Pancho el sobreviviente

A los alumnos de su taller, Josefina Licitra les pidió sólo una cosa: que no escribieran sobre sus abuelos. Tom Witcher, por suerte, la ignoró y contó la historia del único sobreviviente argentino en la lista de Schindler.

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En abril, cuando empezó el taller, pedí a los chicos que mandaran los sumarios con los temas sobre los que querían trabajar en profundidad a lo largo del trimestre, y de todas las salvedades que hice hubo una que ahora tiene sentido mencionar: pedí que no propusieran «la historia de la abuela» —todos tenemos a mano un abuelo con algo para contar— y que apostaran a relatos con mayor ambición periodística. Algunos días después, con la cola entre las patas, Tom Wichter me mandó un sumario y encabezó el mail con la siguiente frase: «Todo lo que pediste o sugeriste encajó con mi idea, salvo un ítem: “No me manden la historia de su abuela”. Aunque me tengo fe igual». Con esta apuesta comenzó el trabajo sobre una historia a la que —Tom tenía razón— valió la pena ponerle fichas. En «Pancho, el sobreviviente» Tom habla de su abuelo, Francisco Wichter, el único argentino que estuvo en la lista de Schindler y un hombre cuya vida pública y mediática dio un vuelco luego del estreno de la película de Steven Spielberg. Y lo hace —y esto probablemente sea lo más interesante—desde un punto de vista que difícilmente pueda encontrarse en otro texto sobre víctimas del Holocausto o de cualquier otra tragedia social. Tom habla de su abuelo con ternura pero a la vez con una gran incorrección política, y trata de entender, mediante un relato familiar que recuerda por momentos a las películas de Ana Katz, qué complejidades rondan la cabeza de un sobreviviente. ¿Es posible «comer» de la tragedia? Lo que sigue es el incómodo relato de una búsqueda, y acaso también una respuesta.  

Josefina Licitra

Estoy acostumbrado a acompañar a mi abuelo a sus charlas sobre el Holocausto. Lo vengo haciendo desde que tengo memoria. Prolijamente abrochado, interlineado doble y letra 16, Pancho lleva su discurso en un sobre color madera que no suelta durante todo el evento. Lo lleva en su mano izquierda porque la otra la usa para estrechar la mano de sus fanáticos: personas de tercera edad, o en vísperas de serlo, que durante la exposición acompañan sus palabras con el ceño fruncido y asintiendo con la cabeza. Algunos, los más cholulos y emocionados, lo saludan personalmente: lo felicitan por su valentía, le agradecen el heroísmo. Pancho suele adivinar los elogios en la expresión de sus rostros. Porque conoce el paño y porque desde hace unos años, aunque no lo admita, ya no escucha como antes. 

Más allá de esto hubo una vez, en el año 2012, en el que todo este folclore reiterado en los distintos homenajes se vio interrumpido por un hecho inédito. Fue en el club Hebraica. En uno de los tantos reconocimientos de la comunidad judía, mi abuelo se sentó entre Eduardo Rafecas y Max Berliner. El primero era juez federal, reconocido en el ambiente de las instituciones judías por sus estudios académicos sobre el holocausto, la discriminación y los derechos humanos. El otro era un actor de entonces 93 años que hacía teatro desde los cinco. Hacía unos años el país se había encariñado con él cuando la televisión lo había mostrado colgado de un pasamanos en una publicidad de un remedio contra el reuma; y por esa persistente simpatía ese día en Hebraica estaba por recibir un premio. 

Pancho, mi abuelo, conocía la trayectoria de Berliner pero sabía muy bien que el lobby iba por otro lado. Mientras yo insistía en fotografiar a mi abuelo con el cómico, Pancho le metía fichas a Rafecas. Preparaba el terreno para encararlo al final del evento. Quería regalarle un libro. Su libro.

Lo logró. Pancho habló unos minutos con Rafecas, y cuando el monólogo no daba para más sacó un tarjetero de metal que yo nunca había visto y le entregó una tarjeta. De todo lo que había sucedido en ese evento, Berliner y el tarjetero habían sido lo novedoso. Bastante adrenalina para lo que suele ser un homenaje a un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial.

