Espuma en la nariz

En una noche de corso dos primas se internan entre una guerra de espuma y murgas cuando lo que podría ser una escena divertida deja entrever la crueldad de los infantes.

Páginas ampliables

Era una noche pegajosa, de esas en las que los cascarudos se enganchan en el pelo y pretenden esconderse en la boca. Padme miraba a Mar de reojo, esperando que se diera media vuelta. Sentía sus ojos clavados en el costado de su cara, pero no le hizo el favor de mirarla. Su mamá se la había enchufado sin siquiera preguntarle. Decía que la iba a pasar mejor con una amiga, pero Padme era su prima. Le llevaba un poco más de un año y dos de colegio. Mar ya estaba grande para que le invitaran amigas a jugar, sobre todo a alguien de cuarto. La mamá de Mar había empezado a salir con Héctor hacía dos años, pero estas eran las primeras vacaciones que pasaban en lo de él. No había mucho para hacer. No tenía pileta y sus perros eran todos viejitos. Ni siquiera tenía televisión. Nunca lo hubiera admitido, pero la llegada de Padme la había salvado de una semana soporífera llena de siestas.

—¿Podemos comprar espuma cuando lleguemos? —preguntó Mar para romper con el silencio del auto.

Héctor no le contestó. Le hacía lo que ella le estaba haciendo a Padme. Empujó con un dedo el casete que sobresalía del equipo del auto y empezó a sonar una canción en inglés que no entendían. Cada vez que se cruzaban con algún auto, se levantaba una polvareda que los dejaba ciegos. Héctor les había enseñado que había que bajar la velocidad en las curvas cuando eso pasaba, pero esa noche él no frenaba ni siquiera para doblar. Se los había explicado hacía unos días cuando lo acompañaron al pueblo y él las había dejado manejar el volante por turnos. A la ida, le tocó a Mar sentarse sobre su falda. A la vuelta, a Padme.

La luna estaba casi llena. Si la miraban fijo, se podía ver la medialuna roja que faltaba. Mar se lo señaló a Padme. Ella miró solo porque había vuelto a hablarle, no porque le interesara. Esa semana se habían peleado tres veces. Día por medio la convivencia llegaba a un punto de saturación y el enojo de Mar era parte del ciclo vital. Cuando esto ocurría, Padme se retiraba a dibujar, hasta que a Mar se le pasaba y le proponía otro juego.

—¿Trajiste plata? —le preguntó Mar en voz baja.

Su prima asintió. La mamá la había mandado con una cantidad absurda de dinero que no tenían dónde gastar. Le habían dado algunos billetes al peón que ayudaba a Héctor en la chacra para que les trajera golosinas del pueblo, pero volvió con un turrón horrible que se pegaba en los dientes y se estiraba sin partirse.

—¿Les gusta Creedence? —dijo Héctor, lo primero desde que había arrancado el auto.

—A mí sí —contestó Mar—. A Padme no.

Padme se quejó en silencio y Mar le sonrió desestimándola.
A medida que se acercaban, cada vez más gente se juntaba alrededor de la plaza. Era la primera vez que iban a un corso. Padme no le contó a Mar de los corsos a los que la habían llevado en La Plata para no contrariarla. Mar pensaba que su prima era de una ciudad aburrida en la que nunca pasaba nada y a veces la burlaba por cómo hablaba.

Las esquinas de la manzana de la plaza estaban cubiertas con largas telas blancas para que nadie se colara. Héctor les había dicho que solo las llevaría si lograban entrar gratis: disfrazarse era la única manera de hacerlo. Mar se vistió de cocinera. Se puso un delantal sucio con algunas quemaduras que encontró en un cajón de la cocina y agarró una manopla para completar el conjunto. Padme se disfrazó de gaucha: se puso unas bombachas de campo y una faja de Héctor. El chico de la entrada no la quiso dejar pasar. Dijo que eso no era un disfraz, que era ropa normal que usaba la gente y que tenía que pagar. Atrás de ellos, un montón de chicos que se habían disfrazado de señoras. Tenían vestidos de viejas, medias largas, tacos y carteras que revoleaban por el aire mientras se reían. Se veían raros y daban un poco de miedo. Héctor argumentó que para el caso esa también era ropa normal, pero el chico se paró firme en su postura.

