Diario de Bretaña

Una fundación invitó a Pedro Mairal y a Washington Cucurto a dar talleres literarios durante sesenta días en Rennes, capital de la región francesa de Bretaña. Pedro escribe, Washington pinta.

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Día 1

El plan es así: la Fundación Paroles nos invitó dos meses a Rennes, la capital de Bretaña, al noroeste de Francia, a Cucurto y a mí. Sesenta días. Tenemos que dar talleres literarios y algunas conferencias y el resto del tiempo podemos trabajar en proyectos personales. Uno de los talleres es con niños de un barrio de inmigrantes. Nos van a dar mil quinientos euros por mes para viáticos y nos prestan un departamento. En medio de los dos meses hay un intervalo de diez días en Camaret, un pueblo de pescadores en la costa bretona donde también vamos a hacer un taller. La fundación en Rennes está en un museo, pero no vamos a vivir ahí sino en un depto que nos prestan. Cada uno tiene su cuarto y su baño, y vamos a compartir cocina con Cucurto. Hablé por Skype con la presidenta de la fundación y, a pesar de la conexión entrecortada, mi francés tarzánico y su castellano enrarecido, nos comunicamos bien. Se llama Ivette, una mujer francesa de pelo corto y unos sesenta años, que no deja que la simpatía entorpezca la eficiencia.

Día 2

Después de veinte mil horas de vuelo y conexiones, llegamos a Rennes. En el aeropuerto, nos busca Ivette, la directora de la fundación en su Twingo verde mosca. Hacemos un tetris con las valijas gigantes, las mochilas y los bolsos. Cucurto trajo libros como si viniéramos a una isla desierta. Finalmente entro en el lugarcito que queda en el asiento de atrás a la sombra de una gran valija roja que tengo que atajar con un brazo para que no se me caiga encima en las curvas. Estamos en Europa. Me cuesta creerlo pero ahí está, en el frío y en la prolijidad irreal de la calle, como si fuera una maqueta. Una autopista, unos puentes y nos internamos entre las callecitas antiguas.
Llegamos a la rue Victor Hugo. Es un cuarto piso sin ascensor, en el barrio histórico. Vamos subiendo todas las valijas y llegamos arriba sin aliento. Es un departamento grande, con muchos cuartos pero están cerrados con llave. No entiendo bien por qué. Tenemos que compartir baño con Cucurto. Para ir al baño él tiene que pasar por mi cuarto. Ivette dice: «En quince días más o menos se vacía un habitación y vos podrán tener cada uno su baño personal». No habíamos entendido eso, pero bueno. Nos sentamos en la cocina con ella, nos da algunas indicaciones, las llaves y trescientos euros a cada uno. «Les voy dando cuando puedo sacar dinerro del banco». Doble erre en la palabra dinero. Pregunto por la clave del wifi. No hay wifi. Eso tampoco lo habíamos entendido. Ivette nos explica que a dos cuadras podemos ir al comedor de la Escuela de Bellas Artes donde hay wifi gratis. No hace falta ser estudiante ahí. Puede ir cualquiera. Le pregunto por la calefacción, porque hace frío. «Está encendido», me dice, «es necesarrio de no encender fuerrte porque es muy caro en Francia». Se despide con un beso en cada mejilla y se va.
Vamos al súper. Damos muchas vueltas. Perdidos. Todo nos parece muy caro. Es porque estamos en la góndola de los productos Bio. Muchas discusiones sobre qué comprar. Negociaciones, sugerencias que no cuelan, paseos individuales en busca de algo, reencuentros en la góndola de verdulería, renegociación… Esto es para mí como un tercer matrimonio.
Cuando volvemos de noche con las bolsas no abre la puerta de calle. Acercamos el abreportón al tablero del portero eléctrico, hace un ruido agudo y en el visor dice: «Entrée refusée». No sabemos qué hacer. Parados en el frío. ¿Cómo hacemos para comunicarnos con Ivette? Tardamos un rato largo en darnos cuenta de que estamos en la entrada equivocada en una calle muy parecida a la nuestra.
A media noche nos cagamos tanto de frío que intentamos hackear el termostato. Lo apagué y lo volví a prender a todo vapor. No funcionó hasta que funcionó, no sé bien cómo. Ahora parece el Caribe. Va a salir un millón de euros supongo. Espero que no estemos acá cuando llegue la cuenta.

Día 3

Me levanté a las 11. Al rato se despierta Cucurto, aparece por la cocina, mira por la ventana la primera mañana en Rennes: esos techos de teja negra, chimeneas, casas de piedra, ventanitas de buhardillas que sobresalen, cada una con su mini techo (¿tienen un nombre en castellano?), cielo gris, llovizna… «¡Uh, esto ya lo conozco, ―dice Cucurto―, así te agarra una depresión! ¿Por qué vine acá? Quería huir, huir desesperadamente, ¿de qué?».

Día 4

Salí a caminar. Cucurto se quedó dibujando, pintando, haciendo sus collages. Está como en un trance, refugiándose no tanto en los colores y las formas sino en el acto de pintar. Me preocupa. Lo noto medio serio. No parece estar contento.
Ivette nos invitó a almorzar. Nos pasó la dirección por mail y yo la busqué en el mapa. Cuando íbamos caminando para allá, bordeando el río, le dije a Cucurto que era en el edificio de la Fundación Paroles, porque era la misma calle y el mismo número que figura en el membrete. Me parece que no, dijo que nos invitaba a su casa, decía Cucurto. Al final los dos teníamos razón. La fundación es la casa de Ivette, de hecho la Fundación es una idea que solo existe en su cabeza y en acontecimientos. No hay edificio, ni museo, ni institución. El museo que yo vi hablando con ella por Skype es donde trabaja una de las asistentes, pero no tiene nada que ver con Paroles. Con razón yo googleaba y no encontraba fotos de Paroles. La casa de Ivette es un departamento luminoso, lleno de libros, obras de arte, grabados, estampas, un arpa y algunos muebles antiguos bretones. La ventana da a un pino. Nos dio crêpes con jamón y huevo y de postre crêpes con banana. Nos dijo que en un rato llegaba a saludarnos una secretaria de la Fundación, una tal Nicole. Nos miramos con Cucurto. Sonaba bien Nicole, secretaria… Al rato cayó: era una señora medio pelada, retacona, con una cara llena de morisquetas, muy simpática. Cucurto entre los saludos me dice: «Esto levanta de a poco, Pedrito». Tuve que simular que me había atragantado y simulando me atraganté de verdad.
A la noche cocinamos con Cucurto, charlando sentados, como mafiosos en prisión, con todo el tiempo del mundo, cortando papas y cebollas. Cucurto hizo una ensalada y yo una tortilla. Después toqué el ukelele mientras y él se puso a dibujar (saqué «El bombón asesino», la zamba «La nochera»). El ukelele se lo compré a mi hija pero me gustó tanto que me lo traje a Francia contrabandeado en la valija. Por suerte llegó sano y salvo.
Quizá fue un error venirme a Francia dos meses. No sé si voy a aguantar. Hoy al mediodía la vi en Skype a mi hija, yo le hablaba y ella balbuceaba cosas. Estaba rodeado de estudiantes discretos en la cafetería. Lula me pedía que le hiciera tigre, tigre papá, y yo levantaba las garras y le hacía arrrrgh y ella se reía. Los estudiantes de Bellas Artes me miraban de reojo y trataban de seguir con sus conversaciones.