Nos fuimos.

Ni bien llegáramos a su casa, dijo Pancho en el taxi de regreso, él le firmaría a Rafecas un ejemplar de su libro y yo sería el responsable de que llegara a manos del juez. Entendido. Pero mientras Pancho me dictaba una y otra vez esas sencillas instrucciones, mi cabeza rebobinaba la escena en la que su mano arrugada le extendía una tarjeta a Rafecas. Hasta ese momento conocía muchas cosas de mi abuelo: su historia, su libro, su familia, sus estrategias para jugar burako, sus silencios, su lenguaje gestual. Pero nunca había visto su tarjeta personal, esa especie de credencial que él evidentemente entregaba a intendentes, dirigentes, gobernadores, presidentes (Fernando De La Rua, Néstor Kirchner) y viejos cholulos. Todos se habían llevado una primera impresión de mi abuelo a través de una tarjeta que yo no había visto jamás. Intuí que ese papel escondía una revelación. 

No me equivoqué. Cuando mis abuelos y yo entramos al departamento, Pancho se fue a poner sus pantuflas y mi abuela se fue a buscar la torta que venía prometiendo desde el taxi de ida. Por su carácter obsesivo, aun sin saber si lo había guardado y mucho menos en dónde, abrí el cajón en el que suponía que mi abuelo colocaba el tarjetero. Ahí estaba.

Tomé la caja metálica, saqué una tarjeta y –sin imaginarlo- quedé de cara al relato que mi abuelo había generado en torno a su pasado. En el cartón no decía «abuelo», ni «jubilado», ni «presidente de la asociación de víctimas del Holocausto». «Francisco Wichter, Sobreviviente de la Lista de Schindler» decía.

Así se presenta mi abuelo ante el mundo.

A los dos días del descubrimiento de esa tarjeta fui a almorzar a su casa. Como siempre que los visito, mi desayuno fue liviano porque sé que el desafío gastronómico suele ser exigente. Una plancha de ravioles y un bife. Tallarines caseros y una pechuga de pollo. Una fuente de ñoquis y tres milanesas. Para Hinda, mi abuela, la carne es apenas una guarnición. Más cuando me quiere alimentar a mí. 

Con su acento idish y arrastrando la «erre» como únicos síntomas de inmigración, Hinda me pasea por su triángulo de preocupaciones: mi trabajo, sus dolores, algún bisnieto. Mientras lo hace, y yo como, mi abuela me mira fijo. Pancho también, pero al menos no a los ojos. Él es el principal cómplice de esos banquetes de mediodía que me dejan drogado. Desde que ella apoya los platos frente a mí, él no se aleja más que los tres metros que separan a la mesa de la esponja y el detergente. Su misión es que no pase más de un minuto entre mi último ñoqui y el retiro de platos, fuente, cubiertos y vaso. 

Los dejo hacer. Rituales como estos sobran en ese departamento de Villa Crespo. Para dormir la siesta, para jugar al burako, o para discutir en idish o castellano siempre hay que seguir una norma del hogar. Hinda y Pancho responden fanáticamente al estereotipo  de la pareja de abuelos judíos. Él obsesivo, ella culposa. Él lector, ella atenta todas las tardes al programa de Jorge Rial.  

—Chismes y más chismes que no interesan —se queja Pancho con su gesto más clásico: la mano abierta barriendo el aire de arriba hacia abajo, como si espantara la mosca de la frivolidad.

El departamento también cumple con la escenografía de hogar judío que tan bien se representó en la tira Graduados. Repleto de cuadros levemente torcidos, manteles opacos y sillones de cuero con cobertores, el living-comedor no exhibe más símbolos religiosos que un par de candelabros, uno vacío y otro con velas de shabat sin estrenar. Un mueble extiende tres metros de portarretratos con fotos de la familia. Desde la mamá de Pancho hasta sus siete bisnietos y los nietos con sus parejas. Solo faltamos un primo —casado pero sin hijos— y yo, el soltero.