—¿Si disfrazamos a la gaucha de gaucho la dejás pasar? —insistió Héctor.

El chico accedió resignado. Héctor le sacó el marcador y le dibujó un bigote grueso y negro en la cara. Cuando le agarró la cara para dibujársela, a Mar le dieron un poco de ganas de llorar. Héctor era bruto y Padme se veía horrible. Por suerte no se podía mirar en un espejo. La entrada salía cuarenta pesos.

Entraron por la esquina más alejada. El escenario estaba montado frente a la iglesia. Los tractores decorados arrastraban los acoplados en donde se habían armado las carrozas. Arriba se movían chicas felices vestidas con plumas y muñecos de la tele; a los lados bailaban las diferentes comparsas. Se activaban justo antes de doblar por la calle principal, donde se acumulaba la mayor cantidad de gente. Mar estaba feliz, pero Padme tenía mucho calor y sentía que la noche estaba rara, como cuando los cuadros están apenas chuecos. Había muy poca gente disfrazada que no perteneciera a alguna comparsa. Todos los que tenían vestuario especial participaban del desfile. Mar se sintió un poco tonta. Se sacó la manopla y se la enganchó en el short.

—Mar, mirá —le dijo Padme tironeándole el brazo a su prima.

Adentrándose en la oscuridad de la plaza, vieron caminar a la mujer más extraña de todas. Por el tamaño, parecía que debajo del vestido había un hombre alto. Llevaba guantes y cartera, pero no le vieron la cara porque tenía una máscara hecha de una bolsa de arpillera atada al cuello con botones como ojos. De la parte superior, colgaban unos chorizos negros y alargados de lana que hacían de pelo. Lo miraron hasta que se perdió en el corazón negro de la plaza. Héctor las llamó; se habían quedado atrás. Lo siguieron a través de la gente hacia el jardín de la iglesia, donde habían instaladas sillas y mesas delante de las parrillas improvisadas. Eligió una mesa y enseguida pidió una cerveza. Mar no había comido mucho y moría por un choripán. No se animaba a pedirle nada a Héctor esa noche. Su mamá y él habían tenido una pelea fuerte durante la cena delante de ellas. No entendieron bien de qué trataba, pero sí que ese era solo un episodio de una discusión más larga. Hacía una semana que su mamá les venía prometiendo que las llevaría al corso. Les aseguró que era divertido y les contó que iba a tocar un grupo de cumbia que ninguna de las dos conocía. También les dijo que les iba a comprar espuma para que jugaran a la guerra. Después de la cena, se quedaron en la cocina jugando a la escoba del quince y comiendo las moras que habían juntado esa tarde. Entre la pelea que habían presenciado y el reto que les había dado Héctor, supusieron que ya no iban a ir. Las regañó porque habían jugado a la guerra con las moras y Padme había manchado la pared del garaje. Mar era mucho más rápida y siempre esquivaba los ataques. En cambio, Mar le llenó a Padme la remera blanca con círculos rojos que parecían tiros. Héctor apareció tan decidido a llevarlas que no se animaron a decir que ya no querían ir.

Amagaron a sentarse en la mesa de Héctor, pero él las mandó a circular. Les dijo que no quería verlas hasta que les saliera espuma por la nariz. Por suerte, habían llevado la plata de Padme; Héctor no se había ofrecido a comprarles nada.

