Una historia que nunca me atreví a contar

Rodolfo Palacios nos estremece con una historia personal, que involucra a Enrique Symns, al submundo del hampa y a un trauma que, por las noches, no siempre lo deja dormir.

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Asunto: TENÉS QUE RETROCEDER

De: enriquesymns

Para mí

Después de tu llamado me quedé pensando. Algo nos une y no sé qué es. Quizá sea la desdicha. Lo que te pasó con ese pistolero fue un episodio desgraciado. No se lo cuentes a nadie. Tenés que retroceder tu actitud, no involucrarte emocionalmente con los malos, porque ellos son verdaderamente malos y por eso producen admiración en las almas sensibles. Lo siento así desde lo que me pasó con el vasco Quico, el rufián pesado que me puso un chumbo en la boca porque le dije de ir a robar juntos y le fallé. No me mató porque solo mataba policías y no personas. A partir de ese suceso, nunca más los quise. Aprendí que ellos están doblegados por el peso de las terribles decisiones que tomaron en sus vidas.


El primero que supo mi secreto fue Enrique Symns. Después se lo conté a tres amigos más. Y por fuera de ellos me juré mantenerlo en reserva. Así que no sé por qué ahora decido traicionarme. Quizá porque al hacerlo por escrito puede parecer una ficción o algo que le pasó a otro.
La historia que voy a contar la iba a escribir Symns. Si no lo hizo fue porque él quería cambiar el desenlace y agregarle situaciones que no habían ocurrido. Y eso va contra lo que siempre me aconsejó: escribir con la verdad, aunque signifique escribir contra uno mismo.
Eso, escribir contra mí mismo, es lo que voy a hacer ahora.

Episodio 1. El barrio

Hubo un momento en el que me sentí solo en la tierra. Mi mujer me había dejado, me habían echado del trabajo y no conseguía otro, y el banco me había mandado a juicio por una deuda incobrable. Estaba perdido. No entraré en más detalles porque no es una reunión de Alcohólicos Anónimos y mucho menos una confesión ante el servicio sacerdotal de urgencia. Pero durante un tiempo me alejé de mis afectos. De todo lo que había construido desde mi lado más luminoso. Mis errores me llevaron a vivir en una pensión de Constitución. En una pieza con baño, sin ventana ni televisor.
Por las noches había encontrado un pasatiempo: me dormía viendo las arañas del techo. Miraba cómo día a día iban tejiendo su territorio. Hasta ellas tenían algo más que yo. Pero me parecía justo. Sentía que todo lo malo que pasaba era correcto, como si buscara purgar una condena que me había dictado a mí mismo. A los que querían ayudarme, los echaba. A los que podían perjudicarme, los recibía sin contemplaciones.
En la pieza de al lado vivía Enrique Symns. En mi vida errante, él era uno de los pocos que podía entender la extrañeza que me invadía después de hundirme en el bajomundo. Muchos de los ladrones que conozco frecuentaron a Symns cuando él vivía en aguantaderos donde los hampones ocultaban sus pistolas y sus botines. Pero fue la historia del famoso asesino Carlos Eduardo Robledo Puch, a quien visité diez veces a lo largo de un año en Sierra Chica, la que terminó de acercarnos. Cuando leyó El ángel negro, el libro que hice sobre Puch, Symns me escribió por mail:
«Hay algo extraordinario en Robledo. Es un horror que me despierta cariño. Es conmovedor. Como una droga peligrosa. Me da pena su castigo. Como dijo Dostoyevski: el castigo del Estado es más desalmado que los criminales juzgados. Hay oscuridades que son imposibles de atravesar sin salir oscurecido, yo creo que hay algo inverosímil y siniestro en el origen del cosmos, como si el abismo y mi alma estuvieran construidas con la misma sustancia. Quedé muy afectado por mi propia vida y hace como tres años que lucho con la angustia que cargo encima. Así que me reflejo en lo que te pasa».
Lo que me pasaba en ese entonces era difícil de definir. En los últimos años había sido un testigo privilegiado del mundo del hampa. Y, en ese contexto, Symns se había convertido en un hermano mayor al que podía recurrir sin que me juzgara, y que a veces me retaba por la vida tóxica que había comenzado a vivir. Recuerdo una frase suya el día que pasé a verlo después de dos noches sin dormir:
–Andá y encerráte hasta que atravieses el pasillo oscuro. Aferráte a estas dos palabras: aislamiento y preservación.
Y también recuerdo lo que dijo sobre mis encuentros con Robledo Puch:
—La muerte parece merodearlos cuando se enfrentan. Ahí percibiste, quizá por primera vez en tu vida, el aroma que exhalan los asesinos.
Con Symns nos acompañábamos. A veces íbamos a escribir al ciber de la esquina. Allí donde una vez escuché a un hombre que ocupaba una de las cabinas y que le gritó, desesperado y desafiante, a alguien que estaba del otro lado del teléfono: «Creo que lo maté, vení urgente antes de que me mande otra cagada». En ese lugar, vi a a Symns escribir con un solo dedo. Su otra mano estaba inmovilizada por el dolor. A los cinco minutos noté que ya había escrito una frase. Sin que se diera cuenta, y como si espiara la preparación del truco de un mago, pude leer algo que aún recuerdo como un presagio de lo que también serían mis días en ese barrio:
«Desde niño me negué a ver gente muerta. No asistí a velorios ni entierros. Ni siquiera a los de mis padres. Pero percibo que en Constitución no podré evitarlo. La muerte está a cada paso, se olfatea. Todo este barrio parece desfigurado y tajeado por la cuchilla de un psicópata de Hitchcock».

Episodio 2. Veo gente muerta

Creo que la oscuridad tiene el mismo efecto que un bostezo en una reunión: bosteza uno y en el acto ese bostezo va de boca en boca. Yo estaba tomado por ese aliento que no era mío. Las historias que terminaban mal parecían impregnarse en mi vida. Y Constitución estaba lleno de esa clase de parábolas sombrías. Conocí a un taxista que salía a manejar después de haber enterrado a un hijo, y que terminó el viaje llorando y abrazado a mí. Entré a kioscos que acababan de ser asaltados o allanados. Entrevisté a hombres que a los pocos días eran asesinados o morían por accidente.
Una noche, borracho, metí a una chica en mi pieza con el único objetivo de comprarle merca y faso, y mientras la veía fumar paco asistí a su belleza despeinada y sucia filtrándose por los pliegues de su fisura. Días después, luego de almorzar con Symns, la vi morir desangrada frente a mi pensión, esperando una ambulancia y con el cuello hecho jirones porque otra mujer, minutos antes, le había clavado en la garganta el pico roto de una botella de cerveza. Mientras agonizaba, la chica sostenía un cigarrillo encendido entre los dedos. Pienso, al recordar ese episodio, que eso que dice John Cheever es cierto: el hombre que se cree perdido se reencuentra con su alma en los hoteles de mala muerte.
Algo parecido a esto le mandé a Symns por mail. Su respuesta fue la siguiente:

Asunto: ME IMAGINO EL HORROR


De: enrique symns


Para mí


Tenés un pacto con la muerte, solo a vos te pasan estas cosas. Me imagino el horror, tenés que escribir cuentos con todo lo que te está viviendo. Una tarde entré en una pizzería sin percibir que una de las mesas estaba rodeada de la típica cinta amarilla. Ni los policías que intentaron detenerme lo lograron. Había un tipo sentado, con la cabeza hacia atrás, con la boca abierta y un balazo que parecía formarle un tercer ojo en la frente. Ahora estoy en el ciber. Te voy a mandar algo que escribí y se parece mucho a lo que viste. Es un cuento sobre Constitución, este barrio asesinado que nos mantiene vivos.

