Juzgada por sus iguales

¿Un cuento escrito por una autora norteamericana en 1916? ¡Por supuesto! Basado en un crimen real, una casa en el campo, una pajarera deformada y varios frascos de conservas.

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Versión sonora

Este cuento también puede escucharse en la voz de la actriz Malena Solda.
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Cuando Martha Hale abrió la puerta protectora y el viento del norte caló en sus huesos, corrió a traer su bufanda de lana. Mientras se cubría la cabeza, echó un vistazo a su cocina, bastante preocupada. No era algo ordinario lo que la apartaba de sus quehaceres. Es posible que nunca hubiera ocurrido algo semejante en el condado de Dickson. La perturbaba dejar su cocina desordenada: los ingredientes del pan listos para mezclar y solo la mitad de la harina cernida.

Detestaba ver las cosas a medias, pero justo cuando estaba preparando el pan, llegó un carruaje del pueblo a recoger a su esposo y el alguacil entró de prisa y dijo que su mujer quería que la señora Hale también viniera con ellos. Con una sonrisa burlona, el alguacil agregó que seguramente su esposa empezaba a ponerse nerviosa y quería que otra mujer la acompañara. Esa era la razón por la que Martha había dejado su tarea sin terminar.

―¡Martha! —se oyó la voz impaciente de su esposo—, no hagas esperar a esta gente aquí con tanto frío.

Salió y se unió al grupo conformado por tres hombres y una mujer, que la esperaban en el gran carruaje de asiento doble. Después de cubrirse bien con las mantas, Martha observó de nuevo a la mujer sentada a su lado en el asiento de atrás. Había conocido a la señora Peters el año anterior en la feria del condado y lo que recordaba era que ella no lucía como la esposa de un alguacil. Era pequeña, delgada y de voz débil. La señora Gorman, la esposa del alguacil anterior, tenía una voz que parecía respaldar la ley con cada palabra. Pero, aun cuando la señora Peters no parecía la esposa de un alguacil, Henry Peters, por sí solo, se hacía respetar. Era el tipo de hombre que podía ser elegido como alguacil tan solo por su aspecto. Era robusto, de voz fuerte y sumamente ingenioso en cuanto al cumplimiento de la ley, al punto que parecía poseer una habilidad innata para distinguir entre quienes eran criminales y quienes no lo eran. En ese preciso momento, Martha cayó en la cuenta de que ese hombre, tan agradable y jovial con todos ellos, se dirigía a la casa de los Wright en calidad de alguacil.

―El campo no es muy agradable en esta época del año ―dijo al fin la señora Peters, como si se sintiera obligada a conversar al igual que los hombres en el asiento delantero.

Martha apenas pudo finalizar su respuesta, pues habían llegado a lo alto de una colina desde donde podía verse la casa de los Wright, y la vista de aquel lugar la dejaba sin palabras; se veía tan solitario esta fría mañana de marzo. Siempre había sido un lugar solitario. La casa se hallaba en una hondonada y los álamos que la rodeaban también lucían solitarios. Los hombres miraban la casa y hablaban de lo ocurrido. El fiscal del condado, apoyado sobre un costado del carruaje, miraba fijamente el lugar a medida que se acercaban.

―Me alegra que viniera conmigo ―dijo la señora Peters con voz nerviosa mientras seguían a los hombres para entrar a la casa por la puerta de la cocina.

Ya en el escalón de la entrada y con su mano en el picaporte, Martha sintió durante un instante que no podía cruzar aquel umbral. Y la razón por la que no podía hacerlo era sencillamente porque nunca antes había entrado a aquella casa. Muchas veces lo había pensado: «Debo ir a visitar a Minnie Foster». Todavía pensaba en ella como Minnie Foster pese a que desde hacía veinte años se había convertido en la señora Wright. Pero siempre había algo que hacer, y Minnie Foster se esfumaba de su mente. Qué irónico que hoy sí pudiera venir.

Los hombres se acercaron al fogón. Las mujeres se quedaron juntas cerca de la puerta. El joven Henderson, el fiscal del condado, se dio vuelta y les dijo:

―Arrímense al fuego, señoras.

La señora Peters dio un paso, pero se detuvo al instante y dijo:

―No tengo… frío.

Las dos mujeres permanecieron cerca de la puerta sin siquiera mirar mucho hacia la cocina.

Los hombres alabaron durante unos minutos la gran idea del alguacil de enviar a su oficial aquella mañana a encender el fuego para cuando ellos llegaran. Luego, el alguacil se apartó del fuego, se desabotonó el abrigo y apoyó las manos sobre la mesa como si así marcara el inicio de las actividades oficiales.

―Bien, señor Hale ―dijo en un tono semioficial―, antes de que revisemos el lugar, cuéntele al señor Henderson exactamente qué vio cuando vino aquí ayer por la mañana.

El señor Henderson examinaba atenta- mente la cocina.

―Por cierto ―dijo Henderson―, ¿han cambiado algo de lugar?

Y dirigiéndose al alguacil, le preguntó: ―¿Todo está tal como lo dejó ayer? Peters recorrió la cocina con la vista: de la alacena al fregadero y del fregadero a una vieja y pequeña mecedora a un lado de la mesa.

―Todo está igual.

―Alguien debió haberse quedado vigilando ayer.

―Ah, sí, ayer ―respondió el alguacil, como si ayer hubiera sido más de lo que alguien pudiera manejar―. Tuve que enviar a Frank al local de Morris para atender el caso de aquel hombre enfurecido. No te imaginas lo ocupado que estuve ayer. Sabía que seguramente regresarías de Omaha hoy, George, y como yo mismo revisé todo…

―Bueno, señor Hale ―dijo el fiscal dejando ver que lo pasado, pisado―, dígame exactamente qué sucedió cuando usted llegó aquí ayer por la mañana.

Martha, aún apoyada en la puerta, tuvo esa sensación de temor que siente la madre cuyo hijo está a punto de declamar un poema. A menudo, cuando Lewis contaba una historia, daba mil vueltas y enredaba las cosas.

Martha esperaba que, por esta vez, su esposo contara lo sucedido sin rodeos y sin decir cosas innecesarias que solo empeoraran la situación para Minnie Foster. Lewis no habló de inmediato y Martha notó que se veía un poco extraño, como si estar en aquella cocina y tener que contar lo que había visto allí el día anterior lo hiciera sentirse descompuesto.

―Bien, señor Hale ―insistió el fiscal.

―Harry y yo llevábamos un cargamento de patatas al pueblo ―así empezó el señor Hale su relato.

Harry era el hijo mayor de los Hale, pero no estaba con ellos esta mañana por una muy buena razón: el cargamento de patatas no había llegado a su destino el día anterior, así que Harry tuvo que ir esta mañana al pueblo. Por eso no estaba en casa cuando el alguacil llegó a pedirle al señor Hale que los acompañara a la casa de los Wright para que le contara lo sucedido al fiscal del condado allí mismo, donde podría contar todo con lujo de detalles. Además de todas las otras emociones que intranquilizaban a Martha, sintió la preocupación de que Harry no se hubiera abrigado bien. Ninguno se había percatado de lo congelado que estaba el viento del norte esa mañana.

