Sobremesas de Revista Orsai N4 T1

Las sobremesas de la cuarta edición de Orsai están intervenidas con separadores humorísticos de Ermengol. Sin saberlo, iniciábamos una rutina: separar las charlas de Chiri y Hernán con páginas completas relacionadas.

—No sé si me da alegría o me da miedo ver que Estados Unidos esté pidiendo la toalla —me dice Chiri—. Por un lado parece necesario que se pudra, pero por el otro me asusta. Es demasiado grandote para caerse del todo, ¿no?

—No deberían existir países tan grandes —le digo—. Eso es lo que te genera pena y alegría: la extensión territorial, la diversidad. Te da pena que se derrumbe Larry David, el festival de Sundance, Raymond Chandler, Woody Allen, el Central Park, las películas de Billy Wilder, el Mardi Gras y el US Open. Y te da alegría que se vayan a la mierda Oprah Winfrey, los marines, la gente de apellido Bush, todos los que hacen la serie Glee, el camionero JJ de la crónica de Fonseca, las hermanas Kardashian, Sarah Palin, las películas sobre béisbol, el Big Mac con queso, Diana Ross errando un penal en el Mundial 94 y la montaña esa con los cinco pelotudos tallados.

—A mí esas montañas me gustan.

—¿Cómo vas a tallar caras de presidentes en una montaña? Mirá si un día te despertás y en el costado del Aconcagua están las caras de Alfonsín, Menem, Duhalde y De la Rúa. Te morís del susto. Esas cosas son muy yanquis.

—A mí la crisis económica de Estados Unidos me preocupa solamente por las series de televisión —me dice Chiri—. Mirá si ya no les queda plata y dejan de hacer Breaking Bad, o Mad Men, o Treme, o Fringe… ¿Qué hacemos nosotros a la noche sin series, nos rascamos la guasamandrapa?

—Treme es una maravilla —le digo—. Es la primera serie de televisión con temática política.

—¿Y West Wing?

—Esa era sobre política. En Treme, David Simon hace una columna editorial política. Te cuenta cómo actuó la administración Bush durante la catástrofe del Katrina. Yo creo que mejora incluso la revolución social que generó The Wire, su serie anterior. Es mejor, porque universaliza a los personajes, los hace más empáticos. Yo, por ejemplo, estoy enamoradísimo de la rubia chef.

—Yo de la chinita que toca el violín.

—Ah, yo también —le digo—. Si la rubia chef no me quiere, me caso con la chinita del violín. Pero lo que te quiero decir es que Treme inaugura algo nuevo en la tele moderna: la crítica es, al mismo tiempo, la solución.

—¿A ver?

—Fijáte —le digo—: Nueva Orleans fue arrasada por una catástrofe natural, se quedaron todos en bolas. El gobierno no les dio nada, porque los afectados eran negros y estaban demasiado al sur. Tres años después llegó Simon y le mostró al mundo esa ciudad, la cuna del blues… Nos mostró, a nosotros, a los extranjeros, cómo esa gente levantó la cabeza sola, sin ayuda. Cómo siguieron, cada uno de ellos, haciendo una música hermosa en medio del barro, de los derrumbes, de la desidia estatal. ¿Y sabés qué logró la serie?

—Fomentar el turismo —dice Chiri.

—¡Obvio! Yo jamás en la reputísima vida de Dios fantaseé con ir a Estados Unidos. Me chupa un huevo Disneylandia, Nueva York, el cañón del Colorado Ulmer, todo. Pero ahora, después de dos temporadas de Treme, no puedo soportar la ansiedad de ir alguna vez al Mardi Gras. Y a todo el mundo le pasa lo mismo. ¿Te das cuenta? David Simon no solamente señaló al gobierno como parte del desastre, sino que ayudó a toda esa gente a que Nueva Orleans fuese, incluso más que antes, un lugar maravilloso.

