La golpearon, a Krivírij, en esta guerra. Como a toda Ucrania, pero a Krivírij también. Hace solo tres meses, ocho misiles rusos impactaron en la represa de Karachun, lo que provocó el desborde del río Inhuléts, afluente del Dniéper, y la inundación de un centenar de casas en los bordes de la ciudad. Un mes más tarde, el dieciséis de diciembre, un ataque aéreo masivo con drones, dagas y misiles crucero llovió sobre la totalidad del territorio ucraniano. Habrán sonado las sirenas, ese día, rabiosamente; y las baterías antiaéreas que están en los barrios, y que los vecinos saben dónde están pero ningún vecino te dice dónde están, trabajaron al límite de su capacidad. Derribaron sesenta de los setenta y seis misiles lanzados por Rusia. Entre los que hicieron blanco, uno impactó en un edificio petiso, planta baja y dos pisos, austero como todo en esta ciudad, de opacos ladrillos a la vista, con balconcitos breves y ventanucos breves, un lugar donde vivían familias. Murieron seis personas. Darya Herasimchuk, ómbudsman de la infancia del Gobierno nacional, informó que, entre ellas, se contaba un chico de un año y medio, cuyo cuerpo fue rescatado de entre los escombros. Frente al lugar, alguien ordenó una pila de juguetes, ya sin dueño: un camión rojo con ruedas patonas, un pato de goma para la bañera, el peluche de un mono y otro peluche más, uno de un chanchito con remera rayada. ¿Piglet se llama? El amigo de Winnie Pooh.
Hay cosas que convierten a Krivírij en un target especial para el Kremlin. En lo estratégico, es una ciudad productora de energía. En lo simbólico, acá nació, creció y se hizo el tipo que les plantó cara. Un tupé.
Heroív, Haharina, Kostenka, las calles de Krivírij tienen trolebuses y autos Lada. Es una ciudad baja, esta Comodoro Rivadavia del este ucraniano —entre Comodoro y Río Turbio, por ahí— en lontananza abierta, lo que permite ver, al rato de andar, un fondo de chimeneas humeando entre grandes estructuras de hierro que parecen monstruos metalmecánicos del tamaño de todas nuestras pesadillas.
Óxido y herrumbre. Las postales sin teñir, un paisaje de raíces crecidas.
Frente al colosal circo de Krivírij, al otro lado de la perspectiva Vitaly Matusevich, está el edificio de la Universidad Nacional. No hay nadie en la puerta ni después de la puerta. Entramos, Darina, Javier y yo, a ver qué suerte tiene reservada para nosotros el día.
Soy profesor de la UBA desde 2005, en la carrera de Comunicación. En los pasillos de la Facultad de Ciencias Sociales, ahí en Santiago del Estero al mil, nuestra izquierda estudiantil copa las paredes con afiches de Karl Marx, de León Trotsky, de Ernesto «Che» Guevara de la Serna. A mí, más que sus afiches, me gusta la forma en la que creen en ellos, toda esa ingenuidad apasionada, toda esa juventud, la fiebre inaugural de la fotocopiadora y la militancia brava de unas John Foos tarjeteadas por los padres. Acá, igualmente, no están en esa. Cero. Acá los afiches dicen, literalmente lo dicen porque me lo traducen: «Mirá debajo de tus pies», y te enseñan, con un largo instructivo, a desactivar una mina con el emoji de uno al que le falta una pierna.
La guerra es, también, ir a cursar y que los carteles de los pasillos te informen cómo conservar tus extremidades.
En la ruta, viniendo desde Kyiv, vi algunos carteles de Patrón, el perro héroe del Ejército ucraniano, condecorado por Zelensky. Patrón es un jack russel terrier que lleva olfateadas y descubiertas ciento cincuenta minas antipersonas colocadas en zonas residenciales de ciudades que estuvieron ocupadas por las fuerzas rusas. La guerra es, también, caminar pensando en el paso que vas a dar.
