Los lugares comunes de Mariela y Rama

Para Mariela y Rama hablar de bueyes perdidos mientras se toman un café cortado es cualquier cosa menos algo común. O quizás, lo habitual para ellas, es descomunal para quienes leen las historias de estas dos amigas.

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Bueyes perdidos

Mariela y Rama, viejas amigas de juventud, se encuentran por casualidad en el tren y se ponen a hablar de bueyes perdidos.

Mariela cuenta que hace tres años estaba en el campo de su infancia y salió sola en plena noche. Tenía el propósito de perder el miedo a la oscuridad, de enfrentar al miedo como a una nube negra de tormenta, como a algo que parece la gran cosa pero que en realidad es una nube llena de agua y algunos chispazos, pura cosa flotante, más aire que materia, más grande que aplastante. Y en eso estaba, saltando alambrados en la noche, cuando escuchó que en la oscuridad se movía un animal. Como ya estaba en un montecito, lejos de los corrales donde meten a las vacas en la noche, no supo qué podía ser. Imaginó un puma. Pero no, tenía que ser algo más grande. Imaginó una oveja. Pero no, también las ovejas debían de estar en el corral. Imaginó entonces un buey. Esos bueyes locos que se escapan y andan por ahí perdidos. Recordó, de hecho, al buey de los Amaya, unos vecinos de cuatro campos para el lado de Chingolo. A ellos se les había perdido un buey hacía un tiempo y lo andaban buscando como si fuera el becerro de oro. ¿Por qué lo buscaban tanto? Nadie sabe. Se dijo que era porque lo querían mucho. Se dijo que era porque no les gustaba perder animales. Se dijo que era porque habían hecho una promesa. Se dijo que era porque le habían escondido algo adentro como si el buey fuera una caja fuerte: papeles importantes, dinero, alhajas. Y ahí estaba entonces Mariela, en medio del montecito, en medio de la oscuridad, recordando todo eso del buey perdido y esperando ver cómo se aceleraban los acontecimientos. Puso una oreja en el piso para escuchar mejor. El buey iba y venía, manso, como si estuviera buscando una pastura especial. Cada tanto también se rascaba el lomo contra el tronco de algún árbol, y en la oreja de Mariela la tierra no solo temblaba, como cuando el buey iba y venía, sino que se ondulaba, se espesaba. Y así estuvo ella un buen rato, quizá horas, hasta que el buey perdido de los Amaya se fue. Mariela nunca pudo verlo, mucho menos tocarlo, pero sí dice que llegó a sentir su olor, y era más olor a tierra mojada que a buey. También encontró, al amanecer, cuando la luz ya dejaba ver algo entre los arbustos, unas perlas que, seguramente, el buey habría dejado olvidadas. Mariela se las guardó en el bolsillo de la camisa y ahora las tiene en una cajita que esconde en el cajón de su mesa de luz. Algunas noches, antes de irse a dormir, las saca y las toca. Sabe que son blancas y que emiten cierta luz, pero no es una luz que ella ni ningún ojo humano pueda ver.

La sangre azul

Rama y Mariela caminan por el parque y llegan al río. Los ruidos de la ciudad ya no se escuchan, solo el oleaje contra la orilla. Mariela tropieza y rueda entre las piedras y queda tendida de espaldas al piso. Mira el cielo azul de la mañana y siente que de su cabeza sale un líquido tibio. Es sangre, se mezcla con el agua del río. Rama se acerca. La cura. Mariela le agradece, dice que está bien, que fue un mareo porque está embarazada. Rama no se sorprende tanto por la novedad del embarazo porque, antes de eso, mientras la curaba, pasó algo estrafalario. Le muestra entonces a Mariela los paños que usó para curarla: están manchados de azul. Mariela le dice que no se preocupe, que las princesas tienen sangre azul y que ella nunca le contó que su padre es un rey.

—Un rey.

—¿Rey de qué?

—Rey de un país.

Mariela cuenta la historia de su padre.

El padre de Mariela es rey. En su castillo tiene una esposa, la reina, y muchas sirvientas, las amantes. Mariela es hija de una de esas amantes, y es por eso que no tiene corona ni reino, solo tiene un padre rey.

A Mariela la crio su madre en una casita en el bosque. Un día pasó el rey y se acordó de ella, y como estaba en medio de una guerra le dijo que ahora no tenía tiempo pero que luego le escribiría. Al tiempo, la madre de Mariela recibió una carta del rey que decía:

«Mi adorada, mi única, mi verdadera: En
una vida sin reinos, seríamos dos pájaros.
Nunca amé tanto a alguien como a vos, mi
pluma, mi aliento».

—Qué lindo —dice Rama.

—Es lo que les escribía a todas —dice Mariela—, incluso a la reina.

—Bueno, ¿por qué no hablamos de tu hijo? —dice Rama.

—Bueno —dice Mariela—: él no va a tener sangre azul.

—¿Por qué?

—Porque la sangre azul se va perdiendo si no vienen reyes a poner su semillita.

—¿Y quién te puso la semillita?

—Un corredor de seguros. Uno que vendía seguros de vida.

—¿Lo conozco?

—No creo.

—¿Dónde lo conociste?

—En una fiesta, era muy simpático, muy comprador.

—¿Comprador o vendedor?

—Es lo mismo.

—¿Y quiere ser el padre de tu hijo?