—¿Estás llorando? —me pregunta Chiri.

—Es que este asunto me emociona.

—A mí en el fondo me gusta que haya crisis en Estados Unidos y en España. A ver si, de una vez por todas, los argentinos que viven en Miami y en Barcelona se vuelven a su país y se ponen a trabajar por la patria. Hijos de puta que se van al extranjero cada vez que hay corralito.

—Chiri.

—Qué.

—Nada.

—Me gustan las miradas extranjeras de los lugares que conozco —le digo a Chiri, después de leer los apuntes de Leila Guerriero sobre España—. Prefiero mil veces los ojos sin historia de un corresponsal que los de un nativo.

—A mí también —dice él—. Hace mucho me voló la cabeza un libro de Gombrowicz, que se llama Diario argentino. El polaco dice que Argentina es un país al revés, “donde el pillo vendedor de una revista literaria tiene más estilo que todos los colaboradores de esa revista”.

—Excelente —festejo.

—Y sigue: “Donde los salones intelectuales espantan por su insipidez, donde al límite de la treintena ocurre la catástrofe, la total transformación de la juventud en una madurez por lo general poco interesante”.

—¿Ves? Es mil veces mejor esa mirada extranjera que la nuestra, tan costumbrista. Y me pasa lo mismo con la prensa. Me cuesta leer los diarios escritos por nativos: están muy embarrados, muy teñidos de mierditas internas… En cambio cae un corresponsal turco, ponele, y solamente ve lo que hay que ver, sin dolor, y te lo cuenta mejor.

—Sin pasiones —dice Chiri.

—Eso, sin pasiones. Otro gran libro es The Return of Eva Perón de Naipaul. ¿Te acordás?

—Claro. Nos lo prestó Rodrigo Lara, en los tiempos de Énfasis. ¿Se lo devolvimos?

—Yo creo que sí.

—Qué boludos.

—En castellano se llamó El regreso de Eva Perón y otras crónicas —le digo—. Naipaul viaja a Argentina a comienzos de los setenta para entender qué significa Perón para los argentinos. En esa expedición va a visitar a Borges. Después lo bautiza “bogus”, que quiere decir falso, falaz.

—Gombrowicz también habla de Borges —dice Chiri—. En realidad, de sus fanáticos. ¿Te leo?

—Dale.

—Dice: “No es Borges quien me irrita, con él y con su obra yo llegaría a entenderme de alguna manera cara a cara…, lo que me irrita son los borgianos, ese ejército de estetas, cinceladores, expertos, iniciados, relojeros, metafísicos, sabiondos, sibaritas… Este artista puro tiene la desagradable capacidad de movilizar en torno suyo todo aquello que hay de más mediocre y castrado”.

—Impresionante —acepto—. Y es verdad, sería imposible generar una mirada propia, nacional, con semejante desparpajo. Los apuntes de Leila Guerriero sobre España tienen ese motorcito. La brutalidad del que está de paso, del que no tiene que quedarse a convivir.

—En el cine, una de las mejores miradas de Buenos Aires la hace un director hongkonés, Wong Kar-Wai —me dice Chiri—. ¿Te acordás de esa película?

—Happy Together —le digo, en excelente inglés.

—Esa. Son dos chinos putos perdidos en Buenos Aires. No me acuerdo mucho la trama, creo que se encaman, se separan, a uno le dan una paliza… Pero el Buenos Aires que muestra el director de la peli es increíble. No es el típico cine turismo que te muestra lo de siempre. En esos barrios hay sordidez, hay verdad.

—En el libro Buenos Aires dibujada, de Miguel Rep, hay esa sensación de mirada extranjera —le digo—. No parece argentino. Son hermosos esos dibujos de los barrios porteños, con cartelitos, secretos y rincones. Los dibujantes tienen un cerebro distinto, saben ver de otra manera.

—Qué grande Rep —dice Chiri, hinchado de orgullo—. ¿Cuántas páginas hizo para este número?

