La ladrona

Esta crónica increíble sobre una ladrona tan apasionada por lo que hace como por el sexo, se impuso sin pedir permiso en un mundo de hombres violentos. Rodolfo Palacios cuenta su historia con maestría carnal.

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Una vez me pediste que te ayudara a escribir un cuento infantil. Querías leerlo en la fiesta de cumpleaños de tu hija, que cumplía diez. Pero te dije que ni siquiera podía inventarle historias felices a la mía. Te reíste y me respondiste que solo podíamos contar relatos violentos. 

—La diferencia es que vos entrevistás a ladrones y asesinos. Y yo trabajo con ellos. De eso no hay retorno —me explicaste, seria.

Esa fue una de las muchas cosas que dijiste. Las recuerdo a todas.

Diez minutos después de haberte conocido me contaste que eras ninfómana, bisexual y multiorgásmica. También me confesaste que a veces llegabas a excitarte con la inquietante ausencia que quedaba en una casa vacía después de que entrabas a robar. Te llevabas dinero y joyas valiosas, pero decías que te gustaba quedarte con los aromas y los secretos de esos lugares. Entre risas, una noche me dijiste que te masturbaste durante un robo. El delito te atraía tanto como el sexo. 

La última vez que te vi, hace casi un año, me avisaste que ibas a robar un banco. Sin cómplices. Querías hacerlo sola y sin ninguna máscara ni media en la cabeza. Querías que todos vieran tu cara, tus ojos celestes y tu pelo largo y castaño. Querías que vieran tu escote, que olieran tu perfume y tu rudeza. 

Te supe capaz: podías sostener un fusil mejor que ellos. Y el delito era, para vos, una forma del deseo. Eso hacía la diferencia. Decías que te habías hecho ladrona por placer, adrenalina y rebeldía. Porque ninguno de los hombres de tu vida te había dejado robar. Todos ellos —pistoleros pesados que debían varias muertes— te querían en la casa cocinando, cuidando a tus hijos o visitándolos en la cárcel. 

Pero tenías otros planes para vos misma. 

—Si me matan, contá mi historia y llevá jazmines a mi tumba —me dijiste aquella vez. 

Pasó más de un año y no volví a saber de vos. No respondiste a ninguno de los mensajes que te mandé a los dos números que tengo tuyos y eliminaste tu cuenta de Facebook. Sé que no te mataron ni robaste un banco. Lo sé porque no salió en ningún diario. La nota probablemente hubiese dicho así: «Una mujer a cara descubierta y armada con un FAL asaltó un banco y huyó con la recaudación de las cajas. La buscan más de 100 policías». 

Seguramente hubiesen resaltado tu belleza más que tu ferocidad. Tenías las dos cosas. Hubieses querido ser leyenda y que en esos artículos alguien escribiera que admirabas a Agata Galiffi, la flor del hampa que se hizo ladrona en la Rosario criminal de principios del XX y se tiroteaba con la policía, estuvo a punto de robar un banco y tenía su propia gavilla de pistoleros y contrabandistas.

Así que esto que voy a contar quizás te dé satisfacción. Voy a dejar esta carta y de ahora en más escribiré para los otros. Para que conozcan tu historia, la de una ladrona que se impuso en un mundo de hombres violentos que tienen poco que perder. Tu nombre real es hermoso pero debo inventarte uno porque sino la policía empezaría a buscarte. Y no soy tu cómplice, pero tampoco tu delator.

Te voy a llamar Cecilia.

No hay que ser un estadista para llegar a esta conclusión: la mayoría de los robos es cometida por hombres. El hampa desplaza a las mujeres al segundo plano. Ellas son las que reciben con la comida al malviviente después de un golpe, las que atraviesan —infaltables y puntuales— la insoportable espera de las largas colas en las cárceles. Las compañeras leales que les dan hijos que —en muchos casos— siguen el camino del padre. Si alcanzan un lugar central en el delito, lo hacen cumpliendo dos roles principales: el de viuda negra —que tiende trampas nocturnas en las que duerme a los hombres para robarles después— y otro más temido y despreciado en el submundo criminal: el de la mujer que delata a una banda por despecho. En este segundo caso, el ejemplo paradigmático es el del robo del siglo al banco Río de Acassuso, ocurrido el 13 de enero de 2006. Durante dos años la banda tramó un plan perfecto: simularon una toma de rehenes con pistolas de juguete en el primer piso del banco, mientras que en la planta baja otros hombres del grupo desvalijaban las cajas de seguridad. Sin herir a nadie, huyeron en dos gomones por un túnel, se llevaron dinero y bienes por 25 millones de dólares y dejaron, en el espacio vacío, un único mensaje: «En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores». Sin embargo, el amor —o como sea que eso se llame— terminó rompiendo esa trama que parecía imbatible: la esposa de uno de los asaltantes supo que su marido se iba a fugar a Paraguay con el dinero, las joyas y una joven amante. Y llamó a la policía.

Todo hacía pensar que las mujeres tenían este lugar secundario o vengativo en el universo del hampa. Pero como cada ley tiene sus excepciones, empecé a preguntar si había ladronas. No me refería a mecheras, pungas, estafadoras ni campanas: mi objetivo era dar con una mujer que tuviera la épica de los malandras con los que yo me reunía en los bares. Una vez le pregunté a un ladrón de bancos apodado Picadura, que purgaba condena en Olmos, por qué no había esa clase de mujeres. Me miró fijo y, como quien está a punto de revelar un secreto valioso, me dijo que existía una. Conocía a una chica que robaba mejor que los hombres.

