El intermediario

En 2006, Hernán Casciari escribió un cuento a modo de metáfora sobre la innecesaria y delictiva figura del sujeto que se interpone entre autor y lector. Lo ilustra Jorge González.

Páginas ampliables

La figura del intermediario existe en el mundo desde que se acabó la inocencia. Desde que perdimos la fe en los demás. Primer intermediario: el banco. En los tiempos del Renacimiento la gente pudiente ya no podía transportar dinero porque había ladrones hambrientos en los caminos, entonces los ricos que debían viajar se contactaban con un integrante de la familia Medici, que recibía el dinero en Ginebra, por ejemplo, y otro integrante de la misma familia se lo devolvía en Florencia, quedándose con un poquito. El intermediario nace y florece cuando nace y florece el ladrón. Y el intermediario sospecha, muy pronto, que necesita al ladrón para que su negocio prospere. Y más pronto todavía saca cuentas y descubre, el intermediario, que lo más conveniente es ser el ladrón. 

Bancos, agencias de viajes, notarios, abogados, compañías telefónicas, gestores, editores, vendedores de alarmas contra robo, guardias de migraciones. Están porque el mundo es feo. Están porque te convencen de que nadie más que ellos te pueden salvar de la maldad del resto. 

Cuando hablábamos con Altuna salió este tema. ¿Cuál es el sentido, si no, de los representantes literarios? ¿De qué me defiende mi representante? De las editoriales, se supone. De sus matufias, de sus mentiras, del robo constante, de decir que venden tres cuando vendieron siete. Pero entonces, pienso después, el representante necesita que esas editoriales sean así, para subsistir. 

En 2006 escribí un cuento al que llamé “El Intermediario”. Fue una metáfora de la sensación de pactar por cansancio. De pactar dormido. Yo sabía que la industria me robaba, ¿quién que escribe no lo sabe? Y sabía también que era hora de contratar a un representante para que ese robo resultase menor, o al menos fuera menos vergonzoso.

De hecho, varios representantes me llamaban por teléfono para que engrosara sus filas. Cada uno me ofrecía diferentes ventajas, y en todos notaba el discurso del que te vende una alarma contra robos.

Nunca se te va de la cabeza esa sensación de desagrado, de mundo al revés. ¿No sería más fácil si el autor se comunicara con el lector, con simpleza, en lugar de todos estos túneles de mierda, con peajes sucios, en donde cada quién desconfía del resto? 

En el siglo pasado resultaba imposible que el autor se comunicara con el lector. Pero ya no. ¡Qué gran noticia: ya no! En esta página le escribo a lectores que compraron una revista sin nadie en el medio, y ellos me leen con la misma sensación (eso quiero creer). Estoy escribiendo desnudo, sin representantes ni editores ni distribuidores, estoy escribiendo sin pájaro en mano ni quince por ciento volando. Aquello no era posible ayer. Necesitábamos mercachifles con corbata y sonrisas de muchos dientes. 

El cuento aquel que escribí en 2006, como metáfora de inocencia, habla también de una crisis de fe. Con Chiri recuperamos la fe haciendo esta revista. La fe en nosotros como adolescentes a destiempo, pero también la fe en comunicar lo que queremos para el pedacito de mundo que nos toca. Y quisimos que la primera portada de Orsai tuviese el cuerpo y la cara de un intermediario mirándonos de frente. 

El mismo que hace unos años tocó el timbre de la puerta de mi casa, mientras con Cristina dormíamos, y me invitó a pactar.