―Vinimos por este camino ―continuó Lewis mientras señalaba el mismo camino que habían transitado hacía solo unos minutos― y, apenas vimos la casa, le digo a Harry: «Voy a ver si puedo convencer a John Wright de que compre una línea de teléfono». Es que ―le explicó a Henderson― si no consigo a alguien más que quiera un teléfono, la compañía no va a venir por este camino rural, excepto por un precio muy alto que yo no puedo pagar. Ya yo había hablado una vez de eso con Wright, pero no estuvo de acuerdo y dijo que, de todas maneras, la gente habla demasiado, y todo lo que él quería era paz y tranquilidad. Me imagino que usté sabe qué malo era para hablar. Pero yo pensé que, tal vez, si iba hasta la casa y hablaba del asunto delante de la esposa de Wright y le decía que a las mujeres les encanta tener teléfono y que en ese camino tan apartado sería una gran cosa… Bueno, le dije a Harry que eso era lo que le iba a decir, aunque también le dije que no estaba muy seguro de que a John le importara lo que su esposa quisiera.

«¡Ay, Dios mío, ya empezó a decir cosas innecesarias!». Martha trató de llamar su atención haciéndole gestos con la mirada, pero por suerte el fiscal lo interrumpió.

―Señor Hale, es mejor hablar de eso más tarde. Me interesa, pero en este momento me urge saber qué pasó cuando usted llegó aquí.

Esta vez, Lewis empezó su relato con mucha prudencia y cuidado.

―No se veía ni se oía nada. Llamé a la puerta, pero nadie contestó. Yo sabía que tenían que estar despiertos, porque ya eran pasadas las ocho. Entonces toqué más fuerte y me pareció oír a alguien diciendo «Pase». No estaba muy seguro, es más, todavía no estoy muy seguro, pero abrí la puerta, esta puerta ―Lewis señaló la puerta de la cocina don- de se encontraban las dos mujeres―. Y allá, en aquella mecedora ―señalándola―, estaba sentada la señora Wright.

Todos contemplaron la mecedora y Martha pensó que aquella silla no parecía ser de Minnie Foster, la Minnie Foster que había conocido hacía veinte años. Era de un rojo oscuro deslustrado, con el respaldo hecho de tres piezas de madera pero faltaba la del medio y, además, estaba torcida hacia un lado.

―¿Cómo lucía la señora Wright? ―preguntó el fiscal.

―Bueno ―dijo Lewis―, se veía extraña. ―¿Qué quiere decir con «extraña»? Mientras preguntaba, el fiscal sacó una libreta y un lápiz. Eso no le gustó nada a Martha, y mantuvo la mirada fija en su esposo como para evitar que dijera algo innecesario que se anotara en aquella libreta y ocasionara más problemas.

El señor Hale habló con cautela, como si a él tampoco le hubiera gustado ver aquella libreta.

―Bueno, como si no supiera qué iba a hacer y como… agotada.

―¿Cómo reaccionó ella al verlo llegar?

―Bueno, yo creo que no le importó. No me puso mucha atención. Le dije: «¡Buenas, señora Wright! ¡Qué frío que está, ¿verdá?!». Y ella me dijo: «¿De veras?», y siguió haciéndole pliegues al delantal. Me extrañó que no me dijera que me acercara al fuego o que me sentara. Se quedó así, sin volver a mirarme. Entonces le dije: «Quiero hablar con John». Y ella se… rio. Bueno, me supongo que fue como una risa. Como Harry y los animales estaban esperando afuera en el frío, le dije, un poco impaciente: «¿Puede llamarme a John?». Me dijo «No», así como sin fuerzas. Entonces, le pregunté: «¿No está?». Ella me miró y dijo: «Sí, sí está». «Entonces, ¿por qué no me lo llama?», le pregunté ya desesperado. «Porque está muerto», me dijo, igual de tranquila y rendida, y siguió haciéndole pliegues al delantal. Y como quien no puede creer lo que acaba de escuchar, le digo: «¡¿Muerto?!». Solo movió la cabeza para contestar, sin exaltarse para nada, y siguió meciéndose. «¡Pero ¿dónde está?!», le dije, porque no hallaba ni qué decir. Simplemente señaló hacia arriba, así ―imitó el gesto, señalando el cuarto de arriba―. Subí con la idea de ir a ver qué pasaba. Pero, luego, no supe qué hacer. Caminaba de aquí para allá, y luego le pregunté: «¡Pero ¿de qué murió?». Ella dijo: «De una cuerda arrollada en el cuello», y siguió haciéndole pliegues al delantal.

El señor Hale se detuvo y se quedó mirando la mecedora como si todavía pudiera ver a la mujer a la que había visto allí sentada la mañana anterior. Nadie dijo nada; era como si todos pudieran ver a la mujer que estaba sentada allí la mañana anterior.

―¿Y qué hizo usted? ―Por fin el fiscal del condado rompió el silencio.

―Salí y llamé a Harry porque pensé que podría necesitar ayuda. Entramos y subimos. ―Casi susurrando, Lewis agregó―: Y allí estaba él, sobre la…

―Preferiría que me cuente eso allá arriba ―dijo el fiscal―, donde pueda describir todo con detalle. Por ahora, continuemos con el resto de la historia.

―Bueno, lo primero que pensé fue quitar- le esa cuerda. Se veía…

Se detuvo y el rostro le temblaba.

―Pero Harry se le acercó y me dijo: «No, ya está muerto, y es mejor que no toquemos nada». Entonces, bajamos. Ella estaba igual, allí sentada. «¿Ya le avisó a alguien?», le pregunté. «No», dijo ella sin perturbarse. Harry dijo: «¿Quién lo hizo, se- ñora Wright?». Lo dijo muy serio, entonces ella como que reaccionó y contestó: «No sé». Harry, sorprendido, dijo: «¡¿No sabe?! ¿Pero usted no estaba durmiendo con él en la misma cama?». Entonces, ella dijo: «Sí, pero yo estaba en el lado de adentro». Harry insistió: «¡¿Alguien le pasó una cuerda por el cuello a su esposo y lo estranguló y usted no se despertó?!». Ella respondió: «No me desperté». Debimos de haber tenido cara de incrédulos, porque un momento después nos dijo: «Duermo profundamente». Harry iba a hacerle más preguntas, pero le dije que no era asunto nuestro y que lo mejor era que ella le contara todo primero al coronel o al alguacil. Entonces, Harry fue lo más rápido que pudo al camino High Road y, de ahí, a casa de los River, donde hay teléfono.

―¿Y qué hizo ella cuando supo que ustedes iban a llamar al coronel? ―El fiscal volvió a sacar su lápiz, listo para hacer algunas anotaciones.

―Se pasó de la mecedora a esta silla de aquí ―Hale señaló una pequeña silla en un rincón― y solo se sentó allí con las manos agarradas y mirando al piso. Sentí que tenía que hacer conversación, así que le dije que había venido para ver si John quería poner teléfono. Ella empezó a reírse; luego, se detuvo y me miró… asustada.

El sonido del lápiz del fiscal sobre el papel hizo que el señor Hale levantara la mirada.

―No sé, tal vez no fue asustada ―Hale se apresuró a terminar su relato―. No quisiera decir que fue asustada. Harry regresó rápido y luego llegaron el doctor Lloyd y usté, señor Peters, y creo que eso es todo lo que tengo que decirles.

Dijo esto último con alivio y se movió un poco como para relajarse. De hecho, todos se movieron un poco. El fiscal fue hacia las escaleras.

―Vamos arriba primero, luego al granero y sus alrededores.

Se detuvo y echó un vistazo a la cocina.

―¿Está seguro de que no había nada importante aquí? ―le preguntó al alguacil―. ¿Algo que pudiera darnos una pista del motivo?

El alguacil también echó un vistazo a la cocina como para asegurarse.

―Nada más que cosas de cocina ―dijo el alguacil, con una risa provocada por la insignificancia de las «cosas de cocina».