Día 5

Cucurto anoche roncaba tan fuerte que se oía a través de la puerta y la pared. Roncaba como un oso polar descontrolado, con todo el cuerpo, vibraban todos los tejidos mucosos de su garganta y hacían caja de resonancia en su tórax de gigante tucumano. De golpe unas apneas medio lo ahogaban, se le interrumpía la respiración, y volvía a salir del fondo de la asfixia hasta la superficie del aire con un ronquido desesperado, como salvado a último momento. Tuve una pesadilla de gente quemada viva, pedazos de cuerpos chamuscados. ¿En la Edad Media habrán prendido fuego a gente en esa plaza frente a mi nueva ventana? Nunca había soñado algo así.
La pared del cuarto de Cucurto se va llenando de dibujos de todos colores, de putas y travestis. Pura libertad creativa. El colorinche tropical en este cielo nublado.
Esto es un experimento de los franceses para ver cuánto aguantamos dos latinoamericanos solos en una ciudad de piedra helada.

Día 6

Anoche nos llevaron a ver dos muestras de arte. Con Cuc le entramos con insistencia a los tomatitos cherry, los nachos con guacamole, el vin rouge, las aceitunas. La conocimos a Concha, una española, ex socia de la Fundación, que quedó en llevarnos a Saint-Michel el sábado en auto. Bastante linda, aplomada, ibérica, simpática. Cucurto le echó el ojo y se le despertó el monstruo. «¡Se llama Concha, Pedrito!», gritaba a la vuelta. Estaba enardecido.
Llegamos al departamento medio congelados y al rato empezó a insistir con que había que salir. Yo tenía unas ganas infinitas de leer en la cama abrigado hasta las orejas. Pero salimos. Fuimos con gorros y bufandas en un frío de muerte hasta el Cubanacán, un bar latino que nos habían recomendado. Había gente bailando salsa. Hay rincones raros en Europa. Completamente sobrio, Cucurto se puso a bailar sin ningún pudor ni vergüenza y al rato sin proponérselo era el rey de la pista. Yo, recién después de haber emborrachado un poco al caballero de la armadura oxidada dentro del cual respiro, logré sacar a bailar a una chica francesa que bailaba bastante bien y mucho mejor que yo. Aunque me defendí. No hice un gran despliegue de destreza física, digamos, pero logré desplazarme por la pista sin problemas motrices evidentes. Las mujeres bailaban salsa de verdad, con zancadas largas y revoleos.
El bar se fue vaciando de mujeres. Quedamos diez tipos y solo tres mujeres muy solicitadas para bailar. Lo vi a Cucurto enseñándole a bailar a un chico marroquí que nos empezó a regalar cervezas. En un momento tuve dos vasos en la mano. El marroquí estaba encantado y le bailaba feliz. Hasta ahora, eso fue lo más cerca que estuviste de cojer en Francia, le dije a Cuc cuando nos íbamos a las tres de la mañana.
Volvimos bastante eufóricos por las calles vacías. Nos perdimos por mi culpa. El bar era en una esquina y partimos en la dirección equivocada. Yo, muy seguro del rumbo, iba dando indicaciones de dónde doblar. Hasta que entendí que estaba completamente extraviado. Encontramos una pizzería abierta, un lugar de noctámbulos. Nos trajeron la pizza más fea del mundo. Sobre el queso se habían formado unos globitos chamuscados, era como una piel de reptil extraterrestre, amarilla y naranja con escamas negras. La comimos toda. Preguntamos coordenadas. Revolucionamos a la clientela, todos nos explicaban algo distinto. Incluso el maestro pizzero aportó lo suyo. Recién ahí me di cuenta de que habíamos estado caminando en la dirección opuesta.
Seguimos tratando de volver. No me acuerdo de qué hablábamos pero estábamos muy entusiasmados. Dos veces meamos en los canteros. Cucurto veía magnolias florecidas por todos lados y se paraba a mirarlas. Las calles laberínticas alrededor a las iglesias nos siguieron enredando el rumbo, finalmente casi a las cinco de la mañana lo logramos. Subimos los cuatro pisos haciendo varias pausas en los descansos de la escalera, todavía desglosando teorías socio-hormonales que en este momento no recuerdo bien, pero que incluían frases como: «Tenemos que buscar veteranas, Pedrito, estas pendejas francesas cogen con negros, nunca nos van a dar bola».

Día 7

Sábado: nos pasó a buscar Concha en el Twingo de Ivette. Fuimos al monte Saint-Michel. Concha nos hizo colar en el monasterio, entramos por la puerta de salida. Cucurto habló con los pájaros como San Francisco de Asís. En un momento, entre toda la info que nos tiró Concha mientras manejaba, contó que había tenido un novio árabe. Cucurto registró el dato. Más tarde salió el tema linajes y ancestros. Concha sabía que yo tengo un bisabuelo que salió de esa zona de Bretaña, y me dijo que un día me va a llevar a conocer el pueblo donde nació. «¿Y tú, Cucu? ¿De dónde viene tu familia?». «Vega es árabe», dice Cucurthul. Yo venía atrás y casi largo la carcajada pero le noté una seriedad que me detuvo. «¿En serio?». «Sí. Mi abuelo era árabe. Eran musulmanes, pero yo no». Habló un rato así de la deriva ancestral.

Día 8

Cucurto la está rompiendo. Avanzan por las paredes de su cuarto los dibujos estruendosos, coloridos, llenos de deseo vital. Anoche se quedó despierto dibujando y pintando. Hoy a la mañana vi sobre la pared un dibujo enorme hecho sobre el mapa de Rennes (no le importó nada el mapa que le conseguí, nunca lo miró, no le interesa ubicarse, solo lo registró para pintarrajearlo). Dibujó una pareja que se agarra las manos por encima de la mesita de un bar cubano como el que visitamos la otra noche. El momento en que se paran para ir a bailar. Sobre la cabeza de ambos el globo de lo que están pensando los dos: cogen como desaforados. El tipo está desnudo de la cintura para abajo, ella está toda desnuda, y vuelcan las sillas hacia atrás, en el momento de la primera conexión física para salir a la pista. Los pelos de él parados, erizados por la electricidad del contacto, la lengua afuera. Están rodeados de estrellas y corcheas. El reloj en la pared marca las tres de la mañana. Es de una desfachatez total, tiene algo infantil, una libertad completa. No hay freno. Por debajo, en las partes sin pintura, se ven las callecitas de Rennes.
―¿Qué es lo que se ve ahí atrás al fondo en la ventanita abierta, Cuc?
―¡El monte San Michel!
Hay mucha tierra en el depto y se me dio por pasar la aspiradora. No viene nadie a limpiar, se supone que cada inquilino tiene que hacer su propia limpieza. No tendría que haber abierto esa aspiradora. Nunca nadie la había usado con una bolsa. Estaba la mugre de quien sabe cuántos años ahí dentro acumulada. Salió como una nube tóxica y cayeron como ratas de pelusa. De pronto respiré eso. La piel muerta de doscientos estudiantes internacionales, sus pelos, uñas, pelos del pubis, mocos secos, capas geológicas de ADN de artistas invitados. No sabía dónde vaciarlo, por dónde empezar. Fue un gran asco. Pero lo logré y después la encendí y aspiré el cuarto y la cocina como un poseído. Me bañé y salí de una vez por todas al domingo de sol. Muy poca gente en la calle.
Somos el contraplano de «Casa tomada». Tomamos la casa. ¿Alguien escribió ese cuento? Debe estar escrito. La casa tiene infinitos cuartos. Siempre hay ruidos en el fondo, pisadas. Pero varias veces fui a ver y no encontré a nadie. Es como si hubiésemos llegado casi al final de una mudanza. Las pocas cosas que hay son como muebles dejados atrás por los inquilinos porque no les gustaban. Son claramente muebles de descarte, un rejunte. Silloncitos de plástico duro de colores flúo, una mesa ratona hexagonal, de fórmica, sillas de distintos juegos…
Son las 8 de la noche y ni noticias del árabe Abdul Cucurthul. Quizá el invento del linaje musulmán funcionó con la gallega.
Este es un diario más de Cucurto que mío. Simplemente porque él está más vivo que yo, le pasan más cosas. Yo soy el testigo invisible. Hoy no hablé con nadie en todo el día. No sé cuántos días podría estar así. La soledad se acumula, es una peste. Es muy difícil de romper una vez que se te instala alrededor.
Lavamos ropa ya varias veces. Cada uno cuelga los calzones del otro con amor fraternal.
A veces yo escribo o leo tirado en la cama. Cucurto dibuja en el cuarto de al lado en su escritorio y comentamos algo. A los cinco minutos dice «¿Te parece, Pedrito?». Ya no sé de qué me está hablando. O sino dice así de la nada: «Qué le vas a hacer, no queda otra».