En el medio de esa línea del tiempo fotográfica descansa lo que ellos llaman los «premios de Pancho». «Al señor Francisco Wichter, único sobreviviente de la lista de Schindler en Argentina», se lee en una bandeja con madera tallada que firma la Cámara de Diputados de la Provincia de Salta. También aparecen «premios» de la Universidad del Litoral, AMIA, Comunidad Judía de Mendoza. Los miro. Mi «premio» favorito es una medalla del Concejo Deliberante de Mar del Plata con una ola de mar dibujada en el dorso. El que más me choca es uno de un Liceo Militar que dice: «Orden, disciplina, perfección».

De eso mi abuelo ya tuvo bastante.

La historia política de mi abuelo empezó en 1943. Ese año, Francisco, quien en ese momento se llamaba Faivel, decidió entrar a Budzin, uno de los tantos campos de concentración que había conocido. Allí se sentía más seguro que escondido en los bosques polacos —si lo encontraban el fusilamiento estaba garantizado— y más a salvo que en Poniatov, un campo con detenidos bien alimentados, jardín de infantes y conciertos para los presos que intuyó que era una trampa (y tenía razón, ya que una noche la SS borraría de un plumazo a los 18 mil judíos que vivían ahí adentro). 

En Budzin la policía interna –y judía— del campo rápidamente le asignó un rol: hombre de reserva. Cada vez que se escapaba un «obrero», la orden del comandante nazi era fusilar a otros diez en castigo. Entonces, cuando se producía una fuga, Francisco se sumaba a las filas de prisioneros para que el recuento diera el mismo número que en la jornada anterior. Mientras tanto, era ocultado en un calabozo oscuro junto con otros compañeros que habían llegado allí por distintos delitos considerados «graves», como ingresar comida al campo. Se fue sumando gente al calabozo hasta llegar a once.

Hasta que una tarde les ordenaron salir. Diez personas salieron ansiosas del encierro, pero Faivel se quedó. Ni hoy sabe por qué lo hizo. En la oscuridad nadie se dio cuenta de que alguien permanecía allí dentro. La puerta se cerró y no pasó un gramo más de comida. Al tercer día se acercó al único cono de claridad de la celda y observó un caño y tres llaves. Por instinto, por hacer algo, se puso en puntas de pie y giró dos llaves antes de que su debilidad lo arrojara al suelo. Al mediodía siguiente la puerta se abrió y asomaron dos plomeros y un policía judío. Alguien había abierto una llave que no debía y la cloaca del campo desbordaba. Eso le contaron a  Faivel. Eso y lo otro: sus diez compañeros habían sido fusilados un par de horas después de la salida del calabozo. Un judío se había fugado del campo.

Gracias a varias casualidades como estas, los últimos meses de la guerra encontraron a Faivel vivo y en una atípica fábrica en Checoslovaquia. Allí, un empresario alemán se dedicaba a salvar judíos. Faivel estuvo entre ellos. Terminada la guerra, sin casa y sin familia —como casi todos—, deambuló por varios campos de refugiados y se acercó a instituciones que llevaban sobrevivientes a la entonces Palestina. Pero Faivel se abrió de ese camino porque la opción no le parecía segura. Así fue que se hizo amigo de un judío que también intentaba empezar de nuevo, y con él un día llegó a Italia. 

Allí conoció a la prima de su amigo. Era Hinda, otra sobreviviente.

En algunos aspectos, el final de la guerra fue tan caótico como su desarrollo. Los sobrevivientes del Holocausto deambularon por Europa escapando de violaciones del ejército soviético, milicias nacionalistas polacas y acciones civiles de quienes no querían devolver las casas confiscadas a dueños judíos. 

A esas persecuciones —que siguieron incluso luego de la rendición nazi— en la jerga paisana se las llama «pogrom»: un término ruso que significa «devastación» y que refiere al linchamiento y el ataque masivo a un grupo social por razones étnicas o religiosas. El pogrom contra los judíos ya había sido un clásico de siglos anteriores, y a mediados del siglo XX reencarnó con la misma excusa: un grupo de agitadores largó el rumor de que las decenas de sobrevivientes que deambulaban en Rzeszov habían matado a un niño cristiano y habían usado su sangre para elaborar pan ácimo. 

