Tamara Tenenbaum escribe este ensayo hilvanando reflexiones sobre la novela «Mujercitas» de Louisa May Alcott y su propia vida e intereses.
Tamara Tenenbaum escribe este ensayo hilvanando reflexiones sobre la novela «Mujercitas» de Louisa May Alcott y su propia vida e intereses.
Escribí la mayor parte de este texto durante el aislamiento obligatorio. Cuando decretaron que no se podía salir, tenía un esquema y un borrador del primer apartado, pero no mucho más.
Los primeros días estuve muy dispersa y no pude avanzar; me pasaba el día actualizando números de muertos. Pero después retomé y se me hizo tranquilizador —por no decir vital— dedicarme a una escritura que no tuviera nada que ver con lo que estábamos pasando.
Fueron varios días en una especie de burbuja, escribiendo sobre Jane Eyre y Jane Austen, y sobre doncellas castas que en el borde de una clase media siempre dudosa tenían que ver con quién se casaban para no terminar de caer en la pobreza. Hasta que dos semanas después, mi mamá, que tiene permiso de circulación porque es médica, vino a traerme paracetamol y barbijos, y me devolvió a la vida y a la época que me habían tocado en suerte.
Sin perder el metro y medio de distancia le pregunté varias veces cuáles eran los pronósticos. Me respondió que, dado que todas las potencias mundiales están buscando una vacuna, lo lógico es que la pesadilla termine recién cuando la encuentren.
—Si no —siguió, aunque sin tanto énfasis: esta opción le resultaba más improbable—, nuestra sociedad va a cambiar. Va a ser como fue hace doscientos años, no va a haber más recitales y los chicos se van a educar con institutrices.
Me sorprendió lo de las institutrices. Mi mamá no es una mina muy lectora y estoy bastante segura —o estaba— de que no pasa mucho tiempo pensando en el siglo XIX. Yo, en cambio, crecí con esa obsesión: me crié en la ortodoxia judía porteña y desde chica notaba que mi vida se parecía más a la de las novelas que cada tanto venían con el diario, que al mundo que me mostraban las tapas de las revistas dominicales de esos mismos diarios. Así que, al escuchar a mi mamá, y una vez que se fue, me quedé pensando en eso: en los años que había pasado encerrada en mi habitación —igual que ahora en mi casa— soñando con ser institutriz como Meg March, como Jane Eyre y como tantas otras protagonistas de mis novelas favoritas que no eran tan pobres como para ser sirvientas ni tan ricas como para no trabajar.
Entonces se me armó en la cabeza una especie de distopía virósica y decimonónica donde la gente solo puede juntarse en reuniones musicales de menos de diez personas a escuchar a quien sepa tocar el piano y donde las otrora escritoras o docentes nos ganamos la vida enseñando inglés o cultura general o cualquier otro conocimiento apto para señoritas, y lo hacemos para las hijas de quienes puedan pagarlo.
Jo de espaldas, frente a una puerta, vestida de negro, con su rodete maltrecho y la cabeza baja. Esa es la primera imagen que la directora Greta Gerwig eligió para la versión de Mujercitas que se estrenó en 2020. En ella, Jo levanta la cabeza despacio, toma coraje y al empujar la puerta ingresa a un ambiente sobrio. Es un mundo de hombres, una redacción de trajes oscuros y manchas de tinta donde Jo se mimetiza y se destaca al mismo tiempo: tiene los colores y modales de su entorno. Y aunque no encaja en él —y lo sabe— se sienta resueltamente ante el editor del periódico y lo convence de una mentira que ella va a hacer verdad a la fuerza: sus cuentos pertenecen a ese mundo. Ella, que ni siquiera es ella —porque al editor le dice que viene a entregar los cuentos de «una amiga» que «prefiere no firmar»— pertenece a ese mundo.
Trato de imaginar cómo es «ese mundo» —lo que sea que eso signifique— y para eso voy, en un juego de simetrías, a la versión de la película que vi en mi infancia. La primera escena de aquel film —dirigido por Gillian Anderson y estrenado en 1994— no parece tener conexiones con este comienzo de 2020. Acá, con Jo en el periódico, la escena es una representación de la modernidad —se intuyen la cultura, la imprenta, el hierro, la máquina—, mientras que los primeros planos de la otra Mujercitas nos ubican en la naturaleza: a medida que pasan los créditos, Gillian Anderson sigue los pasos de Marmee, la madre de las mujercitas, que atraviesa el invierno de Nueva Inglaterra bajo la nieve que cae pesada, en el medio de los perros y los gatos —la versión más vieja está llena de gatitos— y cruzando una cerca de madera hasta que finalmente se detiene en el umbral de su casa: el hogar de las March.
