El terrorista que vive conmigo

Cuando Ana Pietro se dispuso a escribir un libro sobre terrorismo, se dio cuenta de que en realidad lo que quería eran respuestas sobre su historia familiar. Aquí la crónica de ese descubrimiento.

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El 19 de agosto de 2014, cuando ISIS decapitó al periodista James Foley ante una cámara HD y sobre el inmenso fondo del desierto sirio, yo estaba por firmar el contrato de un libro de divulgación sobre terrorismo sin ser una especialista en el tema. El proyecto había surgido de la invitación editorial para que escribiera sobre lo que quisiese, y de mis ganas de abordar un asunto que me resultaba fascinante y en el que era casi por completo una autodidacta. Hasta ese momento solo era una experta en decapitaciones: cuando tenía seis años y no había nadie cerca (en especial mi padre, a quien no le gustaba que mirara escenas violentas), solía escabullirme en la biblioteca familiar y abrir la doble página de una enciclopedia juvenil que mostraba el instante en el que la hoja de una guillotina cercenaba el cuello de María Antonieta.

Recuerdo al verdugo, cubierto de negro ―como «Jihadi John», el asesino de Foley―, y que los espectadores que se apretaban para ver la ejecución no se distinguían unos de otros: eran una masa rabiosa y sin identidad. Recuerdo el tramo uniforme de sangre que manchaba la hoja de acero. Y recuerdo los ojos entreabiertos de María Antonieta y sus mechones transpirados, casi tan blancos como su vestido que flameaba suave, a punto de aquietarse encima de ese cuerpo inmóvil y todavía caliente. Podía pasarme ratos muy largos explorando ese dibujo, alucinada y espantada por una máquina de matar tan cruel y bien diseñada, y preguntándome de qué clase de meditaciones podría haber salido la idea de cortar cabezas y de hacer de eso un espectáculo.

El día de la firma de contrato ―y con la sangre de Foley todavía derramándose en las noticias―, volví a hacerme esa pregunta, esta vez alentada por el deseo de los otros. Quienes estaban al tanto de mi libro habían asumido que entre mis tareas de escritura y cobertura venía incluida la de darle play al video de esa matanza. «¿Viste cómo le cortaron la cabeza al periodista yanqui?», me preguntaron demasiadas veces. «No, no veo eso», contesté siempre. Tampoco vi las decapitaciones que Abu Musab al–Zarqawi hacía en sótanos sucios y con sonido ambiente en 2004; ni vi la del periodista Daniel Pearl en Pakistán en 2002; ni busqué rastros online de las que el checheno Arbi Barayev había hecho en 1998; ni vi cómo ISIS cortó las cabezas de veintiún albañiles cristianos en una playa libia en febrero de 2015. Todas esas coreografías asesinas están disponibles en la web, en video o secuencias de fotos, pero para mi libro no asistí a ninguna de ellas. Alguien me había dicho alguna una vez que si quería entender ese tipo de maldad tenía que ver ese tipo de imágenes. Yo creo que tuve suficiente con mis recurrentes expediciones a la ilustración de María Antonieta. Y también con revisar algunas otras cosas.

―Voy a escribir un libro sobre terrorismo ―le anuncié a mi psicóloga.

―¿Por qué sobre terrorismo? ―preguntó.

―Porque el tema me interesa.

―¿Y por qué te interesa?

―Porque me abruma la idea de que haya gente que disponga de vidas ajenas para conseguir algo.

―Ajá ―dijo, y levantó la ceja derecha: un gesto que pone siempre que le doy una respuesta que sabe a poco o le suena a farsa. La de las «vidas ajenas», en efecto, iba a convertirse en la coartada inmediata que daría, tiempo después, a los medios que me preguntaran lo mismo ―por qué escribir sobre terrorismo― cuando el libro saliera, en septiembre de 2015. Declarar que «me abruma que se disponga de vidas ajenas para conseguir algo» ―es decir: que se haga lo que hace cualquier criminal― era una respuesta lo suficientemente vaga como para tranquilizar a todo el mundo.

Principalmente a mí.

―¿«Ajá» qué?