Para escapar de las piedras y los palos de uno de esos pogroms, Hinda y un grupo de cincuenta sobrevivientes de la guerra se subieron a un tren rumbo a Cracovia. La primera parada del tren fue Tarnov, y allí fue detenido el contingente. Los retuvieron en un galpón, e Hinda ocupó el único banquito que había en el lugar. Se puso a charlar con una sobreviviente de Auschwitz, el campo de concentración más famoso del Holocausto. Entraron en confianza y después de un rato Hinda le ofreció el asiento. La otra mujer aceptó. De puro chusma, un miliciano polaco que custodiaba el grupo se acercó a escuchar de qué hablaban las dos chicas, y por accidente se le disparó el fusil. La del asiento murió en el acto.

Hinda ya había esquivado la muerte otras veces. Nunca había estado en un campo de concentración porque sus rasgos físicos la hacían parecer aria y de esa manera había conseguido un documento falso. Así, había soportado la guerra trabajando de empleada doméstica en hogares que la sospechaban judía, hasta que un día escapó porque sus empleadores la habían denunciado. Finalizada la guerra, quiso volver a su casa. Pero en su antiguo hogar no encontró más que amenazas de muerte y así fue que desde entonces inicio su vida de refugiada como cualquier otro sobreviviente. En ese camino, la casualidad la cruzó con un primo y gracias a él conoció a Faivel, con quien se casó en abril de 1947 en Roma.

Reconstruyeron sus vidas con dos hijos, seis nietos y siete bisnietos. 

Y una épica para contar.

Medio siglo después, en la década de 1990, mi abuelo aprendió a contar su historia y cada vez más gente empezó a querer escucharla. Noté eso a los diez u once años, una noche en mi casa de Bahía Blanca, cuando minutos antes de la cena familiar alguien encendió la tele. Seguramente mis viejos querían ver Telenoche y yo otra cosa, no lo recuerdo, pero sí puedo asegurar cierto clima de rutina hasta que en el medio de un zapping mi viejo se agarró la cabeza con las dos manos.

Todos acompañamos el susto con los ojos clavados en la pantalla. Pancho era dueño del primer plano. No miraba a cámara, seguramente no sabía que lo estaban filmando ya que todavía estaba detrás de escena. Mientras lo ponchaban, la voz de Mauro Viale anticipaba una entrevista exclusiva con el único sobreviviente argentino de la fábrica de Oskar Schindler. 

Esa sería la época de mayor exposición de mi abuelo, y coincidía con la de Samantha Farjat y Natalia De Negri, figuras de una década complicada de la televisión argentina. Mucho ruido y poca ropa, Samantha y Natalia se hicieron populares en 1996 a partir del caso Coppola —representante de Maradona—, a quien la policía le había encontrado un jarrón con medio kilo de cocaína. Mientras Coppola estaba preso, Mauro Viale la juntó en pala gracias a estos dos personajes: las hizo pelearse en cámara, las hizo besarse, e inspiró a Machito Ponce a componer una canción que decía «Samantha, toda la noche se la aguanta». Natalia también llegó a la música, en su caso con voz propia, para difundir por todo el país su «Quién me la puso, quién me la puso, es lo que quiero saber», un estribillo que jugaba con el doble sentido: su reclamo de inocencia en la causa del jarrón y su fama de reventada. 

En ese mismo programa en el que Natalia solía cantar, mi abuelo estaba por dar una entrevista. Y aunque la producción había tenido la delicadeza de que fuera un mano a mano, sin los panelistas habituales del programa —Samantha, Natalia, abogados, testigos encubiertos y hasta personajes de Titanes en el Ring—, el hecho fue motivo suficiente para que mi viejo se agarrara la cabeza. Y verlo a mi viejo en ese estado fue motivo suficiente para que yo, con diez años, no me animara a preguntar qué tenía eso de malo.