Episodio 3. Poca Bala y la historia de la bruja

En cinco meses pasé por seis hoteles penosos y conocí la vergüenza de decir que vivía en una pensión. A medida que me iba mudando, además, perdía cosas y mi valija perdía peso. En ese sentido, la valija se parecía a mi vida.
Un día un encargado amenazó con echarme porque le debía dos meses. Y fue un viejo robabancos el que fue a mi hotel de mala muerte, estacionó su Mercedes Benz en la puerta, y dejó pagos seis meses de mi alojamiento. Los hampones parecían ser los únicos que me aceptaban con mis errores. Aun cuando yo no fuera de su especie porque teníamos maldiciones y anhelos diferentes. Mi plan era levantar cabeza y volver a ser el tipo de clase media que llegaba a fin de mes sin deudas y podía darse algún que otro gusto. El plan del ladrón que pagó mi pensión, en cambio, era poner una bomba en una cárcel para liberar a tres mil presos y copar las calles.
No voy a decir el nombre de ese viejo robabancos: en este texto lo voy a llamar Poca Bala. No busco delatarlo y además es un apodo posible, ya que cuenta la leyenda que en un tiroteo, cara a cara con un policía, se quedó sin balas y resolvió el pleito con instinto y suerte: le revoleó la pistola al uniformado, que cayó noqueado de un golpe en la cabeza. Y Poca Bala pudo escapar.
Aunque no siempre tuvo esa suerte: Poca Bala estuvo once años en las cárceles más peligrosas del país, desde Sierra Chica a Olmos. Pero para aquellos días en los que fue a mi pensión, el viejo estaba, a su modo, de vuelta. Si bien la vejez es el final de todo hombre que vive fuera de la ley ―un anciano con la pistola en la mano puede ser una imagen de la decrepitud―, y si bien Poca Bala había pasado por delaciones, tiros policiales, persecuciones violentas, golpes fallidos y botines flacos, el tipo no estaba acabado. Hasta el momento parecía mantener a distancia el único destino que puede ser peor que la cárcel, que también huele mal y del que no se sale vivo: el geriátrico. Aunque todo llega. Poca Bala sabía que no le quedaba mucho tiempo en el hampa. Y que el próximo robo podía ser el cierre triunfal de su carrera delictiva. Que era abundante.
Su prontuario criminal lo presentaba como un mítico pirata del asfalto, un ladrón de bancos y blindados que había sido jefe de pabellón en las prisiones más peligrosas del país. Era alto, tenía una cicatriz en la cara y sus ojos emanaban una rabia contagiosa, pero a veces tenían una chispa de picardía casi infantil. En los bajos fondos se lo respetaba y denostaba casi en la misma proporción. Tenía el coraje de tirotearse con cinco policías —con un fusil y una pistola en cada mano—, pero sus detractores lo acusaban de ser un «arruinaguachos». En la jerga carcelaria, se llama así al preso que viola a los más jóvenes e indefensos del pabellón.
—Poca Bala es un violín asqueroso —me dijo una vez un boquetero uruguayo que compartió pabellón con él en Olmos.
Robledo Puch, por su parte, me contó que Poca Bala recibía a los recién llegados de Sierra Chica, la oscura cárcel del motín sangriento de 1996, con un ritual siniestro.
—Los recibía con el miembro en la mano. Si no agarraban viaje, les daba una paliza, los violaba y se quedaba con las zapatillas —dijo.
Pero Poca Bala no les daba importancia a esas acusaciones. Yo tampoco.
—Son envidiosos. Peor es que no se hable de uno. Si Dios y el diablo no hablan de vos, es que sos un tibio —me dijo una tarde mientras tomábamos Cinzano en un bodegón de San Telmo, el barrio donde se había criado en un conventillo. A diferencia de otros ladrones, a Poca Bala le gustaban el cine y la lectura. De chico había leído toda la colección Robin Hood ―la de tapa amarilla― y el dinero que ganaba lustrando zapatos lo gastaba, entre otras cosas, yendo al cine continuado (su película favorita era Apenas un delincuente). De adulto, ya en la cárcel, leía bajo la luz del candil; iba de las aguafuertes de Roberto Arlt hasta El jugador de Dostoyevski.
Con Poca Bala solíamos juntarnos seguido porque quería que lo ayudara a escribir un libro sobre su vida. Cuando nos encontrábamos, él contaba anécdotas y yo tomaba nota y preguntaba. Pero siempre terminábamos distrayéndonos ―o perdidos después varias botellas de cerveza― y nunca pudimos pasar de las diez páginas.
Si el libro alguna vez se terminaba, la idea de Poca Bala era pedirle el prólogo a Symns, a quien admiraba desde la época en que leía la Cerdos & Peces. Una vez, Poca Bala incluso había estado a punto de presentarse en la redacción porque quería contar su historia en la sección Vidas Ejemplares, que estaba a cargo de Ricardo Ragendorfer y narraba las leyendas de los pistoleros. Ya en ese entonces Poca Bala tenía mucho para contar. Venía de voltear un blindado en la Panamericana, y con ese golpe había cortado una mala racha de cuatro robos frustrados. Dos de ellos habían fallado porque el camión había tomado otro recorrido. El tercero había terminado con un tiroteo con los custodios: Poca Bala tuvo que huir. Y el cuarto prosperó, pero la carga eran decenas de bolsas con monedas de la recaudación de los colectiveros. Era una fortuna, pero en monedas. Intentaron cargar las bolsas, pero el botín pesaba demasiado y además tenían que irse antes de que llegara la Policía.
En cualquier caso, por esos días en los que nos encontrábamos con Poca Bala, pensé que, más allá del prólogo, Symns podía hacer un perfil suyo. A Symns le había parecido una buena idea. Pero un día caí a la pensión con Poca Bala sin avisarle, nos asomamos a su cuarto y lo vimos acostado, mirando un western, con dos o tres libros sobre la cama y con el piso lleno de maicena: una bruja le había dicho que ese era el secreto para curarle una culebrilla que lo tenía a maltraer. Ni bien vio que me acompañaba un extraño, puso cara de espanto y gritó:
—Esta es mi intimidad, váyanse a la mierda.
Ahí se terminó el diálogo entre Symns y Poca Bala. Y así me transformé en el único depositario de su historia.
—El viejo es un cascarrabias. Lo admiro cada vez más. Pero está engualichado. Lo noté. Y vos también —dijo Poca Bala al salir de la pensión, con el tono que un médico usa para confirmarle el peor de los diagnósticos a su paciente.
Mientras caminábamos por las calles de Constitución, entre edificios viejos, veredas meadas y mendigos mezclados con prostitutas y travestis, me contó su experiencia con una bruja. Hace unos años, en un boliche de Florencio Varela, bailaba con una mujer cuando un hombre se le acercó, lo escupió a la cara y abrazó a esa mujer. En respuesta, Poca Bala sacó una navaja y se la clavó en la pierna. Mientras el hombre se retorcía de dolor en el piso, otra mujer —luego sabría que era la hermana del herido— comenzó a seguirlo, a bailar como una poseída y a hablar en portugués. Luego se puso detrás de Poca Bala y le clavó las uñas. Poca Bala pensó que le estaba haciendo burla, pero más tarde comprobó que esa mujer le estaba haciendo una macumba.
—La maldición me duró siete años.
A los pocos días, Poca Bala me propuso que lo acompañara a ver a su bruja de cabecera, que vivía en Temperley. El pistolero había acudido a esa mujer hacía unos años por recomendación de un amigo. Lo atormentaba un mal de amores, pero terminó centrándose en querer saber la suerte o la desgracia de los robos que pensaba cometer. Acepté la invitación. Y de camino a la bruja, en la autopista, yo le hice otra propuesta a él: en unos días, Andrés Calamaro daría un recital en Rosario. Con Andrés habíamos compartido tertulias con bandidos, él había prologado mi libro del robo al Banco Río, y yo le había editado su primer libro de aguafuertes, Paracaídas y vueltas. Tenía ganas de verlo, pero no quería ir solo.
—Vamos de una, en mi auto. Conseguí entradas y de paso seguimos con nuestro libro —dijo Poca Bala.
Un rato después, llegamos a una casa humilde en una zona con calles de tierra. Poca Bala aplaudió. Salieron una mujer y un perro. Ahí estaba Raquela, la vidente. Abrazó a Poca Bala mientras sacaba con el pie derecho al perro, que tiraba tarascones al aire. Raquela nos hizo pasar a su templo, lleno de santos y ofrendas que iban desde fotos familiares hasta botellas de whisky nacional, balas y pistolas abolladas. Olía a vela derretida, a humedad y a sahumerio.
—Cuando vino por primera vez, Poca Bala dijo que se dedicaba a la construcción —dijo Raquela con tono pausado—. Pero había algo en él que no me cerraba. Por empezar, tenía las manos perfectas. Un día le dije que veía muchos policías a su alrededor. Y plata. No sabía que estaba por cometer un robo. A los pocos días lo detuvieron.
Poca Bala sonrió con complicidad:
—Es cierto. Ella siempre dio en la tecla. Basta darle una foto o mirarla a los ojos o darle el nombre de una persona, y ella te canta la justa.
La mujer escuchaba al malandra con una mezcla de atención y ternura, mientras mezclaba un mazo de cartas de tarot que estaba bastante manoseado.
—¿Qué quieren saber? Hagan preguntas.
Poca Bala me miró, como si me cediera la posibilidad de preguntar. Pero no dije nada y le hice señas para que hablara él.
—Si va a estar todo bien. Con la familia, los hijos, la salud. Y el trabajo.
Raquela empezó a poner las cartas sobre la mesa.
—Esta vez todo está en paz —dijo finalmente—. No habrá problemas con la policía, ni problemas de salud ni riesgos para la familia. Pero atento, Poca Bala, cuídese de los traidores. Se quedarán con todo lo suyo.
Poca Bala la miró, se le acercó y le dijo algo al oído. Ella sonrió.
Cuando llegó mi turno, la bruja me dijo que yo tenía dos hijos y un fuerte dolor de espaldas.
—No, tengo una hija.
Me decepcionó su adivinación fallida. Llevo tatuado el nombre de mi hija en el antebrazo, a la vista de todos. Respecto al dolor de espalda, eso lo adivina cualquiera que me vea caminar encorvado.
—¿Qué quiere saber? —me apuró la bruja.
En ese momento dije algo que no había dicho nunca, pero era una verdad:
—Tres personas distintas me dijeron que me hicieron un maleficio.
—Ahora no podré liberarlo de esos hechizos negros. Pero te anotaré en un papel un compuesto para sacarte los demonios, no se lo mostrés a nadie. La mala suerte va a seguir por un tiempo —concluyó.
Después nos quedamos hablando un rato más, recibimos un amuleto contra la envidia, pagamos ―pagó Poca Bala, en realidad― y nos fuimos. Pero durante el viaje de vuelta, aunque lograba mantener un diálogo con Poca Bala, sentí que había quedado encerrado en los rebotes de esa frase: «La mala suerte va a seguir por un tiempo».