El fiscal observaba la alacena, cuya estructura era peculiar y mal acabada, mitad armario y mitad mueble de cocina, con la par- te superior construida en la pared y la parte inferior del tipo tradicional de las alacenas. Como si la extrañeza de aquel objeto lo atrajera, el fiscal tomó una silla, abrió la parte superior y se puso a esculcar. Después de un momento, sacó su mano llena de miel.

―Aquí hay un desastre ―dijo disgustado.

Las dos mujeres se habían acercado y ahora hablaba la esposa del alguacil.

―Ay, no, las conservas ―dijo mirando a Martha como para encontrar una mirada comprensiva. Se volvió hacia el fiscal y le explicó―: La señora Wright estaba preocupada por las conservas anoche cuando se puso tan frío. Dijo que el fuego se extinguiría y se reventarían los frascos.

El alguacil soltó una risa.

―¡Bueno, pero ¿quién entiende a las mujeres?! ¡Acusada de asesinato y se preocupa por unas conservas!

El joven fiscal apretó los labios y dijo:

―Supongo que antes de que terminemos con el caso tendrá cosas más serias por las cuales preocuparse que sus conservas.

―Bueno ―dijo el esposo de Martha con una superioridad ingenua―, las mujeres siempre se preocupan por pequeñeces.

Las mujeres se acercaron una a la otra y ninguna dijo nada. De repente, el fiscal pareció recordar sus modales y pensar en su futuro.

—Y aun así —dijo el fiscal, con la galantería de un joven político—, pese a todas sus preocupaciones, ¿qué haríamos sin ellas?

No hablaron ni dieron muestras de agrado por el comentario. El fiscal se acercó al fregadero, se lavó las manos y se volvió para secarse con una toalla que colgaba en un rodillo. La dio vuelta en busca de un lado más limpio donde secarse.

—¡Ajá, toallas sucias! No es muy buena ama de casa que digamos, ¿qué les parece, señoras? —Y pateó unas ollas sin lavar que estaban en el piso, debajo del fregadero.

—Hay mucho que hacer en una granja —dijo Martha molesta.

—Por supuesto, sin embargo —mientras le hacía una pequeña reverencia a Martha—, hay muchas casas en las granjas de Dickson donde las toallas no están tan sucias como esta. —Y tiró de la toalla para que pudieran verla en toda su extensión.

—Esas toallas se ensucian en un momento. Los hombres siempre andan con las manos sucias.

—¡Ah, ya veo, es leal a sus congéneres! —y rio. Luego, se detuvo y miró a Martha con malicia—. Usted y la señora Wright eran vecinas. Supongo que también eran amigas.

Martha negó la suposición del fiscal con un movimiento de cabeza.

—La he visto muy poco en los últimos años. No vengo a esta casa desde hace más de un año.

—¿Y por qué? ¿No le agradaba?

—Me agradaba mucho —contestó Martha con firmeza—. Pero las esposas de los granjeros siempre estamos ocupadas, señor Henderson y, además… —Martha se detuvo y echó un vistazo a la cocina.

—¿Sí…? —dijo el fiscal esperando que continuara.

—Nunca me pareció un lugar agradable —dijo Martha, más para sí misma que para contestarle al fiscal.

—Sí —el fiscal estuvo de acuerdo—, no creo que nadie pueda decir que este es un lugar agradable. Creo que la señora Wright no tiene las cualidades para crear un ambiente acogedor.

—Bueno, no creo que John Wright tuviera esas cualidades tampoco —dijo Martha entre dientes.

—¿Quiere decir que ellos no se llevaban bien? —preguntó el fiscal al instante.

—No, no es mi intención decir nada —contestó Martha firmemente. Y mientras se alejaba un poco del fiscal, añadió—: Pero no creo que un lugar se volviera agradable porque estuviera John Wright en él.

—Me gustaría hablar de eso con usted más tarde, señora Hale —dijo el fiscal—. Estoy ansioso por ver la situación allá arriba.

El fiscal se dirigió hacia las escaleras, seguido por los otros dos hombres.

—Me imagino que no hay problema si mi esposa toma algunas cosas para llevarle a la señora Wright, ¿verdad? —preguntó el alguacil—. Ella iba a llevarle ropa y algunas otras cosas. Es que ayer nos la llevamos tan rápido.

El fiscal miró a las dos mujeres, a quienes iban a dejar solas con las cosas de cocina.

—Sí, señora Peters —dijo mientras miraba a la otra mujer, la mujer robusta, la esposa del granjero parada detrás de la esposa del alguacil—. Claro que la señora Peters es una de los nuestros —dijo como para comprometerla—. Ah, y manténgase alerta, señora Peters, ya que cualquier detalle podría servirnos. Sin duda, ustedes dos podrían encontrar alguna pista que nos dé el motivo, y eso es justamente lo que necesitamos.

El señor Hale se frotó la cara al estilo de los presentadores de espectáculos cuando se preparan para contar un chiste.

—Pero ¿las mujeres podrían reconocer una pista si la encontraran? —dijo el señor Hale y, habiendo expresado esto solemnemente, siguió a los otros arriba.

Las mujeres se quedaron inmóviles y en silencio mientras escuchaban los pasos, primero en las escaleras y luego en la habitación de arriba.

Luego, como si se hubiera liberado de algo extraño, Martha empezó a acomodar las ollas sucias que estaban debajo del fregadero, pues el fiscal las había desacomodado al patearlas con desprecio.

—No soportaría que algún hombre entrara a mi cocina —dijo Martha molesta— a registrarlo todo y criticarme.

—Claro que es deber de ellos —dijo la esposa del alguacil con ese tono condescendiente típico en ella.

—El deber está bien —dijo Martha bruscamente—, pero supongo que el oficial que vino a encender el fuego esta mañana también tiene que ver con esto. —Y le dio un tirón a la toalla—. ¡Ay, si la hubiera visto antes! Me parece muy mal decir que ella no tenía las cosas relucientes de limpieza sabiendo que tuvo que irse inesperadamente.

Martha miró la cocina. Ciertamente, no relucía de limpieza. Un tarro de azúcar en uno de los estantes inferiores llamó su atención. El tarro de madera estaba sin tapa y junto a él había una bolsa de papel a medio vaciar.

Martha se acercó al estante. «Estaba pasando el azúcar de la bolsa al tarro», se dijo a sí misma pausadamente.

Recordó la harina en la cocina de su casa. La mitad cernida y la otra mitad sin cernir. La habían interrumpido y tuvo que dejar las cosas a medio hacer. ¿Qué habría interrumpido a Minnie Foster? ¿Por qué dejó aquello a medias? Sintió el impulso de terminar de pasar el azúcar al tarro; siempre le habían molestado las cosas a medio hacer, pero al mirar a su alrededor notó que la señora Peters la observaba, y no quería que ella también se preguntara por qué se había empezado aquella tarea y, luego, por alguna razón, se había dejado a medias.

—¡Qué lástima lo de las conservas! —dijo Martha y se dirigió a la alacena que el fiscal había abierto. Se subió en la silla y dijo como para sí misma—: ¿Me pregunto si se habrán echado a perder todas?

Aquel desastre era una escena lastimosa, pero, finalmente, Martha dijo:

—¡Aquí hay un frasco que está entero! —Lo puso contra la luz y dijo—: Es de cerezas también. —Se asomó de nuevo y dijo—: Bueno, creo que es el único que se salvó.

Dio un suspiro y bajó de la silla, fue al fregadero y limpió el frasco.

—Se va a sentir muy mal después de haber trabajado tanto durante el verano. Todavía recuerdo la tarde en que preparé las cerezas el verano pasado.

Puso el frasco en la mesa y suspiró de nuevo mientras se sentaba en la mecedora. Pero no se sentó. Había algo que no la dejaba sentarse en aquella silla.