―Bueno, tu primer libro fue sobre los ataques de pánico, ahora vas a escribir uno sobre los ataques terroristas.

Así era. En 2013 había publicado un libro llamado Pánico. Diez minutos con la muerte, que trata sobre los ataques y el trastorno de pánico: los que sufren otros y también los que sufrí yo entre 2007 y 2008.

―¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? ―contesté, erizándome como un gato a la defensiva.

―Por lo pronto el terror.

―¡Son terrores distintos!

―¿Tan distintos?

―Claro que sí, uno es por dentro, el otro por fuera.

―Terror al fin.

―También me fascinan los libros de terror y las películas de terror, no veo la relación.

―¿Te fascinan los ataques de pánico y los ataques terroristas?

―Buoh, «fascinarme». Lo que te quiero decir es que… te quiero decir que… ―me quedé callada, mirando en la biblioteca de mi psicóloga mi libro sobre los ataques de pánico, que ella compró cuando empezó a tratarme. Nunca me dijo que lo había comprado; me di cuenta por verlo entre sus estantes. Si yo hubiese estado en su lugar, supongo que tampoco me habría resistido a explorar alguna probable relación entre las dos publicaciones. Después de todo el pánico es como un terrorista interno: no te mata, pero te toma de rehén. No te mutila el cuerpo, pero sí el carácter. Y cuando se decide a atacar (porque lo que hace se llama literal y sugestivamente así: «ataque»), uno queda en un estado permanente de terror a otra embestida.

―Te quiero decir que no hay ninguna relación… ―insistí, apartando los ojos de mi libro y retomando el hilo de mi discurso, en el que me puse a aleccionar a mi psicoanalista acerca de «en qué consiste» el terrorismo. Le dije que es un asesinato indiscriminado, un manifiesto político y una maniobra de propaganda. Le dije, además, que ella no me había tratado durante mi época de pánico y que, por lo tanto, nunca me había visto en ese estado. Luego concedí que si acaso existía alguna relación entre la experiencia interna de un ataque de pánico y el acto político de perpetrar un atentado terrorista, tenía que ver con las dificultades para definir a uno u otro.
―La gente que nunca pasó por un ataque de pánico no te entiende, es como hablarle a la pared ―le dije―. Lo mismo pasa, más o menos, con el terrorismo: unos llaman «combatiente legítimo» a lo que otros llaman «terrorista»; unos llaman «acto de autodefensa» a lo que otros llaman «acto sanguinario de terror». Estamos en 2014 y la ONU no tiene una definición oficial de terrorismo. Cualquiera que no pasó por un ataque de pánico, tampoco lo puede definir. Ahí está la relación.
―¿Te veo la próxima?
―Sí.
Me levanté enojada de mi sillón de análisis y fui a tomarme el colectivo. En el camino, pensé que no hay lugar sobre la tierra en el que un acto terrorista no despierte un mismo sentimiento: el pánico. Y que esa respuesta incontrolable del cuerpo podría ser, a su manera, la única definición universal.

En 2006 fui a Madrid a hacer un curso de posgrado sobre estudios de terrorismo. Éramos quince españoles y ocho latinoamericanos que cursábamos seis horas por día. Una mañana, después del recreo del mediodía, nos esperó en el aula, para la última clase de todas, un funcionario del Partido Popular que estaba amenazado por ETA (Euskadi Ta Askatasuna, la organización separatista vasca que se había cargado a más de ochocientas personas en más de cuatro décadas de atentados). Los estudiantes entramos al aula relajados y cerrando los planes de salir esa noche para celebrar el fin de la cursada, pero la alegría se cortó de pronto. El funcionario había llegado con dos guardaespaldas: uno que estuvo a su lado durante toda la clase y otro que custodiaba la puerta desde afuera. No pude concentrarme durante la hora y pico que duró su exposición y hoy, revisando mis apuntes, me doy cuenta de que no anoté nada de lo que dijo. Aunque entendía que la amenaza de ETA era real, me parecía violento ―y exhibicionista― tener a un hombre armado dentro de un espacio educativo.