Las aspirantes a reina rodeaban la plaza sentadas en una toalla sobre el capot de los autos. Iban muy despacio, saludando lentamente. Sus manos se movían acuosas de un lado para el otro. Padme y Mar trataron de imitar el saludo, pero no les salía que fuera tan lento. Aunque los bichos se les pegaran como brillantina en el pelo, ellas nunca dejaban de sonreír. La más linda era la que viajaba sobre el auto rojo. Tenía un vestido de lentejuelas blanco, parecía una novia. Se compraron un pomo para cada una en la heladería. Padme quiso probarlo en el aire y el chorro decepcionante se le volcó en la mano. Mar agitó el suyo y lo probó en la espalda de Padme. El botón blanco era chiquito y se clavaba en el dedo. Cruzaron la calle para entrar en la plaza, donde corrían todos. Apenas pusieron un pie en el cordón, unos chicos menores les reventaron bombitas de aire en la cola y se alejaron corriendo. Se asustaron. Pensaban que solo se podía pelear con espuma. No tenían bombitas y tampoco les parecía divertido explotárselas a los varones en el cuerpo. Era claro que no sabían las reglas de batalla del corso.

—Mar, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Padme.

Se la veía paralizada y un poco temerosa.

—Atacamos —afirmó Mar.

Le señaló a Padme un chico que estaba apoyado en un poste de luz y se lanzaron a la carrera. Le llenaron la espalda de espuma y siguieron corriendo escapando la represalia. Frenaron recién en la esquina. Se miraron y se empezaron a reír. Era un poco divertido. Pronto, espuma ajena les llenó las carcajadas. Habían sido embestidas por un grupito de cinco chicos que les tiraron en la boca y los ojos mientras las manoseaban. Mar trataba de golpearlos con el pomo en su oscuridad, pero no alcanzó a nadie. Se limpió la cara con la remera y enojada les gritó que en los ojos no se tiraba. Se refregó los ojos para forzar el ácido hacia afuera. Le pareció una maniobra mala leche. Agarró de la mano a Padme y la cruzó a los baños de la escuela. Había mucha cola, pero como parecía un lugar seguro lleno de adultos, se sentaron para planear sus próximos pasos. Los pomos todavía estaban enteros. Padme no parecía tener muchas ganas de seguir luchando, prefería sentarse a ver las carrozas pasar. Mar no dejó que se lo informara y dispuso un plan de acción. Su problema era de número. La solución evidente era aliarse con chicas de la misma edad para evitar la emboscada. Padme no se animó a contradecirla.

Mar se acercó a tres chicas como ellas que estaban esperando para ir al baño. Estaban completamente mojadas, por lo que Mar supuso que iban a aceptar
ser parte de su plan. Le dijo a Padme que le siguiera la corriente y les preguntó cómo les había ido con la espuma. La más bajita se llamaba Micaela. Tenía pinta de ser la líder porque era la que más canchera estaba vestida. Tenía la remera blanca empapada y se le transparentaba todo, aunque no parecía importarle. Se notaba que tenían experiencia. Micaela fue receptiva y convenció a Ayelén y Jackie de salir juntas.

Cuando las chicas terminaron con el baño, las siguieron hacia afuera e intercambiaron pensamientos. Micaela y Mar discutían como si fueran las comandantes de grandes ejércitos, a pesar de que Mar solo tenía a Padme que no era ni muy rápida ni muy fuerte. Les dijo a las chicas que se quería vengar de los que les habían llenado la cara de espuma. Ayelén les contó que todos tiraban en los ojos, que eso era lo divertido, que si quería devolvérselas los señalara cuando los viera y que juntas los enterraban en espuma. Quedaron en bordear la plaza en busca de los chicos y atacarlos entre las cinco. Corrieron formadas alejándose de las carrozas tirando chorros solitarios de espuma a quienes se acercaban demasiado. Aún con esta formación, Padme, que siempre quedaba última, recibió bombitas en la cola.
Mar vio a los chicos de antes nucleados alrededor de uno de los postes de luz. Les hizo una seña a sus nuevas amigas. Se pusieron de acuerdo con las miradas y los corrieron lo más rápido que pudieron. Fue una pelea más justa y dinámica. Recibieron espuma en el pecho y dispararon en el pelo. De ese intercambio salieron victoriosas e incluso cómplices. Mar miró a Padme de reojo y notó que se
empezaba a divertir. Pensó que su mamá tenía razón y que al día siguiente le contaría cómo junto a sus nuevas amigas dominaron el corso.

