Secuestré a tu padre y está en tu cabeza

Ana García Blaya logró un perfil formidable en el Máster Orsai de Entrevista, en el que cuenta el inframundo de los secuestros virtuales con el testimonio de un secuestrador. Prólogo de Pablo Perantuono.

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Con simpleza y un par de pinceladas sutiles, Ana García Blaya talla el perfil de Luis -sobrio, prolijo, quizás culto-, quien acaba de salir de un largo encierro y busca reinsertarse. Exhibido con crudeza, el relato de Luis le sirve a la autora para desentrañar -y mostrarnos- los oscuros recodos de una pesadilla apócrifa: los secuestros virtuales. Lo elegí porque, una vez que atravesó la instancia de edición, se consiguió un texto honesto y brutal pero a la vez efectivo, cuya virtud es la de no juzgar o subrayar la tarea criminal del retratado, y, luego de ganar su confianza, se destaca porque lo acompaña -lo guía- en el descenso hacia su infierno. Ana maneja muy bien el diálogo y la observación sobre un hombre que, aún estando preso, seguía vulnerando la ley.

Pablo Perantuono

«Yo te llamo a vos. No estás en tu casa y me atiende tu hija. A tu hija le hago agarrar toda la plata que tenga, la hago salir afuera sin cortar el celular y te llamo a vos; te digo que la tengo a ella y vos te vas a volver loca. Porque tu hija no va a estar en tu casa y su teléfono te va a dar ocupado. ¿Qué vas a hacer? Vas a querer ir a tu casa. Pero yo no te voy a dejar. Hasta que pagues».

El que habla es Luis. Tiene 31 años, una hija de nueve y usa anteojos. Hace dos meses salió de la cárcel de Devoto después de diez años de encierro. Tiene un jefe que le consiguió hace dos semanas un trabajo digno de cinco mil pesos al mes como custodio. Supo ganar cientos de miles en sólo tres horas de desgaste telefónico. Pero eso, dice, «ya es cosa del pasado».

La teoría de los seis grados de separación intenta demostrar que uno puede estar conectado con cualquier otra persona del planeta a través de no más de cinco intermediarios. Está bien, sí, se puede dudar de esto. Pero de la pequeña distancia que existe entre cualquier habitante de la ciudad de Buenos Aires y algún caso de secuestro virtual, no hay dudas. Me pasó, lo escuchaste, lo vivió. Tan famosos que están casi extintos; tan fáciles de realizar que, durante más de siete años y desde la comodidad de una celda, supieron acabar con abultados ahorros en apenas minutos.

¡Riiiing! ¡Riiiing! «Esta llamada proviene de un servicio penitenciario». Dos opciones: podés cortar o podés quedarte a confirmar si escuchaste bien. Claro, hoy es obvio que cortás, ya todos estamos alertados, pero cuando Luis conoció ese establecido -aunque por entonces nuevo- método de engaño, todavía no existía la máquina que batía la procedencia del llamado.

—No había eso —cuenta mientras busca ubicación esquivando la sombra en una plaza de Lugano. Se detiene, mira al cielo para empaparse de luz y sigue–. Hasta el 2006 salían todas bien, después ya empezó a hacerlo cualquiera, se expandió tanto que incluso lo hacían de afuera.

Breve instructivo de eso que hacían: se elige un barrio, por ejemplo Caballito; o un apellido, como Monserrat… Monserrat, Claudio: Villafañe 220, tercer piso. La guía lo informa todo. Uno que disca, otro que toma nota. No se les puede escapar un detalle, se trata de repetir los pequeños datos que van obteniendo y llevar la charla como un suceso verosímil. ¡Riiing!

«Buenos días, ¿con quién tengo el gusto de hablar?» –nueve infalibles palabras que logran una respuesta automática del otro lado. «Le hablo de la Policía Federal, señora, habla el oficial Horacio Rojo de Delitos Complejos en colaboración con el SAME».

De ahí en adelante, la psicosis.

Paso uno: Luis se hace pasar por oficial de policía para informar el supuesto accidente de un familiar. El objetivo: recabar datos. Paso dos: se «confiesa» que en realidad tal accidente no existió y que el ser querido en cuestión ha sido secuestrado. Paso tres: se cobra el rescate.

En lo que dura una introducción telefónica, Luis obtiene información de la familia, del vehículo en el que se mueven, dónde trabajan, los números de celular. Sin darse cuenta, y eclipsada por el miedo, la víctima aporta el guión que los futuros secuestradores utilizarán para engañarla.

—En menos de tres minutos tenés la red de comunicación de toda la familia. Mientras ocupás el teléfono de uno, llamás al otro y no lo dejás cortar, nadie se comunica con nadie, vos los llevás de acá para allá.

—Sos un actor ahí. Te tenés que meter en el personaje.