—No, pero ya le hizo un seguro de vida gratuito, así que con eso estoy bastante tranquila.

—No es para menos.

—Y no, no es para menos.

Rama y Mariela miran el río. La sangre azul derramada ya se diluyó en el agua y el agua borró, también, las manchas azules que habían quedado en las piedras. 

El café cortado

Mariela lleva a Rama a la casa en el bosque donde se crio. Es un bosque oscuro y tenebroso que, a medida que avanzan, se va poniendo luminoso y agradable. Cuando llegan a la casa, entran y se sientan a tomar un café en una mesa de madera.

—Un café cortado, por favor —pide Rama.

Mariela trae una motosierra, corta por la mitad la mesa de madera y sirve medio café en cada mitad de la mesa.

—¿Lo querías cortado justo a la mitad o cortado de cualquier manera?

—No importa, así está bien.

Después siguen hablando, pero como Mariela dejó en marcha la motosierra no se puede escuchar muy bien lo que dicen, así que a continuación inventamos la conversación entre ellas.

—Me gustaba vivir acá.

—¿Qué era lo que más te gustaba?

—Despertarme a la mañana y escuchar a los pájaros.

—¿Y qué más?

—La nieve.

—¿La nieve?

—Sí, a casi nadie le gusta. Es linda, pero a la larga cansa, y es incómoda. Pero a mí me gustaba. Nevaba todo el invierno. La nieve a veces tapaba la casa y hacíamos un túnel para salir a buscar  comida.

—¿No almacenaban comida?

—Bastante, pero a veces igual había que salir.

—¿Vivían solas acá, vos y tu mamá?

—Absolutamente solas.

—¿Nunca venía nadie?

—Nunca.

—¿Ni siquiera para tu cumpleaños?

—Para mi cumpleaños sí, hacíamos una fiesta muy grande y venía gente de todo el bosque: una vez vinieron setecientas personas. 

Es un bosque oscuro y tenebroso que, a medida que avanzan, se va poniendo luminoso y agradable.

—Nunca tuve una fiesta de cumpleaños así.

—Yo sí, es muy lindo que la gente te quiera.

—A mí me querían, pero menos cantidad de personas.

—Ah, bueno, eso también es muy lindo.

—Sí, tengo tres amigas y dos amigos.

—¡Qué suerte! Yo no tengo ni uno.

—¿Y qué pasó con esos setecientos?

—No, se fueron muriendo con la peste.

—¡Qué terrible!

—Sí, terrible. Mi mamá también murió. Fue en ese momento que decidí mudarme a la ciudad.

—Entiendo.

—La ciudad también me gusta. Tiene perritos.

—Y gatitos.

—Pero los gatitos están adentro, no los ves.

—Claro, pero están. Cada tanto uno te salta desde un árbol.

—Esos son los gatitos salvajes.

—O los que se escaparon. Hay muchos gatitos que se escapan.

—A mí se me escapó uno y lo perseguí un rato largo. Al final lo alcancé. Había llegado hasta el bosque. Pero me dio miedo entrar. Me dio miedo de que me agarrara la peste. Así que sé que él está en el bosque, y con eso me quedo tranquila. Es como un amor a la distancia.

—¿Vos creés en el amor a la distancia?

—A veces sí. No hace falta estar al lado del otro para amarlo.

—Yo no creo en eso. Si el otro está lejos, no lo siento. Necesito la piel, el pelo, la mirada.

—Son formas de ser.

—A mi gatito no lo quiero perder por nada del mundo.

—Yo tampoco. Está en el bosque.

—Y ahora que estamos en el bosque, ¿no tenés miedo a la peste?

—No, estoy bien.

—¿Quisiste venir para encontrar a tu gatito o para que yo conozca tu casa?

—Para las dos cosas.

—¿Y cuál es la más importante?

—No sé.

El refugio de animales

Rama y Mariela están en una plaza, y atrás de la plaza —o adelante, según desde dónde se la mire— hay un refugio de animales. No son animales comunes. Eran animales comunes. Eran perros, eran gatos. Uno era una oveja. O sea: eran mascotas que la gente tenía en su casa, mascotas que empezaron siendo perro o gato u oveja y terminaron siendo lo que ahora son en el refugio. Rama, que es veterinaria, le comenta a Mariela que son animales sin futuro. Le dice:

—Son animales sin futuro. Nacieron de un perro o de un gato o de una oveja. Pero les tocó convivir con seres humanos, con gente como vos y como yo, gente que les habla, les juega a cosas de seres humanos, les hace hacer cosas que quieren hacer los seres humanos. Eso, la verdad, los desconcierta. Se adaptan. Aprenden. Pero viven en el desconcierto. Son una cosa pero de golpe están en un mundo donde tienen que ser otra cosa. Algunos no quieren y se escapan. Pero es difícil, ¿a dónde se van a escapar?, ¿a la selva?, ¿al desierto? Eso ya no existe. No para ellos. Son animales que aprenden a saludar, a no comerte. De golpe les agarra una locura y sí, te atacan. Pero es raro. Y si te atacan, no te atacan como animales, te atacan como lo que son, y como no saben bien qué cosa son, te atacan como les parece. Una vez un gato me hizo caca en la boca. Yo dormía borracha y él vino y me hizo caca. No le gustaba que yo me emborrachara. Pensaba que el alcohol era caca. Fue una gran enseñanza. Después de eso, no tomé más alcohol. Le sentía gusto a caca de gato. El día que me acostumbre a ese sabor quizá vuelva a emborracharme. Por ahora, no. Era un gato muy bueno, muy como soy yo. Entendía todo, pero le gustaba poner límites. Un día que llevé un amigo a casa, lo arañó. No fue por celos. No era un gato celoso. Fue porque a mí me gusta arañar a la gente que quiero. Mi amigo no se enojó. Le desinfecté la herida y se la besé mucho toda la noche. Al día siguiente estaba bien y se quedó una semana. Era cuando yo vivía abajo del puente, en una casita que hizo mi primo. Se escuchaba pasar autos, camiones. Una vez cerraron el puente para hacerle unos arreglos y no pude dormir más. Extrañaba el ruido. Es lindo acostumbrarse a algo. A los animales les pasa eso, les gusta acostumbrarse a ser lo que no son.