Episodio 4. Symns tiene un mal presentimiento

Symns me esperaba en el bar de siempre, en la calle Cochabamba. Pedimos un Campari y un Cinzano con Fernet, y un plato con quesitos y pan cortado en rodajas. Por la ventana se colaba Constitución: un joven cartonero corría a un paquero que le quiso manotear un cartón. Symns me miró.
—¿Por qué mierda querías meter a ese tipo en mi pieza?
—Era Poca Bala.
—¿El chorro pesado?
—Sí.
—¿Y por qué no me avisaste?
—No me diste tiempo.
—Vivís en una nube de bombachas. Pedile perdón de mi parte.
—Pensamos hacer un viaje a Rosario. Venite.
—¿Y qué van a hacer a Rosario?
—Ver un recital de Calamaro y seguir con su libro. Quiere que le escribas el prólogo.
—Iría a ver a Calamaro, es el mejor de su casta. Pero no voy más a Rosario. Ahí me destrocé en tantas partes que aún las estoy juntando.
—A veces no sé si todo esto lo inventás o es real. Lo mismo cuando decís que robaste.
—Robé hasta en España.
—Cómo.
—Lo mío era robar con la parla. Hacía el cuento del falso amigo. Me hacía amigo de la gente a la que podía sacarle algo. Tomábamos unos tragos hasta que me ganaba la confianza y me invitaban a la casa. La última etapa del plan consistía en abrirles la puerta a dos cómplices que terminaban desvalijando todo. Pero no terminó bien la cosa.
—Ya sé, te encariñaste con la víctima y te hiciste amigo real.
—No. Una vez, comiendo en un restaurante, apareció una de las minas a la que le había robado. Yo estaba comiendo con otra señorita. La turra me reconoció y se me abalanzó.
—¿Y te metieron en cana?
—¡No! Le di una patada en la concha y me escapé por una ventana.
Comencé a reírme cuando Symns retomó el tema de mi viaje con Poca Bala.
–Vos no deberías ir. Y menos con un pistolero. Te va a pasar algo malo.
—Vos siempre creés que va a pasar algo malo.
—Siempre pasa algo malo. Vivir es meterse en problemas.
Symns pidió otro Campari y me contó que había tenido una pesadilla. Robaba un banco a punta de pistola, pero al huir se tiroteaba con la Policía. Terminaba torturado en una prisión.
—Fue tan real que me desperté dolorido, como si alguna bala me hubiera rozado —dijo y tomó un sorbo de su trago—. Un amigo pistolero me contó que Poca Bala es pesado. Dicen que una vez mató a un compañero por la espalda y salió de una toma de rehenes con un bebé como escudo.