Se enderezó, dio un paso atrás y se quedó mirando la silla como si pudiera ver a la mujer que se sentaba allí plegando su delantal. La fina voz de la esposa del alguacil la trajo de vuelta a la realidad.

—Debo recoger algunas cosas del armario del cuarto del frente. —Abrió la puerta del cuarto y se disponía a entrar, pero se detuvo y dijo nerviosa—: ¿Me acompaña, señora Hale? Usted… usted puede ayudarme.

Tardaron poco en el cuarto. El frío era tan intenso que cualquiera habría deseado salir de allí lo antes posible.

—¡Santo Dios! —dijo la señora Peters, dejó las cosas sobre la mesa y se acercó al fogón a toda prisa para entrar en calor.

Martha se quedó examinando la ropa que pidió la mujer detenida en el pueblo.

—¡Pobre Minnie! —dijo Martha mientras sostenía una vieja enagua negra que mostraba las marcas de un uso excesivo—. Tal vez por eso casi no salía. Me imagino que no se sentía presentable, y cuando uno no se siente bien no disfruta nada. Ella usaba ropa preciosa y era muy alegre. Claro, cuando era Minnie Foster, una de las muchachas más populares del pueblo, y cantaba en el coro. Pero eso… bueno, eso fue hace veinte años.

Con un cuidado que reflejaba algo de ternura, Martha dobló las viejas ropas y las colocó en una esquina de la mesa. Miró a la señora Peters; había algo en la mirada de esa mujer que la irritaba.

«A ella no le importa», pensó Martha, «que Minnie Foster tuviera ropa bonita cuando era joven, no hace ninguna diferencia para ella».

La miró de nuevo, no estaba muy segura. En realidad, nunca había estado completamente segura de lo que pasaba por la mente de la señora Peters. Ella tenía esa forma de ser cobarde y, aun así, sus ojos parecían mirar mucho más allá de las cosas.

—¿Esto es todo lo que tenía que llevar? —preguntó Martha.

—No —dijo la esposa del alguacil—, también me dijo que quería un delantal. ¡Qué extraño —se animó a decir en esa forma nerviosa y débil que la caracterizaba—, porque no hay mucho con qué ensuciarse en la cárcel! Bueno, supongo que, si uno está acostumbrado a ponerse delantal, eso la va a hacer sentirse más normal. Me dijo que estaban en la última gaveta de esta alacena. Sí, aquí están. Además el chal, que siempre cuelga en la puerta de las escaleras.

Tomó el pequeño chal gris de atrás de la puerta que llevaba a las escaleras y se quedó mirándolo durante un minuto.

De pronto, Martha se le acercó. 

—¡Señora Peters!

—¿Sí, señora Hale?

—¿Cree usted que ella lo hizo?

Una ráfaga de temor borró de los ojos de la señora Peters aquel poder de ver más allá de las cosas que Martha había percibido.

—Bueno, no sé —dijo con una voz que evidenciaba su deseo de evadir el tema.

—Pues no creo que ella lo hiciera —dijo Martha convencida—. Imagínese, pidiendo un delantal y su pequeño chal. Preocupada por sus conservas.

—Mi esposo dice… —se oyeron pasos en el cuarto de arriba. La señora Peters se detuvo, miró hacia arriba y, luego, continuó en voz baja—. Mi esposo dice que las cosas no están nada bien para ella. El señor Henderson es terriblemente sarcástico en sus discursos y va a burlarse de ella diciendo que no se despertó.

Por un momento, Martha se quedó en silencio, pero luego dijo:

—Bueno, supongo que John Wright tampoco se despertó… mientras le pasaban la cuerda por el cuello —dijo en voz baja.

—Sí, qué extraño, ¿no? —dijo la señora Peters, también en voz baja—. Ellos dicen que fue una forma muy rara de matar a un hombre.

La señora Peters se largó a reír, pero el sonido de su propia risa la hizo detenerse repentinamente.

—Eso mismo dijo mi esposo —contestó Martha con toda naturalidad—. Había una pistola en la casa. Lewis dice que eso es lo que no puede entender.

—Cuando veníamos saliendo, el señor Henderson dijo que lo que hacía falta para el caso era un motivo, algo que pusiera en evidencia la ira o sentimientos repentinos.

—Bueno, yo no veo señales de ira —dijo Martha—. No…

Martha se detuvo como si su mente hubiera tropezado con algo. Le llamó la atención un repasador tirado en medio de la mesa. Se acercó lentamente. Una mitad limpia y la otra sucia. Entonces, despacio y casi sin querer, miró hacia el tarro de azúcar y la bolsa medio vacía. «Cosas que se empezaron pero no se terminaron».

Después de un momento, retrocedió un poco y dijo para disimular:

—¿Cómo habrán encontrado las cosas allá arriba? Espero que esté un poco más ordenado que aquí. Es que —hizo una pausa y se repuso— dejarla allá en el pueblo, encarcelada, y venir a su casa a buscar pistas que la incriminen es como espiar.

—Pero, señora Hale —dijo la esposa del alguacil—, la ley es la ley.

—Supongo que así es —dijo Martha secamente.

Martha se acercó al horno y dijo algo sobre su mal estado y el poco fuego que producía. Estuvo en eso un minuto, pero cuando se enderezó, dijo indignada:

—La ley es la ley y un horno inservible es un horno inservible. ¿A usted le gustaría cocinar en esto? —dijo mientras señalaba con el atizador el revestimiento interior completamente despedazado. Abrió la puerta del horno y empezó a opinar sobre su estado, pero de pronto se perdió en sus propios pensamientos. Se preguntaba cómo sería tener que luchar con aquel horno todos los días, año tras año. Se imaginaba a Minnie Foster tratando de cocinar en aquel viejo aparato y se sentía culpable por nunca haber venido a visitarla.

Martha se sorprendió cuando oyó a la señora Peters decir «Uno se desanima y se endurece».

La esposa del alguacil había estado observando el horno, el fregadero, el balde con agua traída de afuera. Las dos mujeres se quedaron en silencio; arriba, se oían los pasos de los hombres buscando evidencia para condenar a la mujer que se había encargado de aquella cocina. La esposa del alguacil había recobrado esa mirada como de quien puede ver más allá de las cosas. Esta vez, Martha le habló con más amabilidad.

—Señora Peters, lo mejor es quitarnos los abrigos porque, si nos los dejamos puestos, no vamos a sentirnos calientes cuando salgamos.

La señora Peters fue al fondo de la habitación a colgar el abrigo de piel que llevaba puesto. De pronto, dijo:

—Mire, estaba haciendo una colcha —y levantó una gran canasta de costura llena de retazos.

Martha puso algunas piezas sobre la mesa.

—Es un diseño de una cabaña —dijo Martha acomodando varias piezas—. ¡Qué bonito!, ¿verdad?

Estaban tan entretenidas con la colcha que no oyeron los pasos en las escaleras. En el momento en que los hombres llegaban, Martha estaba diciendo «¿Iría a acolcharla o simplemente a anudarla?».

El alguacil levantó las manos.

—¡Ay, Dios mío! Por lo que se preocupan las mujeres.

Los hombres se echaron a reír; se calentaron las manos cerca del fogón y luego el fiscal dijo decidido:

—Bueno, vamos a revisar el granero.

—No sé qué hay de malo —dijo Martha con cierto resentimiento cuando los hombres salieron— en que nos entretengamos con pequeñas cosas mientras esperamos a que encuentren alguna evidencia. No me parece que sea algo como para burlarse.

—Bueno, es que ellos tienen cosas muy importantes que hacer —dijo la esposa del alguacil para disculparlos.

