando las minas lloran.

Le acabo de contar el último encuentro con Ema.

—Haceme caso —dice—. No la veas más. Va a terminar todo para el orto.

—Pienso en ella y se me para.

—Hacete una paja, no sé.

—¿Y si me llama ella?

—El marido te va a cagar a trompadas.

—Es el novio.

—Van a tener un hijo, ¿cuál es la diferencia? —Bruxi levanta su taza. Está vacía—. ¿Por qué no te preparás otra ronda?

Hago caso. Cuando vuelvo con los pocillos, está casi pegado al monitor de su computadora. Tiene abierto Babycenter.com.

—Escucháte esto: Durante las primeras semanas de tu embarazo, quizás notes que tienes cambios de ánimo y sensaciones de extrema angustia, tristeza o vacío. Pero también de euforia. Esto se debe a que la placenta segrega progesterona y estrógeno y los niveles de esas hormonas en sangre suelen ser cuarenta veces más altos que durante tu período pre-menstrual.

—¿Cuarenta veces?

—Pará que sigue: ¡Así que no estás loca! Es solo tu cuerpo preparándose para el bebé. Es difícil y agobiante, pero no te asustes. Háblalo con tu pareja, amigos o familiares o incluso con otras mujeres encinta. Todo será más fácil.

Los dos nos quedamos pensando.

—Hacéme caso, bajáte.

Pasan dos semanas. No la llamo. Para no verla me cambio de comisión de trabajos prácticos. Una tarde llego al aula 130 para mi teórico de Filosofía del Siglo XIX. Hoy empezamos a ver El origen de la tragedia de Nietzsche. La titular de cátedra no está, está ella. Debería haberlo sabido, es el tema de su tesis de doctorado. Solo yo debo notar que está embarazada, y no es por la panza. Tiene el pelo diferente, la piel diferente, los ojos también. Las tetas están más grandes. No mucho, pero se aprietan más en la ropa que siempre usa y parece que van a estallar. Nunca estuvo tan hermosa. Einenwahren Blick in das Wesen der Dinge, cita de memoria. Me encanta cómo habla alemán. Escucho la clase y creo que me habla a mí. Yo también quiero una verdadera mirada a la esencia de las cosas. Cuando termina, me acerco a su escritorio.

—¿Cómo va eso?

—¿Eso?

—La criatura.

—Mejor que yo, espero.

—Estás linda.

Sonríe.

—Gracias.

—¿Querés ir a tomar algo a Die Brücke?

—Hoy no.

—¿Otro día?

—No creo.

Apila sus libros y los guarda en una bolsa de tela.

—Hasta luego, profesora.

—Hasta luego, alumno.

Vuelvo a casa y reviso sus fotos de Facebook. Encuentro una donde está ella, estirando una remera contra su panza incipiente, contándoles a sus amigos que está embarazada. Los comentarios de emoción y felicitaciones se acumulan junto a los likes. Abro la foto y la pongo en pantalla completa. Me hago una paja furiosa.

La bloqueo en Facebook y todas las redes sociales. Borro su contacto del celular. Paso un par de semanas difíciles, haciendo mucho esfuerzo por no llamarla. Me distraigo jugando al fútbol, saliendo a correr y cogiendo con cualquier mujer que se preste. Una se enojó porque se la quise meter sin forro. Otra me dejó hacerlo pero me pidió que le acabara adentro. «El HIV es mentira y tengo puesto un diu», dijo. No la llamé más.

Un sábado a la tarde me llega un mensaje de texto. Es un número desconocido, pero lo reconozco. «¿En qué andás?». No le contesto. Apago el teléfono y me voy a la Reserva Ecológica. Corro diez kilómetros. Vuelvo. Hay otro mensaje. «Perdoná la mala onda del otro día. ¿Cena?». Voy al baño y me hago una paja. No contesto. A la noche salgo con Bruxi y mis amigos al bar Duarte. Intento hablar con casi todas las mujeres del lugar. Nadie me da bola. Vomito en el baño y me tienen que ayudar a volver a casa. Al día siguiente me levanto vestido en el sillón del living, con vómito seco en la barba. Igual estoy contento porque logré no llamarla.

Dos meses después, vuelve a sonar el teléfono. Mensaje de ella. Me agarra estudiando para un final. Llevo días encerrado en casa, sin salir, sin correr y sin garchar. Todas las mujeres que me habían dado bola en el último tiempo no me quieren ver, o se volvieron fieles o están de viaje.

«¿En qué andás?».

No contesto. Insiste: «¿Nunca más me vas a hablar?».

«Estoy leyendo para el final de Filo Política».

«Hacé un recreo, seguro que ya tenés todo resumido». 

Listo, perdí. «¿Querés venir a casa?», pregunto. 

«Vení vos, estoy sola».

Dos horas después estoy tocando el timbre. Me abre en calzas negras y una remera que le marca la pancita. Tiene el tamaño de media pelota de fútbol 5.

—¿Qué mirás? —pregunta sonriendo.

—Hola, Ema.

Entramos a su casa. Es un PH en el límite de Villa Crespo y Palermo.

—Estás muy linda. 

—Soy una cerda.

—¿De cuánto estás?

—Dieciocho semanas.

Tardo un rato en hacer el cálculo y traducirlo a meses. Entramos. Vamos a los sillones.

—Estás igual que siempre, pero con pancita.

—¿Birra?

—¿Se puede? —pregunto.

—No puedo fumar porro, no puedo tomar, no puedo hacer deporte, no puedo correr, ni saltar. Si me morfo todo vomito y si no vomito engordo. Tampoco estoy cogiendo mucho. Hoy se puede —dice y le da un trago a su cerveza.

—¿Puedo tocar?

—Sí, obvio.

Estiro el brazo y le toco la panza. Está tensa, lisa, perfecta. Siento cierta cremosidad. Le paso el dedo. Es como si recién se hubiera puesto bronceador.