Día 9

Cucurto llegó a las 10 de la noche, agotado. Se pasó el día chamuyándose a la gallega. Fue a la feria de quesos y vinos. Se emborracharon. Fueron a un parque. Leyeron poesía. Fueron a la casa de ella. Estaba una de las amigas. Las hizo bailar cuarteto a las dos. Se empezó a apretar a la amiga. La gallega se puso celosa, la echó a la amiga, lo semi echó a él. En el ascensor gran engorilamiento. Después también en la calle. Etc. Estaba agotado. La laburó como nunca. Empieza de a poco a romper el hielo europeo.

Día 10

Anoche después de cocinar y comer, fuimos a caminar con Captain Cook. Pasó algo raro. Nos sentamos a conversar tomando un vin chaud y le conté el caso extraño del tío de una exnovia. La historia es así: a principios de los noventas estuve de novio con una chica que vivía en Almagro. Cuando llevábamos un año juntos me enteré de que en ese mismo edificio donde vivía con su madre, vivían también su abuela y su tío, en un departamento en otro piso. Pero estaban peleados, por eso no se veían y yo no sabía de su existencia. Me enteré cuando la abuela se rompió la cadera y tuvieron que llevarla primero al hospital y después a un geriátrico. Entonces mi novia y mi suegra me pidieron que las ayudara a limpiar el depto. No sé por qué el tío no estaba. Lo que encontramos ahí dentro fue aplastante. Madre e hijo eran acumuladores. Había pilas de revistas y diarios de la altura de una persona. Quedaban apenas pasillos para caminar entre las cosas apiladas. Casi toda la cama grande estaba cubierta de pilas de revistas. Apenas quedaba espacio en el borde para que durmiera alguien. Uno de los cuartos estaba hasta el techo de torres de objetos que se habían caído una sobre otra y ya no se podía entrar. Todos los objetos del mundo estaban ahí. Yo encontré hasta un cráneo humano envuelto en papel de diario, del tiempo en que alguno de los hermanos estudió medicina. Sacamos a la vereda setenta bolsas de consorcio repletas. Fue un trabajo titánico. Cuando el tío volvió a los pocos días, no dijo una sola palabra. Quizá le dio vergüenza, quizá se sintió aliviado, como si pudiera volver a empezar. Yo me lo crucé tiempo después en un asado. La abuela de mi novia murió en el geriátrico. Y al poco tiempo el tío, que quedó viviendo ahí solo por primera vez en su vida a los sesenta años, empezó a contar historias raras, enredos con unas mozas de un bar, que le reclamaban la mitad de un auto que él les había prometido. Después una negra dominicana de unos cincuenta años se mudó con él al departamento. La dominicana le pidió si se podían quedar unas amigas unos días. Y el depto se fue llenando de negras que iban y venían y guardaban unos paquetes, según decían.
―Yo estuve en ese depto ―me dice Cucurto, de pronto.
―No puede ser ―le digo.
―Estuve ahí, me llevó una dominicana que se llamaba Benedicta. Me la cogía a veces en Once y un día me llevó a conocer a sus amigas y había un viejo.
―¿Cómo era el viejo?
―Largo y flaco, de traje.
―No puedo creer que estuviste ahí. ¿A ver, dónde quedaba?
Cucurto me dijo la cuadra exacta de Almagro, me describió la entrada y me dijo en qué piso era. No puede haber adivinado todo eso. Conocía el lugar.
Quizá nos cruzamos ahí alguna vez, antes de conocernos.

De pronto haciendo cola en las cajas del súper nos vemos rodeados de mujeres hermosas de edades y etnias varias, muchos jeans ajustados, biodiversidad femenina exuberante. «Qué manera de no coger, Pedrito», dice Cucurto. Le hablo del concepto «blue balls» de los ingleses, por estar muchos días sin acabar. Al día siguiente cuando me levanto hizo un gran autorretrato que dice «El bolas azules», donde se lo ve con cara de aturdido, vistiendo su camiseta de la selección mexicana, y rodeado de mujeres transeúntes de culo redondo.
¿Qué historia puede salir de esta vida sin acción? Estas páginas previas deberían ser la puesta en escena de una historia que todavía no sé de qué se trata. Dos escritores latinoamericanos en un departamento en Francia, uno pinta, el otro toca el ukelele. ¿Y?
¿Después qué pasa?
Un diario que sea como uno de esos libros de Elige tu propia aventura. Vamos a un bar con Cucurto, hay varias mujeres de distintas edades y etnias, bailan. Si quieres que Cucurto tenga relaciones sexuales con la senegalesa ve a la página 45, si quieres que baile con la venezolana, ve a la página 73, etc.

Día 11

Estoy con cierto encono, empaque, provocados por la abstinencia sexual y el aislamiento. Mucho tiempo en silencio. Muchas horas sin hablar con nadie. Me está costando pensar más allá de estos parrafitos de siete líneas. Cucurto, con revistas, folletos, y una máquina de escribir que le pidió prestada a Ivette, hace sus collages en un cuaderno.