Episodio 5. El viaje

El viaje con Poca Bala empezó con normalidad. Nos encontramos en 9 de Julio y Avenida de Mayo. Poca Bala me esperaba en un Audi negro. Llevaba boina, una campera de cuero marrón, jeans y zapatos oscuros. Yo llevaba una mochila con un par de libros y tres petacas de whisky. Poca Bala puso un CD de Tangalanga, el humorista que hacía bromas telefónicas, que nos hizo reír a carcajadas en la primera llamada: «Oíme querida, quería saber que significa umbanda, ¿es una religión de lesbianas? Te digo esto porque yo soy hijo del amigo de mi padre. Sabés se te frunce la cajeta».
Mientras yo cebaba mate, Poca Bala puso Creedence y después siguió con las canciones de Calamaro. Ahí me dijo que «Tuyo siempre» era un himno de los ladrones. Él lo escuchaba cuando iba a dar un golpe.
—Sobre todo esa frase que dice: «Este viaje es mejor hacerlo solo». Eso es lo que uno le dice a la familia cuando sale y no sabe si va a volver.
La vida parecía ser lo que ocurría en ese auto y en el viaje que teníamos por delante. Las imágenes que dejábamos a los costados ―vacas, corrales, campos, agricultores― nos parecían paisajes muertos.
Me sentí aliviado. Empiné la petaca y Poca Bala, entre risas, me dijo:
—Sos el diablo.
Nuestro propio paisaje ―el interno― tenía sus momentos. En un tramo del viaje pasó por al lado nuestro un camión blindado. Poca Bala soltó el volante y con sus manos fingió que empuñaba un fusil y disparó al grito de «tatatatata». Yo imité sus movimientos. Reímos a carcajadas.
En otra parte del camino pasamos por una caballeriza. Ese escenario le recordó al día en el que había robado la recaudación de un hipódromo con una máscara de monstruo y armado con una escopeta. Con parte de ese dinero le compró a su hijo un caballo al que bautizó Malandra. Kilómetros más adelante señaló una fábrica de autos, y más adelante una industria láctea, y más adelante un camión que cargaba vacas.
–Todo eso lo robé hace mucho. Bueno, el camión debe ser otro. Y las vacas también.
Por la forma de manejar de Poca Bala, lenta e insegura, entendí por qué nunca conducía los autos de la banda. Su lugar era el del acompañante, el que ocupaba yo en ese momento. Ahí me explicó cómo se debe poner el cuerpo ante una persecución, cuando se está de este lado: hay que balancearse hacia afuera, con la puerta entreabierta y la posición de tiro en movimiento.
Luego sacó la billetera y me dio un billete de dos pesos doblado en cuatro. Me pidió que lo abriera. Había cocaína. Aspiré y sentí una pequeña resurrección. Pasé a la segunda petaca. No sé en qué instante se me cruzó una idea maldita, que no pude callar, algo que parecía pensar otro y no yo:
—Tengo ganas de robar.
Poca Bala me miró y largó una carcajada.
—Ahora porque te tomaste dos petacas y dos rayitas. Hay que chorear lúcido. Y después festejar con farfala, milonga y tres putas. Pero no me corras porque pego el volantazo y hacemos un laburo.
Poca Bala bajó la velocidad, fue a parar a la banquina, metió la mano en la guantera y sacó un revólver pequeño.
—Es un matagatos. Es chiquito pero te puede perforar los sesos. Tomá. Si te la bancás, hacemos un par de laburitos por el camino. Tengo una 38 en el baúl.
En ese instante, mi deseo de cometer un robo desapareció de inmediato. Poca Bala me sacó el matagatos, lo guardó en la guantera, y me advirtió:
—Nunca le digas a un ladrón que querés robar. Es como tirarle un pedazo de carne al tigre cagado de hambre.
—Tuve el impulso…
—Lo más difícil no es chorear. Lo más difícil es que no te atrapen. Y no tenerle miedo a la cárcel.
—¿Es posta lo de las violaciones?
—Hay mucho verso con eso.
—Pero algo de verdad debe haber…
—Algo…
—¿Es un mito que entrás y si no tenés protección te violan?
—Te cuento una. Una vez entró en Devoto el enano de Marrone. Estaba en el circo. Era violeta. La primera vez chupó la verga de todo el pabellón. Éramos treinta. Uno por uno. En un momento se le acalambró la mandíbula y pidió agua. Es así. El violín, ni bien entra en la tumba, va derecho a la chota. Al enano le terminó por gustar. Pedía mema día por medio. Mirá, lo que te puedo decir es una cosa: el que no tiene sexo estando en cana es porque no quiere. En una época, cuando metieron a los travestis, ¿sabés lo que hacían los guachos? Se volteaban a los travas. Pero no lo hacían gratis. Se les pagaba con estampillas postales.
—¿Vos también?
—Un par me comí. Pero como estaba paria, saqué estampillas usadas de un par de sobres, traté de borrarles el sello y las planché. Se las di a un travesaño. ¿Sabés lo que me dijo? «No soy logi, sé que me cagaste. Pero para algo te va a alcanzar. Bajate los pantalones».
A mitad de camino convencí a Poca Bala de que paráramos a comer en un boliche al paso. El lugar estaba lleno. Mientras esperábamos que se desocupara una mesa, Poca Bala vio que al fondo del comedero estaban los barras de Independiente. Se acercó, los abrazó y ellos pidieron sacarse fotos con él.
Comimos carne a la parrilla y tomamos dos botellas de vino de la casa. Como había una fonola, Poca Bala puso monedas y comenzó a sonar una cumbia de Mala Gata. Sacó a bailar a la moza, con un culo que sobresalía de su minifalda, y la chica lo acompañó un par de pasos mientras los barras aplaudían. Después siguió atendiendo.
Poca Bala siguió con una anécdota sexual:
—Los maricones se desvivían por mí. Tenía un primo que era tan afeminado que solo le faltaba usar bombacha. Cuando éramos pibitos le encantaba jugar a las escondidas pero no como la jugábamos todos. Se encerraba en una pieza a oscuras y a mí y a mis tres hermanos nos decía: «El que primero que me encuentre, me coje». Y cuando entrábamos a la pieza lo veíamos con los pantalones bajos y acostado en una cama, con el culo para arriba. Yo fui el primero. Mis hermanos hicieron fila. Teníamos doce o trece años. Una vez entró un tío mío, muy borracho, y también se lo garchó. Era mariconcito, pero parecía una señorita.
Para cambiar de tema, le pregunté si pensaba cometer un robo próximamente. Me miró desanimado:
—Los ladrones somos como los médicos: ellos mueren médicos, nosotros morimos ladrones. También somos como los yogures: tenemos fecha de vencimiento. Mi último choreo fue en un banco. Lo más emocionante es que lo hice con mi pibe. Entramos con máscaras de monstruos. Apretamos a los clientes, a los cajeros y nos rajamos. Nos esperaba el chofer. Fue tanta la emoción de haber laburado con mi pibe que nos abrazamos y lloramos como recién nacidos. Adentro del banco nos sentimos en nuestro hábitat, invencibles. Con decir que llegamos a casa y ni tocamos el botín. Sentí que podía retirarme tranquilo, que iba a tener un digno sucesor.
Poca Bala hablaba con los ojos llenos de lágrimas. Cuando salimos, compró para su esposa dos frascos de mermelada de zapallo que vendía un puestero. Ahora, Poca Bala era un hombre totalmente distinto al que había entrado en ese bodegón. Yo estaba muy borracho, ya no me importaba el viaje, ni el recital y mucho menos mi desdicha.
Subimos al auto y justo apareció uno de los capos de la barra. Le dijo algo al oído y Poca Bala salió. Fueron hasta el baúl, lo abrieron y ahí no pude ver más. El capo le dijo «gracias, después arreglamos» y se dieron un abrazo. Por el espejo retrovisor vi que se llevaba una bolsa.
Poca Bala también estaba borracho. Puso Juan Luis Guerra y aceleró hasta los 190 kilómetros. Me sentí mareado y le pedí que frenara. Todo me daba vueltas. No recuerdo si frenó enseguida o diez kilómetros después. Sé que fue hacia la banquina, se detuvo y yo abrí la puerta y me caí contra el pasto. Me levanté como pude, hice pis y me senté para descansar. Poca Bala me tocó bocina, me paré como pude y volví al auto.
Poca Bala me dijo que ya se me iba a pasar, que en menos de dos horas íbamos a llegar y tenía que cargar pilas, que el viaje recién empezaba, que no fuera flojo.
—Llegamos y nos bañamos juntos —dijo, y me miró.
Esa frase me sopapeó. En mi cabeza, sin poder evitarlo, comenzaron a resurgir los dichos del boquetero y de Robledo Puch. Como si ellos, en ese momento, me estuvieran zamarreando y diciendo:
—Boludo, te lo dijimos. Es un violín. Un arruinaguachos. Rajá cuanto antes. Te va a ensartar.