—Es una luz la piba. Alta ladrona. La quise hacer entrar en mi banda, pero los muchachos no quisieron. Corte que el hampa es así y es difícil de cambiar eso. Hay muchos otarios y giles. 

—¿No la dejaron entrar por ser mujer o pusieron otro argumento?

—Uno de los pibes dijo que una mina robando se iba a poner nerviosa. Eso es flor de mentira amigo, yo robé un banco con un flaquito que le temblaban las manos como una hoja. Casi se le cae el fierro. Pero estos mamarrachos dicen que una mujer en la banda iba a llamar la atención. O hacer pis.

—Todos hacemos pis.

—Sí, pero el guacho este decía que nosotros, los chabones, podemos aguantar el meo o meamos de parado, las flacas no. Iban a querer ir al baño en el momento crucial. Lo mismo con el maquillaje. O que iba a contaminar la banda porque alguno se iba a querer encamar con ella. O iba a quedar embarazada. Todas esas pavadas decían. En 2005 terminé armando un dúo con ella. No quería dejarla a gamba y ella tiene algo especial que te atrapa. Nunca nos acostamos. Lo aclaro por las dudas. 

Ese año, y algunos que siguieron, Picadura y su amiga robaron fábricas y financieras. Tenían una especie de ritual. Para que la espera no fuera sospechosa, simulaban ser una pareja que discutía. Cuando llegaba el camión con la recaudación, salían del auto y él le apuntaba al chofer mientras ella iba a buscar el dinero. A veces invertían los roles. 

—Una vez yo tiré una rata en un local de pago y ella comenzó a gritar, aprovechamos el caos para entrar en la zona de cajas y llevarnos la guita. Otro día entramos con un bebé. La idea era generar caos y distracción. Casi siempre nos íbamos con los bolsillos llenos.

—Me gustaría conocerla.

—Te hago el puente, pero es arisca. Ojo, no se te ocurra tirarle los perros. Está marcada. Y el que la marcó es un chorro pesadísimo.

A los pocos días, a mi WhatsApp llegó un mensaje que decía «hola, me dijeron que querías verme». La foto de perfil era la de un barco en altamar con una frase del Indio Solari: «con carnadas finas te van a matar». Era Cecilia. Me citó en un café de Plaza Italia. Su historia me intrigaba más que la de cualquier ladrón. A la larga, todos los relatos de los pistoleros de raza se parecen: heredan el oficio en un viaje iniciático lleno de miseria y rencor, terminan en la cárcel, salen y roban hasta que vuelven a caer. Para un ladrón, la ley es morir ladrón. En cambio, la vida delincuencial de Cecilia podía llegar a ser como una especie de aire fresco entre tantas historias cargadas de muerte.

Para que la reconociera, Cecilia me mandó una foto: pelo castaño largo, ojos grandes y celestes, piel pálida. Se la veía muy linda. Así la busqué.

En el bar, Cecilia llevaba puesto un vestido azul adornado con flores. Tenía 38 pero aparentaba treinta. Y su cara era angelical: ojos claros, pestañas largas, nariz pequeña, labios abundantes que mojaría con la lengua mientras me escuchara hablar. Sus piernas también eran hermosas. Y lo mismo su escote, más allá de que la miraba a los ojos. 

Antes de pedir la primera cerveza, Cecilia me sorprendió con un comentario:

—Hace unos años vos estuviste en mi casa…

—Nunca te vi en mi vida.

—Yo no estaba. Entrevistaste a mi ex marido. Mi nena, que tenía cuatro años, me contó que había venido un señor a hacerle una nota a su papá.

Era verdad. No podía creer que Cecilia hubiera sido la mujer del Narigón, aquel delincuente feroz que integraba la superbanda del Gordo Valor, el grupo criminal que en los años ochenta y noventa robaba bancos y blindados a punta de fusil. Ese pistolero había matado policías, era temido por los custodios de caudales y coleccionaba cicatrices de tiroteos y motines carcelarios. Formaba parte del ala dura de esa banda que ejecutaba hasta tres golpes en forma simultánea y que llegó a tener hasta treinta integrantes, muchos de los cuales no se conocían entre sí. 

El Narigón (lo llamaré así porque también debo preservar su nombre) era el que cruzaba el auto al blindado y se bajaba armado para apretar a los custodios. Era capaz de robar un banco en cinco minutos. Y era uno de los pocos que respetaba a rajatabla uno de los diez «mandamientos» de la banda: «La mujer del compañero tiene bigotes».

Había razones para respetar esa sentencia. Años atrás, un ladrón de la banda tuvo un romance con la mujer de un compañero que había caído preso. Pocos días después de que el grupo de delincuentes se enterara, el «traidor» apareció muerto de un balazo en la cabeza adentro de su auto, en Garín. «Odio a los pata de lana, pero no tuve nada que ver», le aclaró El Narigón a Cecilia.

—No te creo nada. A mí me podés decir la verdad —le dijo ella.

—La única verdad es que ese tipo era una bomba de tiempo. Y sé que si se metía con vos, uno de los muchachos iba a poner las cosas en su lugar.

Nadie pagó por ese crimen mafioso.

Cuando lo entrevisté, el Narigón cumplía arresto domiciliario. Pero lo violó un año después de esa nota. Se escapó, cometió más robos y lo acusaron de matar a un chapista a sangre fría.

—Es bravo. Muy violento, pero ama a su hija —dijo Cecilia en nuestro primer encuentro.