En el refugio, la oveja se acerca a la reja que da a la plaza y saca la lengua por entre los barrotes. Mariela y Rama también se acercan a la reja.

—Tiene sed —dice Mariela.

—No, tiene ganas de salir.

—Pero está muerta de sed.

—Eso es lo que ella piensa, pero en realidad tiene ganas de salir. Si no la sacan de ahí, por más agua que tome, la sed va a seguir hasta el día en que se muera.

—Bueno, no es tan grave. Toma agua y se le pasa.

—Es verdad. Toma agua y se le pasa.

Rama acaricia a la oveja. Mariela las deja ahí y se va a la puerta del refugio. Habla con el encargado y le pide un perro.

—A vos te veo más cara de querer un gato —dice el encargado.

—Un perro —dice Mariela, y al rato está otra vez al lado de Rama con un perro.

—¡Un perro! —dice Rama.

—Puede ser, parece un perro, pero ya vamos a investigar qué es. Lo examina un poco y dice que es un albañil, que se le ve en las patas.

—¿Ves que están medio quemadas? Es de tanto haber estado con su dueño albañil en una casa llena de restos de cal, y la cal, vos sabés, quema.

—¿Entonces? —Entonces tengo que comprar  algunas herramientas, una pala, un pico, una masa, para que se sienta cómodo. Mariela y el perro no duran mucho tiempo juntos. Ella compra pala, pico y masa, pero no alcanza. También una bolsa de cemento y algunos ladrillos. Todo resulta inútil. Un día el perro se escapa y ella, al poco tiempo, lo encuentra en un corralón, como a veinte cuadras. Cuando le pregunta al dueño del corralón de dónde sacó al perro, el tipo dice:

—Vino solo, le gusta.

Mariela mira al perro. Ella le había puesto de nombre Wálter, que le pareció nombre de albañil.

—¡Wálter! —lo llama.

El perro se hace el zonzo.

—¡Wálter! —lo vuelve a llamar.

El perro se mete atrás de una montaña de arena. Cuando Mariela va a buscarlo, ve un túnel en la montaña y, al fondo, en una especie de recámara, al perro.

—¡Wálter! —grita otra vez.

El perro está dormido.

Mariela se va, pero antes de irse definitivamente le deja al dueño del corralón su número de teléfono. El dueño del corralón no entiende, pero al tiempo llama a Mariela, la quiere invitar a cenar. Mariela acepta. Salen un par de veces. Al tipo le dicen Gaucho, porque viene del campo, y está casado. Mariela no sabe si quiere entrar en una relación con un tipo casado y se lo dice. Entonces Gaucho dice que es mentira, que no está casado, que lo dijo porque pensaba que ella no quería compromisos y, entonces, quizá le venía bien un tipo casado. Mariela le pregunta por qué tuvo que mentirle. Gaucho no sabe qué responder. Dice que él es así. Al tiempo, dejan de verse. A Mariela le da pena perder a Gaucho, le hacía muchos regalos. Un lavarropas, una taza con su nombre, una planchita para el pelo, una cuchara de albañil que ella atornilló a la pared del baño y usa para colgar la toalla. Durante un tiempo pasa por el corralón para ver si está Wálter, y siempre está, hasta que un día no está más. Parece que se escapó otra vez. Ella recorre otros corralones, pero nada. Todas las veces que pasó, nunca quiso mirar si estaba Gaucho. Se hizo la zonza. Pero ahora que no encuentra a Wálter por ningún lado, vuelve al corralón de Gaucho y lo busca. Pregunta por él. Nadie sabe.

—Se fue —dice un tipo con barba.

—¿No dejó un número de teléfono?

—Que yo sepa…

Ahora Mariela le está contando todo esto a Rama. Rama le dice que Gaucho se fue con Wálter.

—No puede ser —dice Mariela.

—Pero es.

Mariela llora.

Es un día nublado y se escucha el canto de un pájaro. Mariela silba lo que canta el pájaro. Rama prepara una torta. Toman juntas la merienda hasta que se escucha un trueno. 

El cuerpo sin vida

En medio de un campo, Rama encuentra un muerto. ¿Cómo llegó Rama al campo? Caminando. ¿Cómo caminó tanto? No fue tanto. Una combi la acercó hasta la tranquera del campo vecino y ella caminó solo dos kilómetros. ¿Por qué el chofer de la combi dejó a Rama en esa tranquera? Porque dicen que más allá empieza la tierra de los fantasmas. Y porque es de noche. Y porque los fantasmas salen más bien de noche o, bueno… En realidad, no es que salgan más bien de noche: se perciben más bien de noche.