Episodio 6. Cinco cabezas en un arroyo

Al fin llegamos a Rosario como dos cazadores voraces y ciegos. Cuando vimos el casino, Poca Bala aceleró y frenó en la entrada como si fuera un piloto que se detiene unos segundos en boxes.
—Si no conseguimos falopa acá, no conseguimos en ningún lado.
Decidí preguntar dónde podía conseguir droga al primero que se cruzó en mi camino. Era un oficinista. Me dijo que no tenía idea. Luego a un taxista. Ni me respondió. A las pocas cuadras apareció un típico fisura, vestido con harapos, despeinado, sucio y con zapatillas rotas y jogging. «Es esta», dije, y lo encaré. El pibe subió al auto y dijo que nos iba a llevar al lugar indicado. Nos señaló el camino. Le pregunté si tenía algo encima. Sacó una bolsa.
—Es la última vez que tomo, fui padre la semana pasada —dijo el fisura.
Aferrado al volante, Poca Bala me pidió que le armara una línea en el antebrazo. No dijo línea. Dijo «lagarto». Armame un lagarto. Derramé una buena porción de polvo blanco de unos diez centímetros. Poca Bala, como esos reptiles que cazan moscas en un segundo, giró la cabeza y se hundió en su brazo. De un solo saque acabó con la raya.
Los ojos le brillaban. Reía, apretó el acelerador. Y después se quedó callado.
Ahora era mi turno. Con los dientes corté por la mitad un sorbete, lo metí en la bolsa y aspiré como un desalmado. Inhalar esa pócima maldita fue como aspirar todo el coraje del mundo. Mejor aún: todo el coraje de los ladrones del mundo. La superbanda, a esa altura, me parecía un rejuntado de vírgenes como Los Parchís, y llegué a sentir que Poca Bala, que seguía manejando sin abrir la boca, no era más que un tipo acobardado por la vejez.
Atravesamos un barrio con calles de tierra y casas de chapa. Cuando pasamos por un arroyo, el fisura dijo:
—La otra vuelta acá aparecieron cinco cabezas. Flotaban como boyas.
No percibí en ese momento, por mi falso estado viril que se esfumaría a los pocos minutos, que entraba en un camino de ida, como una tormenta que se preparaba fuera de mí.
Cuando pasamos por un arroyo mugriento, el fisura siguió:
—Cinco cabezas, un misterio. Los cuerpos no aparecieron. Balas de fusil. No salió en ningún diario.
Poca Bala y yo nos mantuvimos en silencio. Seguíamos las indicaciones del fisura pero seguíamos en un territorio donde los jóvenes que ranchaban en las calles nos miraban como se mira a un intruso amenazante.
—¿No será una trampa? —dijo Poca Bala.
Con un cinismo que descubrí días después, cuando volví a ser yo, comencé a sermonear al fisura. Le dije que debía poner los huevos y estar con su bebé, que dejara de falopearse, que no podía dejar a su mujer sola. Y se lo dije aun cuando ese día mi hija cumplía cinco meses y yo estaba en ese auto, con un ladrón de blindados y con un joven perdido por la droga. El pibe me dijo que no se iba a drogar más, y me pidió la bolsa y se espolvoreó la nariz como si fuera un pañuelo. Le quedó un bigote hitleriano. Después me mostró la foto que era fondo de pantalla de su celular. Se lo veía con su bebé en brazos y una felicidad húmeda en esos ojos que ahora eran dos huecos inexpresivos.
Poca Bala preguntó si faltaba mucho. El pibe empezó a titubear, dudaba, decía que faltaban dos cuadras, o no, que eran tres, o no, que eran dos para la izquierda y dos para la derecha, o no, que mejor volver para atrás. A esa altura éramos una versión berreta del viaje en auto de Vincent Vega y Jules Winnfield en Pulp Fiction, en la escena en la que discuten mientras llevan a un transa en el asiento de atrás.
Poca Bala volvió a hablar:
—Flaco, la concha de tu hermana, si esto es una cama vas a terminar con las cinco cabezas del arroyo.
—Usted me parece conocido —dijo el pibe y pareció meter el dedo en la llaga.
—Somos de la tele, venimos a hacer notas al recital de Calamaro.
El pibe comenzó a tararear:
Flaca,
no me claves tus puñales,
por la espalda
—Callate la boca —le dije, envalentonado. Me di vuelta, le manoteé la bolsa al pibe, esnifé como un desgraciado, tomé un trago largo de la petaca y le advertí:
—No te hagas el gil. No estamos para perder el tiempo. Dejémoslo acá al gil este —le dije a Poca Bala.
Poca Bala, que en ese momento parecía ser yo y yo él, me calmó:
—Dejá, a ver a dónde nos lleva.
Como si fuera un pistolero experto, no dejé de vigilar al pibe, al que solo le interesaba una cosa:
—Usted tiene cara conocida, señor. No es periodista.
Finalmente, Poca Bala frenó de golpe, se dio vuelta, lo miró fijo, se sacó la boina y le dijo:
—Soy Poca Bala González.
Se puso la boina y siguió manejando.
El pibe parecía emocionado.
—No lo puedo creer —dijo—. Poca Bala González. Te vi en la tele una vez. Y acá se comenta que una vez te escondiste con dos putas y una bolsa llena de guita. Sos un señor. Me gustaría que me enseñaras a disparar un fusil. Acá se pueden hacer cosas, señor. A sus órdenes, señor. ¿Vio lo de las cuatro cabezas, señor?
—Pará, flaco, con las cinco cabezas. Calláte un poco. Dónde queda el transa —lo paré en seco.