Mar sacudió el pomo para confirmar que todavía quedara. Padme le llamó la atención y le mostró que a su pomo le faltaba el piquito blanco. Mar buscó tubos vacíos en el suelo y, entre los cadáveres, encontró un pomo con un cabezal más grande y cómodo y se lo cambió. Padme lo probó. Funcionaba perfecto, no dolía.

—Che, no tengo más espuma —se quejó Jackie y tiró el pomo vacío contra un árbol.

—Si querés andá a comprar y te esperamos —dijo Mar.

—Es que no tenemos más plata. Este es mi segundo pomo.

—Ah, malísimo —dijo Mar.

Mar miró a Padme; Padme no se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo.

—Nosotras tenemos. Te prestamos y después nos devolvés cuando veas a tus papás —ofreció Mar.

Jackie, tartamudeando, no podía creer que fueran tan copadas; Mar se lo vio en la mirada. Cuando tuvieron más espuma, Micaela les contó el nuevo plan.

—Estamos listas para ir adentro —dijo.

—¿Para adentro de dónde? —preguntó Mar curiosa.

—De la plaza, ¿dónde va a ser? —contestó Jackie.

Lo dijo de una manera burlona que no le gustó, pero Mar no dijo nada. La plaza estaba oscura, al margen de las luces de colores de la calle de la iglesia. El
desfile había terminado hacía un rato sin que se dieran cuenta. La plaza estaba llena de árboles altos que bloqueaban la luz de la luna. No daba miedo, pero ellas no la conocían por dentro. Las chicas estaban decididas a que ese fuera el próximo paso. Mar hubiera preferido seguir jugando en la calle, pero no quería ser la que dijera que no.

—Mar, ¿nos vamos? Ya estoy cansada —le dijo Padme.

Mar dudó.

—Padme es medio cagona —la excusó con su tono más agrandado.
Estaba diciendo exactamente lo que ella pensaba y le daba la excusa perfecta para no ir, pero la mandó al frente. Le dio un poco de culpa cuando Padme bajó la vista. Después le jugaría a la Casita robada para que la perdonara.

—No me digan que las chicas de Capital tienen miedo —las provocó Micaela.

—Nada que ver. ¿Venís, Padme? —la desafió Mar.

Se adentraron en la plaza. No era tan oscura como parecía desde afuera, pero era claro que estaba en el límite del corso y la espuma no era suficiente defensa. Caminaron un poco más por la diagonal que se dirigía hacia el centro. Había varias personas más adelante, pero no se veía bien. Vieron sombras que corrían de un lado al otro. Mar le agarró la mano a Padme. Avanzaron un poco más, despacio. Desde la profundidad de la plaza, surgían risas.

—¡Ahora! —gritó Micaela de pronto y comenzó a llenar a Mar de espuma.

Los disparos venían de todas partes. Mar no podía ver porque Micaela le había apuntado a los ojos. Trató de devolvérsela, pero era inútil. No veía nada. Jackie o Ayelén le tiraban en la boca. Empezó a girar sobre su eje tratando de pegarle a alguien con el pomo, pero no le embocó a nadie. Se pasó la mano por un ojo y más o menos logró secarse. Las chicas le seguían tirando. Abrió la boca y sintió el chorro de espuma golpear contra el fondo de su garganta. Corrió hacia las luces de afuera de la plaza. Tuvo que soportar otra explosión de bombita antes de darse cuenta de que Padme no la había seguido. Se pegó a un par de adultos para que nadie la atacara. Trató de limpiarse. Tenía espuma en los oídos y la nariz. Le ardía cuando respiraba. Buscó a su prima con la mirada, pero no la veía. La llamó girando para cubrir más terreno. Mar corrió por el borde gritando el nombre de su prima hacia el interior de la plaza. No se animaba a entrar. Dio un par de vueltas para ver si la divisaba desde los ángulos, a la vez que cuidaba que nadie se le acercara.