—Es la crema para las estrías.

Le sobo la panza con toda la mano. Me acomodo más cerca de ella. La beso y le sigo tocando la panza. En círculos para un lado, para el otro.

—¿Te gusta? A mi novio le da impresión.

—Me encanta —digo y pongo la otra mano. La sensación no se parece en nada a tocar un culo o una teta, pero la intensidad es mayor. La pija se me para de un modo imposible de disimular.

—¿Le puedo dar un beso?

—Sí, qué sé yo…

Me acerco, le beso el ombligo. Tiene gusto a crema pero no me importa.

—¿En serio te gusta… esto? —dice y se mira la panza.

Ni le contesto. La miro desde abajo, subo hasta su cara, la agarro de la nuca, la beso. Con la mano libre busco su concha. Corro la calza y la bombacha. Le meto un dedo. Tiene una viscosidad que no conocía. Densa. Más que flujo parece pegamento. Le toco un poco el clítoris y ya está gimiendo. Abre los ojos.

—No sé qué me pasa. Estoy caliente todo el día.

—¿Hace cuánto que no te cogen?

—Desde que me embarazaron.

Giro un poco el dedo adentro de su concha. Le da un escalofrío. Escarbo adentro y arriba. Ella se tensa. Vuelvo a bajar. De camino a su clítoris, le beso el ombligo. Sigo bajando. Llego, saco la lengua y chupo. Primero con la punta y la lengua firme. Después con la lengua bien ancha. Entre chupada y chupada le hundo la cara entera en la concha. Se la quiero comer a mordiscones. Ella gime como no lo hizo nunca antes conmigo. Todo lo que hago con la lengua repica en su cara, su cuerpo, sus manos. Arquea la espalda, estira el cuello, abre la boca, pide más.

Se frena.

Me agarra del pelo y dice:

—Vos no sabés lo que yo siento.

Es verdad. Nunca nada me hizo gemir así. Solo sé lo que es estar del otro lado. Mi máximo placer es ver lo que a veces produzco. En general es lo opuesto: polvos cortos, incomodidad, mujeres insatisfechas, conchas secas. En esta época coger es cada vez más fácil y coger bien, cada vez más escaso.

—Vení, metémela.

Se pone de costado, con el culo hacia afuera y la panza hacia el respaldo del sillón. Me acuesto con ella y se la meto desde atrás. Se siente muy bien. Los pijazos son lentos. Toda la zona es un enchastre de flujo y casi no tengo que hacer fuerza para que lo sienta. Ella se toca las tetas. Después baja y se empieza a tocar la panza. Al compás de los gemidos se la acaricia. No puede parar de hacerlo, ni yo de mirarla. Ella ahí entregada, fuera de sí, acabando. Un orgasmo largo donde el gemido casi es llanto. Después seguimos y ya es muy difícil distinguir en ella qué es orgasmo y qué no. Hasta que me dice «vení, despacito, agarrame de acá» y lleva mis manos a su panza, toda suave de crema y sudor. Yo la agarro con cuidado, la aprieto apenas hacia a mí, le doy dos, tres, cuatro pijazos más y sin fuerza, sin velocidad si quiera, acabo.

 

—Tremendo, boludo. Tremendo.

Me gusta contarle historias a Bruxi porque todo le parece tremendo. Él también va a las clases de Ema.

—Jamás me la imaginé tan sexual. Cuando da clase parece una heladera.

—Cero. Es muy puta.

Algo de lo que dije le hace ruido a Bruxi, que se queda pensando.

—Boludo, cuidado. Cada vez que decís que una mina es muy puta terminás enamorado.

Bar Duarte. Bruxi, Vladimir, Braulio y yo. Nueve de la noche. De nuestro grupo de amigos, Braulio es el único que tiene hijos. Está hecho mierda. Su beba no duerme más de tres horas seguidas. Después se levanta y se va a la oficina. Hace mucho que no lo vemos y nos pidió venir temprano al bar porque a las once de la noche ya está liquidado.

—¿Qué harías si tu mujer se fuera a coger con otro?

—Aprovecharía para dormir una siesta.

Los cuatro nos reímos.

—No, boludo. En serio.

—Durante el embarazo te hubiera cagado a trompadas. Hoy, qué sé yo, si eso aliviana la situación en casa, negocio.

Durante el puerperio la mujer de Braulio tuvo un pequeño brote. Se le salió la cadena y empezó a romper cosas. Después se deprimió. La medicaron. Ahora está mejor.

Pasaron diez días desde la última vez que la vi. Parte de nuestro arreglo es que yo no puedo buscarla, es ella la que me busca a mí. La estoy pasando mal. Me cuesta mucho no pensar en ella. Estudiar se hace imposible. Busco cualquier cosa para distraerme. Entro a YouPorn.com y busco pregnancy. Hay muchos videos bizarros con señoras panzonas que podrían parecer embarazadas, pero no lo están. Y hay otros videos de mujeres que, como parte del acting, le piden al espectador que las embarace. Entre todo eso hay también algunos videos de chicas hermosas con panzas divinas y tetas turgentes. Encuentro uno, Pregnant Mary Jane Johnson #7, que me vuelve loco. Es una colorada de ojos celestes, veinte años, con panza de cinco meses, cogiendo con el que parece el novio, o un amigo. En un momento le chupa una teta con mucha fuerza, hasta hacerle salir un líquido que supongo es calostro. Al final de video descubro que el #7 es porque pertenece a una serie y que Mary Jane incluso tiene un sitio web: PregnantMary.com, donde cuenta que es actriz porno desde los dieciocho y que quedó embarazada a los seis meses de haber entrado en la industria. En vez de retirarse, Mary Jane decidió hacer pornografía durante todo su embarazo. Mientras la miro, no pienso en Ema. Me toco. Cuando estoy por acabar me detengo. Retraso el orgasmo todo lo posible. Veo todos los videos de Mary Jane, uno tras otro. #8 Mary Jane en el baño, #4 Mary Jane con botas en el sillón, #1 Mary Jane junto a la pileta. #5 Mary Jane junto al lago. Mientras estoy excitado, me siento bien. Finalmente doy con Pregnant Mary Jane Johnson #6 donde la colorada se masturba en los juegos de una plaza. Acabo. Durante unos minutos, el placer post orgasmo se confunde con felicidad. Voy al baño, me lavo. Vuelvo a mi computadora. Me siento. Decenas de pestañas de pornografía abiertas al mismo tiempo, conversaciones de Facebook con mujeres que ni me contestan. Libros de filosofía sin leer, sin subrayar. Un bollo de papel higiénico con semen. La escena me da tristeza. Pienso en escribirle a Ema, pero no lo hago. Me meto en la cama. Duermo cinco horas de siesta. Cuando me despierto, ya es de noche.

