«Cruz / Diablo» — Episodio 3

Leo Oyola se adentra, una vez más, en una historia en donde el tiempo no vale nada. ¿Qué hace Adolfo Peluffo cantando temas raros del futuro en el medio del campo? Lujo literario.

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Capítulo tres

Si solo pudieras hacer una,
¿cuál sería la pregunta?

Todavía te faltan unos veintinueve años para que oigas sonar por primera vez en la radio, como el resto de los demás mortales, la misma canción que van a escuchar en un rato ahicito nomás… Y casi cincuenta para el momento en que hagas tu último disparo. Ahora, después de haber estado caminando no sabés ya cuanto tiempo junto al Viejo que bajó del monte, sin tener la más mínima idea de adónde están yendo, te enojás con él cuando te dice “Ratita”. Pero ni siquiera te preocupás ni mucho menos te ponés a pensar cómo mierda es que el Viejo que bajó del monte sabe cuál es tu apodo. Y lo que es peor: ¿cómo puede ser que siga vivo después de que le metieras un escopetazo?
Haciendo una trompa bien de nene cuando pretendés ser un hombre, afirmás:
—¡Así no me llamo yo!
—Pero así es como me le dicen.
—Yo no quiero que me digan así —te me plantás.
—Entonces va a tener que hacer algo para ganarse otro apodo —te asegura el Viejo que bajó del monte.
Y agrega:
—Por ahora nomás va a seguir siendo el Ratita… ¿Mañana? Veremos.
Vos lo escuchás y te llenás de rabia. Pateás una piedra en el camino que sale dando saltitos y levantando algo de polvo. Como tenés la escopeta del Papá sobre los hombros, perdés el equilibrio y casi te me caés.
El Viejo que bajó del monte arruga la frente y niega con la cabeza.
—Así pasan los accidentes. Después dicen que uno las carga.
Lo que te está diciendo en realidad es que sos un boludo.

Llegan a lo de Landero. Vos conocés de nombre nomás por el Papá. Pero sabés muy bien que te conviene no decir que sos uno de sus changos. Aunque estés armado. Que en lo de Landero el Papá ya no es bienvenido. Y que de saber que está en el hospital moribundo ahí habría alegría.
Hay gente adentro. No mucha. Tampoco poca. La mayoría son obreros del tabaco. Un grupo juega al nueve tallado. Todos esperan que al Adolfo Peluffo lo agarre la inspiración y se ponga a tocar la guitarra. Algo. Lo que sea. Para que se escuche otra cosa que no sean los gritos de ¡nueve clavado! el zumbido de las moscas quereseras o el cantar de las chicharras despidiendo al sol antes de que se vaya. En lo de Landero hay ganas de paso doble o de bayón. Pero lo que se va a oír esta tarde es otra cosa.
Se acoda en la barra el Viejo que bajó del monte y se pide una caña. Una mujer gorda se la sirve. Él, con un gesto de la cabeza, le agradece y después se la manda adentro del garguero de un tirón. Fondo blanco. Se ve que tenía ganas de alcohol. Parece que también de música. Porque, primero, mira de pies a cabeza al Adolfo Peluffo y a su guitarra dormida. Y, después, encara a la pareja.
El Viejo que bajó del monte le apoya su mano izquierda en el hombro al Adolfo. Y se lo aprieta. Y el músico siente en el cuerpo algo que nunca ha visto pero de lo que ha oído hablar. Siente el hormigueo de la electricidad. Y es entonces cuando —para la sorpresa y el horror de los que son testigos— el Adolfo Peluffo se pone a tocar la guitarra y a cantar en la lengua del gringo, que no domina:

Un paseo salvaje

Sobre una tierra pedregosa

Tal lujuria por la vida

El circo viene a la ciudad

Nosotros somos los que tienen hambre

Por eso fue entrar y salir

Igual que un río que corre

Como el fuego necesita la llama

Ardí por vos

Tengo que sentirlo en mi sangre

Ando buscando tus caricias

No me hace falta tu amor

Y deseo

Y necesito

Y tengo

Lujuria

Animal

Y aúlla el lobo

¡Cómo silba ese hocico!

Le sigue el ritmo a los latidos de un corazón 

Y a la medianoche (en la hora de las brujas)

Estoy corriendo con el viento

Soy una sombra en el polvo

Y como la manipuladora lluvia… sí

En la humedad de la siesta

Yo nunca duermo

Tengo que sentirlo en mi sangre

Ando buscando tus caricias

No me hace falta tu amor

Y deseo

Y necesito

Y tengo

Lujuria

Animal

Gritá, mujer

Que el lobo aúlla

Voy a cazarte como un animal

Voy a quitarte tu vida y a escaparme

Tengo que sentirlo en mi sangre

Ando buscando tus caricias

No me hace falta tu amor

Y deseo

Y necesito

Y tengo

Lujuria

Animal

Y deseo

(“Tómeme”, susurra en nuestro idioma el Viejo que bajó del Monte)

Y necesito 

(“Tómeme”, pronuncia entre dientes)

Y tengo lujuria 

(“Conviértame en su…”, anhela fervorosamente)