—La persona cuando tiene miedo, hace lo que le decís. Cuando mandábamos al cobrador, algún amigo de la 31, él lo veía de lejos y nos contaba. Entonces nosotros le decíamos: «te estamos mirando, ¿eh? A ver, rascate la cabeza, tocate el culo». ¡Y el tipo se tocaba el culo, no te estoy jodiendo! Pagaba y seguíamos. «¡Dale, dale, corré media cuadra! ¡Tirá el celular ahora!» ¡Plaaaaa…!  Y se termina.

Luis se ríe nervioso. No espera aprobación. No cuenta las historias con orgullo, aunque a veces no puede contener la burla. Porque, claro, desde el encierro él podía privar de la libertad a cualquiera con sólo un llamado. Camina por la plaza, siempre parado, como alerta. Todavía no parece adaptarse completamente al afuera. Pasó un tercio de su vida a la sombra; para quienes contamos el tiempo en mundiales, tres de ellos los vio tras las rejas. 

Para jugar a ser un malhechor en libertad, el problema de las llamadas limitadas tenía que ser solucionado. Luis introduce el término «chip biónico», algo que por cien dólares le daba canilla libre telefónica: le permitía pasar días enteros secuestrando mentes por la ciudad.

—Una vez, sin querer, llamé a la mamá de un pibe que estaba en cana conmigo, un conocido de toda la vida. Mientras la mina me tiraba la data me di cuenta. Le corté. Él nunca se enteró. 

Con esta metodología Luis y sus secuaces podían romper chanchitos de hasta medio millón de pesos a la distancia, como esa vez en que toda una familia de paraguayos, dueños de un puesto de flores, se movilizó y consiguió el dinero para el rescate de un secuestro que sólo existió en sus cabezas. Y en la de Luis, claro.​

—¿Por qué se acabó?

—Porque la gente dejó de creer. Cuando se estaba terminando la racha tuve suerte y en una me atendió un pibe de once años. Le dije que el padre tenía un problema. Lo hice llamarme desde un celular y me lo llevé a él y a la hermanita de la mano. Cruzaron la 9 de Julio con seis mil dólares para ayudar al papá.

Esa vez Luis habló casi dos horas por teléfono con el nene. Lo tranquilizaba y le aseguraba que el padre iría a verlo pronto.

—Te encariñaste.

—Me tuve que encariñar. Me hice de San Lorenzo por ese pibe.

La memoria emotiva no es patrimonio exclusivo de aquellos que sueñan con un público que aplauda de pie. Estos estafadores que mienten cautiverio e imponen soluciones planteaban consignas tanto a sus víctimas como a ellos mismos. Porque un error de acting podía significar el fracaso de la credibilidad: el plan arruinado por una comunicación abruptamente concluida.

El botín lo repartían entre varios: el que llamaba, el que anotaba y apuntaba los detalles, el que arreglaba con el cobrador, el cobrador y todos aquellos que se sumaban para cubrir la red que muchas veces iba creciendo a lo largo de la llamada.

Los arreglos se hacían afuera. Luis repartía su ganancia entre Karina, la mamá de su hija, y sus padres. No podía guardar ni ahorrar nada de lo que obtenía con los secuestros virtuales, pero pedía que le enviaran lo que necesitaba – «adentro no me faltaba nada», sostiene—.

Paradójicamente, o no, Luis se enamoró a través de un teléfono. Ese instrumento con el que a tanto ser en libertad engañó, también le jugó una mala pasada durante su década perdida en Devoto. Le faltaban sólo tres años para salir y fue entonces cuando Luis recibió diecisiete puñaladas en una pelea. Terminó en el hospital. Ahí conoció a un tipo que le presentó por fotos a  su compatriota Inga, una narcotraficante lituana que estaba presa en Ezeiza. Durante un año y medio se comunicaron por teléfono y finalmente, para poder verse las caras en persona, decidieron pedir permiso y casarse.

Inga y Luis se conocieron y contrajeron matrimonio el mismo día.

Dos años después, «buena conducta» para ella -con la posibilidad de viajar un mes a su país– y la condena casi cumplida para él. Por las noches, sueños de libertad.  Y amor.

¿Final feliz? No por ahora.

Hoy para Luis no hay más engaños telefónicos. Tampoco señales de vida de Inga. A través de una mueca tierna y serena, recuerda las diecisiete puñaladas que casi lo matan: «No te voy a decir que era un santo, me las merecía, era un hijo de puta». Lo que más le duele la bomba de humo que tiró su esposa.

—Me faltaban tres años para salir y estaba feliz, enamorado, muy contento. Cuando ella desapareció ya no me importaba irme o quedarme; me daba lo mismo. Aunque cuando te falta un mes, directamente no podés dormir.

Todavía no cobró su primer sueldo, el primero de toda su vida; antes tiene que terminar con los trámites que lo convertirán en monotributista, darse de alta en ingresos brutos y mandar a imprimir su talonario de facturas. Esa burocracia que a tantos atrapa y asfixia, en Luis sólo provoca sensación de libertad. Libre para inscribirse, libre para aportar.

—Cuando cobre mi primer sueldo, te puedo invitar al cine. Elegí la película que quieras y vamos.

Me descoloca. No habla en serio. Disfruta la posibilidad de poder hacerlo.