Claro que su paso por allí fue anecdótico. Mi abuelo tuvo apariciones en la prensa mucho más felices que aquella. Después de años de esconder su historia, Pancho empezó a sentirse reconocido como nunca en su vida, así fuera a través de un dibujo de Rep en Página/12 o en el zoológico que inventó Mauro Viale. «Digan lo que digan, Schindler se portó bien» tituló El Cronista. «Schindler´s List survivor tells family tale» se leyó en el Buenos Aires Herald. «No existió la suerte ni el heroísmo, sólo las circunstancias me salvaron» publicó La Capital de Mar del Plata. «El hombre que se salvó por la lista de Schindler» lo presentó La Nación. Paseó por todas las redacciones de Buenos Aires y fue personaje de tapa en varios diarios del interior que aprovecharon su visita. Estuvo en decenas de programas de radio y televisión, a veces junto a su amiga Emilie Schindler, y empezó a construir un legado. Así como el relato familiar —una historia de persecuciones y asesinatos— fue el legado de su madre hacia él, el de él hacia el mundo sería la edición de un libro y una carpeta azul. En ella hoy guarda todas sus apariciones en prensa gráfica. 

No sabe a quién dejársela.

Estaba muy contento por haber ido al programa de Mauro Viale, de lo más visto en el país en ese momento. Pero a los pocos días se suicidó –o lo mataron, no sé- Alfredo Yabrán. «Justo ahora» dijo Francisco, medio en chiste y medio en serio. Es que si Yabrán no se hubiera suicidado en ese momento, Francisco se hubiera mantenido en los programas principales un tiempo más, y hasta el libro se hubiera vendido mejor. 

La que habla es Elsa Drucaroff, escritora de profesión y editora de Undécimo Mandamiento, el libro que mi abuelo decidió escribir luego de ver La Lista de Schindler. Elsa es la testigo más directo del segundo momento bisagra —después de la guerra— de la vida de Francisco: el lanzamiento del libro; un hecho posiblemente tan importante para él como el nacimiento de cualquier hijo o nieto. 

No es una ironía. La posibilidad de contar su historia hizo que mi abuelo hablara sobre los episodios más trascendentes de su adolescencia por primera vez en casi setenta años de vida. Antes todo había sido silencio, o casi. Cuando mi abuelo llegó a la Argentina un empleado público decidió que Faivel pasaría a llamarse Francisco, y ese cambio de nombre enterró temporalmente el pasado. Francisco no hablaba de los derroteros de Faivel. Sin ir más lejos, la primera vez que mi viejo —su hijo— escuchó el apellido Schindler —por dar un ejemplo— fue a los cuarenta años, es decir en 1993, con el estreno de la película. Hasta entonces mi abuelo no era más que un sobreviviente de la guerra llegado al país a mediados de siglo XX. 

Francisco e Hinda llegaron a Argentina en 1947, al poco tiempo de casarse. Eligieron este país por unos tíos de él que habían abandonado Polonia antes de la guerra y se habían instalado en un conventillo en Parque Patricios. 

—¿Vos sabés cómo murió tu madre? —le preguntó Francisco a su tía para cortar una inercia insoportable. Pero ella respondió con una mirada triste y nada más. Ese silencio fue una marca de la que Francisco pronto se apropió. Él tampoco volvería a hablar mucho del tema. Ni con su descendencia ni con nadie. En esos días de mediados de siglo, ninguno sabía cómo tratar al otro y la convivencia no fue fácil. Ni en ese conventillo, ni en el resto de la comunidad judía que recibió sobrevivientes y no supo cómo tratarlos. Eso generó división. Estaban los amarillos, los maduros; y los verdes, los inmaduros que debían pagar derecho de piso. 

—Vos sos verde y querés saber más que yo —acusó el tío a Francisco en una discusión de tantas. 

La adaptación de verdes y amarillos fue traumática para ambos bandos, pero eso no impidió que todos pusieran huevo para salir adelante. Con lo que recordaba de su padre zapatero, Francisco se inició en el mismo oficio. Hinda había trabajado en la industria textil durante la Guerra y siguió en ese rubro. En diez o quince años de mucho laburo, ya con dos hijos —mi viejo y su hermano, que falleció en 1979 por un derrame cerebral—, la pareja se acomodó económicamente. 