Domingo, seis de la tarde. Hace una hora la llamé. No atendió. Al rato le mandé un mensaje. Nada. No sé para qué lo hice. Me abro una birra y me siento a escribir. Afuera hace frío. Ya oscureció. Es esa época del año donde hay más noche que día.

No quiero que esté embarazada. Quiero que vuelva a ser otra vez la mujer infiel que puede coger conmigo cada vez que el novio se distrae. Quiero que sea la mujer que encuentra en mí alguien para hablar giladas y divertirse con casi cualquier cosa. Quiero ir a su casa y que me traduzca poemas de Hölderlin y de Rilke y fumemos porro sin parar.

Una tarde en su casa después de coger me dijo que estaba hasta las tetas de construir, de empujar y de sostener «un proyecto». Dijo la palabra «proyecto» con un poco de bronca, casi con asco. Dijo que conmigo era «feliz y profundamente inmadura». Después se tiró en la cama boca arriba y dijo «crecer es morirse en cuotas».

No quiero que tenga un hijo. No quiero que encuentre un sentido a su vida, no quiero verle la mirada pacífica de «mujer completa», no quiero que me diga «ya vas a entender cuando te pase a vos». La quiero así, menesterosa, perdida.

—Tuvo una pérdida y le recetaron reposo —dice Bruxi.

—¿Cómo te enteraste? —le pregunto.

—Yayo está cogiendo con la Capitana del Espacio, y la Capitana estaba con Ema en un grupo de investigación, y le contó.

—¿No estabas peleado con Yayo?

—Me amigué.

—¿Y no era torta la Capitana del Espacio?

—No todo el tiempo.

La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires es un complejo entramado de gente garchando y compitiendo que muta semana a semana.

—¿Pero está bien? —pregunto.

—Qué sé yo, vos sos el amante.

Decido escribirle un mail.

«Hace un tiempo que no te veo por la facultad. Me enteré de que te recetaron reposo. ¿Estás bien? ¿Y la criatura? No te voy a negar las ganas de verte pero entiendo que no es el momento. Si te puedo ayudar en algo, avisáme. Te mando un beso, Juan».

Nunca contestó.

—Hasta donde sé, tuvo pérdidas y después empezó con contracciones. Tiene amenaza de parto prematuro, o algo así. No creo que vuelva a la Facultad por un tiempo.

—¿Pero lo puede perder?

Bruxi me mira con una mezcla de tristeza y desconcierto.

—No sé, Juancho.

Vuelvo a casa. Me pongo a googlear sobre complicaciones del embarazo, causas y riesgos del parto prematuro. Cuando la manija se me pasa, me meto en la cama. No me quedo dormido, solo inerte, con el teléfono en la mano, pensando en llamarla. No lo hago. No me masturbo, ni miro porno, ni siquiera se me para. Miro televisión el resto del día hasta quedarme dormido. Cuando me levanto hago lo mismo, seis horas más. Estar triste es horrible pero tiene una ventaja: el mundo entero deja de importarte. Nada te duele. Y en la tele hay sesenta y cinco canales para pasar la semana.

Unos días después vuelvo a mandarle un mail. «No es para que nos veamos, ni para hablar. Solo decime que estás bien».

Responde.

«Me encanta tu esfuerzo por ser buena persona y quizás en el fondo lo seas. Aunque la verdad es que me caés mejor cuando sos honesto».

Respondo enseguida.

«Soy honesto. Me preocupa cómo estás».

«Te preocupa cómo te sentís».

«¿Podemos hablar por teléfono?».

«Me gusta más cómo escribís que cómo hablás».

«¿Va a estar todo bien con el bebé?».

«¿Por qué no decís lo que realmente te interesa? ¿Qué querés saber? ¿Si estoy sola en casa? ¿Si en el reposo puedo coger? ¿Si mi novio sigue sin tocarme? ¿Si estoy tan sacada como la última vez que nos vimos?».

Lo primero que siento cuando leo el mail es bronca. Cierro a la computadora y me voy a bañar. La imagino sola y aburrida, todo el día descansando en la casa, mirando películas y leyendo novelas, revisando Facebook y Twitter, sin siquiera la angustia de la preocupación por el bebé porque seguro que no tuvo más pérdidas ni contracciones, viendo con qué llenar el letargo de haberse transformado en una frágil máquina de fabricar personas. La imagino en pijama y pienso en su piel, la imagino en la cama y recuerdo cómo se ven sus tetas sin corpiño, veo su cara iluminada por el reflejo de la tele y me dan ganas de besarla.

«Quiero volver a cogerte y chuparte esas tetitas nuevas que te salieron en el embarazo. Chuparte la concha y que me quede en la barba ese desborde de flujo que te sale cuando acabás. Quiero aprovechar que las hormonas te nublan el juicio para hacerte el culo sin forro y sentir lo estrechos que son todos los lugares que tu novio deja sin rellenar. ¿Seguís negándole el culo o ya ni insiste? ¿Le dijiste que es su culpa, por no tomarse el tiempo para dilatarlo? ¿Ya le dijiste que en realidad te encanta?».