—Catorce —le digo—. Textos y dibujos. Un día me mandó un mail diciendo que había leído un par de Orsai nuestras en un avión, y que le habían parecido excelentes. “Contá conmigo para lo que sea”, me dijo. A mí casi me da un soponcio.

—Muy generoso y noble —me dice Chiri.

—¿Viste? No parece argentino.

—Miguel Rep se pregunta, como nosotros tantas veces, cuál es la forma de mejorar una historia personal —le digo a Chiri—. Me encanta esa duda del principio: ¿cómo nace una anécdota? ¿Qué hay que ponerle, o quitarle?

—Por lo visto lo tiene clarísimo: me encantaron sus cinco anécdotas. El final de “Democracia” es maravilloso: “Dos hermanitos que entraron por el ano del edificio y salieron por la boca de la Historia”.

—Si te ponés a pensar —le digo—, durante este primer año de Orsai, estas cuatro revistas que hicimos hasta ahora, tienen un noventa por ciento de textos en primera persona. Y en ningún caso los pedimos nosotros, me parece que hay un reencuentro con la anécdota, con contar las cosas desde una óptica personal.

—Oesterheld también sabía mucho del asunto —me dice Chiri—. Si te acordás, se incluyó a sí mismo como personaje en la primera versión de El Eternauta.

—Claro, es verdad.

—Él escucha el relato de Juan Salvo, y después revela que su intención era dar a conocer lo que escuchó escribiendo una historieta.

—Me conmovió un pasaje en la anécdota de Rep. Cuando Oesterheld le regala al muy joven Miguel un chocolate…

—Un chocolate no —dice Chiri— El chocolate: ¡una Rodhesia!

—Una Rodhesia a cambio de un libro que nunca le podría devolver. Yo leía ese fragmento no desde la mirada ingenua de Miguel, sino desde el desenlace conocido, desde la certeza de la desaparición de Oesterheld, y se me hizo un nudo en la garganta.

—Se tomó su tiempo para conversar con el chico nuevo de la redacción —me dice Chiri, recordando el texto—. Esa es la generosidad de un grande. Y está muy bien que Miguel lo escriba así.

—Otro gigante, Pratt —le digo—: no tuvo problemas en invitarlo a entrar. “Siempre hay un plato para un dibujante argentino”, qué grande. Pratt generoso y humilde.

—¿Sabías que tuvo a Manara de discípulo?

—No lo sabía.

—Y no solo eso: escribió un guion y por primera vez no lo ilustró, sino que se lo dio a Manara para que lo dibujara. Esa colaboración se llama Todo comenzó en un verano indio, y se desarrolla durante la colonización de Nueva Inglaterra entre 1650 y 1690. Las nueve primeras páginas son mudas, hechas de miradas y silencios… Dos generaciones de dibujantes, dos monstruos de los cómics italianos juntos.

—Altuna también apadrina a jóvenes dibujantes —le cuento—. Defiende a su gremio. Participa activamente. Rep recuerda un Altuna con bigotes. Qué raro, ¿no?

—Una de las cosas que más admiro de Horacio es que tiene bibliotecas en todos los baños de su casa —me dice Chiri—. El otro día pasé a mear y no me podía ir… Había de todos los géneros, y buen material, lee una bocha. Los dibujantes, los pintores, son gente que por lo general leen mucho.

—Alberto Breccia también leía un montón —le cuento—. Decía que era un lector instintivo. De joven cambió cinco libritos de Sexton Blake por las obras de Poe prologadas por Baudelaire. “¿Por qué?”, le preguntaron. Y dijo: “Por instinto”.

—De hecho, hizo adaptaciones literarias: Los mitos de Cthulhu, El corazón delator, Informe sobre ciegos, Martín Fierro…

—Cuando conoció a Oesterheld —le digo—, en 1950, los dos estaban a punto de cumplir cuarenta años, nuestra edad de ahora.