Esta etapa de sus vidas siempre me llamó la atención. Sin un peso y con una mochila llena de traumas sin tratar, en menos de dos décadas el matrimonio estabilizó sus cuentas. Y bastante bien. Gacela Sport, el negocio de artículos de cuero que instalaron en Uruguay al 300, fue un proveedor de ropa de los 60 y 70 para clase media-alta, incluyendo algunos famosos. Allí Jorge Porcel consiguió su talle especial para gordos y también el sindicalista José Ignacio Rucci compró sus camperas, esas prendas que ante la opinión pública lo convirtieron en el primer gran burócrata de la CGT. «¿La campera? Me costó 25 lucas. Un Lujo de Secretario General» dijo a la revista Primera Plana y desató el escándalo dentro de la clase trabajadora.

¿La guerra? Poco y nada. Los hijos se casaron, aparecieron los primeros nietos y el horror quedaba atrás. Hasta una tarde de 1993 en la que Pancho se enteró de que Spielberg estaba preparando una película sobre la historia de 1200 sobrevivientes del Holocausto, dentro de los cuáles estaba él. 

—Me gustaría que leas este libro —le dijo Pancho a mi viejo antes del estreno de la película. El libro era El Arca de Schindler, de Thomas Keneally, obra sobre la que se había basado el film. Sin escucharlo directamente de la boca de Pancho, ahí la familia supo que había algo más para contar.

Para mi abuelo había llegado el momento de hablar, y decidió que no iba a hacerlo sólo en la mesa de su casa sino ante todos los que quisieran escucharlo. 

—Voy a escribir un libro —se dijo.

La decisión estaba tomada. Empezó con unas veinticinco hojas escritas a mano, y con ese comienzo recurrió a Elsa Drucaroff. Yo tenía siete años así que no recordaba ni el nombre de la editora, pero sabía que a partir de ella iba a conocer, con ojos adultos, al Pancho de mi infancia.

—Francisco me contó que no había podido dormir las noches anteriores y posteriores al estreno de La Lista de Schindler, y que ahí decidió volcar por escrito todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza –recuerda Elsa sobre el origen de Undécimo Mandamiento. El título está inspirado en la escena en la que Francisco se despide de su madre, y ésta le ruega que sobreviva y cuente su historia. El undécimo mandamiento es sobrevivir y contar.

El insomnio no terminó con la decisión de escribir el libro. Según Elsa, la forma de escupir sus recuerdos más profundos tenía momentos de una fuerza narrativa perfecta y otros en los que no se entendía nada. Generalmente, cuando no podía seguir el hilo era cuando refrescaba los momentos más terribles.

—Se ponía a trastabillar cuando tenía que contar situaciones delicadas. Cuando trabajamos la parte del fusilamiento de su padre (un día llegó una citación judicial: fue detenido y sentenciado a muerte por un jurado inventado por el nazismo para asesinar bajo el amparo del derecho) yo me daba cuenta de que sufría. Le ofrecía dejarlo para más adelante y me decía: «No, no lo dejamos, esto hay que contarlo». 

Y lo hizo en casi doscientas páginas que cada tanto vuelvo a leer. Pero a los trece, dieciocho, veintidós y veinticinco años me pasó lo mismo: nunca escuché ahí la voz de Pancho. En el papel no aparecen los mismos tonos de sus discursos en AMIA, Hebraica, el teatro Coliseo o los almuerzos en su departamento. Sospechaba que Elsa le había hecho decir cosas que Pancho jamás diría, o de una forma que no lo representaba, como había visto en tantos artículos de esa carpeta azul en las que sus declaraciones sugieren la solemnidad de un político o académico, pero nunca de mi abuelo. ¿El Pancho que hace un tiempo me encontró en la calle charlando con un amigo y se metió en la conversación para contarle su historia es el mismo que inició su libro con una explicación del contexto histórico de Polonia desde el Siglo XII? ¿El irritable abuelo que no soporta la escasez de comodines en el burako es también el que matiza entre las virtudes y defectos de Oskar Schindler con un espíritu constructivo inédito en la familia?