«¿No te alivia ser vos mismo?».

«¿Sabías que el embarazo te cambió el gusto del flujo? Ahora es más ácido y más rico, y el olor se me queda impregnado más tiempo en los dedos de la mano. Quiero tomarme un vaso entero de cualquier cosa que salga de vos, quiero ver tu cara de forra, de profesora ortiba que disfruta de reprobar mediocres, arrodillada, chupándome la verga.

Mientras te meto un dedo en el culo quiero escucharte recitar a Hölderlin en tu prístino alemán: Von Freudenistsanftdurchdrungen y sentir cómo te laten las venitas del ano y preguntarme qué se siente ser por la alegría suavemente penetrado. Llenarte la boca de carne y después de leche, que hagas el esfuerzo por tocarte rodeando la panza inmensa, que llegues y aprietes el clítoris con dos dedos para acabar mientras tragás y dejarte el sabor a wasca en la garganta, en las encías y en los dientes, para que todo el día el gusto a leche te recuerde que antes de ser una buena madre fuiste la mejor de las putas».

Le muestro a Bruxi nuestro intercambio de mails.

—¡Volvió! ¡Belladona83! —dice Bruxi emocionado.

Me río. Belladona83 era mi nick en la época en que trabajaba en los foros.En los meses que siguieron a la crisis del 2001 me conseguí un trabajo que consistía en entrar a los foros de citas, hacerme pasar por una mujer y tener conversaciones subidas de tono con otros usuarios, en general portorriqueños, mexicanos y otros latinos que vivían en Estados Unidos. Aunque había que trabajar mucho, me divertía a lo loco. Y me pagaban en dólares. Al foro donde yo trabajaba entraban mujeres reales, pero eran pocas y nuestra función era mantener a los usuarios interesados entre la aparición de una mujer y otra. Había de todo, pero la mayoría eran tipos que buscaban charlar, reírse un poco y hacerse una paja. Cuando me pedían una foto escaneaba alguna de mis compañeras del secundario, en general fotos de la fiesta de egresados donde ellas estaban disfrazadas de conejita, mucama, hada, diablita y otras fantasías softcore. Trabajé un año y medio y con esa plata me fui de viaje seis meses a Brasil. 

—Boludo, deberías dedicarte a esto —Bruxi me sigue manijeando.

—¿Vos decís que se me da mejor que la filosofía?

—No sé, pero que te gusta, te gusta.

—La quiero ver —digo, mirando al vacío.

Bruxi, que está más loco que yo, sube el volumen de la música. Es domingo a la nochecita. Estamos fumando porro hace rato, escuchando Amnesiac de Radiohead, en loop. Es un juego que tenemos. Metemos un disco, lo dejamos repitiendo, nos ponemos de la cabeza y hacemos un programa de radio sobre ese álbum. Inventamos historias sobre cómo las canciones fueron escritas, leemos poemas sobre las partes instrumentales, recordamos efemérides falsas y nos entrevistamos mutuamente: uno hace de periodista y el otro de músico. A veces monologamos con los temas de fondo.

—La quiero ver —sigo mientras de fondo suena «Hunting Bears» a las puertas de la familia, arañando la felicidad, y que ponga todo eso en riesgo por un polvo conmigo. Quiero ver cómo la sonrisa de publicidad de medicina prepaga se desfigura mientras se la meto, quiero ver como el placer triunfa sobre la serenidad. 

Paso un par de días buenos. Recuerdo el intercambio de mails y sonrío. Estoy disperso pero tengo energía. Leo apuntes y presto atención en clase. A la semana vuelve la necesidad verla, hablarle o escribirle. El malestar físico lo puedo manejar, pero cuando la cosa pasa a la cabeza, se vuelve más difícil. A los diez días, se aloja. No tengo una manera mejor para describir la sensación de que la idea se incruste ahí, todo el tiempo.Es un lugar en mi cráneo, justo arriba de la ceja izquierda. Pienso en ella sin pensar, pienso en ella mientras hago otras cosas, hasta que pensar en ella es lo único que puedo hacer y saco conclusiones y tengo ideas. Mensaje de texto, nada. Mail, nada. Llamo, nada. Quince días después del intercambio de mails, no me aguanto más y decido ir a buscarla.