Continuaron inspeccionando la colcha. Martha observaba las puntadas finas y uniformes y sentía preocupación por la mujer que cosió aquellas piezas. De repente, oyó a la esposa del alguacil decir en un tono extraño:

—Pero vea esto.

Se dio vuelta para ver la pieza que sostenía la señora Peters.

—La costura —dijo perturbada—. Todo está bonito y uniforme, excepto esta costura. Pareciera que no sabía lo que hacía.

Sus miradas se encontraron; fue como una luz que pasó de una a la otra.

Luego, haciendo un esfuerzo, trataron de mirar hacia otro lado. Por un momento, Martha se quedó sentada y tapó aquella costura tan distinta del resto. Después soltó un nudo y algunas puntadas.

—¿Qué hace, señora Hale? —preguntó la esposa del alguacil asustada.

—Solté unas puntadas que no estaban bien hechas —contestó Martha con naturalidad.

—Creo que no debemos tocar nada —dijo la señora Peters un poco indecisa.

—Voy a terminar solo este extremo —dijo Martha, todavía en un tono normal.

Enhebró una aguja y empezó a rehacer las puntadas mal hechas. Durante un rato, Martha cosió en silencio. De pronto, oyó aquella voz tímida y débil.

—¡Señora Hale!

—Sí, señora Peters.

—¿Por qué cree usted que ella estaba tan… nerviosa?

—Este…, no sé —dijo Martha como si fuera un asunto sin importancia, en el que no había necesidad de detenerse—. No sé si ella estaba… nerviosa. Yo coso muy mal también cuando estoy cansada.

Cortó una hebra y miró a la señora Peters de reojo. Su rostro pequeño y delgado estaba tenso y tenía esa mirada de poder traspasar las cosas. Pero de pronto cambió y dijo con su típica voz débil e insegura:

—Bueno, debo envolver esa ropa porque los hombres ya deben de estar por terminar. ¿Dónde habrá papel y cuerda?

―Tal vez en ese mueble ―dijo Martha después de echar un vistazo.

Aún le faltaba descoser una de las piezas mal cosidas. Apenas la señora Peters le dio la espalda, Martha aprovechó para inspeccionar la costura y compararla con las puntadas delicadas y precisas de las otras piezas. La diferencia era sorprendente. Sostener aquella costura en sus manos le daba una sensación extraña, como si pudiera oír los perturbados pensamientos de la mujer que la hizo, quizás como un intento para calmarse.

La voz de la señora Peters distrajo a Martha.

—Aquí hay una jaula ―dijo―. ¿Señora Hale, usted sabe si tenía algún pájaro?

—Pues no. No sé si tenía un pájaro. —Y se dio vuelta para ver la jaula que sostenía la señora Peters―. No venía aquí desde hacía tanto ―Martha suspiró―. El año pasado estuvo por aquí un hombre vendiendo canarios muy baratos, pero no sé si ella habrá comprado uno. Tal vez sí. Ella cantaba muy lindo.

La señora Peters contempló la cocina.

—Es un poco extraño imaginar un pájaro en este lugar ―rio un poco y, luego, volvió a levantar una barrera entre ellas—. Bueno, pero es probable que sí lo tuviera porque, de otro modo, ¿para qué iba a querer esta jaula? ¿Qué le habrá ocurrido al pájaro?

—Supongo que se lo comió el gato —dijo Martha y continuó cosiendo.

—No creo que tuviera un gato, porque les tiene miedo. Cuando la llevaron ayer a nuestra casa, mi gato entró a la habitación y ella se sintió muy perturbada y me pidió que lo sacara.

―Mi hermana Bessie era igual ―Martha rio.

La esposa del alguacil no le respondió. El silencio llamó la atención de Martha. La señora Peters estaba examinando la jaula.

―Mire esta puerta ―dijo la señora Peters lentamente―. Está rota. Le arrancaron una de las bisagras.

Martha se acercó.

―Pareciera que quien lo hizo estaba enfurecido.

De nuevo, sus miradas se encontraron, asustadas, llenas de dudas y de inquietud.

Durante un instante, guardaron silencio, inmóviles. Luego, Martha se alejó y dijo de repente:

—Si buscan alguna evidencia, espero que la encuentren pronto. No me gusta este lugar.

—Pero, señora Hale, me alegra mucho que haya venido conmigo. 

—La señora Peters puso la jaula sobre la mesa y se sentó—. Me habría sentido muy sola aquí.

—Sí, ¿verdad? —contestó Martha con cierta naturaleza y determinación.

Volvió a la costura, pero después de un instante, la puso sobre el regazo y dijo con voz distinta, baja:

—Pero voy a decirle qué desearía haber hecho. Desearía haber venido a visitarla de vez en cuando. Debí haber venido.

—Señora Hale, usted estaba muy ocupada atendiendo la casa y a los niños.

—Pude haber venido —contestó Martha secamente—. No la visitaba porque este lugar me parecía triste, pero por eso mismo debí haber venido. Nunca —dijo mientras miraba a su alrededor— me ha gustado este lugar. Tal vez porque está en una hondonada y no puede verse el camino. No sé por qué es, pero es un lugar solitario, siempre lo fue. Desearía haber venido a visitar a Minnie Foster. Ahora entiendo… —y no dijo más.

—No debe sentirse culpable —dijo la señora Peters—. No sé por qué, pero nunca sabemos realmente cómo es la vida de nuestros vecinos hasta que algo sucede.

—No tener hijos ahorra trabajos —Martha reflexionó después de un silencio—, pero la casa se siente solitaria, y John Wright es- taba afuera todo el día, trabajando, y ella, sin compañía hasta su regreso. Señora Peters, ¿usted conocía a John Wright?

—No tanto como conocerlo; lo he visto en el pueblo. Dicen que era un buen hombre.

—Ah, sí, claro —dijo Martha irónicamente—. No bebía, cumplía su palabra a toda costa, creo, y pagaba todas sus deudas. Pero era un hombre cruel, señora Peters. Pasar el condenar a la mujer que se había encargado de aquella cocina. La esposa del alguacil había recobrado esa mirada como de quien puede ver más allá de las cosas. Esta vez, Martha le habló con más amabilidad.

—Señora Peters, lo mejor es quitarnos los abrigos porque, si nos los dejamos puestos, no vamos a sentirnos calientes cuando salgamos.

La señora Peters fue al fondo de la habitación a colgar el abrigo de piel que llevaba puesto. De pronto, dijo:

—Mire, estaba haciendo una colcha —y levantó una gran canasta de costura llena de retazos.

Martha puso algunas piezas sobre la mesa.

—Es un diseño de una cabaña —dijo Martha acomodando varias piezas—. ¡Qué bonito!, ¿verdad?

Estaban tan entretenidas con la colcha que no oyeron los pasos en las escaleras. En el momento en que los hombres llegaban, Martha estaba diciendo «¿Iría a acolcharla o simplemente a anudarla?».

El alguacil levantó las manos.

—¡Ay, Dios mío! Por lo que se preocupan las mujeres.

Los hombres se echaron a reír; se calentaron las manos cerca del fogón y luego el fiscal dijo decidido:

—Bueno, vamos a revisar el granero.

—No sé qué hay de malo —dijo Martha con cierto resentimiento cuando los hombres salieron— en que nos entretengamos con pequeñas cosas mientras esperamos a que encuentren alguna evidencia. No me parece que sea algo como para burlarse.

—Bueno, es que ellos tienen cosas muy importantes que hacer —dijo la esposa del alguacil para disculparlos.

Continuaron inspeccionando la colcha. Martha observaba las puntadas finas y uniformes y sentía preocupación por la mujer que cosió aquellas piezas. De repente, oyó a la esposa del alguacil decir en un tono extraño:

—Pero vea esto.