El muerto está cubierto con un cuero de buey. Es un cuero con restos de carne de buey, carne podrida, olor repugnante. El olor repugnante del cuero de buey se mezcla con el olor repugnante del muerto. Solo el olfato de un fantasma podría diferenciar una repugnancia de la otra. Rama entonces llama a un fantasma y le pregunta qué es más repugnante, el olor del cuero de buey mal lavado o el olor del muerto. El fantasma no sabe bien qué decir y se pone a bailar. Es el fantasma de un bailarín del Colón. Da vueltas alrededor del muerto y salta sobre él. Es como si estuviera haciendo un ritual para resucitarlo. Pero no, mientras baila, dice:

—Señorita Rama, si me permite, le voy a contar una historia.

Rama escucha. Es la historia de un bailarín que conoce a un corredor de seguros que lo convence de asegurar cada parte de su cuerpo. El bailarín, tras el acuerdo con el corredor de seguros, está radiante. Las cuotas mensuales de las pólizas son costosas, pero vale la pena pagarlas. Al tiempo, cuando el bailarín pierde una mano en un accidente, llama al corredor y le dice que quiere cobrar el seguro. Cómo no, dice el corredor, y le paga. Al tiempo, cuando pierde un pie, lo mismo. Cómo no, dice el corredor, y le paga. Con cada parte del cuerpo que el bailarín va perdiendo en sucesivos accidentes, el corredor sale corriendo a pagar el seguro acordado. Cuando el bailarín, que ya baila solo con la mitad de su cabeza y un pedazo de cuello, causando sensación en teatros de todo el mundo, pierde todo lo que le queda, el corredor corre a pagar, pero como no encuentra al bailarín por ningún lado, porque todas sus partes ya no están más, sigue corriendo eternamente. Ya no es un corredor de seguros, sino un corredor y listo. Y el bailarín ya no es un bailarín, sino un bailarín que perdió todas sus partes, o sea: un bailarín perdido.

Rama le pregunta al fantasma si el protagonista de la historia es él.

—No —dice el fantasma—, es un amigo. Cada tanto lo veo paseando por acá. A veces bailamos, a veces vamos a remar al río.

—¿Está cerca el río? —pregunta Rama.

—Bastante.

—¿Y por qué no llevan a este muerto allá y dejan que se lo lleve la corriente?

—Porque nosotros no podemos tocar cuerpos, solo podemos bailar o hacer cosas con palabras.

—Bueno, ¿entonces?

—Entonces le voy a pedir a usted, señorita, si puede llevar a este muerto hasta el río. Rama sabía que el fantasma iba a pedirle ese favor. El olor es insoportable hasta para los fantasmas.

—Bueno —dice, y empieza a arrastrarlo.

Toda la noche arrastra al muerto sobre las hierbas altas del campo. Tiene miedo de perder alguna parte en el camino. Las piernas están flojas, los brazos se desarman. Pero llega; cansada, pero llega. El río es ancho y profundo, y para poder tirar al muerto sin que quede en la orilla hay que levantarlo entre dos, balancearlo y arrojarlo todo lo lejos que se pueda.

—Te ayudo —dice el fantasma.

—¿No era que los fantasmas no podían tocar cuerpos?

—Cuando la decisión está tomada podemos —dice el fantasma.

Es así que Rama toma al muerto por las piernas y el fantasma lo toma por los brazos. Lo balancean dos veces y, a la tercera, lo sueltan. El cuerpo vuela. Y es curioso, pero todo lo que sus partes resistieron unidas durante el trayecto hasta el río, en el aire se sueltan. Ahora el agua no va a tener que hacer tanto esfuerzo en llevar al muerto río abajo. Es más fácil llevar río abajo piernas sueltas, brazos sueltos, que un cuerpo entero.

—¿Vamos a hacer algo con el cuero de buey? —pregunta Rama.

—Lleválo —dice el fantasma—, va a refrescar.

Corredor de seguros

Mariela y Rama van a una compañía de seguros y las atiende un hombre de corbata amarilla.

—Buen día —dice—. Soy Daniel, corredor de seguros, un gusto.

—Nosotras buscábamos a un corredor de inseguros —dice Mariela.

El hombre de corbata amarilla se vuelve a presentar:

—En ese caso, soy Daniel, corredor de inseguros.

—Nosotras buscábamos a una corredora.

—En ese caso…

—… una corredora —dice Rama, completando la frase de Daniel.

—¡Yo también! —dice Daniel—, ¡qué coincidencia!

Rama y Daniel salen a correr. Mariela se queda esperando y se entretiene leyendo una revista de equitación.

RAMA: ¿Siempre corrés con corbata?

DANIEL: ¿Siempre corrés con corredores de seguros?

RAMA: Es lo más seguro.

DANIEL: Seguro.

RAMA: Pero… ¿siempre corrés con corbata?

DANIEL: Si tengo que correr con corbata, corro con corbata.

RAMA: Pero… ¿podés correr sin corbata?

DANIEL: Puedo todo. Cualquier cosa puedo.

RAMA: ¿Podés tener veinte hijos?

DANIEL: Como poder…

RAMA: Lo veo difícil.

DANIEL: Pero como poder…

RAMA: Yo no puedo.

DANIEL: Bueno, sos mujer, es diferente.

RAMA: Hay una mujer que tuvo veinte hijos en un año.