—¡Qué animales!

—Todavía tenemos esperanza, entonces.

—Ah, pero tendría que ocurrir una magia muy grande para que lleguemos a viejos con esa fuerza.

—Magia y vejez —le digo—. Podríamos conversar sobre el tema con el que más sabe de las dos cosas en todo el mundo.

—En la página 138 del primer número de Orsai conversamos un poco sobre René Lavand —me dice Chiri—. Y también lo nombra Natalia Méndez en sus “Sugerencias para futuros lectores”. ¿Por qué será que nos llama tanto la atención?

—Supongo que lo que nos fascina —le digo— no es el hecho de alcanzar la perfección a pesar de la discapacidad. Sino alcanzarla a causa de la discapacidad. En el soneto hay también ese desafío. Se supone que el verso libre te da todas las posibilidades de alcanzar los mejores versos. En cambio el soneto te encarcela en once sílabas de catorce. Pero, por alguna razón, quien consigue componer un buen soneto siempre es más hábil que el que compone un verso libre excelente.

—No sé —me dice Chiri—. Es muy rebuscado. A mí me maravilla otra cosa en Lavand, y no tiene que ver con que sea manco. Su forma de contar las historias, o su obsesión por la lentitud en los trucos. ¿Vos veías Las manos mágicas en la tele?

—¡Sí! Era el mejor programa de magia del mundo. Además, inauguró algo que ahora es muy habitual: la demostración y la explicación de un truco de magia. Ahora lo hacen Penn y Teller, dos magos yanquis muy odiados por el gremio. Te explican cosas muy bestias, no sé si me gusta del todo conocer los trucos.

—En Las manos mágicas te explicaban trucos chiquitos, con cartas, monedas, billetes, sogas y cosas que podías encontrar en tu casa, como los objetos que maneja René.

—Nosotros íbamos a la escuela a la mañana, y solamente veíamos esos cortos en vacaciones, o cuando estábamos engripados. ¿Pero sabés qué? En la memoria tengo la impresión de que eran infinitos, nunca se repetían.

—Según dice en internet se hicieron, en total, ciento treinta cortometrajes. Y se pasaron en un montón de países. Mirá qué loco eso: las manos eran del ilusionista Leo Behnke, pero el narrador se llamaba George Mather. Y en esa época también los magos estaban enojadísimos, porque les cagaba los trucos.

—Yo me acuerdo que pasaban esos cortos antes de El Show de los Tres Chiflados.

—Hoy el mago Behnke es la mano derecha de David Copperfield —me informa Chiri.

—El supuesto mejor mago del mundo.

—Es el que tiene más presupuesto para hacer desaparecer un barco. Pero el mejor es René.

—Copperfield será muy famoso y lo que quieras, pero nunca le compusieron un tango.

—¿A René sí? —pregunta, curioso.

— Sí. Está en un disco que tenía mi abuelo: Suburbios del alma, de Marcelo Mercadante.

—¿Y ese quién es?

—Ni idea, pero canta un tango que se llama “Nunca juegues al póker con René Lavand”.

—Por el amor de Dios —dice Chiri—, decime que lo sabés cantar.

—Obvio. Escuchá el principio —y le canto—: “Nunca intentes pelear con Ricardo Bauleo / Nunca le hables de amor a Libertad Leblanc / No te creas Don Juan si no sos ni Romeo / si sos de San Lorenzo y ella es de Huracán”.

—No, por favor —dice riéndose—, lo estás inventando para hacerme doler la panza.

—No, existe: “Nunca dejes de soñar aunque sean pesadillas / Los malos pensamientos un día se irán. / Nunca digas ‘y todo por una costilla’. / Nunca juegues al póker con René Lavand”.

—¡Qué increíble! Es un espanto maravilloso.

—Sí. Lavand se merecía algo mejor.