Se dio vuelta para ver la pieza que sostenía la señora Peters.

—La costura —dijo perturbada—. Todo está bonito y uniforme, excepto esta costura. Pareciera que no sabía lo que hacía.

Sus miradas se encontraron; fue como una luz que pasó de una a la otra.

Luego, haciendo un esfuerzo, trataron de mirar hacia otro lado. Por un momento, Martha se quedó sentada y tapó aquella costura tan distinta del resto. Después soltó un nudo y algunas puntadas.

—¿Qué hace, señora Hale? —preguntó la esposa del alguacil asustada.

—Solté unas puntadas que no estaban bien hechas —contestó Martha con naturalidad.

—Creo que no debemos tocar nada —dijo la señora Peters un poco indecisa.

—Voy a terminar solo este extremo —dijo Martha, todavía en un tono normal.

Enhebró una aguja y empezó a rehacer las puntadas mal hechas. Durante un rato, Martha cosió en silencio. De pronto, oyó aquella voz tímida y débil.

—¡Señora Hale!

—Sí, señora Peters.

—¿Por qué cree usted que ella estaba tan…

nerviosa?
—Este…, no sé —dijo Martha como si fuera un asunto sin importancia, en el que no había necesidad de detenerse—. No sé si ella estaba… nerviosa. Yo coso muy mal también cuando estoy cansada.

Cortó una hebra y miró a la señora Peters de reojo. Su rostro pequeño y delgado estaba tenso y tenía esa mirada de poder traspasar las cosas. Pero de pronto cambió y dijo con su típica voz débil e insegura:

—Bueno, debo envolver esa ropa porque los hombres ya deben de estar por terminar. ¿Dónde habrá papel y cuerda?

―Tal vez en ese mueble ―dijo Martha después de echar un vistazo.

Aún le faltaba descoser una de las piezas mal cosidas. Apenas la señora Peters le dio la espalda, Martha aprovechó para inspeccionar la costura y compararla con las puntadas delicadas y precisas de las otras piezas. La diferencia era sorprendente. Sostener aquella costura en sus manos le daba una sensación extraña, como si pudiera oír los perturbados pensamientos de la mujer que la hizo, quizás como un intento para calmarse.

La voz de la señora Peters distrajo a Martha.

—Aquí hay una jaula ―dijo―. ¿Señora Hale, usted sabe si tenía algún pájaro?

—Pues no. No sé si tenía un pájaro. —Y se dio vuelta para ver la jaula que sostenía la señora Peters―. No venía aquí desde hacía tanto ―Martha suspiró―. El año pasado estuvo por aquí un hombre vendiendo canarios muy baratos, pero no sé si ella habrá compra- do uno. Tal vez sí. Ella cantaba muy lindo.

La señora Peters contempló la cocina.

—Es un poco extraño imaginar un pájaro en este lugar ―rio un poco y, luego, volvió a levantar una barrera entre ellas—. Bueno, pero es probable que sí lo tuviera porque, de otro modo, ¿para qué iba a querer esta jaula? ¿Qué le habrá ocurrido al pájaro?

—Supongo que se lo comió el gato —dijo Martha y continuó cosiendo.

—No creo que tuviera un gato, porque les tiene miedo. Cuando la llevaron ayer a nuestra casa, mi gato entró a la habitación y ella se sintió muy perturbada y me pidió que lo sacara.

―Mi hermana Bessie era igual ―Martha rio.

La esposa del alguacil no le respondió. El silencio llamó la atención de Martha. La se- ñora Peters estaba examinando la jaula.

―Mire esta puerta ―dijo la señora Peters lentamente―. Está rota. Le arrancaron una de las bisagras.

Martha se acercó.

―Pareciera que quien lo hizo estaba enfurecido.

De nuevo, sus miradas se encontraron, asustadas, llenas de dudas y de inquietud.

Durante un instante, guardaron silencio, inmóviles. Luego, Martha se alejó y dijo de repente:

—Si buscan alguna evidencia, espero que la encuentren pronto. No me gusta este lugar. —Pero, señora Hale, me alegra mucho que haya venido conmigo. —La señora Peters puso la jaula sobre la mesa y se sentó—. Me habría sentido muy sola aquí.

—Sí, ¿verdad? —contestó Martha con cierta naturaleza y determinación.

Volvió a la costura, pero después de un instante, la puso sobre el regazo y dijo con voz distinta, baja:

—Pero voy a decirle qué desearía haber hecho. Desearía haber venido a visitarla de vez en cuando. Debí haber venido.

—Señora Hale, usted estaba muy ocupada atendiendo la casa y a los niños.

—Pude haber venido —contestó Martha secamente—. No la visitaba porque este lugar me parecía triste, pero por eso mismo debí haber venido. Nunca —dijo mientras miraba a su alrededor— me ha gustado este lugar. Tal vez porque está en una hondonada y no puede verse el camino. No sé por qué es, pero es un lugar solitario, siempre lo fue. Desearía haber venido a visitar a Minnie Foster. Ahora entiendo… —y no dijo más.

—No debe sentirse culpable —dijo la señora Peters—. No sé por qué, pero nunca sabemos realmente cómo es la vida de nuestros vecinos hasta que algo sucede.

—No tener hijos ahorra trabajos —Martha reflexionó después de un silencio—, pero la casa se siente solitaria, y John Wright es- taba afuera todo el día, trabajando, y ella, sin compañía hasta su regreso. Señora Peters, ¿usted conocía a John Wright?

—No tanto como conocerlo; lo he visto en el pueblo. Dicen que era un buen hombre.

—Ah, sí, claro —dijo Martha irónicamente—. No bebía, cumplía su palabra a toda costa, creo, y pagaba todas sus deudas. Pero era un hombre cruel, señora Peters. Pasar el día a su lado —Martha se detuvo y sintió un escalofrío— era como quedarse afuera, en el viento congelado que cala hasta los huesos. —Su mirada se detuvo en la jaula y agregó con amargura—: Puedo imaginarme cuánto deseaba tener un pájaro.

De repente, Martha empezó a albergar algunas sospechas, y mientras miraba la jaula fijamente dijo:

—Pero ¿qué cree usted que le puede haber ocurrido al pájaro?

—No sé —dijo la señora Peters—. Tal vez enfermó y murió.

Martha se acercó y tomó la jaula. Movió la puerta rota y, de pronto, las dos mujeres fijaron su mirada en ella como si acabaran de descubrir algo.

—¿La conocía? —preguntó Martha en un tono más amable.

—No hasta ayer, que la llevaron a la casa —dijo la esposa del alguacil.

—Ella, imagínese… Ella misma era como un pájaro. Dulce y hermosa, pero un poco tímida y nerviosa. Cuánto cambió.

Estuvo absorta en sus pensamientos durante mucho tiempo. Luego, como si un pensamiento alegre la hubiera invadido y se hubiera liberado para regresar a la vida cotidiana, dijo:

—Señora Peters, mire, ¿sabe qué vamos a hacer? ¿Por qué no le lleva la costura? Así tal vez se distraiga un poco.

—¡Señora Hale, qué buena idea! ―dijo la esposa del alguacil como si ella también se alegrara de entrar en un ambiente de normalidad―, no creo que haya ningún problema, ¿verdad? Bueno, vamos a ver qué le llevo. ¿Estarán los retazos y las otras cosas aquí?

Fueron a buscar la canasta de costura.

—Aquí hay uno rojo —dijo Martha mientras sacaba un rollo de tela. Debajo de la tela había una caja—. Mire, tal vez aquí estén las tijeras y lo demás. ―Sostuvo la caja en alto y dijo—: ¡Qué hermosa caja! Apuesto a que la tiene desde hace mucho… cuando era joven.