—¿Tu hija sabe que vos y su papá son ladrones?

—De él sabe, de mí no. El Narigón nunca ocultó nada. Para él ser ladrón es como ser carpintero, plomero o taxista. Un laburo digno. La nena dice que su papá es bandido, pero de los buenos. Dice bandido porque escuchó esa palabra en los dibujitos. El problema es que les decía a sus amiguitos: «Mi papi es un bandido bueno, lo metieron preso porque la policía no le cree que es bueno». Igual en su escuela hay más de un chico que tiene el padre detenido.

—¿Algún día le vas a decir que vos también robaste?

—Cuando sea más grande. O tal vez nunca. El Narigón me dice que es mal ejemplo para nuestra hija que yo robe. «¿Y vos, caradura?», le dije un día. «Que yo sepa te dedicás a lo mismo». Lo del hombre es más difícil de disimular. Porque es bruto, llega de robar y apoya el bolso con guita ahí nomás, y saca el arma, la desarma y la limpia. Lo mío siempre fue sutil. Es más, cuando la nena era bebita la llevaba conmigo a hacer inteligencia. Iba con ella a upa a ver barrios, los movimientos de las casas. ¿Quién iba a sospechar de una madre joven con una beba en brazos?

— ¿Cuándo vas a robar con quién queda la nena?

—La llevo a lo de mi vieja. Es duro porque un día podría pasarme algo y no volver. Pero soy una madre presente, como cualquier otra. La llevo a la escuela, voy a las reuniones, a los actos, la ayudo a hacer los deberes, dibujamos juntas. Soy muy cuidadosa. 

 —¿No tenés miedo de que siga tus pasos?

—No pienso en eso. Si hago las cosas prolijas, no tendría por qué hacer lo que yo hago. Para ella soy una mamá normal porque en realidad lo soy.

—¿Al Narigón lo seguís viendo? 

—Cada tanto. Le llevo a la nena al penal. Pero terminamos discutiendo. Él quiere volver conmigo. Amenaza de muerte a todos mis novios. Ni le voy a decir que estuve con vos.

—No, mejor no. ¿Cuál fue su reacción el día que se enteró de que choreabas?

—No quiere que robe. Al principio lo hacía a escondidas de él, pero una vez le conté. Y se puso loco. Pero debo reconocer que casi todo lo aprendí de él. Nunca me quiso enseñar, pero con las cosas que contaba me dio clases sin saberlo. Creo que quería protegerme. Aunque el otro día pensé que no me dejaba robar porque se ponía celoso. El siempre quería ser el más importante de la familia. El señor ladrón.

—¿Nunca robaron juntos?

—No, además no quiero saber nada de él. Forma parte de mi pasado. Es un sacado. No le hace falta drogarse para ser así. Igual se dicen muchas cosas de él que son mentira. Como que un día en una toma de rehenes usó a un bebé como escudo.

—Eso se dice de varios ladrones.

—Es mentira. También se dice que el Gordo Valor es policía. Son bolazos. Hablando del Gordo Valor, su cuñada llegó a robar con la superbanda. Se disfrazaba de tipo y salía con ellos. Se ponía hasta bigote falso y se recogía el pelo. 

—¿Es verdad que tu ex le sacó con una tenaza los dientes de oro a una rusa?

—Es mentira. Pero algunas cosas son ciertas.

—¿Cuáles? 

—Una de ellas es que está obsesionado conmigo y es capaz de matar por mí.

—¿Cómo lo conociste?

—En un asado que hizo mi papá con varios delincuentes. 

—No sabía que tu viejo era del gremio.

Cecilia saca su billetera, la abre y me muestra una foto en blanco y negro en la que aparece un hombre calvo de barba que sostiene un fusil con la mano derecha y una beba con la mano izquierda.

—Esa soy yo —dice.

Su padre era pirata del asfalto. Solía robar con traje y gomina. Cuando ella era chica pensaba que era oficinista o empleado de correo. Y una vez creyó que era viajante porque volvió a los diez días con un maletín y regalos. Parecía otro hombre, como esos marineros que vuelven transformados de alta mar, cubiertos de un aroma que pareciera avejentarles la piel e instalárseles en la mirada. 

A los diez años, Cecilia despertó de una pesadilla y cuando fue a la cocina a buscar a su madre, descubrió a su padre contando fajos de dinero sobre la mesa. A un costado, tenía el fusil y una pistola. Nunca olvidó la forma en que él la miró. Con una mezcla de sorpresa y resignación. La sentó en su falda, la acarició y la llevó a dormir. De ahí en más, Cecilia creció con dos imágenes: la de su madre, una ama de casa que se ocupaba de todos los avatares domésticos (la casa, la cocina, la educación formal de su hija). Y la otra, que era magnética. 

Años después, en la adolescencia, Cecilia le pidió a su padre que le enseñara a disparar un arma. El hombre se negó.

—Si hubieras nacido varón ya habrías disparado todas mis armas, hasta me hubieras acompañado a laburar —dijo. 

Con esas palabras dejó en claro que en su universo no había lugar para mujeres. Y que el submundo del hampa se parece a las familias de artistas de circo: los padres les trasladan el oficio a hijos, sobrinos y nietos. Todos hombres. Cecilia quedaba afuera de esa herencia.

Cuando conoció al Narigón —en ese asado hecho por su padre— él también se opuso a que ella delinquiera. El destino de Cecilia parecía estar escrito, y era casi calcado al de su madre. Su pareja sólo le enseñó a limpiar el arma, a desmontarla y armarla otra vez. Pero ella sentía el impulso de cargarla y salir a robar. 