DANIEL: Seguro.

RAMA: Sí, es difícil de creer, pero lo hizo con vientres subrogados.

DANIEL: Es millonaria.

RAMA: Seguro.

DANIEL: ¿Vos le alquilarías tu vientre a esa mujer?

RAMA: Seguro. Pagan muy bien. Mil dólares por mes te dan.

DANIEL: ¿Nada más?

RAMA: Bueno, igual podés seguir haciendo tus cosas. Estás embarazada, no estás en coma.

DANIEL: Claro, pero… es peligroso. Además, tu cuerpo…

RAMA: Mi cuerpo cambia. También cuando corremos mi cuerpo cambia, y lo hago gratis. Y cuando como un pancho, también cambia, y tengo que pagarlo. Hay que ser agradecida en la vida. Yo tuve una vida llena de cosas lindas, de magia, de buenas intenciones. Mis papás eran viajeros y yo viajaba con ellos. Conozco el mundo. Conozco muchos idiomas. Entiendo casi todos y hablo algunos, también. El lugar más lindo que conocí fue el volcán Olopoloixa. Queda en México. Es un
volcán tan en punta que da miedo subir, porque todo el tiempo estás pensando que te vas a caer. Es como si el volcán te estuviera diciendo eso a cada paso que das: «te vas a caer, te vas a caer, te vas a caer». Pero al mismo tiempo el volcán está cubierto de esa arena volcánica, negra, y los pies se te hunden un poco, y es como si el volcán te estuviera agarrando y como si te dijera: «no te vas a caer, no te vas a caer, no te vas a caer».

DANIEL: Yo estuve ahí.

RAMA: Seguro.

DANIEL: En serio, fui de viaje de egresados. ¿Es ese que abajo tiene un boliche?

RAMA: Sí.

DANIEL: Bueno, lo conozco perfectamente. No sé si fuiste al boliche, pero es muy cálido, se arma una fiesta juvenil llena de sexo y drogas, pero al mismo tiempo es muy familiar.

RAMA: El volcán también es muy familiar.

DANIEL: Debe de ser que el espíritu del volcán es así.

RAMA: Seguro.

DANIEL: De hecho, cuando salió el sol, después de la fiesta, subimos. Estábamos un poco borrachos y drogados, y no nos dimos cuenta de eso que decís vos. El volcán no nos decía «te vas a caer» y  tampoco nos decía «no te vas a caer», nosotros solo subíamos y listo. Y cuando llegamos a la punta, y al agujero de donde sale el humo, que eso
era algo que ya se veía desde abajo, el humito, vimos que…

RAMA: El arroyito de lava.

DANIEL: Eso, el arroyito de lava. Brillaba más que el sol. Parecía de brillantina y de perlas, de caracoles dorados; era más una cosa de luz que de piedra, y nos dieron ganas de…

RAMA: ¡No!

DANIEL: De tocarlo, sí. ¿Cuál era el problema Éramos jóvenes, borrachos, drogados, el sol salía entre las montañas, teníamos la fiesta en la cabeza, las miraditas, los besitos, las tocaditas de la fiesta, nos hervía el cuerpo más que a ese sol, que empezaba a calentar. ¿Qué era ese arroyito de lava al lado nuestro?

RAMA: ¡Era lava!

DANIEL: Seguro, seguro, pero… Bueno, lo tocamos. ¿Y sabés qué? Resultaba que tocábamos
la lava y no nos quemaba. Era… Era una lava sin calor. Hubo una compañera del curso que incluso dijo «Yo me voy a abrazar al arroyito», y fue y lo abrazó y se quedó ahí un buen rato y nada, ni una quemadura. Y mientras estaba ahí abrazada, teníamos un poco de miedo, yo pensaba que con el tiempo la lava podía empezar a venir más caliente y prenderla fuego, habría sido terrible, casi imposible de contar. Pero no. Y te digo más, la chica, ahí abrazada al arroyito de lava, temblaba como si tuviera frío, ¿entendés? Temblaba.

RAMA: Me resulta…

DANIEL: Seguro: imposible de creer. Pero creéme.

Los corredores se pierden por las calles por las que corren. Mientras tanto, Mariela lee, en la revista de equitación, que una jinete muy famosa da clases de cómo cabalgar sobre tres caballos al mismo tiempo. Le dan ganas de aprender a hacer eso y llama por teléfono al número del aviso, pero nadie le responde. Mariela intenta dos veces más y nada, el teléfono suena y suena. La jinete famosa, mientras tanto, está en un hospital con la columna rota luego de caer por una escalera. Le pide agua a
la enfermera que la atiende. La enfermera está en un quirófano, una urgencia, un perro mordió a un bebé y hay que salvarle el brazo.

—¿Sacrificaron al perro? —pregunta el cirujano.

—Todavía no —responde el anestesista.

—¿Era un perro de la familia?

—No, de la calle.

—Qué barbaridad. Terrible, terrible. 

Una cuestión espinosa

—Es una cuestión espinosa —dijo Rama y empezó a rascarse la pierna derecha.