Durante un momento, la sostuvo en su mano y luego, con un pequeño suspiro, abrió la caja. En ese mismo instante, se tapó la nariz.

—¡¿Qué sucede?!

La señora Peters se acercó, pero tuvo que alejarse.

—Hay algo envuelto en este pedazo de seda —logró decir Martha casi desfallecida.

—Esas no son sus tijeras —dijo la señora Peters temerosa.

Martha, con las manos temblorosas, desenrolló la seda.

—¡Dios mío, señora Peters! —dijo alarmada—. Es…

La señora Peters se acercó.

—Es el pájaro —dijo en voz baja. —¡Pero, señora Peters! —dijo Martha horrorizada—. ¡Mírelo bien! ¡Su cuello, mire su cuello! Está completamente dado vuelta.

Martha extendió el brazo para mostrarle. La señora Peters volvió a acercarse. —Alguien le torció el cuello —dijo con voz lenta y profunda.

Y, entonces, las miradas de las dos mujeres volvieron a encontrarse, pero esta vez sus ojos expresaban una revelación nueva y un horror creciente. La señora Peters miró el pájaro muerto y, luego, la puerta rota de la jaula. Sus miradas volvieron a cruzarse, hasta que se oyó un ruido afuera.

Martha escondió la caja en la canasta, debajo de las piezas de tela, y se sentó rápidamente en una silla, justo al frente de la canasta. La señora Peters se mantuvo apoyada en la mesa. El fiscal del condado y el alguacil entraron.

—Bueno, señoras —dijo el fiscal, como quien va a pasar de asuntos serios a temas de poca importancia—, ¿ya decidieron si lo iba a acolchar o solamente a anudar?

—Creemos —contestó la esposa del alguacil un poco agitada— que iba a… anudarlo.

Henderson estaba tan preocupado por hallar alguna evidencia que ni siquiera se dio cuenta del cambio en la voz de la señora Peters al pronunciar aquella última palabra.

—¡Ah, qué interesante! —dijo el fiscal en tono condescendiente. De pronto, vio la jaula—. ¿Se escapó?

—Creemos que se lo comió el gato —dijo Martha muy normal, sin mostrar su perturbación. El fiscal caminaba de un lado para otro como si estuviera analizando algo.

—¿Hay un gato? —preguntó el fiscal un tanto distraído.

Martha lanzó una mirada a la esposa del alguacil.

—Bueno, ya no —dijo la señora Peters—. Usted sabe, los gatos son desconfiados y es normal que huyan.

Luego, la señora Peters se dejó caer en su silla.

El fiscal no le prestó atención.

—No hay indicios de que alguien haya entrado desde afuera —dijo al alguacil, como quien continúa con una conversación interrumpida—. Y usaron su propia cuerda. Subamos de nuevo y repasemos todo paso a paso. Tiene que haber sido alguien que conocía muy bien…

La puerta de las escaleras se cerró y sus voces desaparecieron.

Las dos mujeres permanecieron sentadas, inmóviles, sin mirarse, absortas en sus pensamientos y, al mismo tiempo, tratando de contenerlos. Cuando volvieron a hablar, parecían asustarse con sus propias palabras, pero no podían callar.

—Ella le tenía afecto al pájaro —dijo Martha en voz baja y lenta—. Iba a enterrarlo en esa bella caja.

—Cuando yo era niña —dijo la señora Peters en voz baja—, tenía un gatito… Un niño tomó un hacha y frente a mí, antes de que pudiera evitarlo… —La señora Peters se cubrió el rostro un instante—. Si no me hubieran detenido… —sorprendida por lo que está a punto de decir, mira hacia arriba, donde se oyen pasos, y termina tímidamente la frase—, me habría vengado.

Permanecieron sentadas sin hablar ni moverse.

—Me pregunto cómo sería —finalmente Martha se decidió a hablar, como si aquel lugar le fuera completamente extraño— no haber tenido nunca niños correteando por la casa. —Miró lentamente alrededor de la cocina como si pudiera ver lo que habría significado ese lugar durante todos estos años—. No creo que a Wright le hubiera gustado tener un pájaro —dijo después de observar la cocina— ni nada que trajera alegría. A ella le gustaba cantar. Él también acabó con eso —dijo Martha sin vacilar.

La señora Peters se mostró inquieta.

—Bueno, no sabemos quién mató al pájaro.

—Sé que fue John Wright —respondió Martha.

—Señora Hale, fue terrible lo que sucedió en esta casa esa noche —dijo la esposa del alguacil—. Matar a un hombre mientras dormía… pasándole una cuerda por el cuello para estrangularlo.

Martha tocó la jaula con su mano.
—El cuello retorcido; para estrangularlo. 

—No sabemos quién lo mató —susurró la señora Peters con espanto—. No lo sabemos. Martha no se alteró.

—Después de años y años de… nada, y luego tener un pájaro que cantara…, el silencio debió haber sido inmenso cuando el pájaro dejó de cantar.

Fue como si alguien más dentro de ella hubiera hablado, haciendo brotar en la señora Peters sentimientos que ella misma desconocía.

—Sé bien lo que es la soledad —dijo con una voz extraña y monótona—. Cuando vivíamos en Dakota y mi primer bebé murió a los dos años, me quedé sin nada.

Martha se levantó.

—¿Cuándo cree que terminarán de buscar evidencias?

—Sé bien lo que es la soledad —dijo la señora Peters ensimismada. Volvió a la realidad de golpe.

—La ley debe castigar el crimen, señora Hale —dijo con esa típica voz débil y tensa. —Si usted hubiera visto a Minnie Foster —fue la respuesta de Martha— cuando usaba vestido blanco con listones azules y se ponía de pie al frente del coro para cantar…
La imagen de aquella joven y el remordimiento de haber sido vecina de Minnie durante veinte años y haberla dejado morir de soledad significaba una carga insoportable para Martha.

—¡Ay, Dios! ¡Debí haber venido de vez en cuando! —dijo Martha mortificada—. ¡Ese sí fue un crimen! ¿Y quién va a castigarlo?

—No debemos sentirnos culpables —dijo la señora Peters mirando con temor hacia las escaleras.

—¡Debí haber sabido que necesitaba ayuda! Escúcheme, señora Peters: no me explico por qué pero, aunque vivíamos cerca, siempre vivimos muy lejos unos de otros. Todos atravesamos los mismos problemas, solo que con distinta intensidad. Si no fuera así, ¿por qué usted y yo comprenderíamos? ¿Por qué sabríamos lo que sabemos en este momento?

Martha se limpió los ojos con la mano y, al ver el frasco de fruta sobre la mesa, lo tomó y dijo ahogándose en llanto:

—¡Yo no le contaría que las conservas se echaron a perder! ¡Dígale que… que todos los frascos están bien, todos ellos! Tome, llévele este como prueba de que todos están enteros. Ella… ella tal vez nunca sepa si se rompieron o no.

Martha se apartó.

La señora Peters tomó el frasco como si estuviera feliz de asirlo, como si tocar un objeto familiar o tener algo que hacer pudiera protegerla del peligro. Se puso de pie y buscó algo con que envolver el frasco. Tomó unas enaguas de la pila de ropa que sacó del cuarto y empezó a envolver la conserva nerviosamente.

—¡Ay, Dios! —la señora Peters empezó a hablar en voz alta y fingida—, ¡qué suerte que los hombres no nos oyeron! Nosotras todas alarmadas por una cosa insignificante como… un canario muerto —dijo tratando de salir rápidamente del tema—. Como si tuviera algo que ver con… con… bueno, imagínese, se habrían reído de nosotras.