Su comisión de trabajos prácticos de Filosofía del Siglo XIX termina a las cinco de la tarde. A las cuatro llego a la facultad y subo hasta un aula del tercer piso. Es un aula chica, un espacio de tres por siete delimitado por cuatro paredes de cemento a la vista, una de las tantas técnicas usadas por la facultad para hacer aparecer un aula en cualquier espacio disponible. La miro por la ventana. La panza está enorme. Hace poco que volvió a dar clases y, como siempre, me enteré por Bruxi. Me quedo unos minutos parado mirando por la ventana, hasta que ella me ve. Rápido vuelve a mirar hacia adelante. No quiero incomodarla, solo que sepa que estoy acá. Bajo y cruzo la calle Puan. Me siento en una de las mesas que McPancho tiene en la vereda y me pido un café con leche. A las cinco, con el cambio de turno, el flujo de alumnos crece. Cinco y cuarto todavía no apareció. Recién cinco y media la veo cruzando el portón verde de la facultad y tardo un poco en darme cuenta de que está con otra persona. Un metro ochenta, mucho pelo negro despeinado, barba y anteojos y un poco de panza, lo normal en un tipo que me imagino debe tener cuarenta años. Salen a la vereda y doblan hacia su izquierda, en dirección a Pedro Goyena. Empiezo a seguirlos. Camino veinte metros más atrás y los miro desde la vereda de enfrente. En la esquina de Puan y Pedro Goyena paran. Él gira un poco hacia ella y le pone la mano en la panza. Es como si la estuviera deteniendo, o protegiendo del tránsito. Como si tratara de evitar que su hija cruce la calle con el semáforo en rojo. No lo debe estar haciendo con mucha conciencia porque siguen charlando. El semáforo cambia y ellos cruzan. Yo los sigo atrás. Cuando llegan a Rivadavia doblan a la derecha y por un momento los pierdo. Llego y ahí están, en la parada del 141. Paso por al lado suyo sin mirarlos y me pongo último en la cola. No sé si ella me miró, pero sabe que estoy ahí. Suben, subo. Ellos están en el primer asiento de a dos. Paso y me ubico en un asiento solo un poco más atrás. Él tiene la piel oscura, más oscura que yo. Algunas canas. En todo el viaje, solo una vez ella se da vuelta y me ve mirándolos. Estoy nervioso y emocionado, como si algo fuera a pasar. Puedo sentir la tensión, en ella, entre ellos, en el colectivo entero. No celos ni ganas de irme con ella, más bien quiero sentarme entre los dos y charlar. Cuéntenme todo. ¿Vos sabés quién soy? ¿Qué sentís ahora, Ema? Disculpa, no sé tu nombre, ¿querés pegarme una piña? Quiero acurrucarme entre ellos, quiero meterme en la panza. En Velasco y Scalabrini se paran y bajan. Yo hago lo mismo. A una nueva distancia prudencial, los sigo hasta la puerta del PH. Entran. Yo elijo una puerta en la vereda de enfrente y me siento. A mirar, a esperar, no sé qué. Saco mi cuaderno y escribo.

Me despierto en mi cuarto solo. No hay nadie y tengo miedo. Los llamo en voz baja, pero nadie viene. Por la ventana entra poca luz. Está nublado. En el cuarto de al lado, ellos duermen la siesta. Tengo seis años y podría hacer lo que quiera. Pero solo puedo pensar en ellos, en estar con ellos, en dormir la siesta. Tengo un pijama celeste con estrellas azules. Manga larga la remera y los pantalones. Camino hasta su cuarto. Me freno. No los quiero despertar. Él duerme boca arriba, el pelo negro con canas revuelto. Ella de costado, con la boca abierta. Camino hacia la cama. La madera cruje. Ella abre un ojo y me ve. Con una mano levanta la sábana y me invita a entrar. Subo. La tela está tibia. Cierra los ojos y enseguida se queda dormida. El camisón apenas le tapa las tetas blancas, pecosas, chiquitas. Quiero besarla pero sé que está mal, que no puedo. De pronto las sábanas se mueven. Es él que gira, se acerca y la abraza por detrás. Un brazo oscuro le atraviesa la cintura, si quisiera yo podría contarle los pelos. Él vuelve a acomodarse y ella sonríe. Yo me quedo en silencio. Los escucho respirar, seguir durmiendo. Hasta que él se separa, me deja un hueco. Rodeo el cuerpo de ella y sin quererla despierto. Caigo del otro lado, en el medio. Rodeado de calor, de amor y de cuerpos, del olor dulce de ella y de él espeso, sin miedo sin dolor, me duermo.

Me saca del trance la puerta del PH que se abre. Es una señora con un changuito de hacer las compras. Cierro el cuaderno y vuelvo a mi casa.

—Es una hija de puta —dice El Pista después de que Bruxi le contara toda mi historia con Ema.

Todos nos miramos en silencio porque sabemos que El Pista es un pirata habitual y confeso y todos sospechamos que si lo hizo de novio y lo hace ahora que tiene un hijo de seis años, seguro lo hizo cuando ella estaba embarazada. El Pista no es del núcleo duro de amigos. Es amigo de Braulio y tiene diez años más que nosotros.

—¿Cómo se va a coger a otro tipo embarazada? El chico está ahí, siente todo.

—Si Sklar no le está poniendo pimienta a la historia y la mina acaba como dice que acaba —argumenta Bruxi—, el feto está recibiendo un montón de serotonina a través del flujo sanguíneo de la mamá. De alguna manera, lo está haciendo feliz.

—Escuchame una cosa, ¿a vos te gustaría que tu vieja se haya cogido a otro chabón mientras estaba embarazada de vos?

—A mí me da absolutamente lo mismo —responde Bruxi con un tono apenas soberbio, tan característico de nuestra facultad.

—No me vengas con gilada progre falopa. Está mal. Que la madre se enfieste embarazada, está mal.

Hace dos semanas que casi todo el tiempo escribo sobre el chico de seis años y sus padres. Escribo a mano, en cuadernos, y lo disfruto de un modo muy profundo y tranquilo. Cuando lo hago, no pienso en Ema. Pensar en la historia se aloja en el mismo lugar de mi cerebro y de alguna manera, la desplaza. No sé si lo que estoy escribiendo está bueno o no, ni me importa. Me siento mejor.

Ya me pasó antes. Escribir y que eso desplace todo lo que no me permitía funcionar. 

Mientras escribo pienso qué diría ella. ¿Le gustará? ¿Se reconocerá en la historia? ¿Qué se siente que escriban sobre vos? 

Ahora estoy sentado, frente a mi computadora, la casilla de mail abierta. Hay un borrador para ella. En el cuerpo del mail dice «Escribí esto y quiero que lo leas» y tiene adjunto el relato que empecé ese día. Son siete páginas.

Send.

Pasé las primeras horas rondando la computadora, yendo y viniendo a la cocina, al baño y a mi cuarto. Me distraje un poco viendo la televisión. Finalmente entré en razón y salí a la calle. Fui a comer con Bruxi y no hablamos de Ema en toda la cena. Los días siguientes prendí la computadora antes de desayunar, antes incluso de lavarme los dientes. La respuesta llegó el fin de semana. 