—En la otra cuadra.
El fisura no mentía. Eran todas casas de chapa y cemento. Calles de tierra. Algunos pibes tomaban cerveza en la calle. Poca Bala no quiso bajar.
—¿Vas vos? —me pidió casi con timidez. Me bajé decidido, lo apuré al pibe y le advertí que no dijera quién era el conductor del auto. Asintió con la cabeza. A una cuadra venía un patrullero, pero justo nos abrieron la puerta de la casa y pasamos a un living de cuarenta metros cuadrados, con las persianas bajas y una mesa larga en cuya cabecera había un pibe de unos quince años. Si uno se paraba en el otro extremo de la mesa, podía verse que la montaña de cocaína tapaba al pibe hasta el cuello.
En una repisa había una computadora que pasaba una porno: diez hombres hacían fila para penetrar a una rubia.
Sentados en dos sillas, controlando todo, había un gordo con bermudas, ojotas y la remera de Newell’s. Enfrente, un flaco musculoso, con una cicatriz en una mejilla. Pedí cinco gramos. El pibe puso la cuchara en la montaña, que estaba sobre un fuentón, y con destreza la metió en una bolsita. Pero antes de que la cerrara, el fisura dijo:
—Esperá, esperá. Metéle un poco más, ¿saben quién está esperándolo en la puerta?
Los dos tipos me miraron sin expresión. El pibe seguía con la bolsa en la mano.
—Está con Poca Bala González.
Lo miré con bronca. Y el fisura se calló.
—Queremos salir a saludarlo —dijo el flaco.
—O que pase, yo de acá no me muevo —dijo el gordo.
—No es Poca Bala. Es parecido –le dije yo.
El fisura me miró. Y en ese momento no sé si entendió que no debía seguir hablando de Poca Bala o si él también pensó que no era Poca Bala.
—Mientras no sea cana… Me voy a fijar por la ventana.
El flaco miró por la hendija y volvió a la mesa.
—Es un viejo choto de boina —dijo—. No es Poca Bala. Lo conozco bien. Pero igual por nombrarlo ponele un poquito más. Poca Bala es un grata.
El pibe puso un poco más y cerró la bolsa con un hilo.
El gordo sacó un espejito del bolsillo, armó una raya y me la puso delante de la cara. Aspiré y sentí una resurrección instantánea. Me miré a un espejo y mis ojos tenían un destello que parecía encandilar. Era la cara de un canalla.
—Es laja peruana, alita de mosca —dijo el gordo.
Salimos con el fisura. Poca Bala nos preguntó por qué habíamos tardado tanto. Ninguno de los dos le respondió. Dejamos al pibe en la puerta de su casa y seguimos. Poca Bala me manoteó la bolsa y metió la nariz como si fuera un perro de la calle que arremete en un tacho de basura. Aspiró con rabia.
—El perfume de la merca me encanta —dijo. Asentí con la cabeza.
Ahí empezó otro viaje. Poca Bala, enmudecido, comenzó a manejar sin rumbo. Dio vueltas por Rosario, iba hacia la izquierda, luego a la derecha, después daba una vuelta de manzana… Yo le hablaba pero parecía no escucharme.
—El recital está por empezar. Calamaro nos espera, capaz que te dedica una canción.
Calamaro, aunque se ha reunido varias veces con bandidos legendarios, no conocía a Poca Bala, pero le mentí para convencerlo de retomar el camino. Llevábamos cinco horas dentro de ese auto.
—Busquemos un hotel —seguí. Pero tampoco hubo respuesta. Tanto él como el auto habían entrado en modo autómata. A los pocos minutos, aparecimos en la ruta, pero camino a Buenos Aires.
—Poca Bala, qué estás haciendo —pregunté. Pero nada. Él sacó su celular, lo apoyó en su pierna derecha, marcó un número y puso en altavoz.
—Hola mami.
—Amor, cómo estás.
—Para el orto, mami. La brujita Raquela tenía razón. Este es el traidor. Este tipo es el diablo, mami, me hizo una cama. Lo quise ayudar porque está en la lona y me hizo una ratonera, mami, no sé dónde estoy. Subió a un cana que habló de cinco cabezas. Estoy por agarrar el chumbo y que se pudra todo.
—Tranquilo, va a estar todo bien.
—Decíme cómo llego.
—¿Adónde?
—No sé, pero sacáme de acá.
Ahora era yo el que enmudecía. Poca Bala aceleró; su mujer seguía hablando por el altavoz. Poca Bala comenzó a manejar con torpeza: se iba contra la banquina, volvía al centro de la ruta, disminuía la velocidad. Leía los carteles.
—Villa Constitución, 54 kilómetros. San Nicolás de los Arroyos, 80 kilómetros. A 200 metros, hotel Tupungato.
—Pará la mano. Frenemos un toque. Volvamos a Rosario. Cortá el teléfono.
—Arroyo Seco, 15 kilómetros. Camino Piemonte, doble a la izquierda. Cinco cabezas en el Arroyo. Villa Constitución. Cinco cabezas. Era cana. Metiste un cana en el auto la concha de tu hermana.
—Frená el auto por favor.
—Arroyo Seco, 14 kilómetros. Cinco cabezas. Rosario.
En un momento disminuyó la velocidad y se acercó a la banquina. Intenté abrir la puerta para salir, pero estaba trabada. La voz de la mujer de Poca Bala desapareció. Y Poca Bala aceleró, sin escucharme.
De repente, se cruzó de carril. Justo cuando venía un auto de enfrente, pegó un volantazo y fue a parar a la banquina. Luego retomó el camino hacia Rosario.
Todo pareció tranquilizarse. Pero Poca Bala no hablaba. Yo también hice silencio.