—Para conformarme o tenerme entretenida, El Narigón me puso un local de ropa. Pero eso era peor que quedarme encerrada limpiando la casa o cocinando. No me resignaba a ser la mujer de un asaltante que iba a tener el corazón en la boca cada vez que él no volviera. Y no quería vivir pendiente de la tele para ver si hubo un tiroteo o no. Esa vida no era para mí, pero igual no me desesperaba. Por dentro sabía que algún día llegaría mi oportunidad.

A los pocos meses de haber comenzado la relación con el Narigón, quedó embarazada. Y antes de que la nena cumpliera un año, El Narigón cayó preso en la Unidad Penal Número 9 de La Plata por un robo fallido a una empresa farmacéutica, y Cecilia se separó de él literal y amorosamente. Entonces sintió que era su momento de pasar al frente. Le pidió a Picadura, un ex compañero del Narigón, que la sumara a su banda.

—¿Estás segura? —quiso saber el malandra.

—No hagas preguntas pelotudas. ¿Cuándo arrancamos?

—Tengo un par de cosas en vista. Solo te aclaro una cosa. Grabátela en la cabeza.

—No soy tu hija.

—Una vez que entrás en esto, no salís. Es un viaje de ida.

Casi sin transición, porque en el delito no hay entrenamiento posible y se aprende golpe a golpe, Cecilia se hizo ladrona. Picadura le dio una pistola calibre 22 y le enseñó a usarla. Fueron a un club de tiro de Quilmes y Cecilia tuvo un buen desempeño. Estaba lista.

A los pocos días con Picadura comenzaron a robar en hoteles alojamiento. Veían una luz roja y paraban. Entraban como pareja y desvalijaban las habitaciones y la recaudación del lugar. Más allá del contexto y de la adrenalina de los robos, y de las sensaciones que provocaba Cecilia, nunca pasó nada entre ellos. Ella quería, pero él siempre ponía reparos.

—Estás re fuerte, me encantan tu culo, tus gomas, todo de vos, pero es mejor que nunca pase nada. El sexo contamina todo. Esto es laburo —le dijo Picadura.

Ella asintió con la cabeza.

Junto a Picadura se inició también como escruchante: robaba casas. Y notó que sentía algo especial cuando entraba en una vivienda en ausencia de sus dueños. Podía saber por los aromas si el hogar llevaba varias horas vacío. Más que el acto de robar, le atraía quedarse con la intimidad de los ocupantes de la casa. Revisar sus bibliotecas, los cajones, los roperos, las cartas, las fotos. Una vez, en la casa de una anciana adinerada, encontró una cajita que conservaba una manta con volados. En el centro, que estaba envuelto, había una mancha roja. Supo que esa mujer guardaba su primera menstruación como si fuese un tesoro. 

Para ella, entrar en una casa vacía era como ser religioso y entrar a una iglesia: ambos se arrodillaban ante una imagen en la cual creían. En ese caso, ella parecía rendirle culto al santo de la ausencia. Se sentía viva rastreando las pistas que delataban si los ocupantes se habían ido hacía poco o no. A veces abría el libro que estaba leyendo el dueño de casa y retomaba la lectura. O sentía al tacto la suavidad de la ropa lavada. O encendía el televisor y descubría qué canal estaba viendo la persona antes de irse. O tomaba del whisky que alguien había tomado la noche anterior, le daba una pitada a un porro, comía las sobras como si buscara absorber el secreto de lo cotidiano. O se probaba joyas y zapatos mientras respiraba el aire que había respirado otro. 

Cecilia era una coleccionista de intimidades. Mejor dicho: una voraz cazadora de intimidades.

Ese ritual no la hacía menos profesional. Cuando se iba, no dejaba huellas pero sentía que algo de ella quedaba en esas paredes que a veces eran envases de seres solitarios cuya pesadumbre perduraba en el ambiente aun en la fugaz ausencia.

—Es raro, porque no puedo describir muchas casas en las que entré, pero puedo hacer un inventario de los objetos que encontré o robé. Siempre me gustaron los detalles —dijo Cecilia en el bar. Después tomó un sorbo de cerveza y se relamió los labios. Me esforcé por sostener la mirada en sus ojos. Ella siguió—: Una vez me robé una matrioshka de bronce. Se la regalé a mi nena. La adrenalina de caminar en una casa sabiendo que alguien puede abrir la puerta en cualquier momento es poderosísima. Disfruto todo lo que vivo porque me costó hacerme mi lugar. Casi no hay chicas ladronas. Nos usan de mulas o transas. Pocos ambientes como éste son tan machistas. Fijate las colas que hay en las visitas en las cárceles. Todas madres, esposas, hijas. Los chabones se hacen los reyes con los fusiles, pero cuando llegan a casa son nenes de pecho. Para el macho el delito es como una vitamina. Aman a sus pistolas como a sus pitos. No pueden parar. Es como que se les pare con viagra. Para mí robar es mucho más que eso. Me atraviesa. Me habita. Lo siento en la sangre. En el estómago. En el pecho. En los dedos. Y en un cosquilleo acá abajo, algo que me da felicidad —dijo Cecilia y se tocó la entrepierna, o eso imaginé.

—¿Tuviste sexo durante un robo?