Se oyeron pasos en las escaleras.

—Quizás se habrían reído —dijo Martha en voz baja—, quizás no.

—No, Peters —dijo el fiscal del condado de modo tajante—. Todo está muy claro excepto el motivo del crimen. Pero usted sabe cómo son los jurados cuando se culpa a mujeres. Si hubiera algo definitivo, algo que mostrar o alrededor de lo cual construir la historia… Alguna cosa que explicara esta forma tan tonta de matarlo.

Martha observó disimuladamente a la señora Peters y ella también la observaba. Al instante, ambas mujeres miraron hacia otro lado. La puerta de la cocina se abrió y entró el señor Hale.

—Ya alisté los caballos —dijo—. Está friísimo afuera.

—Voy a quedarme un rato aquí —anunció el fiscal de repente—. ¿Puedes enviar a Frank a recogerme, verdad? —le preguntó al alguacil—. Quiero revisarlo todo de nuevo. No me sentiré satisfecho hasta que encontremos algo.

Las miradas de las dos mujeres volvieron a cruzarse durante un momento.

El alguacil se acercó a la mesa.

—¿Querías ver lo que mi esposa le llevará a la señora Wright?

El fiscal tomó el delantal y se largó a reír.

—Bueno, no creo que las damas hayan elegido algo muy peligroso.

Martha tenía una mano en la canasta de costura, en la que había escondido la caja. Pensó que debía sacar la mano de la canasta pero no pudo. El fiscal tomó una de las piezas de tela con las que ella tapaba la caja. Los ojos de Martha parecían de fuego y tenía la sensación de que, si el fiscal tomaba la canasta, ella se la arrebataría.

Pero no lo hizo. Con una risita entre dientes, se dio vuelta y dijo:

—No, la señora Peters no necesita vigilancia. De hecho, la esposa de un alguacil está casada con la ley. ¿Alguna vez lo había visto de esa manera, señora Peters?

La señora Peters estaba de pie junto a la mesa. Martha le hizo una seña con la mirada, pero no pudo verla. La señora Peters se había apartado un poco. Cuando respondió, su voz se oía apagada.

—No solo… de esa manera.

—¡Casada con la ley! —dijo el alguacil con una risa un tanto irónica. Luego, se acercó a la puerta que llevaba al cuarto del frente y le dijo al fiscal

—George, ¿puedes venir un minuto? Creo que debemos revisar estas ventanas.

—¡Ah, las ventanas! —dijo el fiscal con sarcasmo.

—Saldremos en un minuto, señor Hale —le dijo el alguacil al granjero, que todavía esperaba en la puerta.

El señor Hale se fue a cuidar los caballos. El alguacil entró al otro cuarto con el fiscal y, por última vez, las mujeres volvieron a quedarse solas en aquella cocina.

Martha se levantó de un salto tomándose ambas manos y clavó su mirada en la otra mujer, que también conocía el secreto. Al principio no podía verle el rostro, porque había permanecido dada vuelta desde que le sugirieron que estaba casada con la ley. Pero la mirada de fuego de Martha la obligó a darse vuelta otra vez. Despacio, sin quererlo, la señora Peters giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Martha.

Durante un momento, las dos quedaron presas en una mirada ardiente en la cual no había ni un solo rastro de evasión o cobardía. Luego, Martha indicó con un gesto la canasta donde escondían el motivo del crimen de aquella mujer. Aquella mujer ausente que, aun así, las había acompañado todo el tiempo.

La señora Peters permaneció inmóvil un instante; luego, se abalanzó a la canasta, apartó las piezas de tela, tomó la caja y trató de meterla en su bolso, pero la caja era demasiado grande. Desesperada, abrió la caja para sacar el pájaro, pero se derrumbó, no pudo tocarlo. Se quedó allí parada, impotente, sin saber qué hacer.

Se oyó el sonido del picaporte de la puerta del cuarto. Martha le arrebató la caja a la señora Peters y la escondió en la bolsa de su gran abrigo justo antes de que el alguacil y el fiscal volvieran a la cocina.

—Bueno, Henry —dijo el fiscal a manera de chiste—, por lo menos averiguamos que no iba a acolcharlo sino que iba a… ¿cómo le dicen ustedes, señoras?

Martha tenía la mano sobre la bolsa de su abrigo.

—Decimos que iba a anudarlo, señor Henderson.

Backstage de este texto

Ustedes ya saben que en cada revista Orsai hay una sección en la que hacemos lo que se nos da la gana: llegaron a esa parte. Bienvenidos y bienvenidas, pónganse cómodos porque conseguimos una joyita de principios del siglo XX que los va a dejar con los ojos sedientos, la garganta seca y el corazón desbocado. Susan Glaspell, escritora norteamericana, dramaturga y feminista, escribió este cuento hace más cien años que, para sorpresa de nadie, resulta insoportablemente actual.

Escribe

Susan Glaspell

Susan Glaspell

Estados Unidos, 1876
Fue dramaturga, novelista y periodista. Con su esposo, fundó Provincetown Players, ​ la primera compañía teatral estadounidense modernista.​ Entre sus novelas más conocidas están The Glory of the Conquered y Fugitive's Return.

Ilustra

Matías Tolsà

Matías Tolsà

Buenos Aires, 1983
Es ilustrador y caricaturista. Publica sus dibujos en varios medios y coordina una nueva escuela de dibujo en Cataluña, en donde vive desde chico. Es miembro fundacional de Orsai y dibujó en todos los números.

Un cuento hecho y derecho

Este relato debería ser un clásico, enseñarse en los colegios, transmitirse por radio, aparecer, incluso, en televisión. «Juzgada por sus iguales», título para descrifrar, es una historia magnífica de dos mujeres que acompañan a sus maridos a la casa de una vecina que, parece, será juzgada por homicidio. 

Este policial es una máquina perfecta: cada pieza se mueve en total sincronía con las demás. Y, como toda buena historia de intrigas, asesinatos, malvados y cómplices —porque este cuento tiene de todo—, funciona en dos niveles. Por un lado tenemos a los maridos, a los «hombres de poder» y por el otro a las verdaderas protagonistas, a las mujeres, las amas de casa, las que se ocupan de las «pequeñeces» de la vida. 

Con exquisita ironía y sutileza, Susan Glaspell desliza una trama secreta, escondida dentro de la principal. Mientras los hombres investigan un posible asesinato y dejan a las mujeres destinadas a las tareas menores, recluídas en la cocina y en la sala de estar, ellas irán encontrando y ensamblando los engranajes de lo que ocurrió con su vecina. Entre breves diálogos que mantendrán cuando los hombres investiguen «de verdad» y las pistas que solo ellas podrán decodificar, en un momento, mediante una mirada, un gesto, un secreto, tendrán que elegir un camino. ¿Le contarán a sus maridos lo que saben o lo resolverán por sí solas? 

Una imagen que dice más que mil palabras

Matías Tolsá, que ya es medio una verguenza tener que presentarlo porque el cara dura logra convencernos de publicar en todas nuestras revistas —en realidad lo admiramos muchísimo—, esta vez se lució un montón. 

El cuento es corto y, aunque hay muchas escenas para dibujar, convenía elegir pocos elementos, porque esta historia funciona sobre la premisa «menos en más». Muchas ilustraciones hubieran echado a perder la sutileza del policial y la intriga se hubiera esfumado; Matías fue más inteligente, leyó a Susan como nadie: encontró los dos ingredientes claves del cuento. 

Nos regaló dos escenas con muchísimo detalle y zoom que, sin duda, si la autora pudiera verlas, estaría encantada de que acompañen su cuento. 

Ilustración final de Matías Tolsà para revista Orsai.