Episodio 7. La ducha

Deambulamos por las calles de Rosario. Ya era de noche. Buscamos alojamiento. En una esquina, Poca Bala frenó y le preguntó a un tipo que iba de traje. El hombre dudó, miró para los costados. El semáforo cambió a verde y nos tocaban bocina, pero el tipo seguía sin dar una respuesta.
Poca Bala se asomó por la ventanilla y le dio un sopapo.
—Pelotudo de mierda —le dijo y arrancó. A las pocas cuadras vimos un hostel. En la entrada había un recepcionista colombiano. Poca Bala pidió las llaves, pero el recepcionista le dijo que debía llenar una planilla. Poca Bala se negó, no sé si lo hizo por rebelde o porque no sabía escribir. Llené sus datos.
—Ahora dame las llaves, guanaco.
—Respéteme, señor.
—No te respeto un carajo, ¿quién sos? ¿Pablo Escobar? Yo soy Poca Bala González.
—Señor, le pido que se calme.
Intercedí para decirle a Poca Bala que fuera a la habitación, que era compartida con otras personas. Cuando quedé a solas con el recepcionista, le ofrecí mis disculpas y le dije que me iba a ocupar de mi amigo pasado de copas. Dijo que si volvía a tratarlo mal, llamaría a la policía. Cuando entré en la habitación, que tenía cuatro camas cucheta, vi a Poca Bala echado en el piso rodeado de billetes. Serían unos veinte: los miraba, los acomodaba. Parecía Gatica en el centro del ring juntando las monedas que le tiraban. Estaba solo.
—Adónde me trajiste. Mirá, la puta madre. Esto es el yotibenco de mi infancia. Cuando salía a robar para que mis viejitos no pasaran hambre. Pero también se parece a la tumba. Es Devoto. Mirá vos —dijo.
Se puso de pie, tiró el bolso en una cucheta en la que había una guitarra que cayó al piso.
—Vos dormís acá arriba. Acá mandamos nosotros, ¿entendido? Y ahora nos vamos a dar una ducha.
En ese momento fingí que atendía el celular. Poca Bala me dijo que cortara.
—Es mi mujer, me va a pasar con mi nena —le dije.
—Qué mujer ni nada. Este viaje es de amigos, sin mujeres. Tirá el celular antes de que te lo haga mierda.
Cuando dijo eso, salí de la pieza y fui a la recepción. Sentí el impulso de irme. Enseguida vi que Poca Bala salía de la pieza en cuero y con una toalla debajo de la cintura.
—Vamos o se pudre todo —me dijo.
El recepcionista me miró. Fui al sector de duchas. El temor me impedía irme. Cuando entré en el vestuario, Poca Bala estaba desnudo.
—Dale, sacáte la ropa, vamos a darnos una ducha.
Le dije que que no me iba a bañar, que el recital estaba por empezar e íbamos a perder las entradas. Poca Bala pareció no escucharme. Su cuerpo era un mapa minado, un campo de batalla sin sobrevivientes. Mostró cada cicatriz como si fueran souvenirs de viajes.
—Esta que ves acá, debajo de la tetilla, es un facazo de Olmos. Al otro me lo cargué. Acá, en el brazo, esta que tiene treinta puntos, es de Sierra Chica en 1995, antes del motín. Esta de la panza es un balazo de la cana. Te das cuenta cuáles son las de la cana porque son como agujeros, pozos. Las que te hace un chorro son tajos. La cana te agujerea.
—Soy un guerrero —decía, y se golpeaba el pecho con las dos manos—. Soy un guerrero —repetía, y se golpeaba las cicatrices—. Soy un guerrero —gritaba más alto, y con una mano se movía la pija de arriba hacia abajo—. Soy un guerrero —volvía a decir como un King Kong raquítico.
Poca Bala percibió que corrí la mirada hacia un costado. Se acercó, me miró a los ojos —no pude ver si sus manos habían vuelto a sostener la pija—, y ordenó:
—Sacáte los lentes, para hablar conmigo te sacas los lentes. Y no mirás para abajo o para el costado. Los ladrones miran de frente, a los ojos, y no usan lentes —dijo y luego me los sacó y los tiró al piso.
—Ves estas pelotas —siguió, y se agarró la entrepierna como si apretara un racimo de uvas grandes. Como si esas pelotas caídas condensaran el dolor del mundo—. Estas pelotas —dijo con orgullo— se bancan todo. Cuando nació mi hijo me iba a fugar sí o sí. Se lo prometí a la madre después de besarle la panza. A estas pelotas —insistió, y las apretó más fuerte— me las pinché con un alfiler hasta que sangraron y me metí mierda para infectar la herida y que me agarrara fiebre. Me mandaron a enfermería. Al segundo día resucité y como un león apreté a un guardia y me fui. Caí de un muro y me fracturé la pierna. Aun así seguí corriendo. No existía el dolor. Entré en el hospital con las últimas fuerzas, y alcancé a tener a mi hijo en brazos hasta que me desmayé. Cuando desperté, estaba en cana otra vez. Mirá estas pelotas. No creo que ningún hombre tenga unas pelotas así.
Poca Bala se detuvo y pareció volver de un trance. Me miró.
—Dale, sacáte la ropa y ducháte acá al lado mío.
Asentí con la cabeza y Poca Bala se metió debajo de la ducha. Pero en ese momento salí y le dije al recepcionista que pidiera un taxi. Jamás pensé en llamar a la Policía. Pero, lo confieso, contemplé la posibilidad de manotear el matagatos o la 38 que tenía en el baúl. Salí a la calle y fui hasta el auto, pero estaba cerrado. Mi idea era ir a la terminal y volver en micro a Buenos Aires. Pero enseguida en la calle apareció Poca Bala, mojado, con la toalla en la cintura. Se cruzó con una rubia a la que le miró el culo. Cuando vio que un taxista preguntaba por mí, me dijo que yo estaba loco.
—Vinimos juntos, vamos juntos.
Se vistió rápido. Lo esperé en la puerta. Yo estaba aturdido. Poca Bala parecía más tranquilo. Subimos al auto y me pidió que le armara una línea. Le dije que no encontraba la bolsa, que me diera unos minutos. Estaba nervioso y además no quería que tomara más. Empezó a dar vueltas con el auto, hasta que se bajó en una esquina y compró una petaca de whisky. Al llegar al lugar del recital, estacionó y me volvió a pedir un saque. Le convidé con mi tarjeta. Ya se escuchaba la música. Caminamos hacia un parque, y cuando vio una locomotora antigua que estaba de adorno, se agachó y se agarró la cabeza.
—Puta madre, esto es Salta, mirá vos. No lo puedo creer. En un tren así me vine con mis viejitos, yo tenía ocho años, ese día aprendí la leyenda del pomberito, el duende que cuida de los animales salvajes y hace perder a los cazadores en lo más profundo del monte.
Parecía que cada descubrimiento lo llevaba a su pasado. Le dije que debíamos ir al recital, pero cuando estaba por entrar en la sala, vio a un patovica en la puerta y se detuvo.
—No, acá no entro. Hay un cana. Rajémos de acá, vayamos a dar una vuelta. Vamos, loco.
En ese momento lo miré con odio.
—Andáte vos, yo entro —le dije y me metí, sin darme vuelta. Me mezclé entre la gente. Mientras Calamaro cantaba «Para no olvidar», me encerré en el baño y me di un saque. Salí y no vi a Poca Bala. En ese momento pensé varias cosas. En que podía estar buscándome entre el público, o que, enfurecido, había salido a dar vueltas por la ciudad. En las dos opciones, veía a Poca Bala vengándose de mí porque lo había abandonado.
No quería que el recital terminara. Esas canciones que ahora no podía cantar, esa gente que no conocía, ese lugar oscuro, eran una impensada protección para mí. Al rato, recibí un mensaje de texto. Era Poca Bala. «Traidor, no te va a salir gratis esta, te voy a estar esperando en la calle», decía.
Cuando terminó el concierto, salí mezclado entre el público y sin mirar para los costados. No había ni un taxi, pero tampoco veía a Poca Bala. Lo imaginé escondido detrás de un árbol, o parado en un puente, al acecho, como en las épocas en que se tiroteaba con la Policía con un fusil o con dos pistolas en cada mano.
Pero extrañamente comencé a sentir una especie de coraje y alivio. Como si volviera de ese camino de ida que había tomado.
Pregunté a una pareja dónde quedaba la terminal. A quince cuadras, me dijeron. Caminé decidido y llegué justo para sacar el pasaje y subir al micro, que partió a tiempo. Aproveché que las luces se apagaron para llorar en silencio. Me odié y sentí lástima por mí mismo. Recién me sentí a salvo cuando llegué a casa y tiré la bolsa con merca en el inodoro. Al otro día cambié el número de teléfono celular. Muchas veces, borracho, en rondas nocturnas con rufianes que eran sus enemigos, llegaría a fantasear con cobrarme revancha contra el canalla de Poca Bala.