Le picaba desde el día anterior. Estaban en un bar. Ella había estado podando las rosas de su jardín y, sin querer, un tallo lleno de espinas muy pequeñas se le había clavado un buen rato en la rodilla. Eran tan pequeñas las espinas, y tan leve la sensación, que ella lo pasó por alto, más concentrada en que ninguna de las espinas grandes atravesara los guantes mientras podaba. Recién al terminar se concentró en ese tallito y lo separó de su rodilla. Había estado clavado ahí casi una hora y le había dejado en la piel un colador de puntos rojos. Era un tallo grueso y liviano (como hueco), y muy oscuro (como muerto), pero sus espinas no solo eran muy pequeñas sino que además eran de un verde muy intenso (como si hubieran nacido recién, durante la noche). Si Rama, en ese momento, no se hubiera detenido tanto a mirarlas sorprendida (nunca había visto espinas así en sus rosales), quizá nada habría pasado con su rodilla. Pero ahora esas marquitas eran tan extrañas como esas espinas y como ese tallo y significaban demasiado, y esa significación se convertía en picazón.

Mariela le preguntó si se sentía bien. Rama contestó que sí, que no era nada grave, que ya había visto a dos homeópatas y a una psicóloga. ¿En el mismo día? ¿Tan rápido? Sí, y también había hecho un curso de control mental donde había comenzado a practicar la técnica de rascarse sin pensar en rascarse. O sea: todos te sugieren no pensar en la picazón como si no existiera porque en realidad, en efecto, no existe, es mental. Sin embargo no es solo mental, porque pica, y lo que pica es, evidentemente, el cuerpo. Entonces lo más apropiado no es negar la picazón, sino negar el rascarse. Rascarse con el cuerpo, pero no con la mente. Rama estaba convencida de que la cura se daría en pocos minutos. Mariela esperó.

—¿Y, se te pasó?

Rama miraba por la ventana. En el balcón de un edificio, en diagonal al bar, había un balcón con flores.

—Son rosas —dijo.

Mariela miró.

—Puede ser, vos sabés de rosas, yo no tanto.

—Sí, son rosas azules.

—No sabía que había rosas azules.

—¿En serio?

—O sea, no sabía que podían nacer azules en una maceta, pensé que las pintaban.

Rama aguzó la mirada, de sus ojos parecían salir rayos que todo lo ven. Después volvió en sí y dijo:

—Sí, existen rosas que nacen azules.

Mariela ahora la escuchaba hablar de las rosas que nacen azules. Rama decía que, entre las rosas, eran como reinas de sangre azul, y se puso a hablar de todo tipo de reinas con distintas variedades de sangre azul, hasta que Mariela la paró y le dijo:

—¿Ya te olvidaste?

—¿De qué?

—Yo tengo sangre azul, soy hija de un rey.

—No puede ser —dijo Rama.

—Sí puede ser, de hecho es.

—Pero…

—Ya lo hablamos, Rama, no puede ser que te hayas olvidado; incluso viste mi sangre azul cuando me lastimé.

—No me acuerdo.

—¿Y de qué otra cosa no te acordás?

—Bueno, es una pregunta rara esa.

—¿Por qué?

—Porque si no me acuerdo de una cosa, tampoco me podría acordar de que no me la acuerdo.

—Bueno, pero, por ejemplo: te podés acordar de que no te acordás el nombre de alguien.

—Claro, ahí sí.

—O te podés acordar de que no te acordás dónde vive una persona.

—Eso es más difícil.

—Es verdad, pero puede pasar. Yo no me acuerdo dónde vivía mi tía.

—No habrás ido mucho a lo de tu tía.

—Exacto, fui una sola vez, pero igual ella estaba muy presente.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Se te pasó?

—¿Qué cosa?

—¿Lo que tenías?

—¿Qué tenía?

—¡Lo de las rosas!

—¡Ah, las rosas!

—Las rosas, sí.

—No, no se me pasó.

—¿Te sigue picando?

—No, ese tema dejemosló, por suerte de eso no me acuerdo más. 

Ni blanco ni negro

Rama le pregunta a Mariela cómo sabe que las perlas que hay en su cajón son blancas si nunca las vio.

—Pueden ser perlas negras —le dice.

—Ni blancas ni negras —dice Mariela, y le señala a un señor que vende alfajores en el tren—. ¿Ves? —sigue—. ¿De qué color son esos alfajores, blancos o negros?

—Depende, si son de dulce de leche son blancos, si no, son negros.

—Eso es distinto.

—¿Qué cosa es distinto?

—Los negros no son negros-negros. Son marrones. Si te fijás bien, no hay chocolate negro, siempre son tonos de marrón. Del marrón claro del  chocolate con leche al marrón oscuro del chocolate amargo, es siempre así, tonos. No existe el negro absoluto. Y el blanco absoluto, tampoco.

—Pero hay chocolate blanco.

—También, es verdad, pero es de un color medio crema, medio beige.

—Y chocolate negro yo vi, en Suiza hay. En Suiza hay chocolates de todos los colores. También hay un chocolate muy codiciado, que es el chocolate arcoíris.

—¿Fuiste a Suiza?

—Tres veces.

—¿Y para qué?

—La primera, persiguiendo a un novio. La segunda, para visitar a una prima. La tercera, para ver si me podía quedar a vivir.

—¿Y por qué no te quedaste?

—Porque me gustaba demasiado.

—Yo quisiera encontrar un lugar que me guste demasiado.

—Yo también, pero si lo encontrás, no te querés quedar. A mí me pasó eso.

—¿Y tu novio?

—Nunca lo encontré. Y mirá que lo perseguí bastante.

—¿Pero cómo lo perseguías?