—Sí. Y me gusta masturbarme cuando estoy en riesgo. Lo más fuerte es cuando estoy por cometer un robo. Cuando lo cometo me olvido de todo y cuando termino siento un gran vacío. Pero siento una excitación incontrolable cuando estoy por robar. En realidad me excito casi todo el tiempo. Veo a un pibe que me gusta, o una piba linda, y me derrito. Ni alcohol me hace falta. Cogí varias veces con un muchacho con el que robaba. 

—¿Picadura?

—¡No! Aunque Picadura tiene fama de tener una verga gigante. Conocí muchos ladrones pitocorto. Pobres. Por eso aman sus fusiles. Este pibe con el que curtía era un salvaje. No había robo si no había sexo y viceversa. Era un pacto. Subíamos al auto, tirábamos la bolsa con la plata atrás y nos íbamos a un telo o lo hacíamos en el auto. Soy ninfómana. No lo puedo evitar. La mayoría de los hombres son ninfómonos. La inventé a esa palabra, ¿no? ¿Y vos qué sos? 

Por esos días, Cecilia estaba tan cebada que practicó acrobacia para robar bajo la modalidad de «hombre araña». Quiso seguir los pasos de un ladrón amigo que en las alturas había robado desde cuadros hasta adornos de plata. En su recorrido por los techos el hombre solía encontrarse con situaciones de este tipo: una mujer que le era infiel a su marido, una fiesta con drogas, una discusión de pareja, una cena romántica. Y a Cecilia le fascinaba la idea de mirar vidas ajenas a través de una ventana. El riesgo de la altura también le atraía.Su amigo había intentado robar una estatua victoriana y casi se cae al vacío. Ese peligro, le dijo un día, valía más que cualquier botín millonario. 

Una madrugada, Cecilia lo acompañó a robar a un octavo piso en Recoleta, pero sintió vértigo y quiso bajar. 

—Me puse a llorar como una estúpida. Encima mi compañero se enojó porque le hice perder tiempo y lo puse en riesgo. Sentí tanta impotencia que cuando bajé a la superficie saqué el revólver y asalté a una parejita que caminaba por la calle. Me dieron las billeteras. Se las tiré al piso de bronca. No quería robar, quería sacarme la furia de encima. Me fui de la banda un tiempo. Cuando volví dejamos en claro muchas cosas. Yo debía ser menos pasional y Picadura menos frío.

Cecilia siguió hablando y bebiendo conmigo durante tres horas. Su historia me fascinaba. Desde ese día tuvimos contacto casi todos los días. Nos escribíamos o nos encontrábamos a pasear o a tomar un café o una cerveza. Para ella, yo era una especie de confesor. Me hablaba de sus robos, de sus errores, de sus miedos. También de sus certezas. Me contó que una vez le disparó en las piernas a un hombre que intentó propasarse con ella. Y que una vez intentó pasar diamantes en un viaje en avión, pero se arrepintió y escapó con los diamantes y cree que los delincuentes que la habían contratado siguen buscándola para vengarse. 

Una tarde me dejó plantado en la plaza Irlanda, en Caballito. La esperé media hora. Hasta que llamó y me dijo:

—Perdoná nene, estoy complicada, ando renegando por la vida. Me dan ganas de salir a la calle a tirar tiros, a romper todos los autos y los vidrios de los negocios. 

—¿Qué pasó?

—Mi ex. Dice que si no vuelvo con él me va a matar a mí y la va a matar a la nena. No lo puedo denunciar. Me la tengo que comer. No sé por qué me hace eso. Encima aparecieron deudas y tengo mucha guita sin cobrar. Los boxeadores no pierden cuando caen sino cuando no se levantan. Eso lo decía mi viejo. Tenía razón. 

—¿Tu papá vive?

—No, tuvo un infarto en la cárcel. No quería morir preso. De hecho estaba planeando una fuga. Hubiese preferido morir asesinado por la policía.

Estuvimos dos meses sin vernos. Por esos días, Picadura, el ladrón que me había contactado con Cecilia, me llamó desde la cárcel para ver cómo me había ido con su amiga. «Viste que buena que está, tiene unas tetas hermosas y un culo divino. Seguro te tentaste, acordate que está marcada, no se te ocurra tirarle onda porque se sabe todo», me dijo. Le recordé que yo solo quería de Cecilia su relato delincuencial. 

Pero estaba claro que otros tipos querían otras cosas. Y que eso que tenía Cecilia también tenía otro tipo de valor en el mundo del hampa. Separada del Narigón, Cecilia salió un tiempo con un proxeneta que tenía dos prostíbulos en el microcentro porteño y que le hizo una propuesta. No se trataba de trabajar en esos lugares —él había insistido, pero ella siempre se negó— sino de formar parte de otro tipo de negocio sucio: ir al vip de los boliches en busca de empresarios o futbolistas. Convertirse en una viuda negra. La metodología era como la de cualquier otra «viuda»: lograr que el tipo la llevara a su casa y ponerle droga en el trago para dormirlo. La diferencia de Cecilia con otras de su rubro era que ella no dependía de una banda que fuera a desvalijar a la víctima. Lo hacía ella misma. 

—Además me gustaba tener sexo con el desafortunado —me dijo una tarde mientras caminábamos por San Telmo. Cecilia vivía en la la zona sur del conurbano, pero le gustaba ir a ese barrio de la capital. 

—¿Robabas mucha plata como viuda negra?

—Depende. No era muy redituable, además era riesgoso. No fue una buena experiencia —dijo, como para ponerle fin al tema, y siguió caminando en silencio. Cada tanto Cecilia entraba a un negocio de antigüedades y se quedaba mirando un objeto. 