Episodio 8. El juicio del hampa

A los pocos días, les conté el viaje a un grupo de pistoleros con el que me reunía esporádicamente en un bodegón de Avellaneda. El primero en llegar pedía Cinzano con soda y una picada, y unía dos mesas. A medida que aparecía el resto, se iban sentando uno al lado del otro, en una única fila, como si fuesen a ver una película o como si no pudieran mirarse a los ojos. Ahí estaban, entre otros, el Verdugo, un viejo robabancos con boina y campera de cuero, y el Gitano, ex pirata del asfalto, de traje gris y zapatos marrones. En esa mesa, salvo yo, todos debían una o dos muertes.
Los veía porque me contaban historias para mis libros, y porque algunos habían empezado a escribir sus memorias (como casi todos los ladrones) y querían mi ayuda. Del periodismo delincuencial no me atraen la muerte, las armas, la violencia ni el horror. Lo que me fascina, y es un camino de ida ni bien se escribe la primera frase, son las historias que ocurren en la calle. O en los lupanares, las estaciones de trenes de pueblo, los hoteles de mala muerte, las salas de espera. Se trata de lugares sombríos que también quedan marcados por un robo o un asesinato. Lugares a los que uno vuelve tiempo después y desaparecieron.
Pero algo siempre queda.
En esos encuentros con delincuentes se hablaba de pabellones compartidos, patrulleros agujereados, grandes golpes y compañeros que ahora eran un nombre en una lápida. A veces también los dominaba el silencio; una especie de duelo por ellos mismos y por sus víctimas, o por lo que habían sido y no podían volver a ser.
Pero el silencio que hicieron cuando les conté lo de Poca Bala fue distinto a los otros.
Dos de ellos lo odiaban. Y esa misma noche me propusieron tomarme venganza.
—Le damos una apretada que no se olvida más —dijo uno de ellos.
Otro, que había conocido a Poca Bala en Devoto, lo odiaba porque lo había dejado de garpe en un intento de fuga y siempre sospechó que lo delató a la policía.
—Para mí, cuando fueron a la bruja te engualichó. Si querés, le digo a mi jermu que vaya a su brujita con una foto del canalla ese y te lo ensucia. Le hace una linda maldad. Es la misma bruja del Gordo Valor.
No fue el único ladrón que se ofreció a «castigar» a Poca Bala. Todo eso me llevaba a preguntarme cómo es que había terminado cómo terminé hundido entre delincuentes. Embarrado en una viscosa mezcla de miedo y coraje. Nunca podré saber cómo yo, que era torpe y temeroso, me había acercado a ese mundo sórdido. Como un niño que casi no salía a la calle, le temía a todo y que hasta sufría burlas de sus compañeros, terminó de adulto comiendo un asado con el secuestrador Arquímedes Puccio, tomando mate con Robledo Puch, o jugando al truco con el Gordo Valor, el líder de la superbanda que robaba bancos y blindados, en una cárcel de máxima peligrosidad.
Pero lo real es que durante un instante lo creí factible. Yo, un tipo cobarde, sentí un odio profundo contra Poca Bala y consideraba la venganza como una posibilidad.

Episodio 9. Regreso a casa

Recuerdo cuando lo vi a Symns tras el episodio, en el bodegón de siempre. Antes de saludarme, puso cara de loco, comenzó a golpearse el pecho y a proclamar:
―¡Soy un guerrero! ¡Soy un guerrero! ¡Soy un guerrero!
Luego me dio un abrazo y me dijo:
―¿Nos damos una ducha?
Volver a Symns era lo más parecido a volver a casa. En el bar, buscó convencerme de que contara esta historia.
―Me gustaría escribirla, pero con tu autorización, claro —me propuso.
—Dale, pero no inventes nada.
—¿Qué voy a inventar?
—No sé. Otra cosa: cambiále el nombre a Poca Bala. Y hay detalles que no deberían ir.
—A mí nunca nadie me puso condiciones para escribir —me dijo mientras iba por su segundo vaso de Cinzano con Fernet.
Al tercer vaso dijo que iba a poner el nombre y el apellido del pistolero. Y al cuarto vaso me desafió:
―Pero la historia tiene que terminar con tu violación. Lo más raro de todo es que alguien quiera violarte a vos —bromeó Symns.
Nos reímos, pero no le concedí el final que quería imponer. No hacía falta inventar nada. Y menos eso.
―No es inventar, es mejorar la historia ―insistió Symns―. Somos más lo que escribimos que lo que somos.

Episodio 10. La aparición

Del mismo modo que Symns era una especie de oráculo de lo extraño y lo oscuro, el poeta Fernando Noy era un oráculo de lo luminoso. A él también le conté sobre mis incursiones con el bajomundo. Su teoría, o pitonisa, llevaba siempre a lo mismo: para él, todo ladrón y asesino busca una cosa. Cojerme.

De: fernandonoy


Para mí


«A la Charlot Robledo Puch, a la Robleda, no le brindaste tu amor. Por eso te odia. Va por lo imposible. Veo su muerte, muy pronta y telepática. En verdad ya está muerta. Se quiere ir a vivir a una quinta evangelista, está relocaza, pienso que allí querrá huir y buscarte hasta mamarte, digo lograrte, perdón, pero así es la vida de los invertidos. Menos mal que Dios es todopoderoso y además con mis radares mentales voy a protegerte. Me enteré de lo que te pasó con el ruin que quiso vejar tus partes pudendas. A estos cretinos después se les viene la Black Out, es decir ni recuerdan lo que han hecho con el monstruo secreto que los habita. Te imagino corriendo en pijama ante el otro que tu pija ama… qué asco. Poca Bala es mucha bala, y vos cual profano Mercurio con alas en los talones. Siempre escaparás. Tu alma en el sagrado cofre del cuerpo está híperprotegida por los dioses propios y los míos. Hoy justamente es el día de Oxum, mi dulce madre de candombe. Te bendigo en su nombre con el mantra de Ella: “Ora ié ié Ó”. Axee. Amén. AXEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE».

Desde que comencé a escribir esta historia, me cuesta dormir. Pienso en aquel día maldito y en qué habrá sido de la vida de Poca Bala, y busco en mi cabeza escenas que pude haber olvidado. Esa especie de escritura mental me agota. Pienso si no hay un mejor comienzo, y ensayo remates o escenas de transición. Me levanto de la cama y pruebo escribir. Pero no puedo. Así pasan cuatro noches. En una de ellas tengo una pesadilla.
Estoy junto a un ladrón pesado que integró la superbanda del Gordo Valor y Poca Bala. Estamos en un bar. Sé que lo traicioné. No sé cómo ni tengo imágenes de esa traición: solo la sensación. A ese ladrón lo entrevisté varias veces y hasta llegó a prestarme plata. Una vez tenía para devolverle el préstamo pero no lo hacía, como si buscara una estúpida adrenalina al intentar descubrir qué podía pasarme si no saldaba esa deuda con la mafia. En el sueño, el robador jura vengarse de mí. Se lo dice a otros ladrones, delante mío, pero como si yo no estuviera. En las próximas escenas, o fragmentos de escenas, me persigue por todos lados. Camino y lo veo a lo lejos, viniendo hacia mí. Me escondo detrás de una puerta pero él me ve. El ladrón saca una pistola y despierto.
Al otro día lo primero que hago es llamar al ladrón para contarle el sueño.
—Mierda, qué loco. Tenemos que juntarnos a escribirlo.
Y lo segundo que sucede —esto es lo más extraño— es que recibo un audio de WhatsApp de un número desconocido: «Yo no me olvido de mis amigos, y a vos no te va a ser tan fácil escapar de mí».
Escucho la voz y me paralizo. Es Poca Bala. ¿Quién le dio mi teléfono? ¿Por qué justo cuando decido escribir sobre él?
—Los convocás con la mente —me dice Symns cuando le cuento.
El sueño, la reaparición del pistolero y la suposición de Symns me llevan, por curiosidad y en un intento delirante por cerrar esta historia, a la bruja que conocí con Poca Bala.
Raquela se acuerda de mí. Lleva lentes negros y está flaca, encorvada y con el pelo revuelto. Raquela arrastra los pies, como la brujas de los dibujos animados. Me hace sentar y antes de anotar mi nombre en un papel, me dice:
—El peso de las videncias me dejó ciega. Pero voy a hacer el intento. Cada tanto aparece alguna visión.
—¿Sabe algo de Poca Bala?
—Sé que él lo busca. Dice que entre ustedes hay cuentas pendientes.
La bruja se saca sus lentes. Cierra los párpados, me toma la mano derecha y comienza a acariciarme la palma con las yemas de sus dedos arrugados.
—Veo algo. Algo que usted debe saber —dice.
Luego me suelta las manos, abre sus ojos muertos y comienza a hablar.