Estoy en condiciones de afirmar que la Universidad Nacional de Krivírij tiene pisos de madera. Largos listones de madera rebarnizada que suenan como gaitas amaneciendo cuando los pisás y vas avanzando, preguntándole al que se te cruza si sabe dónde está el gimnasio, el gimnasio. Porque acá hay un gimnasio, ¿verdad?
Está doblando aquel corredor a la izquierda, después a la derecha, después bajando unas escaleras, o subiéndolas, después a la izquierda otra vez. Un poco deambulamos.
Durante la preparación de este viaje, nos preguntamos Chiri, Hernán, Caro, yo qué estábamos viniendo a buscar. Supimos rápido qué no: la guerra de los tanques y los muertos. Con un poco más de vueltas, supimos qué sí: la historia de un comediante que se volvió una bolilla de los parciales que se tomarán en cien años. Me acuerdo de Hernán diciéndome: «Vamos a buscar a su maquilladora». Justo en el medio hay una guerra, y justo el tipo se volvió tapa de Time al hombre del año, pero el asunto sigue siendo la maquilladora.
Tenía dieciséis años cuando, muerto de miedo, le dije a mi viejo que quería ser periodista.
—¡¿Periodista?!
Armandito Seselovsky tenía un futuro pensado para mí. Había nacido en un conventillo de Rosario y se volvió próspero vendiendo ventiladores de techo por todo el país. Yo iba a ser contador (de números, no de historias) y le iba a heredar los negocios. Las charlas dentro de un auto, como dentro de un ascensor, son jodidas. Estás encapsulado, no tenés a dónde escapar. Solo queda clavar la mirada en el parabrisas y esperar que todo salga bien. Fue un porrazo, para él, pero después de unos segundos soltó la banca y dijo que me apoyaba. Treinta y cinco años después, mi viejo y mi hermano me llevaron a Ezeiza para que tomara el avión que me trajo hasta acá.
—Perdón, este es el gimnasio, ¿verdad? Deciles, Dari. Deciles que estamos buscando al profesor de Volodymyr Zelensky.
Un hombre breve, que debe de andar apenas por encima del metro sesenta, pero macizo, ancho como un placar, se nos acerca y, con una sonrisa de dientes fuertes y separados, nos dice:
—Buen día. ¿En qué los puedo ayudar?
Vasili Adamovich, se llama el señor. Tiene setenta y seis años. Dice que llevaba a Zelensky por los torneos, recuerda uno en la óblast del Donetsk; región del Donetsk, provincia del Donetsk, sería. Que era un pibe terco. Que no le gustaba perder. Que lloraba de rabia cuando perdía. Que pasemos, que adelante, que bienvenidos. Que podemos hablar con él.
A esto vinimos. Tengo a mi maquilladora. Fue una buena decisión la de mis dieciséis. Gracias, pa.
Un gimnasio de Villa Luro que no ha vuelto a comprar insumos desde la muerte de Perón. Crudo, a pelo, con viejos y nobles aparatos. Dueño de sus fierros. Pienso a qué se parece.
Un gimnasio que no te promete sino sufrir y solo te pide: sin cacarear. Más de Rocky que de Iván Drago. Un gimnasio donde uno se cuenta, solito, sus sentadillas y sus deserciones. Un lugar al hueso, hecho con el músculo de su propia poda. Sin gatoréis ni frigobares. Hecho de como fueron las cosas, pero acá las cosas siguen siendo.
Como al japonés de la isla que sigue peleando porque nadie le avisó que la guerra ha terminado —y que la ha perdido—, acá las poleas siguen trabajando. El press de banca, la familia de mancuernas, todo parece desenterado del estruendo que hizo el bloque al caer.
Lo camino, mientras Vasili se alista para charlar con nosotros. Se pone una camperita polar con cierre cortito al cuello. En una de Marvel, sería de los buenos.
Tiene algo de Rubén Peucelle y Adolfo Cassini: cortito y feliz. Tiene todo de eslavo sobreviviente, de chabón que aceptó las condiciones del contrato de la sobrevida. Y se manejó.