Me gusta este texto, mucho más incluso que cuando escribís de coger. Me gusta la tristeza, me gusta la derrota. Me gusta sobre todo que la única falla de esa familia sea que se aman demasiado. Los padres adoran a su hijo y ahí todo se acaba. ¿Qué puede interesarle del mundo a ese niño que ante sus padres es Dios? ¿Saldrías vos de ese cuarto y de esa cama donde sos el Rey del Mundo? ¿Y qué sentido tiene para los padres salir de la casa si ahí adentro Dios los ama? El amor los rebalsa y es como agua sobre transistores. Quieren hacer algo con tanto amor, con tanta adoración y tanto desprecio por cualquier cosa que no sean ellos. Pobres, no saben que el amor no es una acción y que en el fondo no podemos hacer nada. Me gusta. Pero hay más. Esto no termina ahí. Quiero la historia completa.

El mes y medio que siguió fue quizás el más feliz de mi vida. Me levantaba pensando en Ema, en Ema lectora de la versión ampliada de mi relato. Esa idea me llevaba a escribir. El resto del día estudiaba y salía a correr. Pensaba en ella y su panza leyendo mi texto y sentía la urgencia de terminarlo y mandárselo. Al final quedó una novela corta de unas cien páginas. La releí diez veces antes de mostrársela e incluso cuando lo hice estaba lleno de dudas.

Me respondió a los dos días.

Me encantó. Charlémoslo en vivo.

Camino por el largo pasillo del PH hasta el último departamento, el de Ema. Ella camina adelante. Su figura cambió. No solo la panza, que está gigante. Su cintura, sus piernas, su culo, todo es diferente. Me gusta igual que siempre. Quizás más. Entramos.

La casa también cambió. El cuarto que antes era un estudio, con dos escritorios y biblioteca, ahora es un cuarto de bebé. No hay celeste ni rosa, pero todo está en la gama de los pasteles o de los chillones. Nos sentamos en el living en el mismo sillón de siempre.

—¿Cómo estás?

—Cansada. No hago nada todo el día, igual me agota.

La miro y trato de pensar qué es lo que me parece tan hermoso. La imagino en un cartel o en una revista y desentona. Me pregunto si alguien más la ve como la veo yo. Me pregunto qué piensa el novio.

—Estoy cansada de dormir mal, del reflujo, de esperar. Estoy cansada de todas las otras mamis que se me acercan porque creen que ahora pertenezco al club de la gente que se reprodujo y que quiero charlar. Y dentro de ese club, otro club más exclusivo: las mamis que tuvieron complicaciones. Todas tienen algo para decirte, se lo pidas o no. Consejos y palabras de aliento. Y peor que las minas son los tipos que se hacen los modernos y opinan, cuando todo este perno del embarazo lo ven de afuera. Estoy cansada de que me tengan pena y estoy cansada de que me juzguen y dejen entrever que para ellos estoy haciendo las cosas mal. Y encima mi novio que ni me toca y me mira como si yo fuera la Virgen María.

Frena. Respira. Tiene una remera sin corpiño que no llega a taparle toda la panza. Qué ganas de tocarle las tetas.

—En este contexto que vos me estés mirando así y que no hayas tardado ni cinco minutos en dejar de escucharme para querer cogerme, es un alivio.

Me río.

—Sí te estoy escuchando.

—Ya sé, tonto. Te estoy cargando.

Me acerco, le doy un beso. 

Su aliento también cambió. Su saliva. Todo es diferente.

—Pará, ¿no querés hablar de la novela?

Le agarro la mano, se la llevo a mi pija. Sonríe.

Con esfuerzo se baja del sillón y se arrodilla delante mío. Me desabrocha el pantalón y saca mi verga. Pasa la lengua ancha por la punta de la pija y después la pone finita para lamer los bordes de la cabeza. 

—¿Qué es lo que te calienta de todo esto?

—No todos los días te chupa la pija la Virgen María.

Se la mete toda en la boca. Me la chupa un rato despacio. Abre los ojos, me mira. Quiero acabarle en las pestañas. Después se para y se saca el pantalón y la bombacha.

—Hay que coger muy despacio.

Asiento en silencio. Se sube arriba mío y se la mete. La panza le dificulta los movimientos pero igual logra hacerla entrar y salir un poco. Para.

—Perdón, tengo que cambiar de posición, me canso de nada.

Se baja y se acuesta en el sillón, de espaldas a mí. Me acuesto detrás de ella. Se la meto tan lento como puedo y cogemos tan suave como la ansiedad me permite.

—Así. Despacito.

Le beso la nuca y el cuello, atrás de las orejas, le hago caricias en el pelo. Ella no gime ni está extasiada, todo es más tranquilo y más silencioso que de costumbre. Seguimos un rato hasta que ella se tensa, todo el cuerpo de los pies a la cara, y sin hacer un ruido, acaba. Yo aprovecho el momento para moverme un poco más, para meterla con apenas más fuerza y acabar. La dejo adentro un rato. La abrazo desde atrás. Ella respira con dificultad. No hicimos nada pero está agotada. Siento mi pija y mi corazón latir sincronizados. Respiro largo y profundo, con mucho placer. No sé dónde estoy, pero quiero quedarme a vivir acá. Estamos un rato en silencio hasta que decide hablar.

—¿Para vos voy a ser una buena mamá?

—Obvio.

—Decime la verdad.

Hago silencio y pienso.

—Sí, Ema. Vas a ser una excelente mamá.

Me enteré por Facebook de que la hija de Ema había nacido y de que las dos estaban bien. En la foto está Ema con la nena en brazos, con cara de agotada pero feliz. El post lo hizo el novio y no me animé a poner like.