—Me encariño con las cosas, sobre todo las que tienen un valor sentimental. A veces siento que es más dañino robar un recuerdo que un fajo de plata. Los objetos hablan mucho de nosotros. Aunque al final no nos quedemos con nada. Igual no quiero quedar como que la plata no me interesa. Si no me gustara la guita, me dedicaría a ser coleccionista y no ladrona. Pero lo mío no existe en comparación con lo de otros. Conocí ladrones que morían por la guita. Olían los billetes, los pesaban. Había un pirata del asfalto que le pedía a su mujer que en la visita le llevara algo de plata porque extrañaba tocar los billetes. Es una enfermedad.

En un momento entramos en una librería. Cecilia buscaba novelas de amor. En una mesa de saldo vi El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, y se lo regalé. A la salida me invitó un helado.

—¿A los asesinos y chorros les regalabas libros? —me preguntó.

—Sí, es como una costumbre. Al Gordo Valor le regalé El juguete rabioso, de Roberto Arlt.

—¿Y a Robledo Puch?

A sangre fría, de Capote, y El retrato de Dorian Gray, de Wilde. 

—¿Y le gustaron? 

—Se ofendió porque le regalaba libros escritos por homosexuales. También le regalé La comunidad organizada, de Perón. 

—¿Robledo se cargó a once, no? Tiene carita de ángel.

—Ahora no. Lleva cuarenta y seis años preso. Ahora se parece al Tío Cosa.

—Para mí el loco se enamoró de vos.

—Lo mismo me dice mi ex mujer. Y el poeta Fernando Noy. Están locos.

—¿Te puedo hacer una pregunta? ¿Por qué tenés tanta buena onda con los ladrones?

—No es buena onda.

—¿Y qué es?

—Empatía.

—¿Simpatía?

—No, empatía. Una especie de conexión.

—¿Nunca robaste?

—No. Y les temo a las armas, aunque una vez disparé en un polígono y, para mi sorpresa y pese a mi pánico, tuve una muy buena puntería.

—Disparar es apasionante.

—Espero que no hayas matado.

—¿Y si fuera una asesina, cambia algo?

—Sí. Por empezar, te cambiaría a vos. Nadie volvió de ese peso. 

—No herí ni maté a nadie, pero cuando vas a robar la muerte es una posibilidad. Eso es así.

—Entonces te parece apasionante disparar al aire.

—No me cargues. Pero una vez la pasé mal. Nos tiroteamos con un policía que estaba de franco. Éramos dos chicos y yo. Habíamos robado una fábrica. Uno de mis compañeros hirió al policía. Quedó tirado en medio de la calle. En ese momento sentí algo muy fuerte. Y me acerqué al pibe y lo tuve en brazos. Le salía sangre de un brazo. Mis compañeros me puteaban para que escapara con ellos, no entendían lo que estaba haciendo. Y el policía, que apenas podía moverse, me dijo: «Te agradezco, pero si no te vas te voy a tener que detener». Al otro día supe por el diario que había sobrevivido. Lo llevaron en helicóptero al Churruca.

—Tus cómplices te habrán recriminado mucho tiempo esa reacción que tuviste…

—Obvio. No robé más con ellos. Me dijeron que fui maternal y que por eso las mujeres no deben robar. Y yo les dije que no quería robar más con sanguinarios. Aunque el pibe tiró porque el policía dio la voz de alto. Tuve suerte porque los detuvieron poco tiempo después. Yo siempre zafé. Una vez caí detenida pero un testigo no me reconoció.

—Y eso que ojos como los tuyos debe haber pocos.

—¿Es un piropo?

—No, una descripción. 

—No sé por qué te cuento todo. Ahora que lo pienso, es raro que un asesino que no habla con nadie te haya contado a vos sus secretos o que un ladrón te diga qué robos va a cometer.

—Debe ser porque los escucho y no delato.

—Debe haber algo más.

—Nada. Soy cobarde e ingenuo en muchas cosas. Deben sentir esa confianza, como si hablaran ante un espejo. O como si ellos fueran hablados.

—Vos sos un misterio.

—No tengo nada extraño. Soy normal, mi vida es aburrida. 

—No te creo. Y para mí tenés coraje. Por dentro sos un dragón, lo percibo.

—Me hacés reír. Veo a una araña y tiemblo. Y si de noche oigo una cucaracha que camina, prendo la luz aterrorizado.

—Todos esos son disfraces. En el fondo sos un dragón. Algún día va a salir.

—Y vos sos una fantasiosa.

—¿Nunca robaste?

—No. O sí: una vez, borracho, robé una hamburguesa de una estación de servicio. Me descubrió el guardia. 

—¿Tuviste algún ladrón en tu familia?

—No, todo lo contrario.

—¿Canas?

—Sí.

—Qué raro que no saliste cana. Los hijos de los canas salen canas…

—Y los hijos de los ladrones salen ladrones.

—¿Tu viejo es poli?

—No. Los policías eran mi abuelo Remigio y mi bisabuelo.

—¿Cómo se llamaba tu bisabuelo?

—Remigio. Como mi abuelo. 

—Qué bueno que no saliste a ellos. No tenés nada de ellos.

—Sí…mi segundo nombre es Remigio. Me lo puso mi viejo. Nunca se lo dije, pero siempre rechacé ese nombre. En la escuela me cargaban y había maestros que lo repetían adrede.

—¡Llevás el nombre de un policía! Remigio, el nombre de un policía muerto.