—Ojo, porque sí tuvo un homenaje literario impecable: René aparece como personaje en la novela Crímenes Imperceptibles, de Guillermo Martínez. En una de las escenas del libro, Lavand hace una exhibición en Oxford, y pide “más luz”. ¿Por qué? “Quiero que lo vean todo”, dice René, mientras baraja con una mano.

—Hablando de homenajes literarios impecables —le digo a Chiri—, ¿ya leíste lo que nos mandó Rodrigo Solís sobre su hermana?

—Yo fui siguiendo, en directo, todo este asunto que cuenta Rodrigo sobre su hermana y la coronación —le digo a Chiri—. Rodrigo es un lector de Orsai de la primera hora, firma como “Pildorita de la felicidad”. Un grandísimo muchacho.

—En el relato se nota que hay una gran complicidad entre los dos hermanos —me dice Chiri—. Está escrito con las tripas, es hermoso.

—Sí, gran texto. Quizá un homenaje a “Bicho” para equilibrar las cagadas que se mandó “Pildorita” en la prensa, y que casi hace desestabilizar la carrera de su hermana.

—Hablando de arruinar carreras… Hay un muy buen perfil sobre otra reina de belleza: “Miss Mundo ya no es de este mundo”. Lo escribió Daniel Titinger, editor de Etiqueta Negra.

—¿Sobre quién? —le pregunto.

—Sobre la peruana María Julia Mantilla, Miss Mundo en 2004. En Perú Maju era intocable, una especie de deidad celestial, inmaculada y rebosante de bondad, hasta que llegó Titinger y la bajó a la tierra. En la tierra, por ejemplo, el ángel había pasado por el quirófano más de una vez. Y Daniel lo contó. Me parece que todo el entorno de Maju lo cagó a puteadas. Pero no lo entendieron, porque el perfil habla de otra cosa… Trata de desentrañar cómo se construye una leyenda. La crónica fue publicada en algunas revistas y, la versión definitiva, en el libro Dios es peruano, Historias reales para creer en un país, de editorial Planeta.

—¿Quién es la mujer más linda del mundo? —le pregunto a Chiri.

—Eso va por épocas —me contesta—. Actualmente, yo creo que la más linda es Camila Vallejo, la presidenta de la Federación de Estudiantes de Chile.

—¡Ah! —grito—. El otro día estuve como seis horas mirando videos de ella en YouTube. ¡Qué inteligencia, qué manejo de la retórica, qué tetitas! Al verla, uno no sabe si hacerse socialista o hacerse una paja. ¿Y de todas las épocas?

—Lindsay Wagner o Grace Kelly —me dice Chiri, con autoridad—. Una vez los italianos hicieron un concurso de belleza eterna, algo bastante absurdo. Participaron ciento veinte mujeres del arte anterior al siglo veinte. La ganadora fue Paolina Bonaparte Borghese, la hermana de Napoleón. Era pelirroja, y dicen que estaba buenísima, y que la gente se desmayaba cuando la veía.

—¿Sabés qué es el Síndrome de Stendhal?

—No —me dice.

—Una enfermedad que te agarra cuando te exponés a la belleza extrema —le cuento—. Se te sube el ritmo cardíaco, sentís vértigo y alucinaciones. Se llama así porque Stendhal experimentó el fenómeno durante una visita a la Basílica de Santa Cruz, en Florencia. Lo contó en un libro que se llama Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio.

—Rodrigo parece estar en contra de la belleza y a favor de la inteligencia —dice Chiri—. Pero después, al final del relato, reconoce los sacrificios de su hermana. Ese final es hermoso.

—A mí me hizo llorar —le confieso.

—Estás cada día más puto.

—Es que los conozco a los dos, y me dan ternura. Además “Bicho” es una chica increíble.

—Sí, está buena.

—No hablo de su belleza —le digo—. La conozco, es hermosa por dentro.

—¿Conocés a Miss México? ¿Personalmente?