Tal vez mi imposibilidad de tomar notas haya tenido que ver con otra cosa, que se estaba escribiendo en otra parte y que había quedado impresa en los huesos de mi pasado familiar. Promediando los setenta, mi papá era director de la Escuela de Comunicación Colectiva de Mendoza: un instituto terciario que funcionaba de noche en las aulas de un primario y que tenía un programa de estudios en periodismo y comunicación social muy innovador para la época. Y no era cualquier época. Buena parte de los alumnos militaban en alguna agrupación política, otros habían llegado desde Chile escapando de la dictadura de Pinochet, y otros querían ser parte de la renovación intelectual de una provincia conservadora, en pleno gobierno de Isabel Perón. 

En cierto momento, a Montoneros le pareció buena idea culminar allí, en las puertas de la Escuela, una gran movilización que estaba organizando en la ciudad. Pero mi padre ―un académico que hasta el día de hoy detesta los fanatismos y las armas― se había negado a que lo hicieran formar parte de ese acto, así que una noche de cursada decidieron caer armados a ver si lo convencían. El jefe de la partida entró a su oficina y estuvieron allí dentro discutiendo por dos horas. Según mi papá, era como dialogar con un muro; nada de lo que explicaba (que ese era un lugar de aprendizaje, que iban a terminar incitando a una masacre) entraba en la cabeza de su interlocutor, quien finalmente cedió, no sin antes proferir amenazas del tipo «esto no termina acá» y «algún día vas a tener que rendir cuentas». Salió de la oficina y sus acompañantes, que se habían quedado bloqueando las puertas de las aulas arma en mano para que no salieran ni entraran profesores ni estudiantes, se fueron tras él. Todos eran muy jóvenes ―también mi papá― y habían entrado armados a un espacio educativo.

No sé el alcance del vínculo interno que armé entre esa historia de mi padre y la del funcionario del PP, pero sí sé que mi primer ataque de pánico ocurrió después de su clase en Madrid. Cuando salí de la universidad me tomé el metro para ir a lo de mi hermana ―donde estaba parando― y trabajar un poco en la entrega final antes de salir de juerga con mis compañeros. No me sentía bien y lo atribuí a los 39 grados, o a la cerveza que había tomado en el recreo del mediodía, o al guardaespaldas con su pistola automática oculta bajo el saco. Como no había asientos libres, me enrollé como una serpiente a la vara central del vagón. Y ocurrió que, entre dos estaciones, el subte paró de golpe y las luces se apagaron. Nadie dijo nada; los madrileños, tan proclives a la charla, hacían un silencio fantasmal. Habían pasado veintiocho meses desde los atentados yihadistas en los trenes de Madrid que habían matado a 191 personas, y de pronto me convencí de que ese era el caso; de que, oh ironía, había viajado a esa ciudad para estudiar el terrorismo y que allí iba a morirme, bajo tierra y de un bombazo. 

No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero seguramente no fue mucho. Durante un ataque de pánico el tiempo se desliza de manera diferente, y eso es lo primero que pasó. También cambió mi respiración: no importaba cuánto aire llevara a mis pulmones, sentía que nunca terminaba de llenarlos. Y mis manos, que se aferraban con demasiada fuerza a la vara de metal, empezaron a hormiguear. Me toqué la cara a oscuras y no sentí nada; era como palpar el vacío. Tuve el impulso de decir algo en voz alta, para saber si todavía tenía voz, cuando las luces se encendieron y el subte llegó a la siguiente estación. No había sido más que un problema técnico, pero yo quedé encerrada en un infierno circular. Salí del vagón, subí por millones de escaleras mecánicas hacia la superficie, busqué un teléfono público y llamé a mi hermana para preguntarle cómo llegar a su casa en colectivo. Disimulé el desastre de espanto y adrenalina por el que estaba pasando y, una vez en su departamento, concentrada en mi trabajo sobre terrorismo, me olvidé de ese episodio al que, por otra parte, todavía no sabía ni nombrar.