Animal

Y deseo

(“Muéstreme”, pide pasándose la palma de la mano por la cara)

Y necesito

(“Fróteme despacito”, suplica apoyando la misma mano en su pecho)

Y tengo lujuria

(“Déjeme ser su…”, declara con los ojos cerrados)

ANIMAL

Y deseo

(“Deseo” repite el Viejo que bajó del monte)

Y necesito

Y tengo

Lujuria

ANIMAL

Y ahí termina la canción. Y ahí dejan de sonar tan diferentes esa voz y esas seis cuerdas. Cuando el Viejo que bajó del monte ya no aprieta con la zurda el hombro del músico. Y el Adolfo Peluffo sacude la cabeza como señal de que ha vuelto a ser él mismo y de que lo ha abandonado eso que lo tenía poseído. Termina la canción justo cuando los ojos del Adolfo dejan de ser blancos como dos huevos duros para volver a ser los de siempre: los del color del mate cocido.
Y lo primero que ve, como todos los demás también, es la aparición fantasmal de los tres pistoleros. Que de repente se han corporizado en el medio del salón. Tienen la misma altura y el mismo color de pelo. Chuzas y barbas rojas. Dos las llevan bien largas. Hasta el pecho. Y uno solo usa bigote. Los tres, aunque no son ciegos, llevan puestos anteojos negros.
—Los Mala Sombra —se los presenta el Viejo que bajó del monte.
Porque se conocen.
Y se conocen muy bien.
Se nota que supieron cabalgar juntos en otras épocas.
Que formaron parte de una misma banda.
—Miguel —pronuncia en voz alta el Viejo que bajó del monte.
Y Miguel devuelve el saludo levantando el mentón.
—Rafael —llama al otro pistolero.
Y Rafael, agarrándose el ala de su sombrero con el pulgar y el dedo índice de la diestra, le dice hola.
—Gabriel —nombra al tercer Mala Sombra.
Y Gabriel, después de refregarse con un dedo nariz y bigote colorado, escupe el suelo que pisa y también las puntas de los pies del Viejo que bajó del Monte.
No hay tiempo de medirse con ese maleducado. Porque justo ahí entra él. El Otro viejo. Nacido en el barro. Lleva puesto también de esos abrigos largos hasta los tobillos. El mismo color que los de los otros tres. El de la arcilla. Debajo un traje gris oscuro. Impecable. Corbata bien negra. Como las botas lustradas. Con el brillo de casi-casi un espejo. Sombrero de un gris un poco más claro que el del saco y el pantalón. Y la camisa blanca. Blanca al igual que su bigote bien tupido. No ha sacado las manos de los bolsillos del sobretodo.
El Otro Viejo nacido en el barro busca bien en la concurrencia del lugar hasta que finalmente encuentra lo que andaba buscando: al Viejo que bajó del monte. Achina los ojos, para verlo mejor, y le pregunta:
—¿Sos vos?
El Viejo que bajó del monte no responde. El Otro Viejo nacido en el barro, sacando a la vez ambas manos de los bolsillos y sin desabotonarse el sobretodo, se lleva la falda derecha del abrigo detrás de la cintura. Le vuelve a preguntar ya apretando los dientes:
—¡¿Sos vos?!
El Viejo que bajó del monte continúa con la boca cerrada.
Al reconocerlo, y ya sin ninguna duda de quién es, el Otro Viejo nacido en el barro grita furioso a pesar de los hilos de baba que unen sus labios:
—¡¡¡SOS VOS!!!
Y desenfunda un revólver.
Un Long Colt calibre cuarenta y cinco.
Y dispara.
Una vez.
Rápido.
Bien rápido.
Y a traición.

¡BANG!

Todos los presentes adentro de lo de Landero, vos incluido, se quedan duros. Estatuas. Y al único que ves moverse en ese segundo en el que se gatilla el arma es al Viejo que bajó del monte. Desenvainando su puñal y dando un paso hacia delante. Latiguea el brazo de su mano hábil para partir con el filo a la mitad, en dos partes exactamente iguales, la bala destinada a hacer impacto justo en su pecho. Como si fuera un cigarrillo lanzado de un tincazo. Sí. Chispea anaranjado el proyectil al ser achurado. Chispea anaranjado y silba. Y acto seguido, el Viejo que bajó del monte hace jugar un instante entre sus dedos al puñal cuyo filo momentáneamente es una brasa antes de volverlo a encastrar, apagado, en su cinturón y cruzarse de brazos.
La eternidad y un minuto después y todos continúan aguantando el aliento. Pero el Otro Viejo nacido en el barro sigue hecho una furia. Y señalando al Viejo que bajó del monte con el caño del Long Colt todavía humeante le ladra:
—Vos no podés estar acá. Vos no podés bajar cuando quieras. Ya te lo dije una vez y pensé que no te lo tenía que repetir: por los siglos de los siglos… es SI YO QUIERO.
Y agrega:
—Que así sea.
Y es a esas palabras, a ese altanero si yo quiero y a ese otro que así sea, y —¿por qué no?—también a aquel que abrió fuego contra él, que el Viejo que bajó del Monte le retruca:
—No si antes yo meto la cola.