—Personalmente no. Pero dos por tres me manda videos —le digo.

—¿Cómo videos? ¿Qué videos?

—Videos privados, solamente para mí.

—Me estás jodiendo.

—No. En serio —le digo—. Me manda videos.

—¿Y qué dice tu mujer?

—Se lo conté, y no me cree. Le parece imposible que Miss México me mande videos privados a mí —le digo—. En mi matrimonio, la incredulidad analógica es mucho más fuerte que los celos digitales.

—Yo creo que habría que parar el mundo una media hora, juntarnos todos y decidir si realmente constituye infidelidad lo que uno hace, lo que uno mira y lo que uno dice en internet —le digo a Chiri—. O ponemos reglas, o nos volvemos locos.

—Lo que pasa es que el cambio de lo analógico a lo digital fue muy veloz —dice Chiri—. Yo me acuerdo que, no hace mucho, los cónyuges buscaban rastros en los bolsillos del otro, en el perfume… Era fácil esconder esas pruebas.

—Claro —le digo—. Ahora en cambio hay que ser Técnico Superior Avanzado en Comunicaciones.

—Yo conozco infieles que se pasan tres días a la semana eliminando historiales, limpiando los mensajes del móvil, borrando cachés, dando de alta cuentas falsas de mails, componiendo contraseñas seguras… Los pobres no tienen tiempo ni para ir a un hotel con la amante.

—Como dice Carelli Lynch en su ensayo, los celos son sentimientos del pasado. Ahora hay otra cosa, más intensa y más rápida que los celos.

—Algo más parecido a los trastornos obsesivos compulsivos —me dice Chiri—. Internet le dio una velocidad infernal a los sentimientos.

—¡La gente se enamora en veinte minutos, Christian Gustavo, es increíble! Se conocen en Facebook a la mañana, tienen sexo virtual por Skype a la tarde, fantasean con los nombres que le pondrán a sus hijitos a la noche, al día siguiente le dicen a su entorno que están enamorados por Gtalk, y dos horas después tienen celos por algo y se pelean por mensaje de texto.

—Yo creo que es mejor así —dice Chiri—. Antes todo ese infierno duraba dos años aburridísimos. Y el celoso tenía que indagar, que presuponer, que sospechar… Pensá en Otelo. El negro pierde la cabeza, se deja engañar y sufre como un chancho.

—Venecia, siglo XV —le digo—, no había wi-fi.

—¡Claro! Es todo muy lento, muy denso. Otelo es un general negro, celoso de su esposa blanca, Desdémona. Ella ama a Otelo. A él los celos se los provoca uno de sus capitanes, Yago, un gran villano de la literatura.

—Y le come la oreja muy bien…

—Con intrigas y falsedades. Le cuenta barbaridades sobre Desdémona, le dice que es putarraca, y hace que crezca la desconfianza de Otelo hacia ella, hasta que pasa lo que pasa.

—Parecés una vieja hablando así.

—A su vez Yago también hace todo por celos. Para mí que él ama a Otelo y lo cela con Desdémona. A la que odia de verdad es a Desdémona. Una historia muy analógica, muy rebuscada.

—Rebuscada como la cabeza del celoso —le digo—. Fijáte que lo mismo pasa en El túnel, la novela famosa de Sábato. El protagonista, Juan Pablo Castel, es un celoso tremendo. El tipo enloquece de celos, un obsesivo…

—Una suerte de Otelo porteño. ¿Serán en todas partes iguales los celos?

—A mí me gusta identificar países celosos —le cuento a Chiri—. Por ejemplo, España le tiene celos a Francia. Se nota muchísimo.

—Y nosotros le tenemos celos a Brasil. Cada campeonato del mundo es una puñalada.

—Pero por suerte existe Chile.

—¿Chile nos tiene celos? —pregunta Chiri.

—¡Obvio!

—Pero eso lo decís vos, que sos un provocador… No lo dicen los chilenos.