Día 12

Qué esclavitud el sexo. No puede ser que domine tanto la vida. Como un voltaje nervioso que se acumula. Me da vergüenza. Quisiera ser más cerebral, pero no puedo. Hablamos con Cook de eso. Como si tuviéramos una afirmación vital a través del sexo. Y quizá no sea para tanto, dice él. ¿Y cómo hacemos para calmar el mostro? «Cogiéndonos alguna mina», me contesta, «yo creo que así nos vamos a relajar más, vamos a estar de mejor ánimo». Por ahora sus intentos vienen infructuosos. No es el mejor compañero de abstinencia el Captain Cook. Es el demonio mismo recordándome al oído la energía indispensable de las mujeres. «Nos vamos a morir acá, Pedrito». De todas las personas del mundo con las que podría haber venido en este viaje monacal, me toca justo el peor demonio. Toda su energía va en ese sentido. Sus cuadros, sus collages, las charlas…
Hoy dimos una charla para los estudiantes en la universidad donde enseñó Saer. El profesor nos cuenta que a Saer le gustaba apostar a los caballos en esos bares donde pasan las carreras por un televisor. Notamos en seguida que no tenía idea de quiénes éramos ni nos había leído. Frente a los alumnos Cucurto contó muy bien toda su historia. De repositor de supermercado a poeta. Cómo se convirtió en su propio personaje, cómo pasó de Norberto Santiago Vega a Washington Cucurto. Un recorrido que sonó mucho más interesante que el mío, de estudiante desertor. Me pasó el trapo Captain Cook. Y algo parecido pasó con los textos que habían analizado. El poema de él era uno de los que más me gustan: Dos tickis cama adentro, en el que habla de una mucama que se roba una camisa del patrón. En cambio el texto mío que había elegido el profesor era el comienzo de El gran surubí, que no tiene ningún sentido leído así aislado como poema, es como leer el primer párrafo de un cuento. Pura letra muerta. Al lado del Cucu me contrasto y quedo como un envejecido niño bien que escribe sonetos en su torre de marfil.
Después almorzamos con Ivette en la cafetería, y nos preguntó sobre nuestra amistad. «¿Dónde se conocieron?». «En prisión», contesté. Durante un rato jodimos con eso. Ivette estaba entre incómoda y fascinada. Pero la verdad, después, hablando a la vuelta en subte, ninguno de los dos se acordaba bien. Yo creo que lo escuché leer a Cucurto en La voz del erizo, un ciclo que hacía Delfina Muschietti en el Rojas. O fue un día que leí yo. Pero lo saludé y cruzamos libros. La máquina de hacer paraguayitos y Tigre como los pájaros. Sería 1997 supongo. Cómo terminamos calavereando por ahí, no sé. Coincidimos en más lecturas. Algunas a la intemperie. Una para juntar fondos en un comedor barrial, que todavía estaba en construcción, sin techo. Yo quedé medio borracho tirado boca arriba mirando las estrellas. Cuando lo anunciaron a Cucurto no apareció, se había ido con una chica.
Otra vez coincidimos en el «aguante» a los trabajadores de la fábrica Bruckman. Era de noche, uno de esos eternos desencuentros entre trabajadores en la mala y estudiantes con buenas intenciones. Los desempleados deprimidos intentaban dormir en unas carpitas en la plaza frente a Bruckman, los estudiantes llenos de energía los apoyaban haciéndoles una rave a las dos de la mañana con parlantes gigantescos. «¡Aguante Bruckman!», gritaba el DJ entre el latido de la música electrónica. Después había lectura de poemas. Ahí estábamos invitados Cucurto y yo. No me acuerdo qué leí, pero lo vi nervioso a Cucurto antes de su turno. Caminaba, pensaba en algo. En realidad se estaba preparando, porque cuando agarró el micrófono empezó a arengar a la gente, la cebó, los hizo gritar a todos juntos uno de los versos que se repetía en su poema. Él iba leyendo y en ciertas partes la gente gritaba a coro: «¡Oh, tú, dominicana del demonio!». Me impresionó, podía hablar como un pastor evangélico endemoniado. Yo creo que fue eso: nuestros demonios felices se saludaron esa noche y ya se conocieron para siempre. Que la vida no separe lo que el diablo ha unido.
No fui a la biblioteca hoy. A la tarde en casa. Recién me pongo a escribir. Medio aplastado. Aunque con brotes de alegría. Saqué «El cóndor pasa» en el ukelele. Le digo a Cook que cierro la puerta para no molestarlo, porque pifio, repito partes. Pero me dice «¡No, es música, dejá abierto que está siempre bueno!».
Le estuve mostrando libros con láminas de Picasso. Hoy ya le sacó la ficha. Hizo un cuadro, donde está la gallega de perfil, que irradia energía. Hoy cuando subíamos la escalera le digo: «Sublimar el deseo sexual a través del arte, ¿hay algo más triste que eso?». Llegamos agotados al cuarto piso. Son noventa y dos escalones.

Día 16

Cucurto compró grandes coles en el mercado de Lices. Llegó enamorado, cargando bolsas con coles vivas que quedaron todavía chillando sobre la mesa. «Esto es increíble, Pedrito. Estoy enamorado», me dijo en secreto aunque estábamos solos. Lo rodeaba el aura de la gallega. «No sabés el culo que tiene. Y es toda rosada», decía y acomodaba mal las bolsas de cebollas que caían rodando, lechugas temblorosas, tomates llenos de sangre. Los repollos desbordaban de sí mismos, se abrían como plantas carnívoras. Yo miraba todo esto desde un rincón de la cocina. Teníamos que dar un taller para quince personas en una hora.
Di el taller hablando un francés recién inventado por mí. Las viejas me miraban sorprendidas. Eran casi todas amigas de Ivette. A pesar de todo me comuniqué. Las hice escribir sobre la infancia. Un salón luminoso frente al río. Después Cucurto les habló del proyecto cartonero y les mostró cómo hacerse un libro de cartón.
A la tarde me fui a la biblioteca. Cucurto llegó de noche. «¡La gallega es una quita semen, no puedo más!», decía. Yo había hecho un montón de arroz con arvejas. Se lo comió todo. Salimos a la noche de domingo. Todo cerrado. Salvo un bar de borrachines. Desde afuera vimos dos chicas besándose. Cucurto dijo: «¡Acá! ¡Es un gran bar!». Entramos y nos tomamos varios tintos. Música fuerte. Gente de todo tipo. Unos disfrazados de piratas del caribe. Otros muy afeminados, de pelo largo y barba rala, medio jesucrísticos (dudamos si no eran dos chicas con barba). Un tipo de sombrero en silla de ruedas. Entraron unos semi clochards. Punk à chien los llaman, punk con perro. Siempre están con un perro. Con sus babuchas y sacos colorinches y su aura de olor ácido. El barman les dijo algo, la mujer gritó, después uno que era enorme empezó a gritar: «Ferme ta gueule!». Básicamente le gritaba en la cara al barman: «¡Cerrá el orto, cómo le vas a hablar así a mi mujer!». Se armó pelea pero lo atajaron al grandote y se terminó. Nos divertimos. Hay un pizarrón en la pared del fondo. Cucurto la dibujó a la gallega, robusta y saludable, y él al lado flaco, chupado, vacío como un cartón de vino tirado en la banquina. Lamenté no tener el celular para sacarle una foto al dibujo. Sobre la barra había una cabeza de chancho de cartón. El baño estaba todo grafiteado con muchos colores. Un bar muy estropeado, rayado, gastado.
Hicimos una gran limpieza, trapeando en patas como marineros en cubierta. Dejamos todo reluciente y salimos a dar una vuelta por la tarde de sol. En eso encontramos un parque que no conocíamos, a dos cuadras de acá, Parc du Thabor. Un jardín botánico lleno de árboles a punto de florecer o floreciendo. Una magnolia desnuda, creo que se llama así, parecía italiano el nombre, magnolia denudata. Tiene la flor blanca. Y había un ciruelo rosado tan alegre que Cucurto lo saludó. «Hola ciruelito». En Mont Saint-Michel hablaba con los pájaros, ahora con los árboles. Vimos los patos, y una pajarera con pajaritos de todos los colores. Unos loros azules chiquitos, celestes, color limón. Nos sentamos en un banco a mirar. Vino una mariposa y se me posó en la bragueta, se voló y se me volvió a posar en la bragueta. «Tás muy caliente, Drope. La mariposa se posa en la energía. Es cierto, energía no liberada». Cuando volvimos me dio fiebre.
Juntamos unas castañas caídas en el parque para ponerlas a germinar.

Día 17

En un rato nos llevan a Lorient, a la Universidad de Bretagne-Sud. Cucurto preocupado porque le salió un grano en la nariz. Según él, por chupar concha. «¡Ya no se puede coger!», dice. «¡Qué desgracia! ¡Pobres los jóvenes! ¡No pueden coger sin preocuparse!».
Diario de Rennes, o Elige tu propia aventura cucurtiana. Si quieres saber si a Cucurto le crece una gran nariz de Pinocho, sigue leyendo en la página 405; si quieres que tenga hijos con la gallega, sigue en la página 578; si quieres que Cucurto y Mairal se trencen en un clinch de amor carcelario…
Junté cartón. Unos cartones muy buenos, impecables, en la peatonal. Los vi tan prístinos, tan útiles, tan rígidos. Los levanté y los llevé hasta Victor Hugo. La gente ni me miró. ¿Para qué los junté? Nadie me lo pidió. Pero me pareció que si dentro de unos pocos días tenemos taller y Cucu tiene que ayudar a la gente a hacer libros cartoneros, pueden venir bien. Me va tomando el cucurtismo.
Le compré una mini muñequita de princesa a Lula. La vio por Skype y enloqueció. Ahora el cocodrilo y la princesa empezaron a interactuar frente a la pantalla de la compu para el Skype. Asociación ilícita.