Ahí Marmee finalmente abre la puerta para entrar a la primera escena verdadera. Bajo la luz cálida de una casa humilde pero hecha de materiales nobles, sus hijas la abrazan. Todo en esa habitación es ocre, porque así es como esta Mujercitas representa un mundo de mujeres: con un tono terracota, unos cuantos gatitos y mucha mejilla de color arrebatado que traduce cierta sensación de «hogar». En la Mujercitas de Gerwig, en cambio, el color que reina es el gris porque Jo cruza una puerta para entrar a una redacción, y con ese paso pone en acto la lectura siglo XXI que Greta Gerwig hizo del clásico de Louisa May Alcott: Gerwig decidió que Mujercitas no se trata de un mundo de mujeres. Se trata de ser mujer en un mundo de hombres.
Pero más allá de eso —que es mucho— lo otro que veo me resulta todavía más curioso. En los comienzos de ambas películas, la escena —en el fondo—, pareciera ser la misma: una mujer abre una puerta. Una mujer, con la mirada llena de ilusión, con el apuro de una tarde llena de tareas extenuantes, con la cara lavada y la nariz colorada por el frío, descubre detrás de una puerta algo que esperaba con deseo: un reposo o —todo lo contrario— una aventura.
Pienso en eso ahora, desde un encierro que lleva ya más de un mes, en una ciudad enorme —Buenos Aires— que me costó tanta ruptura conquistar y que parece otra vez no ser mía, o, mejor dicho: no ser de nadie. Vuelvo a estar encerrada como cuando era chiquita y era sábado, pero también era shabat y no se podía ir a ningún lado, y yo transgredía la ley prendiendo la tele, aunque estuviera prohibido, pero no podía ni siquiera soñar con ir al cine y que me vieran, con habitar el mundo y que me vieran.
Otra vez todo, veo, termina en los comercios de mi barrio, en los vecinos que —igualito al puterío del Once— cuentan bien atentos cuántas veces salgo, adónde voy, a quién le abro. Otra vez —ay, los ciclos— todo termina en mi puerta.
¿Por qué a tantas chicas nos gusta Mujercitas? ¿Por qué tantas escritoras —Simone de Beauvoir, Isabel Allende, Elena Ferrante, Doris Lessing, Nora Ephron y siguen las firmas— citan el libro como su primera inspiración y tantas mujeres adultas lo mencionan como el título que más quisieron en sus vidas? ¿Por qué Mujercitas trasciende eso que se llama, tantas veces de forma despectiva, literatura infantil y eso que se llama —de forma mucho más explícitamente despectiva— «literatura femenina»? ¿Por qué cada generación necesita reversionar el libro y pensar su propia película? Quizás porque algo en él le hace sentir tanto a una nena en Francia en 1910 como a otra en Chile medio siglo después, como a otras incontables preadolescentes alrededor del mundo en los últimos ciento sesenta y dos años que Mujercitas les habla solo a ellas. En ese sentido, Mujercitas es como la luna: no importa lo pequeña e insignificante que seas, sentís que te está siguiendo a vos.
Por eso, protagonizarla —encarnar a Jo, la hermana escritora, el alter ego de la autora— es un rito de pasaje para la actriz que, en cada época, representa un tipo particular de heroína: la adorable pero defectuosa, la posible. Esa que lo quiere todo y conseguirá, con suerte, la mitad. Lo hizo Katharine Hepburn en la versión de 1933, que hoy es difícil de digerir, pero fue canónica por muchos años y sentó las bases del arquetipo «chica-preciosa-haciendo-de-fea» que luego se replicaría en la Jo de Winona Ryder y también —ahora— en la de Saoirse Ronan, más liviana que el aire, capaz de construir la androginia del personaje más doblándose sobre sí misma que golpeándose contras las cosas.
Paso en mi cabeza las imágenes de Winona, las de Saoirse, y también las de la Jo que imaginaba cuando leía el libro, y si bien no me gusta demasiado la palabra «empoderada», cuando me pregunto qué tengo yo que ver con todas esas Jo, la respuesta se toca con eso: con la sensación de ser poderosa aun siendo nadie. Cada vez que le contestaba a una maestra —fui a un colegio religioso, y perdón a todas las maestras amorosas del mundo, pero las mías fueron casi todas unas brujas—, o a un chico que se burlaba de mí porque me gustaba leer, era Jo la que me sacaba del lugar de la vergüenza.