Estoy sobre la tachuela roja de la tachuela roja: en el centro del centro de la hondura del viaje. Lo camino y anoto. Hay: botellones de agua, llenados a golpe de canilla, sobre el radiador que le mete calor a esto cuando el invierno europeo te come el corazón (que es el que hace la repetición cuarenta después de las primeras treinta y nueve).
Hay: un banco de madera desahuciada con pesas rusas encima. De diez, de quince, de veinte kilos. Ordenadas, las pesas, que acá no deben llamarse rusas. En Buenos Aires se llaman rusas, como la ensalada de las navidades y la montaña del Italpark.
Hay: una barra de pecho plano en hierro wacho sin pintar que el pibe Zelensky habrá querido levantar, porque este gimnasio es así desde 1967, y desde 1967 todo está igual. Igual.
Hay: una bandera de Ucrania bajando por las varillas amuradas, esas donde clavás el empeine para hacer abdominales. Hay puertas y columnas del color de la bandera, ucraniando todo lo demás.
No hay: cintas para correr con pantalla digital que informan cuántas calorías llevás perdidas y cómo va tu cardio.
No hay: música de Erasure.
No hay: milfs.
Hay: una báscula médica, mecánica, que fue blanca. Fotos de pesistas campeones en las paredes. El busto en bronce negro de un entrenador campeón. Una inscripción debajo que dice CCCP. Un teléfono a disco.
Nada es nuevo o comprado ayer. Y todo, pero todo, funciona. Como hecho o como metáfora. La balanza, te subís y pesa bien. Metés el dedo en el ocho y el disco del teléfono cuenta ocho. Y las fotos se despintan porque así funciona el tiempo íntimo de la gloria. Sin despintado, no hay honores ni memorabilia.
El gimnasio de la Universidad Nacional de Krivírij es un lugar honesto, sin corteza, sin las contorsiones del postureo. Bellísimo como bellísima es la verdad.
—¿Cuántos años tenía Zelensky cuando venía a entrenar acá?
Acá vamos de nuevo, Darina y yo, a bailar el minué de la traducción cruzada, con el adoquín adicional de que Vasili Adamovich, como muchos ucranianos de su generación, habla ruso.
La del idioma es la madre de todas las distancias. Y es un asunto inabordable, para un latino promedio, mensurar el ancho que se abre entre el ruso y el ucraniano. Puede que esto sirva: Putin y Zelensky fueron bautizados con el mismo nombre. Vladímir es en ruso lo que Volodymyr es en ucraniano. Ahí está. He ahí, en cómo se llaman los hombres cuyos soldados se están matando, un rango de separación.
Tenía trece años, el presidente de Ucrania, cuando cayó en este lugar. Salía de la escuela, la número 95 del 95 Kvartal, el edificio en refacción que ya vimos, y se venía. Estaba en séptimo grado. Es decir, tenía trece años. Si hoy tiene cuarenta y cinco, entonces era 1991.
—¿Qué practicaba?
«Atletismo pesado», me dice, en español, Darina, que le dice, en ruso, Vasili. Pienso en todo lo que eso puede querer decir y en los jirones de sentido que el concepto habrá dejado por el camino. Era pesas. Zelensky de pibe practicaba levantamiento de pesas.
Claro, por eso la niña pesista nos dijo que viniéramos. Hay un tuit de Zelensky del dos de marzo de 2021 donde se lo ve sin camisa mientras recibe una dosis de AstraZeneca. La chota sobre el piano, el brazo sobre la camilla. La revista internacional de salud Men’s Health armó una nota con esos bíceps, los bíceps que arrancaron acá.
—¿Era un atleta disciplinado?
—No.
—¿No?
—Al principio, no. Llegaba con la guitarra. Hay algo emocionante en verlo a Vasili Adamovich rasguear una guitarra hecha de aire para hacerse entender.
—¿Qué le decía usted?
—Lo echaba.
—¿Qué canciones tocaba?
—Eran canciones de humor, canciones en broma.
