«Cruz / Diablo» — Episodio 4

Leo Oyola parece flotar cuando escribe las peripecias del Viejo que bajó del monte, y Hueso Ricciardulli lo persigue con su pincel. En esta cuarta entrega hay tiros. Guarda los ojos.

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Capítulo cuatro

Y sí, sí Dios es grande,
y Dios es muy bueno.

Todavía te faltan unos veintinueve años para que con el Prode al final no pase nada… Y casi cincuenta para la última vez que te vayas a encontrar sin escapatoria. Ahora; el Miguel, Rafael y el Gabriel —los Mala Sombra— y el Viejo nacido en el barro están por cuetearlo de un momento a otro al Viejo que bajó del monte. Que, increíble pero real, habrá sido rápido para cercenar un disparo. Pero que, así y todo, no va a poder contra cuatro pistoleros a la vez cuando se decidan a descargarle por completo el plomo que ellos llevan encima.

Los Mala Sombra, al unísono, deslizan sus manos hábiles a la culata de sus respectivas armas. De ahí a que desenfunden va a ser solo un pestañear.

—Si volvés, tenés que pagar. Y si estás acá es porque te lo buscaste —sentencia lo que parece una regla de oro el Otro Viejo nacido en el barro.

—No. Ha sido otra cosa —aclara el Viejo que bajó del monte—. Y vos, mejor que nadie, debería entenderme… Es que yo… Yo… 

—Vos, ¿qué?

—¡MIERDA! —exclama antes de terminar, entre dientes, confesando— Yo me enamoré. 

Algo dentro tuyo, a vos y a los demás involuntarios espectadores de este duelo, les dice que eso que acaban de escuchar no está para nada bien… Confesión a lo que el Otro Viejo nacido en el barro, enardecido, responde amartillando nuevamente su revólver.

—Ahora sí que de esta no te salvás, hijo de puta.

Resoplando por sus fosas nasales, como si fuera un toro, el Viejo que bajó del monte retruca:

—Puta… puta será tu mujer. Que me tiene agarrado de las pelotas… Puta y orgullosa: ese adjetivo tendría que ir siempre delante de su nombre.

—¡No te permito que le faltés el respeto! —brama con furia el Otro Viejo nacido en el barro y le apunta.

Y esta vez, en lugar de defenderse, el Viejo que bajó del monte abre los brazos en cruz sacando pecho para que le acierten todos los balazos que puedan. La mujer gorda, de brazos todavía más gordos, que está detrás de la barra sirviendo los tragos se persigna. Ya se escuchan los disparos. Pero ni el Otro Viejo nacido en el barro ni ninguno de los tres Mala Sombra abren fuego.

Todavía.

Vos no dejás de mirarlos. Estás asustado. El corazón pareciera que te va a explotar. La escopeta en tus bracitos pesa una enormidad. No sabés qué hacer. Si meterte o no. Si patear para el Viejo que bajó del monte o dejarlo que pierda nomás el partido. Tu cabeza no para de ir y de venir de cada una de las posiciones en las que se encuentran los que se quieren matar adentro de lo de Landero. Lo mismo le pasa a todos los otros que estaban ahí por una ginebra, jugando al nueve tallado o esperando que se cante algo el Adolfo Peluffo.

Reina el silencio en lo de Landero.

Un silencio de muerte.

No canta ni una chicharra.

Finalmente, el que vuelve a decir algo es el Viejo que bajó del monte.

—Si no querías que otros le echáramos el ojo, ¿para que le pusiste en el pelo la luz del sol?

El Otro Viejo nacido en el barro lo piensa un rato y después de arrugar la barbilla responde:

—Son cosas mías. 

Y entonces, muy pillo, el Viejo que bajó del monte le habla de que ella los engaña a los dos. Como así también los consuela a ambos. Que seguro es de la que se llama como tu mamá la puta idea esa de que en toda vuelta siempre hay que pagar. Que como mujer solo pide lo que tiene que pedir: que su hombre —que sus hombres— trabajen para que no les falte el pan. Porque eso es algo que está en su naturaleza. Porque el hombre y la mujer son bichos diferentes.

El Otro Viejo nacido en el barro después de escucharlo atentamente le dedica lo más parecido a una sonrisa que se puede permitir brindarle. Y le cuenta que, a eso que acaba de pronunciar, un changuito que todavía está en pañales recién nacido y criándose en una ciudad de mucho más al sur de donde están, conocida como Rosario; alguna vez le va a poner música convirtiendo esas palabras en la letra de una canción.

El Viejo que bajó del monte también esboza lo más parecido que tiene a una sonrisa comentando que le gustaría escucharla. No va a poder ser. El Adolfo Peluffo no quiere nunca más que a través de su boca hablen otras voces y otros artistas y es por eso que se ha ido acercando bien despacio hasta la puerta con éxito y ahora el músico y su guitarra ya no se encuentran en lo de Landero. Ni siquiera en sus alrededores.

Los Mala Sombra y el Otro Viejo nacido en el barro, como ya no hay más nada por decir ni por hacer, ceremoniosamente desenfundan sus revólveres y apuntan al Viejo que bajó del monte. Que primero mira tu escopeta y después te mira a vos, directo a los ojos, antes de asegurar: 

—M’hijo: hora de ganarse otro apodo.