—Empezó contando la situación de los judíos en Polonia como si quisiera, con muy buen criterio, introducir el contexto social y político. Fue algo que él necesitó empezar a contar, incluso cuando escribió a mano. Fue idea de él, y eso habla de una lucidez muy grande. No se consideraba una víctima individual, sino que había una idea clara del fenómeno histórico y político.

Elsa me cagó. Sin que le preguntara, me destacó esa escena y me hizo entender, además de que soy un periodista prejuicioso, que Pancho tiene la misma pasión por el detalle histórico que cualquier viejo que supera los ochenta años. 

Qué bueno —pensé—, en esto Pancho se parece a cualquier otro abuelo.

Sus exposiciones públicas nunca me conmovieron especialmente. Desde muy chico conozco la cocina de esos discursos que alguna vez yo mismo edité, y su repetición me achanchó el corazón. Me crié leyendo y escuchando la serie de casualidades que le permitieron sobrevivir a mi abuelo durante la Segunda Guerra Mundial y su experiencia en la fábrica de Oskar Schindler. Pero todos en algún momento nos cansamos de las historias de grandes. 

Mi promedio de asistencia a sus charlas debe ser de un acto por año, aunque estoy seguro de que a Pancho le hubiera gustado de parte de sus nietos otro compromiso con la causa. Otra emoción, como la de su público, y que alguien agarrara la bandera de su historia para calcarla en las generaciones futuras. Pero no tuvo suerte: dos hijos y cinco nietos, todos varones, heredaron el gen Wichter previo al libro: secos, poco expresivos, bailamos en caso de extrema borrachera y nos abrazamos únicamente cuando Olimpo mete un gol importante. Jamás lloraríamos con una película, y menos con una que conocemos de memoria. 

Hace rato que Pancho abandonó esa lucha. Y, como cada vez que lo necesitó en su vida, le buscó la vuelta: encontró una nieta sustituta. Alguien que lo visita frecuentemente y se emociona con su historia al mismo tiempo. Se llama Magalí, es fotoperiodista y tiene veintiún años. Desde chica se sensibilizó con relatos de la Segunda Guerra Mundial, hasta que un día pudo conocer a un testigo directo.

—Siempre quise hacer algo relacionado al Holocausto, lo sentía como un legado hacia la comunidad. Y dentro de una materia de fotoperiodismo había que contar una historia. Unos días después escuché a Francisco en el Teatro Coliseo en un acto de Iom Hashoa y dije: «Este es mi sobreviviente».

Aunque esa última frase me impactó, por suerte Magalí no es la fanática freak que había imaginado antes de la entrevista. En definitiva, con su cara de nena, fue la elegida por mi abuelo para viajar a unas charlas en Tucumán, y la responsable de contactarse con mi viejo para avisar que habían llegado bien.  A través de ella y de sus fotos pude entender un poco más el fenómeno que genera Pancho. Y con ello, pude entender  a mi abuelo también.  

Al considerarla una nieta sustituta, al minuto de encender el grabador parecíamos dos primos que se vieron pocas veces en la vida y que por eso se manejan con poca confianza. Le consulté sobre su relación con mis abuelos, pero también charlamos sobre el sobreviviente mediático y el mundo que lo rodea, terreno al que no sabía de antemano si iba a poder acceder. Magalí me contó, por ejemplo, la diferencia entre el público de Tucumán y el de Capital Federal.

—La diferencia es que en Tucumán no hay más sobrevivientes. Cuando entramos a la escuela de la comunidad judía de Tucumán, pasamos por la ventana de un aula y unos chicos empezaron a gritar por la ventana «¡Ahí está el sobreviviente!» Claro, en Buenos Aires los chicos se acercan a saludar con otra confianza. Gracias a Dios en Capital todavía quedan sobrevivientes y existe la oportunidad de escucharlos.