—Llevo dos nombres de muertos. Rodolfo se llamaba mi abuelo materno.

—¿Era cana también?

—No, zapatero.

Esa noche, yo parecía el entrevistado y Cecilia la entrevistadora. En general los ladrones que había perfilado hablaban sólo ellos. Les interesaba poco de mí. Pero Cecilia estaba intrigada por mis antepasados. Le conté que no había conocido a mi abuelo, pero lo poco que sabía de su carrera policial era que había detenido a varias bandas de piratas del asfalto y hasta había llegado a quedarse con algunas cosas robadas, como por ejemplo una bicicleta. También escuché que mató a un pistolero. De mi bisabuelo hay una leyenda pintoresca: era comisario en Castex, La Pampa. Una vez detuvo a Juan Bautista Vairoleto (o Bairoletto, según aparece en algunos documentos históricos), el legendario Robin Hood argentino. El bandido rural de la canción de León Gieco. Pero mi bisabuelo lo liberó en extrañas circunstancias a pedido de un político radical cuyo apellido era Cometa. Esto lo había leído en un libro del historiador Hugo Chumbita. Mi bisabuelo se retiró de la fuerza y puso una casa de botones (esto es real, aunque no lo parece) en Mar del Plata. Mi padre siempre cuenta que cuando silbaba, mi abuelo lo reprendía duramente.

—Es de mala educación —le decía—. Silban los ladrones, los marineros y los analfabetos.

Cuando Cecilia escuchó todo, me dijo su hipótesis: creía que mi acercamiento a los hampones era una manera de comenzar a pagar la deuda contraída por mi abuelo y mi bisabuelo. Un karma. 

No respondí. Me quedé pensando en lo distinto que era conversar con una ladrona. En todos estos años entrevisté rufianes que sólo paraban de hablar para tomar un trago de cerveza. Estaban enfrascados en sus desdichas y leyendas. Eran títeres de sí mismos pronunciando un monólogo desordenado y reiterativo.

Tal vez por eso, o ya ni sé por qué, durante un tiempo me unió a Cecilia un vínculo difícil de definir. A veces, ella me mandaba fotos suyas. En algunas aparecía empuñando distintas armas, desde una pistola calibre 9 milímetros hasta un fusil. En otras se la veía de visita en el museo de la cárcel del fin del mundo, en Ushuaia. En una de las imágenes aparecía dándole un beso de lengua a la estatua del Petiso Orejudo, el siniestro asesino de niños. También me contaba sobre sus experiencias sexuales. Una vez me escribió por mail:

«Estoy húmeda. Sos como mi cura al que le confieso todo. Salí de ver a un pibe de Devoto. No te conté que lo conocí por carta, ¿no? Es divino. Ojos celestes, un metro ochenta, polirrubro. Todo le viene bien, desde camiones a kioscos. Como no nos autorizaron la visita íntima, ¿sabe qué hice, padre? ¿No se va a escandalizar? Metí mi mano por debajo de la mesa y manoseé a mi chico. En un momento nos dejaron solos, porque el botón de la puerta se fue al baño. ¿Sabe lo que hice, padre? Nos metimos en el baño de la sala de visitas y se la chupé toda. Estaba tan caliente mi chico que acabó en mi boca. ¿Soy pecaminosa, curita? ¿Tengo que rezar varios Padrenuestros o usted también se está tocando?».

Quedé sorprendido por el tenor del relato (ni siquiera sabía si era real) y la confianza que ella tenía para contarme algo así. Acepté el juego, y a veces le mandaba mails ficticios, pero sin el tinte sexual de los suyos.

Un día, le escribí esto:

«Planeemos una fuga antes del amanecer, o después. En el Ford V8 de Bonnie & Clyde, antes de ser un colador de lata. Que nos sigan 300 policías, helicópteros, francotiradores, buzos tácticos. Busquemos luces rojas de neón, un piringundín con fonola y whisky, moteles como los de las novelas de Fante. Una fuga como un choque de trenes. Siguiendo el aullido. Atrapémonos antes de que lo haga la policía».

Respondió enseguida: «No me corras. Tengo auto. Tengo fierros. Y tengo ganas de fugar. Hablo en serio».

Al final no fuimos a ningún lado.

Una noche, Cecilia me citó en un bar frente al cementerio de la Recoleta. Apareció con un vestido rosa muy corto y zapatos negros con taco aguja. Llamó al mozo y pidió dos vasos con dos medidas de whisky Johnnie Walker Etiqueta Negra.

—¿Sabés lo que estuve pensando, nene? Me gustaría que vivieras conmigo.

—¿Para qué?

—Para que vieras cómo soy.

—No hace falta vivir con una persona para saber cómo es.

—Pero verías a muchas Cecilias. Y todos mis pensamientos. A veces creo que tengo muchas personalidades. Me asusto hasta de mí misma. Soy muy enamoradiza. Me gusta un hombre con locura y capaz que me presenta al amigo y me enamoro del amigo y el amigo me presenta a otro y me gusta ese otro. No puedo parar. Podría decir que la mayoría de mis hombres fueron ladrones.

—¿Qué te atrae de un ladrón?

—Que su vida puede cambiar de un momento a otro. Y que viven en la calle. Amo la calle. Todo pasa en la calle. Siempre salí con delincuentes. Pero mi problema no es ese, sino que no puedo estar mucho tiempo con la misma persona.

—Pero robás desde hace mucho tiempo: en eso sos constante.