A lo que los Mala Sombra y el Otro Viejo nacido en el barro giran sus cabezas hacia atrás para ver con quién habló el Viejo que bajó del Monte. Posan sus miradas en tu persona. Y también en la escopeta del Papá. No sabés cuando lo hiciste. O cuando pasó. Pero están amartilladas las dos bocas. Listas para disparar. Te das cuenta de eso junto con ellos. Que han girado de cuerpo completo dedicándote toda su atención. Y el objetivo de sus miras.

Detrás tuyo hay una ventanal enorme. 

Dos hojas de vidrio. 

Querés llorar. 

Querés tirar la escopeta del Papá al frente. 

Querés pegar la media vuelta y abrir cualquiera de las dos hojas de la ventana, treparte a ella y huir. 

Volver a Los Pereyra.

Pero también querés volver a disparar la escopeta del Papá. 

Dispararles a cada uno de esos cuatro pistoleros. 

Como lo hiciste a la siesta con el Viejo que bajó del monte cuando entró al terreno de tu casa.

Pero solo tenés dos tiros.

Y después tenés que recargar.

Aunque no te lo pidan, amagás con dejar la escopeta en el piso.

En realidad querés dispararle al suelo.

Gatillás, a la vez, los dos gatillos.

Truenan los cartuchos y llueven astillas y tierra en lo de Landero. 

Y vos, por el culatazo de la escopeta del Papá en la boca del estómago, volás de espaldas para atrás dibujando una curva hasta atravesar la ventana por una de sus hojas cerradas.

Milagrosamente, de la cantidad de vidrios que se te han clavado hasta en el culo, no te va a quedar ni una marca. Aunque ahicito te duela y te arda. Eso sí: dentro de diecisiete años, un botellazo que te van a dar en la cabeza es el que te va a dejar una cicatriz que te va a acompañar el resto de tu vida.

Los Mala Sombra se miran entre sí. Intentan contener la risa. Rafael se ahoga un poco por eso y se le escapa. Se le suman también de Miguel y de Gabriel sus carcajadas. El que sigue serio, muy serio, es el Otro Viejo nacido en el barro. Los Mala Sombra se llaman a recato y volviendo a girar sobre sus talones una vez más apuntan a quien han venido a ejecutar.

—Ratita, carajo —pronuncia el Viejo que bajó del Monte. 

Y niega a la vez con un movimiento de cabeza antes de jugarse una última carta.

Bajando el ala de su sombrero hasta cubrir su rostro, con la mano libre hace chasquear los dedos y su humanidad desaparece ahí mismo y delante de los allí presentes. Es como si se hubiera desinflado. O encogido de golpe. Quedan todas sus ropas amontonadas en el piso. Las botas paradas. 

Uno de los Mala Sombra, Gabriel, se acerca a revisar las prendas como intuyendo que debajo todavía hay algo escondido. No alcanza a hacerlo: del poncho, de repente, centenares de víboras salen veloces. El Otro Viejo nacido en el barro y los Mala Sombra vacían sus cargadores sin lograr matar ni siquiera una; que se vuelven a reagrupar detrás de la barra. A los gritos y agarrándose la pollera con las dos manos sale cagando de su lugar de laburo la mujer gorda de brazos todavía más gordos.

Vos entrás una vez más a lo de Landero. Entrar es un decir porque te quedás en la puerta. Recargaste la escopeta. Los Mala Sombra y el Otro Viejo nacido en el barro, a sus armas, aún no. Estaban en eso. Le haces flor de agujero en el pecho al Rafael y le robás la cara a Miguel salpicando con su sangre y los restos de plástico negro de sus anteojos la pared más cercana.

El Otro Viejo nacido en el barro y el único Mala Sombra que queda se apuran para poner balas en los tambores de sus revólveres. Vos hacés lo mismo abriendo los caños para sacar los cartuchos servidos. El Gabriel ya te tiene a tiro. Pero no va a poder disparar. Porque el Viejo que bajó del monte se ha vuelto a corporizar detrás del mostrador y de furca, de atrás, le ha abierto la garganta con su puñal al último Mala Sombra.

Rodeando lo que los separa corre hacia el Otro Viejo nacido en el barro y con la zurda le manotea la mano que tiene el Long Colt calibre cuarenta y cinco; mientras que le entierra en la panza la derecha y el filo de su arma. El Otro viejo nacido en el barro deja caer al piso su revólver y le manotea el poncho al Viejo que bajó del Monte. Vos ves como a los Mala Sombra se le empiezan a cerrar sus heridas después de que los tajos y agujeros se le iluminaran de anaranjado. Si está pasando eso es porque en cualquier momento van a estar otra vez de pie.

El Viejo que bajó del monte y el Otro Viejo nacido en el barro siguen sin dejar de agarrarse cada uno de dos puntas del poncho hasta que vos, a lo Salomón, terminás con el tironeo: le metés un tiro al Otro Viejo nacido en el barro que al retroceder se termina llevando la prenda en sus manos. Justo cuando les responde con una balacera el primer Mala Sombra en volver: Rafael. El Viejo que bajó del Monte corre para donde estás vos y te levanta de los sobacos para irse a la mierda. Y por eso ahí, en lo de Landero, es donde el Viejo que bajó del monte perdió el poncho.