Día 18

Ayer cuando íbamos a Lorient, Ivette manejaba por la autopista y cada tanto se acomodaba en el asiento, abría la ventana, la volvía a cerrar.
―¿Estás bien, Ivette?
―Sí ―dijo―, es el viejismo.
―¿El qué?
―El viejismo, ¿no se dice así?
―¿La vejez?
―¡Eso!
―Pero vos no sos vieja.
―Sí, soy. Me duele mucho mi espalda.
―¿Querés que maneje yo?
―A la vuelta mejor sí.
Gran palabra el «viejismo». La empezamos a usar con Cucu.
Dimos el taller. Estudiantes un poco tímidos. A la vuelta manejé, la autopista pasaba bordeando de lejos Ploërmel, el pueblo donde nació mi bisabuelo bretón a fin del siglo XIX. Era el tercer hijo varón en una familia de campesinos. La costumbre de la época era que el primer hijo heredara el pedazo de tierra, el segundo se alistara en el ejército y el tercero entrara en la Iglesia. Para evitar esa vida sacerdotal, mi bisabuelo se escapó casi adolescente y viajó a la Argentina. Se llamaba Julien-Marie Fablet. Tuvo diecisiete hijos con la misma mujer, también francesa. Evidentemente no quería ser cura.

Día 19

Cucurto habla por teléfono con la gallega y en un momento le dice: «¡No te olvides de nosotros! ¡Somos dos patitos mojados en una palangana de agua fría!».
Hizo un cuadro que se llama Fumando con ella y tiritando de frío. Está logrando un toque Basquiat. Le conté mi encuentro de ayer con Anna. Ivette me pidió que hablara con una chica que se quiere ir a Buenos Aires, a la residencia. La organiza también la Fundación Paroles. Anna me escribió y apareció por la biblioteca cuando ya estaba cerrando y yo ya pensaba que no venía. Campera roja de cuero, jeans, pelo suelto. Medio seria, metida en su rollo. Yo había estado escribiendo toda la tarde y también estaba medio serio. Hablaba un castellano bastante fluido y con las erres exageradas.
Buscamos su bicicleta. Me dijo que estaba con hambre, si la acompañaba a comer. Pedimos un falafel y un sandwich malak en un lugarcito libanés por Place Sainte Anne y nos lo llevamos al bar de enfrente, a las mesas de afuera donde compramos cerveza. Muy guapa. Qué triste todo. Me cagué de frío ahí afuera terminando mi falafel mientras ella fumaba y me hablaba de su proyecto, y su pajera, «mi pajera», «mi pajera», repetía. Me costó entender que era su pareja, el novio francés que la va a acompañar a Buenos Aires. Yo estaba con la tos en los bronquios, con la bronca en la sangre, un poco deprimido, con la batería al mínimo. Me empecé a dar cuenta de que estos dos meses van a ser puro frío, charlitas inofensivas en callejones antiguos y a lo sumo alguna que otra borrachera en esta ciudad museo. Le hablé con desgano de Buenos Aires, se la vendí muy mal. Después Anna armó el tabaco con porro y me armó uno para mí, con más porro que tabaco. Yo la escuchaba con gran sonrisa de bobo comprensivo y tosía. Qué manera de meterme solito en el patíbulo, calzarme la soga al cuello, abrir la puerta trampa… No hay que entablar amistades con mujeres hermosas. Se fue pedaleando en bicicleta y yo quedé fumado y merodeando por ese decorado de película de época, calles angostas y empedradas, casas con vigas diagonales de madera. Un ciruja pedía monedas: «No es para comida, es para drogas», decía. Le conté el encuentro a Cucurto y a la noche me retrató así, fumando con ella y tiritando de frío. Un gran cuadro. Tengo los pelos parados en alerta hormonal, dos chispas azules en los ojos enloquecidos, y en el torso trasparente se ven mis pulmones maltrechos, mi corazón abierto como un pollo a la parrilla. Este cristiano no tiene paz. La mina disfrutando sus cigarrillos y yo muriéndome. Desorbitado. Se me ven también el hígado, el estómago lleno de cosas. Ella fumando medio atrás, como inventada por mí. Gran retrato.
Le saqué a Cucurto de la biblioteca un libro de Basquiat. Lo hojeaba y me gritaba desde su cuarto: «¡Gracias Pedrito, me pasaste una info de Primera A total!».
Escribo un cuento para niños: «Había una vez una princesa a la que le gustaba escaparse del castillo para ir a bañarse en los pantanos prohibidos…».

Día 20

Fuimos a una escuela y hablamos con niños de diez años. Había tres negritas muy bochincheras, sentadas juntas. Se reían. Se peleaban. Se paraban. El sistema educativo francés no podía con ellas. Una se llamaba Monaïd. Se divertían como nadie. Los niños blancos estaban como vencidos, nacieron castigados, doblados sobre el escritorio, concentrados en su texto. Nunca entendimos bien qué teníamos que hacer nosotros. Los acontecimientos de la Fundación no tienen un principio y ni un fin muy claro. A veces no sabemos cuándo empezó la actividad o cuándo terminó. Quizá es todo un gran acontecimiento de la Fundación, tanto los dos meses en Rennes como nuestra vida entera.

Día 21

Cucurto se fue a París por el día a ver a sus editores. Le tradujeron El señor Maíz, en una edición muy linda, ilustrada.

Día 22

Cuando estamos bajando la escalera, le digo a Cuc que se me está haciendo difícil la abstinencia. «¿Viste? ―me dice―, yo en Alemania estuve un mes sin coger, es jodida Europa».
Ya es primavera pero todavía la temperatura es como en los días de mucho frío en Buenos Aires.

Día 25

El domingo a la noche vimos el partido del Barça vs. Real Madrid en el bar de acá abajo. Un bar irlandés. Así sí me gusta ver fútbol, rodeado de chicas latinas, francesas, españolas, tomando cerveza. Gritando los goles. Esa experiencia colectiva me gusta. Esa cosa de hombres solos del fútbol me aburre. Acá las chicas guapas con anteojos hacían chistes, comentarios. No me gusta ver fútbol en general. Pero en ese bar irlandés, con movimiento, gente parada, varios televisores, un demi de bière blonde y sonrisas de mujeres francohispanas fue una experiencia flotante, agradable. El Barça ganó 2 a 1 con un golazo de Suárez. El mejor fútbol del mundo. Muy lejos de un Vélez-Huracán interrumpido por invasión de cancha y dos muertos a la salida. Fútbol snob, footglam, chic fut, chetbol… Podría hacer esto con felicidad todos los domingos a la noche. Nos quedamos hablando con dos chicas chilenas. Una con gran cabellera eléctrica, la otra medio vencida por un divorcio horrendo.
Brotaron varias castañas que pusimos a germinar. Ahora las puse en tierra en una maceta hecha con el recipiente de plástico donde vienen las manzanas.
Le muestro a Cook el fragmento de Amarcord, de Fellini, donde un loco se escapa durante un paseo por el campo, se trepa a un árbol y empieza a gritar: «Voglio una donna!».
Ayer fuimos a una escuela secundaria, un lycée. Chicos de dieciséis años aproximadamente. Nos hicieron preguntas practicadas. No entendían nada. Se suponía que era una clase de español. Contestábamos a qué le inspira, cómo se convirtió en escritor, hace cuántos años escribe, hablando pausado pero no entendían. La profe traducía algunas cosas y mal. Había una chica autista que fue la que mejor escribió, un texto que se llamaba la niña del infierno, donde describía un animé japonés. Hablaba demasiado fuerte pero era una genia. No tenía habilidad social, no sabía socializar.
La Fundación. Le digo a Cucu: «Somos como dos tenistas profesionales peloteando todo el día con niños discapacitados. ¡Dos meses así! ¿Para qué nos trajeron acá?». Cucu me trata de calmar. Idea para una novela: una fundación que parece cultural pero es para bajarte el ego literario y para aplacar el demonio del sexo. Estamos en una intervention y todavía no nos dimos cuenta. Esto es una escuela de humildad. «Escuela de la humildad Ivette Gideau».
Me voy a dormir.
Como vamos a ir a Brest, le leo a Cucurto el poema de Prévert:
Acuérdate, Bárbara,
llovía sin cesar en Brest aquel día
y te encaminabas sonriente
espléndida encantada empapada
bajo la lluvia…
Un largo Skype entrecortado con Inés. Noticias de Buenos Aires. Planeando unos días en París con ella y Lula. Mucho trámite, pasaporte, pasajes, permiso… Vamos a ver si lo logramos. Hablamos del tema con Cuc, de nuestras parejas. Me dice: «Ellas están ahí también, viviendo con su deseo. ¿Qué te pensás?».
A la siesta lo escucho muy activo, mueve cosas, va, viene, abre canillas. Salgo de mi cuarto y lo encuentro barriendo, lavando el baño que está cerca del living. Esta noche después de la lectura vamos a traer a todas las minas para acá, Pedrito, van a posar sus culitos delicados en este baño y hay que tenerlo limpio. Van a revolotear las conchas francesas por toda la casa, vas a ver.