Jo le ponía otro color a mi soberbia: me daba el coraje para sentir que, aunque solo pareciera una petisa molesta, aunque los adultos y los chicos a mi alrededor me dijeran que no, yo podía hacer algo valioso con mi vida. Por lo que leo de las experiencias de otras escritoras, a muchas nos pasó lo mismo: Jo nos hizo sentir especiales a las perdedoras, a las que no ganábamos el juego de las lindas ni el juego de las simpáticas ni el de las deportistas.
Y eso parece, a primera vista, todo. O al menos una buena parte de ese «todo». Porque más allá de eso, lo que cuenta Mujercitas no tiene nada de universal: es la historia de cuatro hijas que tratan de llevar adelante una casa y una vida durante la guerra civil norteamericana, repleta de convenciones de la época y de enseñanzas protestantes. Sin embargo, cuando se supera esa «primera vista» y se intenta atravesar alguna nueva capa, lo que surge es que algo vivo y persistente salta de las páginas.
En principio, podría ser que se trata, simplemente, de buena literatura. Personajes bien hechos y escenas que nos meten en universos fascinantes, incluso si no los terminamos de entender. Pero dicho eso —que hace falta decirlo: tantas veces se reduce la literatura «para niños» o «para mujeres» a un conjunto de estrategias para «atrapar al lector», dando a entender que la verdadera literatura hace otra cosa, algo menos calculado o menos «deshonesto»—, creo que hay algo más.
Mujercitas nos enseñó a muchas —a las que crecimos renegando de cierto arquetipo de «lo femenino», en parte porque sentíamos que ese arquetipo nos excluía y nos hacía sufrir— a que nos gustaran las cosas de mujeres. Y la paradoja, pero la paradoja en la que todo se basa, es que es «Jo, la varonera» quien nos lo enseña desde un lugar protagónico. Jo detesta las cosas de mujeres. No le gustan los vestidos, como a Meg; no quiere ser un ornamento para la sociedad y brillar en las fiestas, como Amy; ni siquiera tiene ese talento tan femenino para la calma de Beth, la niña eterna, la hermana que muere antes de ser mujercita. Jo desprecia la delicadeza, la cortesía y los adornos, los modales femeninos y las charlas sobre matrimonios. Quiere trabajar, ir a la universidad, incluso ir a la guerra como su padre —la magnífica excusa que encontró Alcott para contar la historia de una madre sola con sus hijas—: y, sin embargo, Jo no desprecia a sus hermanas. A veces las molesta o se enoja porque no quieren exactamente lo mismo que ella, como cuando Meg se casa y Jo lamenta, en un berrinche incestuoso, no poder casarse ella misma con Meg para mantenerla y cuidarla en casa y seguir jugando todas juntas para siempre. Pero no las rechaza, ni a Meg ni al resto. Quizás no las entiende, quizás no comparte sus gustos, pero lo que reina es una especie de afecto primal, una comprensión íntima en la incomprensión: una definición perfecta de eso que hoy llamamos «sororidad».
Jo es parte de su colectivo de mujeres. Será varonera, pero su único amigo varón es Laurie y sus compañeras de juego son sus hermanas, a quienes no cambiaría jamás por varones. Por eso es que Jo es la puerta de entrada perfecta para las que ya de chicas y hasta bien entrada la adolescencia nos sentíamos mejores que las demás por despreciar la femineidad: esa trampa del machismo que nos hacía pensar que, en efecto, los varones eran más interesantes que nuestras amigas, madres y hermanas. Que para rechazar la pasividad en la que nos querían sumir los hobbies femeninos —eso llega hasta hoy: muchas nenas festejan sus cumpleaños en un spa, o al menos eso hacían antes de la cuarentena— había que rechazar también la intimidad entre mujeres y el humor entre mujeres, dando por hecho que esa complicidad era un producto berreta comparado con la camaradería masculina y que siempre era mejor, salvo que quisieras aburrirte como un hongo, ser de esas que «se llevan mejor con los tipos».
Jo nos enseñó sin que nos diéramos cuenta —yo tardé más de dos décadas en entenderla— que todo eso era una idiotez. Y varias generaciones después, Greta Gerwig resumió esta idea con una línea que le dice Jo a Meg justo antes de que se case: «Te vas a aburrir de él en dos años y nosotras vamos a ser interesantes para siempre».