No pasó mucho tiempo hasta que pudiera darle un nombre. A partir de mayo de 2007, los ataques de pánico me asaltaron una o dos veces por semana y me mantuvieron bajo amenaza durante meses. Dejé de viajar en subte y de ir al cine, y la vez que se me ocurrió ir a un recital salí disparada a la media hora. Estaba segura de que mi vida pendía de un hilo especialmente vulnerable, y de que en cualquier momento iba a morirme. Ir al trabajo cada día se transformó en una odisea, y asistir al posgrado que estaba cursando en pleno microcentro porteño se volvió un acto de osadía: más de una vez abandoné el aula y busqué alguna manera no subterránea de volver a casa.

En casos de terror, una casa parece el único lugar seguro.

El 16 de noviembre de 2015 a las cuatro y cincuenta de la tarde corté el teléfono y me hundí en el sillón sobre el que venía dando entrevistas radiales desde las ocho de la mañana. Estaba física y mentalmente extenuada. Algunas charlas habían durado cerca de veinte minutos, y me quedaban otras seis o siete por delante. Mi libro Todo lo que necesitás saber sobre terrorismo había salido hacía dos meses, los atentados de ISIS en París habían ocurrido hacía dos días, y yo me había convertido, de pronto, en una referente sobre el tema. Todos los medios querían hablar conmigo. Todos, no sé cómo, tenían mi teléfono celular. A las cinco y media iba a llamarme María O’Donnell desde Radio Continental, pero mi lengua estaba tan entumecida como la de Diego Maradona en De zurda. Tenía cuarenta minutos y decidí echarme una siesta de media hora, en la que me apagué por completo. Sonó el despertador, me lavé la cara y volví al sillón ―que por la mañana había sido cómodo pero que a esa altura parecía un taburete de tortura medieval― y seguí hablando hasta las once de la noche. Hace poco encontré en YouTube el audio de la última entrevista. Estaba pasada como si me hubiera tomado veinte anfetaminas con café cargado antes de salir al aire. No escuchaba lo que me preguntaban; decía lo que quería. El locutor repetía «Ana, sí, Ana, decime…», pero yo seguía desbocada en mi monólogo sordo.

Al día siguiente la tendencia no mermó, pero esta vez me quería la televisión. Dudé en poner mi cara ante las cámaras, pero oía y leía tantas burradas en los medios y en las redes sociales (que estaban llegando grandes partidas de terroristas entre los refugiados, que el islam era una religión asesina por naturaleza, que Occidente «se lo merecía», que la Argentina era un blanco inminente porque nunca se había resuelto el atentado a la AMIA, que estábamos a las puertas de la Tercera Guerra Mundial), que pensé que podía, en fin, contribuir con una visión algo más sosegada e imparcial sobre el asunto sin por eso soslayar la brutalidad de lo sucedido. 

Entonces fui a un canal y fui a otro, me maquillaron y me peinaron, salí en tiempo real y en diferido, y una semana después, cuando los 130 muertos de París ya no le interesaban a nadie, salvo a sus seres queridos y a los asesinos que habían hecho de su masacre un espectáculo global, el teléfono dejó de sonar. Lo mismo pasó con los atentados de Bruselas, Orlando, Niza, Berlín, Estocolmo, Londres, Manchester y Barcelona: llamados radiales, invitaciones televisivas, pedidos de columnas de opinión y análisis, y estudiantes mandándome preguntas para sus trabajos prácticos. Hubo quienes me decían «qué oportuno tu libro» o «por cada bombazo suben las ventas, ¿no?». Mi respuesta era sí a las dos cosas.

Cuando recuerdo esa maratón mediática, todas las entrevistas son más o menos la misma. Todas salvo una en la que, después de hablar del Estado Islámico y sus técnicas de reclutamiento, el conductor dijo de pronto: «Hay quienes creen que Montoneros y ERP eran agrupaciones terroristas, ¿vos que opinás?». Yo respondí que en tanto habían puesto bombas que mataron a personas que no estaban participando activamente en hostilidades, sí, Montoneros y ERP habían cometido actos de terrorismo. Al conductor no le gustó mucho que dijera eso y quiso saber qué creía yo que era la dictadura que los había torturado y desaparecido: «¡¿Eso no fue terrorismo acaso?!». «Por supuesto que sí», contesté, «terrorismo de estado». Agradeció la comunicación y dio por finalizada la charla. Es probable que se haya arrepentido de haberme llamado, y haya pensado que yo era una periodista «de derecha» y cultora de la «teoría de los dos demonios». Una falacia recorre el país, y es la de creer que si uno cuestiona alguna cosa, apoya por ende alguna otra.