—Por adentro del tren. Él iba en un tren y yo lo perseguía por todos los vagones. A veces se metía en el baño, a veces adentro de una valija. Yo sabía que estaba escondido en un baño o en una valija, pero no me animaba a abrir el baño con alguien  adentro. Tampoco me animaba a abrir una valija ajena.

—Es difícil.

—Es muy difícil. Pensá que allá la gente es muy buena, no hace esas cosas.

—¿Y acá sí?

—Acá, depende. Yo en este tren vi una valija arriba de un portavalijas. La vi mucho tiempo, siempre en el mismo lugar. Nadie la tocaba. Una diría: «Qué raro, cómo nadie se la lleva, cómo puede ser, cómo no se la roban ». Pero era así, nadie la tocaba. Ya al final nadie la miraba tampoco.

—¿Y qué pasó?

—Un día vino el guarda y la abrió adelante de todos.

—¿Y qué tenía?

—Había una señora.

—¿Una señora?

—Una señora.

—¿Vestida?

—No, no, obviamente estaba desnuda.

—¿Y cómo era?

—Era linda, pero ni fu ni fa.

—Claro, una, desnuda, no es ni fu ni fa.

—¿Viste?, es re loco eso. Sos linda si el otro te ve linda o si vos te ves linda, pero en realidad no sos ni fu ni fa, somos como una hormiga.

—Sí, somos hormiguitas.

—¿Vos sabés por qué las hormigas son ni fu ni fa y las cucarachas son feas?

—Porque nos dan asco.

—Bueno, sí, pero ¿por qué nos dan asco?

—Ni idea.

—Porque son de ese color que es…

—Ni blanco ni negro.

—Claro. Son medio rojitas, medio marrones, no se entiende. Las aplastás y sale un relleno blanco.

—También dan miedo, van muy rápido.

—Claro, eso no las ayuda. O sea: la velocidad las ayuda a escaparse del peligro, pero las vuelve más peligrosas. ¿Cómo un bicho tan chiquito va a ir tan rápido? Eso da más miedo que un búfalo loco.

—Mirá que los búfalos locos no solo dan miedo, también te pueden matar.

—Claro, es diferente.

—Sí.

—Pero convengamos que el color a las cucarachas no las ayuda.

—No.

—En cambio las hormigas, tan negras, tan hermosas, tan perfectas. O tan rojas, tan hermosas, tan perfectas.

—Como las perlas, pero ahora decís que no son ni blancas ni negras.

—Y no, son perlas cucaracha.

—Dan miedo, dan asco.

—No sé. Cuando las vea te digo. Por ahora, ni fu ni fa. 

Mil palabras

—Una imagen vale más que mil palabras —dice Mariela después de ver una foto de su abuelo haciendo el amor con un perro.

Rama está boquiabierta. Para ella, ver a Mariela tan serena frente a la contundente foto vale más que mil palabras.

Mariela se enciende un cigarrillo y aspira largamente, como si buscara llenarse de humo y hacerse humo, y después saca una bocanada lenta, una nube que flota por todo el living y que las envuelve hasta borronear las. Cuando la nube se disipa, Rama ya no está boquiabierta, sino que está mirando el techo. No ve nada estremecedor en el techo. Hay alguna mancha de humedad, pero nada demasiado importante como para decir que algo de ese techo valga más que mil palabras. Sin embargo, una cosa es que no se pueda decir eso, y otra muy diferente es saber, como sabría cualquiera, que ese techo, como cualquier techo, vale más que mil palabras. ¿Por qué? Porque es imposible de contar.

—¿Cómo se cuenta un techo? —pregunta Rama.

Mariela empieza a contar un techo:

—Había una vez un techo. Se llamaba Gaucho y era mi novio. Hablábamos mucho, muchísimo. Lo nuestro eran las palabras. En realidad, él no hablaba tanto. En realidad, él no hablaba casi nada. Solo decía «estoy casado », y eso para mí era terrible. Pero no me importaba. Él me gustaba tanto… Sus manos. Su voz grave. Su mirada de leñador. No era leñador, era albañil, como mi perro Wálter. Vos ya conocés la historia de Wálter, te la conté. Bueno, sigo con Gaucho. No sabés las cosas que hacíamos con Gaucho. Nos poníamos en bolas y yo le decía: «¡Me puse en bolas!». Y él me retorcía como a una media. Me sacaba todo el aire por la boca con cada estrujón que me daba. «Yo no centrifugo», decía, «yo escurro». Capaz fue por eso que me regaló un lavarropas. Porque Gaucho, además de estrujarme toda y hacerme sacar todo de adentro, me hacía regalos. Un día me regaló una torre Eiffel de plástico con unas lucecitas que centelleaban cuando empezaba a hacerse de noche, igual que la verdadera. «Es de cuando estuve en París», me dijo. «La traje para regalársela a alguien muy especial, como vos». No sabés cómo jugábamos con esa torrecita de plástico centelleante.

—¿Tu novio albañil había viajado a París?

—Sí, ¿podés creer? A París. Es que no fue de turista. Fue a trabajar. Hablaba muy bien en árabe, porque su familia es árabe, y allá consiguió trabajo en una torre. No en la torre Eiffel, en otra. Todavía tengo la torre Eiffel centelleante, un día te la traigo.

—¿Y el lavarropas?

—También. Lavo mi ropa y la de mi vecina, porque a ella se le rompió.

—¿No te da asco?