Día 27

Miro el historial de mensajes del celular de la Fundación, que nos prestaron. Están todos los sms que recibió el poeta residente del año pasado. La rompió. Una tal Lucille y una Frida lo citaban en bares, lo invitaban, lo iban a visitar: «¿Cuándo puedo bailar para tus poemas?», «Podemos trabajar luego de la siesta ;)». ¿Y quién más figura? ¡La gallega! Genial. Somos actores de una obra que se representa cada año y no lo sabíamos. Nosotros, los nuevos, con nuestra ingenuidad aportamos las mínimas variantes de esa representación. Le cuento a Cucurto. Le muestro el teléfono. «¡El tipo se cogió al condado!», grita. Después empieza a decir: «¡Llamémoslás! ¡Que vengan a bailar nuestros poemas!». Siempre va un poco más allá. Se quedó con el teléfono así que es probable que les mande algún mensaje. No sé cómo va a ser el entre pero no dudo de que algo se le va a ocurrir.
Salió bien la lectura anoche. Vino bastante gente, el auditorio casi lleno. Me presentaron como «escritor argentino de origen bretón». Apareció Anna, con su pajera: un barbudo medio etéreo. Les recargué el vino durante el vernissage post lectura. Me habló mucha gente y yo me puse muy comunicativo y simpático y me cansé. Vinieron estudiantes que vimos en la facultad. Quisimos ir a comer todos juntos al final pero estaban cerrando los restoranes. Terminamos en casa, Cook, Jeremy, Concha, Gil, Michele, la chilena y una venezolana que no me acuerdo cómo se llama. Bailamos Celia Cruz y cumbia con la venezolana y con Michele. Fue curioso sentirlas a las dos bailando, tan diferentes. La chilena era intelectual, urbana, livianita; la venezolana era pesada, campesina, concreta. Quiero decir que la chilena rebotaba, en puntas de pie, gran bailarina, se desplazaba cuando uno avanzaba, frágil al contacto, en cambio la venezolana era como un tren, plantada en la tierra, de manos fuertes, iba al choque, tenía inercia y también bailaba bien. Las dos bailaban bien pero tenían energías casi opuestas. Nos divertimos. Jeremy sacó fotos y después se fue. Se fueron yendo. Quedamos solos con las dos bailarinas. Entonces el Dr. Cumbia empezó a meter mano y la chilena reculó y ya se tomó un vaso de agua y pasamos a la clase de tango y al rato se quisieron ir las dos y se fueron. Hace bien bailar. Quedamos con Cook comiendo en la cocina, solos. ¿Y las conchitas francesas revoloteando por la casa? Cero. «La rompimos hoy, Pedrito, hicimos todo bien», decía entre las cucharadas de arroz.
Sigo cocinando guisos poderosos. Cucurto lava los platos. Como está flaco se le caen los pantalones. Se le ve el comienzo de la raya. ¡Qué cuerpo más raro! No tiene culo. Es como el oso Yogui. Todo el día con la camiseta verde mosca de la selección mexicana. Yo me levanto a la mañana y deambulo en mis calzones largos estilo Charles Ingalls y crocs. Somos un dúo irresistible. Yogui grita desde la cocina: «¡Las tenemos muertas, Drope, van a caer como polillas en el fuego!».

Día 28

Anoche fuimos a la milonga. Nos llevó Michele, la chica chilena. Gran cabellera de fuego. Fuimos temprano porque antes del baile daban clases. Ni el Dr. Cumbia ni yo tenemos idea de cómo bailar tango. En la clase primero había que caminar, después se formaban parejas y si te tocaba con un hombre tenías que bailar con un hombre. Huí hacia un costado. Me dio mucha vergüenza. No tanto lo de bailar con un hombre sino no saber ni los pasos básicos. El nivel de la clase ya era bastante avanzado. No sé ni caminar que es lo primero que se aprende. Ahora quiero aprender. Me dieron ganas de ir a la milonga en Buenos Aires. Había unas veteranas poderosas, unas franchutas con unas patas largas y tacos altos. Después de la clase empezaron a llegar los habitués. Había gente que bailaba muy bien. Me gustó porque puedo reconocer el tango vals del tango tango y del tango milonga. Bailamos con Michele. Una chilena enseñándonos a bailar tango. Increíble cómo baila Michele, y con ese nombre tan de tango de los años veinte. Se largó la milonga y había algunos que firuleteaban lindo. Bastante olor a chivo hay que decir. Se usa poco desodorante acá. Una mezcla de felicidad y envidia ver a las parejas que mejor bailaban. A veces ella con los ojos cerrados, él guiando. Un lento caminar armónico, sincronizado, un monstruo de cuatro patas, medio acechante, la pareja tiene algo de araña o de cangrejo. Se va la vida, decía un tango viejo que pusieron.
Nos vamos a Camaret-sur-Mer, un pueblito de pescadores. Yo antes voy a París y me encuentro ahí con Inés y Lula. Hoy tuve que limpiar el depto antes de irme. Volvemos en quince días. La cocina tenía mugre de un mes. Pasé el trapo, fregué las bachas, las hornallas, la mesada, la heladera. Meta cif y trapo. Mi baño también era una mugre. Después aspiradora, bolsas de basura. No sabía qué hacer con la maceta donde están (todavía ocultos) los brotes de castaña. La puse en la cornisa a un costado (es una cornisa ancha, y con canaleta, no se pueden caer). Es probable que se congelen.

Día 35

Llegué a Camaret. Cucurto cuando me vio me dijo: «Te cambió la cara, Pedrito. ¡Menos mal que vino tu jermu a tiempo para sacarte de los escombros! Ya me estabas preocupando».
Ahora no está Cuc. Se fue por el día a Brest y no volvió. Me parece que le gustó su traductora y se quedó, pero ante la incertidumbre de Ivette («¿Tú sabes algo de Cucurto?»), preferí no decir nada. ¿Volverá?
Camaret es un pueblo de pescadores, y de veraneo. Ahora en temporada baja está todo vacío. Está bueno el estudio, pegado al de Monsieur Cucurt. Chiquito, un solo ambiente. Anoche me dio mucha claustrofobia, es un altillo. Insomnio. No escribo nada estos días.