Cuando mi mamá se enteró de que uno de los alumnos de la escuela que dirigía mi papá había sido asesinado por la delegación mendocina de la Policía Federal, se le cortó la leche con la que me estaba amamantando. A Amadeo Sánchez Andía, peruano de treinta años, secretario del centro de estudiantes y militante del PRT–ERP, lo encontraron acribillado el 6 de junio de 1975. Fue el primer crimen de la Triple A en Mendoza. Yo había nacido hacía menos de veinte días.

Mi psicóloga levantó la ceja derecha. Seguí hablando.

En enero de 1976 mi madre, mis dos hermanas y yo estábamos en el aeropuerto de Mendoza, a punto de embarcar hacia Buenos Aires antes de recalar en México (mi papá ya estaba allá, exiliado). Yo tenía ocho meses, pero esto es lo que me contaron: estábamos por subir al avión cuando nos detuvieron para registrarnos. Le pidieron a mi madre que identificara nuestras maletas en la hilera del equipaje por despachar y las abrieron una por una. «¿Por qué lleva tantas sábanas?», le preguntaron. «¿Por qué tanta ropa en esta época?». Mi madre daba explicaciones ensayadas. Una mujer policía me tomó en brazos, me recostó en una mesa y me revisó completa, pañal incluido. También palparon a mi mamá y a mis hermanas y aparentemente nos dejaron ir. Pero cuando caminábamos hacia las escalinatas del avión nos paró otro policía que les preguntó a mis hermanas, de siete y cinco años, cómo se llamaban, adónde iban y cómo se llamaba la señora que las acompañaba. Mi mamá, con mucho tino, no les había dicho que viajábamos a México, así que solo pudieron responder «vamos a Buenos Aires» con vocecitas aplicadas. Tal vez insatisfecho, el señor me quiso hacer todas esas preguntas a mí. «No habla», dijo mi mamá.
―¿Y qué pasó después? ―preguntó mi analista
―Después vivimos en México ocho años.
―Ajá.
―Ahora ya hablo ―dije sin pensar.
―También escribís.

El 14 de julio de 2016 el tunecino Mohamed Lahouaiej Bouhlel atropelló y mató con un camión a más de ochenta personas en las celebraciones por la Revolución Francesa en la costa de Niza. Menos de una hora después empezaron a multiplicarse imágenes de la matanza en las redes: cuerpos y sangre que una buena cantidad de twitteros, en un extraño acto de responsabilidad cívica, sintió que debía viralizar para que se tomara «conciencia» de «la gravedad de lo ocurrido». 

En ese momento yo estaba en Mendoza, de visita en casa de mis padres, en la misma cocina donde, incidentalmente, mi madre y yo habíamos visto en vivo y en tiempo real el desastre de las Torres Gemelas quince años antes. Y twiteé: «Compartir imágenes de la matanza en Niza es hacerle el juego al asesino. El terrorismo es, antes que nada, un acto de propaganda». El mensaje fue replicado más de setecientas veces, y también tuvo críticas: hubo quienes contestaron que no publicar esas imágenes era «negar lo ocurrido» o «tapar el sol con la mano». 

Elegí no discutir, hasta que un tuitstar español me retwitteó con un insulto. Mi respuesta fue bloquearlo y desconectarme del asunto. Cené con mis padres, me fui a dormir y, cuando desperté al día siguiente, tenía más menciones en Twitter de las que había tenido jamás. Los seguidores del tuitstar ―y los seguidores de sus seguidores― habían decidido masacrarme en las redes. Me llamaron «proislamista de izquierda», «colaboradora de ISIS», «hipócrita», «cómplice» e «hija de tu puta madre». Hasta hicieron memes conmigo. Empecé a bloquear, pero por cada bloqueo se reproducían cinco agresores más; Twitter era una masa rabiosa y sin identidad, como la que miraba la decapitación de María Antonieta en mi enciclopedia juvenil.