Caminando por Santa Fe, llegando a Pueyrredón, paso por la puerta de Planeta BB. Entro. Pregunto qué le puedo comprar a una recién nacida. Todo me parece carísimo, o inútil o son cosas que me imagino que Ema ya compró. En un rincón encuentro una especie de muñeco de trapo. Es un pedazo de tela con una cabeza, dos manos y dos pies.

—¿Qué es esto? —le pregunto a la vendedora.

—Un muñeco de apego.

—…

—Es un muñeco para que el bebé abrace antes de dormir y no sienta angustia cuando se separa de la mamá.

—¿Cuánto sale?

—Cien pesos.

—¿Y funciona?

—No sé, hay que probar.

Pago el muñeco de apego y salgo a la calle. Cuando llego a mi casa le escribo un mail preguntándole cuándo la puedo ir a visitar.



—Sh… —me dice Ema a un volumen casi inaudible—. Recién la hice dormir.

Entramos al PH y cierra la puerta despacio.

—¿La querés conocer?

Asiento en silencio. En puntas de pie llegamos al cuarto y entramos. Toda la habitación está llena de juguetes y otros productos para estimulara la bebé. Primero Ema y después yo, nos asomamos a la cuna. La bebé está durmiendo con la boca abierta. Debe estar soñando con una teta, porque succiona en el aire.

—¿No es hermosa? —me susurra Ema.

Yo le digo que sí con la cabeza y agrego: Como la mamá.

Ella sonríe pero a medias, como si sospechara que el elogio es falso.

—Vení, vamos —me dice y me saca de la habitación. Cierra la puerta y le doy mi regalo. Lo abre.

—Re lindo.

—Vi que ya tiene otros muñecos de apego.

—Es un lindo gesto igual.

—A la nena le da lo mismo.

—A mí no me da lo mismo.

Nos sentamos en los sillones. Ema está con calzas y una remera amplia con cuello en V. Preparó té para los dos.

—¿Me perdonás?

Ema me mira sorprendida.

—Por haberlos seguido la otra vez a la salida de Puan.

—Mientras lo estabas haciendo, te quise matar. Pero cuando entramos a casa, no sé qué pasó, te debe haber sentido, Emilio se acercó para coger por primera vez en el embarazo.

Me quedo en silencio. Nunca había escuchado su nombre.

—Así que, de algún modo, nos hiciste un favor.

No tiene sentido, ni racionalidad, ni puedo decir nada. Pero pensarlos cogiendo me da bronca.

—Igual no me lo hagas más —dice—. Por favor.

Nos quedamos callados un rato, tomando nuestro té.

—Perdón que te atienda así. No tuve tiempo de arreglarme.

—Estás linda, no te preocupes.

—No estoy linda. Estoy hecha mierda, sigo hinchada, sigo gorda y no duermo nada.

Me siento al lado. La beso. Por un momento cierra los ojos y se deja. Después me aparta.

—Juan, uso pañales para adultos, tengo los pezones irritados, me tiran los puntos de la cesárea y me sale leche de las tetas sin que lo pueda controlar —dice y se saca una almohadilla absorbente del adentro del corpiño—. No vamos a garchar.

Me separo un poco, la miro. Es verdad, ha estado más linda. Pero yo me siento atraído igual que siempre, no sé si es a su cuerpo, a ella, a qué. Quiero ir hacia eso. Quiero darme la cabeza contra eso, frotar mi pecho contra eso, meter la mano, arrancárselo y ponerlo adentro mío, en el lugar que está siempre vacío. No conozco otra manera de intentarlo que no sea coger. Hoy voy a tener que conformarme con charlar y tomar el té.

Me voy de lo de Ema con la certeza de haberla perdido. Después de que me dejara en claro que no íbamos a coger seguimos charlando: del horror del puerperio, de las mamis, de los amigos que se alejan, de los que reaparecen, del cuerpo que ya no va a ser lo que era. De cómo todo el mundo espera que estés llena de alegría y ella solo tiene dolor y dudas. «Con vos puedo putear porque no te gusta que sea feliz», dijo. Me hizo reír. 

Hacia el final de la charla, Jazmín se despertó. Ema fue a buscarla y la trajo al living. Nunca había estado con un recién nacido, no por lo menos desde que soy adulto. Algo debió haber salido mal en la evolución, porque nuestras crías cuando salen al mundo no están preparadas para enfrentarlo. No sonríen, casi no abren los ojos. Los únicos dos estados que experimentan son el dolor o su ausencia. Hablábamos de todo esto cuando Jazmín empezó a llorar. Ema sacó una teta y se la puso en la boca.

La traductora de Nietzsche al español, la mina que ama coger de pepa, la persona que escuché quejarse durante dos horas del puerperio y de un parto larguísimo, la que en secreto escribe poemas de sangre, noche y carne putrefacta, de pronto era feliz. La vi contenta y tranquila como no la había visto nunca antes.

Me acordé de un poema de Rilke que a Ema le encantaba y nunca supe por qué.

wie meiner Mutter Gesicht,
wie ein Schiff,
das mich trug
durch den tödlichsten Sturm

como la cara de mi madre
como un barco
que me lleva
a través de la más asesina de todas las tormentas

Hace casi un año que no hablo con Ema. Pienso mucho en ella, escribo sobre ella. Lo peor fue hace unos meses, cuando me dieron ganas de volver a seguirla, de espiarlos, a ella, al novio y a la nena. Una tarde le conté todo a Bruxi. Ya no le parecía gracioso, ni tremendo. Me dijo que estaba un poco preocupado por mí. Le dije que yo también. Me dijo que si me volvía a pasar que lo llamara, no importaba a qué hora.

Así fue como empezamos a caminar. Una noche me sentía realmente mal y en vez de encerrarnos en su casa o meternos en un bar, fuimos a la calle. Deambulamos casi tres horas, hablando de cualquier cosa, hasta que me bajó la ansiedad. 