Magalí me describió otros secretos del backstage. Me dijo que a los adolescentes, más que un discurso, les atrapa la experiencia de estar con un sobreviviente –«’ay, sacame una foto’ me piden»-; y puntualizó sobre los momentos del discurso donde el público suele emocionarse con mayor intensidad: 

—El momento que más emociona a la gente es cuando relata la escena del calabozo y las llaves, o cuando ve a su mamá por última vez. A veces lo cuenta al principio y a veces más en el medio. Ahí se gana al público, y vuelve a emocionar al final cuando cuenta que se casó, tuvo hijos y nietos. Son los dos momentos que pegan. 

Respecto a Hinda, Magalí también agudizó su mirada. Al igual que con Elsa hace varios años, mi abuela no quería saber nada con Magalí y no participaba de las charlas. Pero a fuerza de una torta y un par de partidos de burako, Magali se ganó su confianza y se quieren mucho. Hinda —una bobe, al fin y al cabo— le cuenta sobre sus nietos y bisnietos. Ese es su rol: contar lo que pasó después de la guerra. Para el antes y el durante está su compañero de casi toda la vida. 

Igual en esta simpática relación entre Magalí y mis abuelos hay gato encerrado. A espaldas de Magalí, la militancia de Hinda va por otro lado. Si bien el cariño hacia la nieta sustituta es genuino, lo que más le interesa a mi abuela es presentarme a Magalí para hacernos un lugar en el mueble de nietos y bisnietos. 

—Tenés que casarte antes de que me muera —me apura, sin éxito.

Mis abuelos, como buena parte de los jubilados, necesitan ocupar su tiempo de algún modo. En el caso de Pancho, profundizó su participación en la asociación de sobrevivientes del Holocausto y desde hace años es el encargado del discurso principal en cada uno de los actos comunitarios. Nietos, periodistas, Magalí, instituciones: cuando alguien llama, el teléfono es siempre para Pancho. 

Uno de los últimos llamados fue de la oficina de Claudio Avruj, subsecretario de Derechos Humanos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Le dijeron a Pancho que querían declararlo «ciudadano ilustre» o algo por el estilo. Y será, según se lee en la invitación oficial, «algo por el estilo»: el 16 de octubre, dos semanas después del momento en el que cierro este texto, iremos hijo, nietos y bisnietos —y Magalí, claro— a la Legislatura porteña. Allí le entregarán a Pancho un Diploma de Honor como Personalidad Destacada de los Derechos Humanos de la Ciudad, y mi abuelo retribuirá el gesto con la donación de 150 libros de su autoría recién salidos de la imprenta y reeditados no para la ocasión, pero casi: en total acaba de mandar a imprimir 300, después de varios años de haber estado sin stock.

Ahora, a quince días del evento y a seis kilómetros de la casa de Pancho e Hinda, me tomo el 93 pensando en lo que significa este evento para mi abuelo, y en cómo hacer para contar esta historia. Me agobian las dudas y la precariedad de mi cuaderno de apuntes, y decido amenizar el viaje con un libro. Esta mañana encontré en casa El Libro de Arena, de Borges, a quien no leía desde la secundaria. Arranca así: «El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí».

Cierro el libro. Agarro el celular, busco «Pancho» en la agenda de contactos, llamo a su teléfono móvil y me atiende mi abuela. 

—Es Tom —escucho que dice incluso antes de llevarse el teléfono a la oreja Tras las preguntas de rutina y acordar el día del próximo almuerzo, le pregunto si Pancho tiene prevista alguna charla durante los próximos días. Ella me dice que por ahora no.

—Ya está grande para estas cosas —se queja Hinda. 

No es la primera vez que lo dice, pero su enojo no es más que parte de un protocolo que todos sabemos de memoria. Pancho es feliz con esta —no tan— nueva vida y mi abuela es feliz con Pancho feliz. Eso son, al fin y al cabo: dos viejos felices y simbióticos dueños de un futuro que jamás soñaron cuando eran adolescentes y que significa ahora, al menos para mí, la mayor victoria de ambos. 

O, al menos, eso es lo que me dijo Borges hace un rato.