Una tarde de mayo de 2015 me junté a tomar un café con mi amiga Marina. Hacía meses que no nos veíamos y a ella se le ocurrió hacer la pregunta que no se le debe hacer nunca a quien está escribiendo un libro.

―¿Cómo vas con eso?

―Bien, bueno, bien ―contesté mirando fijo mi café con leche, como si estuviese ocurriendo algo sumamente interesante entre la espuma y la cuchara―. Me está costando un poco terminarlo. Ya me pasé un deadline. Es difícil el tema, un quilombo, tuve que intercambiar capítulos, desechar otros, hay cosas que pasan todo el tiempo, en fin…

―Más vale ―dijo Marina, mientras exprimía un gajo de limón sobre su té negro―. Además tus libros deben ser muy difíciles de cerrar porque tienen toda esa parte importante de autorreferencia…

―¡¿De qué autorreferencia me hablás?! ―largué de pronto, con una exasperación que me sorprendió más a mí que a ella.

―¿Vos me estás jodiendo? ―soltó y empezó a reírse. Marina tiene dos tipos de risa: la que irradia cuando algo le parece gracioso, y la que dispara cuando algo le parece estúpido―. ¿En serio creés que no tenés nada que ver con el terrorismo? ―dijo, y siguió riéndose mientras revolvía su té agridulce.

Terminé de escribir el libro el 8 de julio de 2015 a las 3:38 de la tarde. A continuación avisé por whatsapp a la gente a la que había enloquecido con lamentos y mensajes apocalípticos que el libro estaba finalmente cerrado. Luego entré a Facebook y puse una foto del tenista Dustin Brown celebrando su inesperado triunfo contra Rafa Nadal en el Wimbledon. Y después me tiré en la cama, expulsé el estrés acumulado con un llanto de casi diez minutos, y dormí hasta las nueve de la noche.

Días después, mi psicóloga me preguntó si estaba contenta por haber terminado. Le dije que sí ―de verdad lo estaba―, pero que algo no me cerraba, como si hubiese dejado cabos sueltos por todas partes.

―Ajá, ¿el libro quedó incompleto?
―Incompleto seguro; se va a llamar Todo lo que necesitás saber sobre terrorismo, pero ese «todo» es una figura, una metáfora… Espero que la gente no crea realmente que ahí va a encontrar todo.
―Nadie espera encontrar todo en ningún libro, ni siquiera en una enciclopedia.
―Menos mal.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
―Así que después de más de un año de trabajo el libro está incompleto y es una metáfora ―observó mi psicóloga.
―Buoh ―dije, revoleando los ojos.
―No lo dije yo, Ana, acabás de decirlo vos.
Silencio.
―¿Te veo la próxima?
―Sí. 

Me fui pensando que a veces me gustaría que el psicoanálisis fuese menos una aventura literaria y más una fuente de respuestas precisas. Quiero saber si el cacheo de una mujer policía cuando yo no sabía ni caminar me predispuso a la ansiedad. Quiero saber si cada vez que mi madre me tuvo en brazos en los meses anteriores me transmitió el miedo por el que estaba pasando. Quiero que alguien me diga si la decisión familiar de mudarse de país en país y de casa en casa durante casi diecisiete años años, incluido ya el período democrático, era verdaderamente necesaria o solo una manera de seguir escapando. Quiero que me digan, con rigor científico, si los dos libros que he escrito conforman de verdad una especie de díptico personal, y si tendré manera de zafar cuando quiera empezar un tercero.

Y, sobre todo, me gustaría saber por qué no tengo más ataques de pánico pero sí estas preguntas. Por qué al libro sobre terrorismo lo sigo escribiendo en mi cabeza aunque ya no quiera escribirlo. Y si, de algún modo, me ocupo de bombas lejanas porque ayudan a impedir que exploten otras: las propias.