—Algunos lo reconocen. Hay un texto de Rafael Gumucio que se llama “Buenos Aires como ofensa” —le digo—. Buscálo, está en internet. En una parte dice: “Buenos Aires aplastó todos los intentos de la clase dirigente chilena por imprimirle grandeza a su capital. Pero Buenos Aires no solo exhibió su propia grandeza, sino que se robó la nuestra”. Es un gran escritor Gumucio, atento.

—Nunca le pedimos ningún relato a un escritor chileno para la revista —me dice Chiri—. Ya va siendo hora.

—¡Ah, esas épocas en las que volvíamos a la casa materna sin ser ya adolescentes! —le digo a Chiri—. Qué humillación sorda regresar al nido con veintipico de años, disfrazando la pereza con un manto de fragilidad.

—A todos nos pasó —me dice—. Llegás sin plata, con un bolso lleno de ropa sucia y con los últimos diez pesos en el bolsillo. Y tu madre tiene que cambiar las sábanas de tu habitación de la juventud, y vos te das cuenta que las patas ya te quedan afuera de la cama…

—Tu mamá te hacía la cama porque es buena —le digo—. Mi vieja, en cambio, ponía cara de orto una semana entera.

—De todos modos, los regresos al nido de Gumucio fueron mucho más interesantes que los nuestros —me dice Chiri—. Una cosa es volver a Mercedes con el caballo cansado, y otra es irse a París. Si la casa de mi vieja hubiera estado en París, mi pereza inmadura de los años noventa hubiera durado hasta hoy.

—Ahora Gumucio es un tipo mediático —le digo a Chiri—. Es director del Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales. Ese es un excelente cargo. También es humorista y locutor del programa Desde Zero, en Chile. Y no solo vivió en Francia, también acá, en España.

—En su relato cuenta que en Madrid se hizo amigo de Marcos Giralt Torrente, el escritor, nieto de Gonzalo Torrente Ballester, que a su vez escribió la trilogía Los gozos y las sombras.

—No hace mucho leí un libro de Marcos Giralt —le digo—. Se llama Tiempo de vida. Hacía mucho que no leía una novela con tantas ganas.

—¿Sobre qué es?

—Habla sobre su padre muerto, un pintor famoso en España. La narración es muy despojada, cruda, no es del todo un homenaje, no hay nada complaciente en ese libro. Incluso le reprocha muchas cosas al padre. Una relación compleja, de encuentros, desencuentros, cosas no dichas, cuentas pendientes, respeto, desconfianza…

—O sea, cero ficción.

—Cero. Marcos habla con voz propia, no inventa pero tampoco se pone subjetivo, nada de pelotudeces ni piripipí.

—Está bien que Gumucio y Giralt sean amigos entonces —sospecha Chiri—. La figura fuerte del padre, la necesidad de escribir para entender, también se relaciona con el relato de Rafael: la figura de Pinochet, presente en muchos chilenos como una figura paternal nociva, dañina, que de alguna manera se necesita explicar para entender.

—Sí. Él dice algo que muchos pensamos en la época que Pinochet estuvo detenido en Londres: lo horrible que debe resultar saberse viejo, cansado, en el final de la vida, y tener que soportar la humillación de un juicio, de unos aislamientos, unos viajes involuntarios… A mí me encanta cuando un dictador viejo no puede descansar en paz con sus nietos. Entiendo que no es una justicia absoluta, pero por lo menos aquel que fue un hijo de puta ahora siente una piedra en el zapato.

—Qué hermoso quilombo que están haciendo los estudiantes chilenos —me dice Chiri—. Eso también es una piedra en el zapato para los pinochetistas y la derecha rancia. Gumucio escribió su relato para Orsai en medio de todas las manifestaciones, y se nota.

—Asume que es chileno, y punto. Lo dice en una de las mejores frases del texto: “Ser de aquí, no moverme, asumir mis límites, cavar la zanja más al fondo y no más lejos”. También me gusta el título, Exilio en segunda.