Una sola vez dentro de las caminatas tuve la urgencia de ir a buscarla, esa necesidad física que te hace pensar cualquier cosa y sacar conclusiones ridículas.

—Ya te pidió que no lo hagas —dijo Bruxi y seguimos caminando en silencio—. Si ya llegaste al punto donde te da lo mismo hacer el ridículo, humillarte o causarte dolor a vos mismo, qué sé yo, frená por ella.

Fue una noche difícil. Bruxi me acompañó hasta la puerta de mi casa. Al día siguiente me levanté triste pero entero. 

Entro a La Mansionetta, una casona abandonada que se usa para hacer fiestas. Es un lugar increíble, un petit hotel derruido en el medio de Chacarita con más de diez habitaciones y una terraza. Está pegado a las vías del ferrocarril San Martín y cuando los trenes pasan la construcción tiembla un poco. Nadie entiende cómo no se derrumbó, ni fue vendida o usurpada. El lugar explota de gente y cumbia.

Acaban de terminar las elecciones en la Facultad de Filosofía y Letras y esta es la fiesta de una agrupación. Las elecciones son larguísimas jornadas donde los militantes pasan muchas horas haciendo campaña primero, fiscalizando después y contando votos hasta muy tarde. Al final todos están cansados pero nadie se quiere ir a dormir. Los días de trabajo extenuante, rosca y discursos inflamados los dejan a todos con una carga extra de energía y calentura que no afloja hasta que no están borrachos o encamados entre sí.

Tardo menos de cinco minutos en ver a Ema entre la gente. Está bailando con un vaso de plástico en la mano. Está borracha o eufórica, o ambas cosas. Cuando me ve, sonríe. Me acerco y la saludo. Me agarra de la mano y me hace dar una vueltita. Bailamos al compás de Damas Gratis. Ema termina su cerveza, señala la barra y me pide que la acompañe.

Voy detrás de ella y me cuenta. Que es su primera noche sola desde que terminó la lactancia. Que no lo puede creer, que antes estaba aburrida de salir, de tomar y de hacer siempre lo mismo todas las noches, pero que después de casi dos años de abstinencia, está disfrutando mucho de estar en pedo.

Dice todo con la energía del descubrimiento, como si tuviera quince años.

Saca el celular y me muestra cien mil fotos de su hija Jazmín mientras me pide disculpas por ser tan madre babosa. Después de las fotos de matronatación, del jardín y de la calesita se me acerca a la oreja y me dice «estás muy lindo».

Todo el esfuerzo por alejarme se derrumba. Volvemos a foja cero. Quiero besarla, quiero tocarla, quiero sentir su aliento fresco de cerveza, quiero ponerla en cuatro patas y hacerle ahí mismo un hermanito a Jazmín. Mientras las imágenes de sexo pasan por adentro de mi cerebro la expresión le cambia a Ema y dice «perdón, no debería haber dicho eso». Yo me quedo tecleando en el aire, con la boca un poco abierta, buscando qué decir. Pero es ella la que habla y otra vez dice «perdón, estoy muy borracha». Y acto seguido vuelve a bailar a la ronda con sus amigos.

Yo me quedo solo, mordiendo el borde de un vaso de plástico, mirando bailar a la mujer que hace meses vive en mi cerebro mientras Pablo Lescano canta no estoy triste, no es mi llanto, es el humo de este fasito que me hace llorar.

Le doy la espalda y me voy a la barra. Me bajo el vaso de birra, pensando qué hacer. Pido otra y sigo pensando. Hasta que siento la mano de Ema en el hombro y su boca cerca de mi oreja.

—Vamos a un cuarto de arriba —me dice al oído.

Me doy vuelta. Me gusta cuando está despeinada.

Digo que sí y me responde: Dame un rato.

La Mansionetta está lleno de recovecos donde uno se puede echar un polvo rápido.

Subo las escaleras. Llego hasta una especie de palier y me siento a esperar. Estoy lejos de la fiesta, la música está más baja. Cuando Ema suba va a tener que pasar por acá. La cabeza me va a mil por hora y ahora piensa en el beso, en sus tetas, en su concha, en correrle la bombacha y metérsela sin forro, en escucharla acabar en mi oído, en sacar la pija para acabar afuera y que ella sola se la meta en la boca, en llenársela de leche y que la trague gustosa, en volver a la fiesta como si nada hubiera pasado, en volver a mi casa satisfecho pero pensando en ella, en levantarme con ganas de llamarla, en querer verla, en extrañar una intimidad que nunca tuvimos, en pensar mucho en ella, en arruinarme semanas pensando en ella, en sufrir, en volverme un ser intolerable para los que me rodean porque solo hablo de ella, en no poder leer ni estudiar, en el dolor, en la tristeza, en dormir mal, en que pasen meses de esfuerzo y disciplina solo para volver a estar como estaba ayer.

Dejo de pensar y me paro. Voy hasta un rincón oscuro, saco la pija y me hago una paja furiosa, sin placer, sin emoción, solo un trámite de piel, fluidos y orgasmo. Me salta un chorro de semen líquido, casi transparente, salpicado de pedacitos sólidos, de mi calentura cristalizada. Después sigue saliendo más semen, que me cae en los dedos, en la mano, en el pantalón y en los borceguíes. Tomo aire. Por un momento no puedo hacer nada aparte de respirar, tratar de recomponer el aliento mientras sostengo en mi mano la pija que gotea. Me limpio con un ticket de algo que tenía en un bolsillo y me acomodo el pantalón. Bajo las escaleras, tratando de no cruzarme con ella. Atravieso la manada de gente. Salgo. Afuera el aire está más fresco y más liviano. Camino por Corrientes hasta las vías del San Martín. La barrera está baja, pero no viene ningún tren. Miro un par de veces hacia los costados. Me aseguro de estar solo, y después cruzo.