Día 39

Caminé toda la mañana por los acantilados de la península. Había bunkers alemanes de la segunda guerra. Quedaban las estructuras de cemento. ¡El mar! El sol brillando en el mar como una explosión atómica.
Vino una sola señora a mi taller de escritura, desde un pueblo vecino. Las demás participantes eran Ivette, su hermana, y la bibliotecaria. Problemas de organización, me dicen. Las saqué a caminar por el pueblo, con los ojos cerrados, para escuchar los ruidos. Un ejercicio de percepción que siempre le hago hacer a los talleristas. Creo que les gustó. Después anotaron lo que escucharon. Hablamos sobre eso. A la tarde taller con niños de una escuela. Los chicos dan más trabajo. Querían saber todo sobre Messi en Argentina. Hicieron «El libro más corto del mundo». Les divirtió la idea. Después le pusieron tapas de cartón con Cucu. Eso fue en la biblioteca.

Día 40

Ayer nos llevaron a navegar Ivette y su cuñado Robert, que tendrá también su edad, unos sesenta años. Era un barco de pescadores, con motor, cabina y velas. Iba lento. Al parecer el casco estaba sin limpiar hace mucho y tenía líquenes y caracoles pegados, lo que le quitaba maniobrabilidad y velocidad. El capitán Robert, enfermo, en crocs, tosiendo. Fuimos hacia la península. El mar azul. Otros barcos. Era un día de sol. Vimos un cardumen que saltaba fuera del agua. Cucurto dijo: «¡Pedrito estamos en la cima!».
Por sacar fotos y estar mirando para abajo el celular, me mareé un poco. Tomé el timón un rato porque me pidió Robert. Había que corregir el rumbo, pasar lejos de los cayos, las rocas que salían, las boyas. Robert se paró en el borde de la cubierta y se puso a mear sin previo aviso. Después bajó y desplegó una vela chica para ayudar al motor. Pasamos frente a una la playa grande y atrás de una punta anclamos en una bahía protegida del viento. Cucurto sacó el pan, el paté, el queso, el vino. Se acercaron gaviotas al barco, esperando que les tiráramos las migas. Gran lugar. Le entramos con ganas a la botella de blanco. Después empezamos a volver. Cucurto venía cantando pedazos de «Los mareados»: «Hoy vas a entrar en mi pasado, mirá lo que quedó». «Pedrito, no podés pedir más, ya está», me decía señalando el mundo. Nos terminamos la botella. «¡El novi fue!», gritaba.
Le vi las manos manchadas con colores. Estos días pintando como un desaforado. Dice que extraña Buenos Aires. Pinta personajes porteños: un limpiavidrios, un taxista, un repositor, una chica que se roba una moto («Niña conflictiva roba moto», dice el cuadro), una negra con ojos de tigresa. Un cuadro que se llama «Papá incendia iglesias». Otro que también me gusta mucho: «Ciudadano del mar», donde está él (o un tipo) sentado en el muelle acá en Camaret, y bajo sus pies pasan pescaditos horrendos, caballitos de mar, aguavivas, y tiene frases escritas, como «laburo o muerte», «sudamericano en oferta», «pájaro afrodisíaco», «kiero laburar», «quiero mejillones», «revolución marina»… El personaje está entre contento y con ganas de tirarse al fondo. No se sabe, una nostalgia cucurtiana. Sentado frente al misterio, frente a la gran curiosidad del mar. ¿Por qué Cucurto se puso a pintar acá, por qué yo me puse a hacer canciones? Yo llevo este diario, escribo poco. Estoy cada día más enganchado con la música. Cucurto extraña pero está contento.
De pronto el motor empezó a tirar humo espeso. Robert aceleraba, desaceleraba, apagaba, encendía. Lo oí decir: «C’est pas vrai». Abrió la tapa del motor. Trató de arreglar algo. No pudo. Se puso nervioso. Ivette le hacía preguntas, hasta que Robert le hizo un gesto con la mano abierta, de «pará un poquito», fue terminante. Lo entendimos todos bien. Un gesto universal. Se había quemado algo (la junta, pensé) y estaba mezclándose el aceite con agua. Salía agua por el escape. Un desastre. Robert hacía silencio agarrado al timón. Cucurto y yo nos mirábamos de reojo. De pronto fue a cubierta y nos pidió que lo ayudáramos. Dos marineros tarambanas. No sabemos nada ni uno ni otro de navegación. Izamos la vela grande, tuvimos que tirar enloquecidos porque algo estaba medio trabado.
Maniobrábamos en la cornisa del velerito, sin salvavidas, tratando de mantener el equilibrio entre los barquinazos. Si Cucu se caía al agua, me tenía que tirar a ayudarlo. Si yo me caía, se tiraba él. ¡Nos íbamos a ir al fondo como plomada! ¿Cuánto tiempo podíamos flotar en el mar helado con los borcegos puestos? Además el barco sin motor no iba a poder volver al rescate. Adiós mundo cruel. Me meto en el recuerdo de ayer y todavía me dura un poco la sensación del bamboleo del mar.
Andábamos a los tumbos tironeando las sogas, ahora esta, ahora aquella del otro lado. El barco no avanzaba. Nos estábamos yendo hacia la costa rocosa. Por los líquenes en el casco, no se mantenía bien el rumbo y las velas lo hacían rotar en el lugar. Ivette quería pedir ayuda por teléfono, pero Robert no. Íbamos a llegar tarde a la actividad que teníamos programada para las 2. Era perfecta la excusa. Me sentí aliviado.
La actividad consistía en ir a un geriátrico a leerles poesía a las viejas de Camaret. Ivette quería que yo llevara el ukelele para cantarles una canción. El mar me estaba salvando de semejante programa. Aleluya hermanos, estaba dispuesto a quedar a la deriva una semana. Por Skype desde Buenos Aires la había escuchado a Ivette decirme algo de un taller con gente mayor, y como veníamos hablando de un taller para niños, pensé que «gente maiorrr» eran adultos. Ningún problema, decía yo. Después en Rennes me había enterado de que se refería a viejos, pero pensé que era un taller con unos abuelos y estaba todo bien. El día anterior me había dado cuenta de que el evento era en una «maison de retraite», es decir que mi tarea era ser una especie de animador de geriátrico. Que venga Moby Dick y parta el barco en dos de una vez. Me llamo Ismael.
Robert peleaba orgulloso, tratando de hacer avanzar el barco un metro. Tensábamos la vela de un lado, después del otro. La corriente nos seguía empujando hacia unas piedras. Se levantó más viento y nos empezamos a mover un poco. Encima no teníamos el viento a favor sino en contra. Robert hizo unas bandas largas para un lado, para el otro, avanzando en zigzag. Pasó el tiempo. Nadie hablaba. Había quedado solo un pedazo de pan sobre el papel en que lo cortamos. ¿Qué pasaba si nos quedábamos a la deriva?
Robert nos daba órdenes de capitán: «Lache! Tire!». Y con Cucurto obedecíamos. Me sorprendió la fuerza de la vela, que tironeaba como un caballo nervioso, una energía viva, enorme, difícil de controlar. Otro acontecimiento de la Fundación: bautismo de mar. La gran vida palpable. Nos fuimos acercando al puerto. El evento era a las dos y ya eran casi las tres. Ivette pidió por teléfono rescate al puerto, pero el barco salvador nunca llegó. A Robert se le pasó la gripe. Estaba firme en el timón, con el gorro medio retraído hacia la nuca, un Jacques Cousteau del Atlántico Norte, orgulloso de hacernos llegar a puerto.