—No, me da curiosidad. ¿Sabés lo que encontré un día? Un papelito.

—¿Le revisaste los bolsillos?

—No, no, apareció. Era un papelito muy especial, porque el lavarropas no le hizo nada, como si fuera un billete. Se leía perfecto todo lo que decía. Era una tarjeta postal toda doblada que cuando la abrí era una carta de amor. Una carta de amor desde París. ¿Y sabés quién se la había mandado?

—¡El Gaucho!

—¿Podés creer?

—Increíble.

—Y bueno, esa es la historia, no sé qué más decirte. Rama toma la mano de Mariela.

—¿Qué hiciste con la postal?

—Me la quedé. La tengo con la torre Eiffel. Ahora le voy a sumar esta foto de mi abuelo con el perro.

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Backstage de este texto

Cuando leímos «Los lugares comunes de Mariela y Rama» quedamos completamente maravillados, aunque también un poco traumados. Ahora, por ejemplo, en la redacción nadie puede pedirse un café cortado sin miedo a que alguien encienda una motosierra. Nos comunicamos más a conciencia y nos cuidamos de cada palabra y cada expresión que pueda tener un doble sentido. 

Escribe

Felix Bruzzone

Felix Bruzzone

Buenos Aires, 1976
Publicó el libro de cuentos 76, las novelas Los topos, Barrefondo, Las chanchas, Campo de Mayo y el libro de aguafuertes Piletas. Fue traducido en Francia, Suecia y Alemania, donde recibió el premio Anna Seghers. Hizo las performances Campo de mayo, Cuarto intermedio y el documental Camuflaje, dirigido por Jony Perel. Escribe para distintos medios y da talleres de escritura de todo calibre.

Carlos Villarroel

Carlos Villarroel

Bahía Blanca, 1990
Estudió Diseño Gráfico en la Escuela de Artes Visuales de Bahía Blanca, institución en la que actualmente se desempeña como docente, en la carrera de Ilustración. Trabaja con técnica tradicional y su especialidad son las acuarelas. Se dedica a crear personajes, a la ilustración infantil y a hacer retratos.

Es que la secuencia de conversaciones entre las amigas que describe Félix Bruzzone bucea en las frases hechas del lenguaje de una forma en la que nunca nos habíamos puesto a pensar. Hablamos a boca de jarro sin que ninguno de nosotros tenga en serio boca de jarro —aunque hay uno de nosotros medio jetón, no cumple las funciones de un jarro convencional—, y el autor nos lo hace notar de una manera muy divertida y muy original, pero que también requiere de una gran sensibilidad y un enorme poder de observación.

Leer a Félix no se parece a leer a ningún otro autor. Los diálogos entre las amigas Mariela y Rama transcurren en una atmósfera perfectamente verosímil pero que, de una oración a otra y por las costumbres del idioma, se vuelven delirantes y fantásticos. Ninguna de las palabras o las expresiones que ellas utilizan y que todos solemos usar —los llamados «lugares comunes»— están libradas al azar. Cada una toma una literalidad que en un segundo descolocan al lector y lo hacen partirse de la risa, por suerte esta vez no literalmente.

«Los lugares comunes de Mariela y Rama» bien podría ser una película, ya que por cómo lo narra Félix, cada escena es muy visual y concreta. Sin embargo, caemos en la trampa del lenguaje. Cuando pensamos que solo están manteniendo una charla sobre el novio de una, la familia de la otra o acerca de las mascotas que se pierden en el barrio, el divague de la conversación nos sorprende. Las respuestas empiezan a trastocarse hasta dejar de ser totalmente realistas, como si Mariela y Rama entraran en un mundo con una lógica alternativa. Y, para disfrutar del relato, tenemos que aceptar el trato que Bruzzone nos propone, tenemos que creerle completamente. Porque cada secuencia, aunque vire hacia zonas que el realismo no comprende, serán llevadas a fondo con total seriedad y compromiso. Nada será chiste entre estas amigas que se disponen a llevar el límite de la conversación hasta lo estrafalario. 

Además, y como si fuera poco, Félix logra algo muy interesante: cada diálogo, que parece tener un comienzo y un final, en realidad repite personajes, nombres, lugares, hasta que, en el final, todo cobra un sentido distinto. Cada secuencia, que en un primer momento parece aislada, se articula y, solo cuando el lector llega a la última línea, puede observar el cuadro completo, la obra de arte acabada. 

Lo fantástico del mundo real

Cuando tuvimos que elegir una mano mágica para que ilustre cada una de estas escenas, sabíamos que necesitábamos alguien que le hiciera justicia a nuestras protagonistas, que fueran vívidas, llenas de colores e hipnóticas. Sin más, supimos que el indicado era Carlos Villarroel, ilustrador y diseñador gráfico, que pinta unos dibujos en acuarela que están para empapelar toda la ciudad.

Carlos supo bajar a tierra a Mariela y Rama de una forma muy hermosa: llenas de colores, volumen y en su hábitat natural, ese mundo suyo en donde prima la literalidad. Absorbió a la perfección cada descripción de Félix y encontró una ternura en estas dos amigas que, al final, logran esa mística maravillosa de la amistad: poder confesarse todo, sin que nada parezca extraño o cause miedo. 

Boceto de Carlos Villarroel para revista Orsai.
Ilustración final de Carlos Villarroel para revista Orsai.
Boceto
Final
Boceto
Final