(Traducción mental: canciones en joda. No sé cómo se dirá «en joda», ni en ruso ni en ucraniano. Y la idea de joda también tiene su árbol de ramificaciones: cayó porque andaba en la joda, una jodita para Marcelo. Habrán sido canciones tipo «Marta, soy el número uno / Marta, cuando pueda te vacuno»).
—Ah, ya había nacido el comediante. ¿Qué pasó después?
—Empezó a competir. Y empezó a tomárselo en serio. Se enojaba mucho si perdía. Hasta las lágrimas, se enojaba. No soportaba perder.
—¿Usted cómo lo llamaba?
—Oleksándr, Vova.
—¿Piensa que aquel chico, Vova, actualmente presidente de Ucrania, se acordaría de usted si hoy lo encontrara?
Entonces se abren esos pequeños ojos azules, y el arco de las cejas sube fuerte, y dos veces la cabeza dice que sí. La lengua de los gestos necesita menos tránsito y, me parece ver, además de una afirmativa, el esplendor de una satisfacción: sí, me recordaría. No lo dice, pero yo se lo escucho.
Vasili Adamovich es un producto de la trama soviética y la militarización del deporte. Nació en Kirovogrado, sur de Ucrania, ciento veinte kilómetros hacia el oeste de donde estamos ahora, en 1947. Es decir, la Guerra Fría y Vasili nacieron juntos. ¿Por qué no hablaría ruso alguien que llegó al mundo cuando Iósif Stalin era dueño de la mitad de ese mundo?
Los abuelos de Vasili tuvieron su guerra, la del catorce. Los padres de Vasili tuvieron su guerra, la del treinta y nueve. Vasili nació con una y ahora Darina tiene la suya también. No hay generación, en este país, que no tenga su guerra para contar en los cumpleaños.
Fue chofer del Ejército soviético, en el distrito militar de Prikarpatsky; auxiliar maquinista en las minas de carbón, y finalmente completó sus estudios en Educación Física en 1974, en un instituto de Lviv, o Leópolis, la ciudad por donde hoy se ingresa a Ucrania desde Polonia, en tren, único medio de transporte posible. Esta es una guerra de drones y el espacio aéreo está tomado.
Toda la familia de Vasili ha sido instruida en los rigores del entrenamiento. Una sobrina es medalla de bronce en Seúl 88, en gimnasia artística. Y un sobrino, en natación compleja.
—¿Qué es natación compleja, Da?
Hay que bucear un rato hasta encontrar la perla submarina del sentido y caer en que natación compleja es natación mixta, y natación mixta es la prueba de estilos combinados: mariposa, crol, espalda. Aaah, okay. Natación compleja.
—¿Cómo es vivir con dos lenguas, señor Adamovich?
—Yo estudié en ruso. Mis libros estaban en ruso. Mis maestros hablaban ruso. En las fuerzas armadas hablábamos ruso.
—¿Intenta hablar ucraniano a veces?
—Los mezclo.
—¿Y qué le diría usted, si pudiera decirle algo hoy, a Volodymyr Zelensky?
Acá está Vasili Adamovich, avergonzado porque alguien le pregunta por Vasili Adamovich. Se corre de la pregunta. Se sube el cierre hasta que se da cuenta de que ya lo tenía subido. Suspira. Entrega la media sonrisa del que no tiene nada más que entregar. Y dice:
—Que en este momento tan difícil ha logrado unirnos a todos —dice él que le diría a Zelensky—. Y que está haciendo un buen trabajo.
—Alguien hizo un buen trabajo con el joven Vova, entonces.
Se da vuelta, Vasili. Da por terminada la conversación y pega un grito hacia el interior de su tribu. Y su tribu son gimnastas que lo están esperando. Uno que jugó en el Kryvbas y todavía recuerda aquel partido con el Parma. A ese, le regalo mi cangurito de Ñúbel campeón en cancha de Central, con el 74 en la espalda: Mario Zanabria, bendita sea tu zurda. Y otro que no sé. Entiendo que lo que Vasili grita es: «Todos a trabajar».
Salimos.
Los listones de madera suenan, pero suenan de regreso, ya sin el nervio de la expectativa.