Recalamos en un muelle así, como veníamos. Nos estaba esperando la hermana de Ivette. En cuanto amarramos y puse pie en tierra me agarró del brazo y muy apurada me empezó a querer llevar, hablándome muy rápido en francés. Entendí que todavía estábamos a tiempo para llegar al geriátrico, que nos estaban esperando. Dios. Ivette también dijo lo mismo y salieron a paso firme delante, las dos hermanas. Cucurto y yo caminamos lento por el muelle. «¡No, ni en pedo!», me decía Cucurto. «Yo no voy. ¡No vamos a ir a ese geriátrico ahora, Pedrito! Estas viejas están locas. Dejálas que se vayan. ¡Cómo rompen las pelotas!». Robert había quedado arriando las velas. Vimos que la hermana de Ivette nos hacía señas de lejos y volvía sobre sus pasos. Cucurto se sentó mordiendo una manzana.
«¡Ahí viene! ¡No! Yo me hago el que me siento mal, pará», dijo Cucurto y se tiró al suelo. «Levantáte, Cuc, ¿qué hacés?». Venía la hermana de Ivette. «Hacéte el preocupado», me decía susurrando, abriendo un poco un ojo para ver si venían. Ahí estaba Cucurto tumbado sobre el cemento del muelle, con gorro y campera, los brazos abiertos en cruz y media manzana mordida en la mano. El foul peor actuado que vi en toda mi vida. «Il est malade», le dije a la hermana de Ivette. No se siente bien. Era perfecto, yo me quedaba cuidándolo y se suspendía todo, total ya se había hecho tarde. Pero apareció Robert y, cuando le expliqué lo que pasaba, lo ayudó a Cucurto a sentarse. La hermana me dijo que Robert se ocupaba de Cucurto, que yo fuera a la actividad. Qué mal me salió. Pero está muy enfermo, decía yo tratando de quedarme. Robert se sentó con él, como enfermero confiable. Cagué. Si Robert había traído un barco averiado hasta el muelle, bien podía cuidar al falso mareado. «Cómo me cagaste, guachín», le grité de lejos a Cucurto, mientras me arrastraban del brazo. Me subieron a un auto enorme. En el asiento de atrás me esperaba el ukelele. Estaba todo listo para mi desgracia.
Quedaba muy cerca, tres minutos en auto. No tuve ni transición. Del viento y el mar y el horizonte y la vida gigante, a ese lugar con portón automático donde entramos pulsando un código secreto para que no se escapen los viejos. Los vi sentados en un comedor luminoso. Como veinte viejas, muchas en silla de ruedas. Había dos hombres. Algunos me miraron desde el fondo del tiempo. Otros estaban cambio y fuera, la mirada perdida, babeando. Lo que se llama un público difícil. Ivette me presentó. Dijo que íbamos a hablar de la música y la poesía. Les hablaba como a niños sordos. «¿Por qué no empezamos por una canción? Pedro va a cantar con el ukelele». «¿Te parece, Ivette?». «Sí, me parece», dijo mirándome con una sonrisa despiadada. Agarré el ukelele, me hice el que lo afinaba. Un momento duro. No debería contar esto. Pero ya estoy acá y en ese momento también ya estaba ahí. Nada es tan grave. Empecé a cantar «Jamaica Farewell», una canción que cantaba mi mamá. Algunos levantaron la mirada para ver quién era ese que los rodeaba cantando en inglés con una guitarrita.
Yo me bancaría llegar a viejo, pero no que me encierren en un lugar donde dejan entrar a extranjeros a cantar con ukelele. Antes me zambullo en una pileta de ácido. Pobre gente. Pobre yo. Sin duda, la prueba más difícil de la Fundación: entretener a la tercera edad. Me estuve preparando para ese momento toda mi vida, y sobre todo el último mes, practicando esas canciones. Por suerte nadie lo filmó. Canté caminando despacio, rodeando la mesa. Mi mamá está así ahora, en silla de ruedas, totalmente ida. ¿Qué hago acá?, pensaba y miraba una hilera de caras como del Bosco, expresiones ornitológicas, de espanto permanente, la boca abierta, las manos huesudas sobre el mango del bastón, la piel traslúcida, las venas azules, los mentones con unos pelos blancos… Canté y recorrí las miradas interrogantes, algunas de cabeza torcida, como cachorro que no entiende. De todas formas la mirada más brava fue de la cuidadora que estaba sentada sobre una mesa con aire de guardacárcel, los pies en el asiento de la silla, los brazos cruzados, harta. Se notaba que desaprobaba todo: la llegada tarde, la actividad, la poesía, la música, el argentino, la canción… Y tenía razón.
Después Ivette insistió en leer mis poemas. Primero leí yo uno en castellano «para oír cómo suena», y después leyó ella. Y leyó bien, pero no logramos nada. No conseguimos conectar ni una partícula comunicativa. Una señora dijo algo que no entendí. Pensé que quizá era un comentario sobre los poemas. Me entusiasmé. «¿Qué dijo?». «Dice que ahorra tienen que tomarr el té», me explicó Ivette. Una lección de vida. Eso es el público más real. Así de lejos está el lector y hay que alcanzarlo. Lo único que nos jugaba a favor era que no podían huir.
Ivette siguió tratando de hacerlos hablar. Yo me quería ir. Miraba por la ventana. Afuera en el jardín una nenita le empujaba la silla de ruedas a su abuela, barranca abajo, y la madre tenía que estar atajándola. Me acordé de mi hija. De pronto una señora dijo que había vivido en Brest y había estado durante los bombardeos. Y otra con grandes ojos azules contó que durante la Guerra Civil española llegó un barco lleno de exiliados a Camaret. Que había un hombre que bailaba muy bien y se llamaba Jesús. Eran las únicas dos que parecían estar ahí y estaban más pendientes de la llegada del café que de nosotros.
Medio extenuado, derrotado por la distancia insalvable, sintiendo que no tenía nada para darle a esa gente, ni un segundo de distracción poética, me senté en la cabecera que estaba libre. Le conté a esa señora de Brest que mi bisabuelo era bretón, de un pueblo de ahí cerca, y se había escapado a la Argentina porque querían meterlo de cura. Las demás ni me miraban. Le dije que mi abuela me cantaba algunas canciones francesas, que había una de la que apenas me acordaba un pedazo de la melodía. La empecé a tararear. La vieja reconoció la melodía, dijo «Mais oui!», tomó ese pedacito de canción y empezó la estrofa ya con la letra, y después en el contagio musical cantó la vieja de al lado y después otra y otra, y terminaron todas esas señoras bretonas en la larga mesa cantándome esa canción, regalándomela de vuelta, recuperándola del fondo de mi propia infancia.
Se fueron despertando, conectando, saliendo del autismo de la vejez. Como si se curaran de pronto, volvieron, mi abuela, mi mamá, todas cantaban «Il était un petit navire, il était un petit navire…». Y a mí se me conectaron unas neuronas que nadie juntaba hacía mucho tiempo, hicieron chispa, alguien prendió la luz al fondo de mi cabeza. Ahí estaba esa canción, tirada entre juguetes rotos y abandonados hace cuarenta años, muchas mudanzas atrás. Yo no sabía la letra pero ellas sí, y la entonaban entre todas. Me volvió la imagen de un libro viejo con los dibujos y las letras de esas canciones populares francesas. Quizá lo conserve mi hermana. Esa canción en particular tenía un dibujo donde había un nenito llorando en la cubierta de un barco, rodeado de marineros. Era una historia truculenta. Se quedaban sin víveres en alta mar y sorteaban a quién se iban a comer. Salía elegido el marinerito más joven, que empezaba a escuchar a los otros discutir con qué salsa lo iban a cocinar. Entonces se trepaba al palo mayor y rezaba pidiéndole ayuda a la Virgen. De pronto, en un gran milagro, empezaban a saltar miles y miles de peces plateados sobre la cubierta del barco. Esa es la canción.
Ahora la estoy aprendiendo a cantar otra vez.