Amagó a buscar a Héctor, pero se arrepintió. La iba a retar si se aparecía sin su prima. Vio el escenario y se dirigió hacia él. En la tarima, un locutor entregaba los premios a la reina y las princesas del carnaval. Se acercó a una mujer en el costado que parecía estar organizando todo y le dijo que había perdido a su hermana, que si podía preguntar dónde estaba por el micrófono. En la playa se hacía así. Le contestó sin ganas que ahora no se podía, que volviera más tarde. Insistió. Le explicó que su hermana era más chica y que corría lento, que se habían separado adentro de la plaza y que era su responsabilidad. La mujer le pidió que se corriera, que estaba molestando. Mar quiso llenarle la cara de espuma. Bajó la
escalera y rodeó el escenario y volvió a gritar el nombre de Padme bien fuerte para competir con los parlantes.

—¡Padme! ¡Padme! ¡Pamela!

Gritó hasta que la garganta comenzó a dolerle. Y ahí gritó un poquito más. Cuando se calló, logró escuchar, a través de los aplausos, de la cumbia y de la excitación, su propio nombre bajito que provenía de abajo del escenario. Se agachó y se asomó para mirar. Ahí estaba Padme, hecha bolita escondida detrás de una de las columnas de la estructura. Mar no llegaba a verla bien.

—Padme, salí, vámonos —le dijo Mar—. Se va a caer el escenario y te va a aplastar.

Padme continuaba en su bollo, ajena a los pedidos de su prima. Mar se quería ir y no tenía paciencia para sus caprichos. Todavía estaba dolida por la traición de Jackie, Ayelén y Micaela; quería irse lo antes posible. Tenía la ropa mojada y comenzaba a sentir frío. Los ojos le ardían. Llamó a su prima de vuelta. Como Padme no contestó, adivinó su enojo y desarrolló justificaciones en su cabeza. No había querido dejarla sola, pero no le había quedado otra opción. Las habían traicionado y cada una se defendió como pudo. Estaba segura de lo que había hecho. No había sido su momento más valiente, pero Padme no tenía derecho a hacerse la pobrecita. Se agachó un poco exasperada por su prima menor y reptó debajo de la tarima, un lugar con piso de tierra y lleno de la basura –botellas, envoltorios, pomos, cigarrillos y esas cosas de plástico que encontraban en el baño de su casa que cuando Héctor empezó a vivir con ellos se veían muy seguido, a veces también flotando en el inodoro– que se había acumulado con el pasar de los días. La música del corso se escuchaba fuerte, pero sofocada en el detalle. Gateó hasta donde estaba Padme. La tomó del brazo y Padme se achicó aún más. Le tocó la espalda y descubrió que no tenía la remera puesta. Retiró la mano como si su espalda de repente quemara.

—¿Dónde está tu remera? —le gritó con tono acusatorio.

Padme levantó la cara de entre sus rodillas y la miró. Con las manos se tapaba el pecho. Sus pezones todavía no eran más que un botón incipiente de vergüenza. Mar se sacó el delantal rápidamente y se lo pasó a Padme, quien no lo agarró. No sabía cómo ponérselo sin dejar de taparse. Mar se acercó y la ayudó a que se lo colocara. Le acortó las tiras para que la cubriera bien. Vio los raspones en el codo y anticipó las frutillas que le saldrían. La abrazó por detrás y Padme dejó que lo hiciera por dos segundos antes de empujarla para soltarse.

—¿Estás bien? —preguntó Mar.

Su prima no la miraba.

—Padme, mirame, ¿qué pasó? ¿Qué hiciste con tu remera?

El bigote de marcador se le había derretido sobre el labio superior.

—Quiero irme —dijo Padme.

—No nos podemos ir hasta que no me cuentes qué pasó.

Mar se acercó para insistir y Padme retrocedió.

—Me dejaste sola —le recriminó.

Mar había anticipado el reclamo, pero su defensa había sido escrita para una Padme vestida.

—Nos estaban tirando espuma a las dos. No te veía —improvisó.