—No creo que robe toda la vida. Pero quiero hacer un hecho grande. Viví muchas cosas en el delito. De no tener un peso ni para darle de comer a mi nena, a pasar a tener mucha guita. Descubrí una destreza y una rapidez que pensé que no tenía. Vi que mi aspecto en apariencia angelical o inofensivo era una manera de pasar inadvertida, como un disfraz, porque la policía siempre busca al ladrón feo y hombre. Viví muchas emociones, como por ejemplo estar llevando en auto un cargamento para una banda de piratas del asfalto. Llevaba el fusil entre las piernas.

—Y eso te excitó.

—Claro, nene, me vas conociendo —Cecilia se rió—. Tengo ganas de contarte tantas cosas que no sé por dónde empezar.

—¿Dónde escondías los botines?

—En varios lados, pero una vez lo escondí en una iglesia de Corrientes. 

—¿En qué parte?

—En los pies de un Cristo al que la gente le rezaba. Una noche, mientras el cura dormía, le metí a la base una cajita de yeso llena de guita. 

—¿Sigue ahí la plata?

—No. La fui a buscar hace poco. Un año estuvo guardada. Hay tanta guita suelta en escondites de ese tipo que un día me voy a dedicar a buscar tesoros. Ese lugar está lindo para robar —dijo Cecilia y miró el cementerio. 

Al rato se sumó un amigo suyo que intentó conquistarla aunque ella se mostraba indiferente. Cecilia lo terminaría besando más por generosidad que deseo. El tipo era dueño de un local de computadoras. Vivía en San Isidro y Cecilia lo había conocido en una fiesta electrónica. Me daba la sensación de que habían tenido algo entre ellos: una noche de sexo, no mucho más. La diferencia es que él la miraba con lascivia y ella lo trataba como se trata a un amigo.

—¿Vamos a una fiesta? Vas a ver que cuando entro en un lugar transformo la energía. Tengo ese don.

—Es verdad —dijo el amigo—. Es como si el aire se impregnara de la onda que tiene Cecilia. Algo irresistible.

Cuando terminó la frase la abrazó y le besó el cuello.

El amigo de Cecilia nos llevó a la fiesta, en una disco de Palermo. Cecilia entró y fue directo a la barra. Pagó tres Chivas Etiqueta Azul. Y fuimos al centro de la pista. En un momento una chica muy linda se le abalanzó y comenzó a besarla. Era evidente que se conocían desde antes.

Cecilia no era la más linda, pero ejercía una especie de encanto sobre hombres y mujeres. Bailaba música tecno y parecía que el boliche giraba a su alrededor. Como me fui a un costado, ajeno a la diversión, me fue a buscar y me llevó al centro de la pista. Sentía que todos nos miraban. Cecilia se daba vuelta y me apoyaba su cola y ponía mis manos en su cintura. Se agachaba y se levantaba y se refregaba en mí, como si fuera su caño de carne y hueso. Su amigo, algo incómodo, se alejó hacia la barra. Ella me miraba como poseída. Se pasaba la lengua por los labios, que ya estaban húmedos. En ese momento pensé que ese gesto había sido visto por pistoleros desesperados que la deseaban como si fuera única. Pensé en su ex marido amenazando a todos los que se le acercaban. Y pensé que los bandidos que la pretendían tomaban esa amenaza como un fascinante gaje del oficio. Pero de repente todo el deseo que sentí esa noche por Cecilia comenzó a desvanecerse, como si en ella no viera a la Cecilia que me conmovía, sino a la viuda negra que engañaba vilmente y tejía trampas. Cecilia hablaba a un centímetro de mi boca. Sus palabras eran más susurros que otra cosa. Se acercaba y se alejaba y su perfume seguía en el aire. Hasta que en un momento me abrazó y me dijo al oído: 

—Vamos a casa. Te invito a dormir.

En ese momento sentí una mezcla de deseo y temor; o algo mucho más extraño que me hizo dejarla en la pista bailando sola. Le dije que debía irme porque tenía que levantarme temprano. «Sos raro», contestó. Al rato, mientras me alejaba, vi que su amigo había vuelto para bailar con ella. Salí del boliche y me sentí aliviado. 

Aunque era un falso alivio. Esa noche me costó dormir. Tirado en la cama, aún vestido, mi cabeza se debatía en la contradicción. Por un lado me consolaba y sentía que había hecho bien en irme. Meterme con Cecilia era meterme con su mundo. Recuerdo que un robabancos me dijo un día:

—No le temo a la muerte, ni a la enfermedad, ni a la mala suerte, ni a los hombres ni a sus armas. Les temo a las circunstancias.

Yo, en cambio, le temía a la muerte, a la enfermedad, a la mala suerte, a los hombres, a las armas. Y a las circunstancias, por supuesto. Y en este caso la circunstancia era clara: en torno a Cecilia estaban su ex, que seguía preso, y otros hombres del hampa que salían con ella cada tanto.

Al otro día, Cecilia me dijo que iba a robar un banco. Pero no volvimos a vernos. Sé que hasta ahora no cometió ese robo porque miro los diarios buscándola. Es mi única forma de saber de ella, porque nunca más me respondió un mensaje. Quizás no perdonó que le negara la última intimidad que existe entre dos cuerpos desnudos. O quizás simplemente se fue, haciendo uso de un poder que por momentos me pareció infinito. 

A veces, cuando la extraño, pienso en hacer lo que finalmente estoy haciendo ahora: hablarles a todos de ella; escribirle, para empezar, una carta.