Hay otra pregunta que Gerwig despeja, para todas, pero principalmente para sí misma, en su versión de Mujercitas. Tiene que ver con lo anterior, pero a la vez hace centro en un corte más fino: en su película, Gerwig habla de las mujeres artistas. El material para esto ya estaba en la novela original, pero una de las operaciones de sentido más importantes que aparecen ahora es el subrayado de este tema. Como si estuvieran para responder una pregunta de Gerwig sobre su propio lugar como artista, y como mujer artista, las mujercitas aman el teatro, comparten lecturas y se deleitan escuchando música, pero, sobre todo, cada una de ellas tiene una relación particular con una disciplina y representa un tipo de relación específica con el arte.
Meg, la hermana mayor, la que les recuerda a sus hermanas los deberes de la casa y sueña con formar una familia propia, tiene una vanidad que queda emparentada con su gusto por las cosas bellas y su vocación por el escenario, que es el arte que en alguna medida parece interesarle (y que no es llevado a cabo porque, a pesar de la insistencia de Jo, toma su arte como un juego, como algo que pertenece a la infancia y no al mundo de los adultos).
Jo y Amy, en cambio, sí tienen una poderosa vocación artística y, desde la ficción, reescriben de un modo curioso la relación entre Louisa May Alcott y su hermana, Abigail May, inspiración para Amy. En la vida real, las hermanas Alcott siempre se ayudaron mutuamente. Abigail May, una artista que llegó a exponer en el Salón de París de 1877, militó por la posición de las mujeres pobres en el arte, ilustró la primera edición de Mujercitas y pudo educarse gracias al financiamiento de su hermana, que ganaba plata escribiendo. Sin embargo, en la novela sus destinos son similares —entre sí— y opuestos a la realidad de las hermanas Alcott. En Mujercitas, Jo y Amy abandonan sus veleidades artísticas para casarse y formar familias, y cierran un arco dramático de un modo que hoy es tan decepcionante para muchas que Gerwig decidió adaptar muy libremente el libro y darles un giro reivindicatorio.
En su película, Jo y Amy representan dos tipos opuestos de estrategia feminista. La heroína de Jo es la que no puede soportar las reglas de lo que el mundo espera de una mujer: no quiere casarse ni que sus hermanas se casen, quiere jugar para siempre —y no zurcirles las medias a ningún papanatas— y, en ese sentido, el único lugar donde se siente libre como adulta es en la literatura.
Amy, en cambio, es la feminista liberal, la que negocia: ella tampoco quiere zurcir medias y para eso sabe que tiene que respetar las reglas del juego; hacer visitas, caerle bien a la gente correcta, destacarse en las reuniones y entender el matrimonio como una decisión económica.
Desde ese lugar, ambas piensan su arte. Amy depone sus sueños artísticos y se casa con un hombre de alta sociedad (privilegia la comodidad sobre el arte, convencida de que si el arte no lleva a la gloria es mejor no ejercerlo), pero Jo deviene una escritora de oficio: la autora de Mujercitas.
La resolución es perfecta y tranquilizadora. Y, así y todo, creo que la clave más interesante en la teoría que se dibuja en la versión de Gerwig sobre las mujercitas y el arte está en el personaje más insospechado: el de la dulce Beth, la hermana enfermiza y tímida que muere antes de tener que decidir entre sus sueños o la cocina. La pasión de Beth por la música, curiosamente, aparece en la novela mucho más subrayada de lo que yo la recordaba. Alcott hace referencia varias veces no solo a la relación de Beth con el piano —cosa que nadie olvida— sino también a sus ganas de tocar mejor como objetivo más personal que público. «Solo lo hago para nosotras, no necesito que nadie más me escuche», dice Beth en esta última Mujercitas, cuando le preguntan por qué no ambiciona ser una pianista consagrada, y en esa línea deja algo en claro: Beth tiene tanto interés en crear como Amy y Jo: es igual o más persistente que ellas en sus esfuerzos artísticos. Lo que no le interesa es lo público: ni la gloria ni la plata.
Esto se ve de modo explícito en un momento clave: cuando Beth y Jo se van juntas a la playa, con Beth a punto de morir y Jo bloqueada, Jo dice: «A nadie le importan mis historias», y Beth contesta, pálida y cansada: «Escribí algo para mí. Sos escritora. Mucho antes de que nadie te conociera y te pagara (…) Hacé lo que nos enseñó Marmee. Hacelo por alguien más».
Es a partir de esa conversación que Jo abandona los relatos sensacionalistas y empieza a escribir Mujercitas. En la lectura de Gerwig, Mujercitas lo escribe Jo, la heroína valiente y ambiciosa; pero no hubiera existido sin Beth, la que tocaba solo para que la escucharan sus amigos.