—Sos una mentirosa. Saliste corriendo. Te vi. Corriste y no te importó dónde estaba yo. Ni siquiera miraste para atrás.

—Micaela me estaba tirando espuma en la cara —continuó excusándose. Nunca la había visto así, dolida y colérica.

—Te fuiste y me dejaste sola —la interrumpió.

—¿Dónde está tu remera? —insistió Mar.

La cabeza se le había llenado de escenarios en los que no quiso detenerse. Necesitaba que Padme le contara para dejar de imaginar. Mar se acercó a su prima y la tomó de los hombros descubiertos.

—Contame, Padme, por favor, contame.

Padme comenzó el relato desde que vio a su prima correr desesperada hacia la calle. Le contó que Jackie la sostenía de las manos desde atrás mientras Ayelén le tiraba espuma y le pegaba rodillazos en la panza. Su relato era mojado y se entrecortaba. Micaela volvió y las tres se empezaron a burlar de ella. Trató de soltarse, pero Jackie le clavaba las uñas cada vez más profundo en las muñecas.

—Mirá.

Extendió los brazos para mostrarle las marcas. Contó que se empezaron a reír y Micaela dijo que quería ver si Padme tenía tetas. Se reían como hienas.

—Micaela me levantó la remera hasta arriba —dijo llorando.

Mar sentía cómo se le estrujaba la panza. Aguantó las ganas de taparse los oídos y ponerse a cantar bien alto. No quería escucharla más, pero ella había provocado el relato. Padme contó cómo le dibujaron tetas con el chorro de la espuma y luego borraron el dibujo con un manotazo. Ayelén no dejaba que se bajara la remera. Padme empezó a gritar lo más fuerte que pudo.

—Te llamé y no viniste.

Padme lloraba con ojos que querían explotar. En esa plaza oscura los que pasaban lo hacían corriendo y nadie se iba a detener. El grito hizo enojar a Micaela y le sacó la remera del todo. La tiró al suelo y la pisoteó. Finalmente, Jackie la soltó y la empujó para que cayera al suelo. Lo único que Padme quería era taparse.

Se detuvieron cuando apareció el chico vestido de mujer que habían visto unas horas antes. Les gritó a las chicas y ellas se fueron corriendo en estado de euforia revoleando la remera como si fuera una bandera. El chico se acercó a Padme taconeando inestable. Ella no escuchó lo que le dijo, pero le dio miedo. Se levantó y corrió sin dejarse alcanzar. No quería que la tocaran ni que la vieran. No confiaba en nadie.

Mar se obligó a escuchar como si fuera una acusación, como si ella fuera Jackie golpeándola en la panza. Se sintió Micaela. Padme siguió contando su corrida a tientas, desorientada en una plaza extraña. Se tapaba como si se estuviera abrazando, usaba sus brazos para cubrir el máximo de piel. Encontró refugio en el escenario para lamentarse y esconderse de todos los que la habían dañado esa noche. No llegó a pensar cómo haría para que la encontraran. Estaba ocupada lamiendo la traición.

Padme dio detalles específicos para que Mar supiera todo lo que había sufrido. Quería que comprendiera de qué exactamente era culpable. Mar escuchó el relato mientras el agobio se apilaba en sus pulmones. No sabía qué decir. Lo único que hubiera correspondido le pareció insuficiente y no se animó. El juego de pelearse y amigarse había desaparecido como las carrozas de la plaza.

—Me quiero ir a mi casa —se plantó Padme.

—¿Querés que lo busque a Héctor y te vengo a buscar?

—Quiero irme a La Plata. Ahora.

Mar pretendió abrazarla y Padme la empujó.

—No me toques.

Salieron de abajo del escenario y no volvieron a hablar. Caminaron sin rumbo y despacio para dejarse localizar. Héctor las encontró después de un rato. Las agarró del cuello, para sostenerse, y las escoltó al auto. Estaba contento.

—¿A quién le toca manejar?

Padme agarró las llaves.

En esta edición aparece otro cuento de Luz Vítolo llamado «Pendejo» que pueden leer haciendo clic acá