—¿Es adrede o pura casualidad que el relato que sigue al de Gumucio también nazca de un exilio y de un regreso? —me pregunta Chiri.

—¡Es verdad! —digo—. Xtian vivía en San Francisco y sintió la necesidad de volver. Y también habla de su madre, y de sentirse fuera de foco.

—Hacelo pasar entonces.

—Sí, pobre Xtian, lo estamos haciendo esperar afuera, vestido de hawaiana.

—Me alegra mucho publicar a Xtian en la primera etapa de la revista —le digo a Chiri—. Primero porque escribe bárbaro, pero también porque estuvo en Orsai desde el primer día. Y siempre con generosidad, dando buenos consejos.

—¿Lo conocés personalmente?

—Lo vi dos veces nada más, en Buenos Aires. Pero lo leo siempre, y chateamos mucho por épocas, es un gran recomendador de literatura.

—¿Alguna vez te quiso coger?

—¡No!

—Porque creo que es un “Oso” —me dice Chiri—. Es una rama de los putos en donde son todos gordos barbudos. Y vos entrás de cajón en esa categoría. Y si a eso le sumás que te hacen llorar las películas, y que tu papá siempre pensó que eras puto…

—No. Xtian nunca se me insinuó —le digo, para cerrar la conversación.

—No sé —me dice Chiri—. Me quedo con la duda. Yo creo que alguna vez Xtian y vos se chuparon o algo. Vos deberías escribir cosas gay. Deberías ser un escritor gay. Te iría mucho mejor que siendo solamente un escritor gordo.

—A mí me gustaba mucho, en los noventa, ser un escritor joven. Estaba buenísimo. Mi primer cuento apareció en una antología de jóvenes cuentistas. Era hermoso ser una promesa.

—Me molestan esas antologías —me dice Chiri—. ¿Quién decide cuándo un escritor es joven?

—En general —le digo— es hasta los treinta y cinco. Después ya sos maduro.

—Sin embargo nunca se hacen antologías de cuentistas maduros.

—Es que la juventud es una cualidad loable. La gente dice: “Miren a ese muchacho, es joven y podría estar haciendo cualquier cosa divertida, sin embargo escribe”.

—En ese caso alguien debería compilar otras antologías loables. Ser joven no es la única rareza.

—¿Qué otras hay? —le pregunto.

—Son mucho más dignos los escritores lindos —me dice Chiri—. Yo no entiendo por qué un tipo lindo se sienta a escribir. Si ya es lindo, si ya tiene ese tema resuelto, ¿para qué escribe? Vos, por ejemplo, si fueras lindo, ¿escribirías?

—Ni en pedo.

—¿Ves? —me dice—. Tendríamos que hacer una antología de escritores lindos. Se la merecen mucho más que nadie.

—Está mal clasificar escritores, pero ya que estamos hablemos de putos que escriben bien.

—El primero es Puig —me dice Chiri—. Pienso en El beso de la mujer araña, que está escrito en forma de diálogo. Cuenta la historia de dos presos que viven en la misma celda, uno acusado de corrupción de menores, el puto; y otro activista político, el macho. Hay una escena memorable en ese libro: cuando el puto le cuenta al guerrillero fragmentos de películas.

—Otro es David Leavitt —digo yo—. Me acuerdo de una novela que leímos, de Leavitt. Nos la pasó Rodrigo Lara, ¿te acordás?

—También se la devolvimos.

—Qué imbéciles éramos en esa época. Se llamaba Mientras Inglaterra duerme. La historia de dos pibes. Uno, un escritor frustrado mantenido por su tía. Y el otro un trabajador de trenes.

—Y después está el libro emblemático de Reinaldo Arenas —dice Chiri—, que se llama Antes que anochezca. Lo escribió antes de suicidarse.

—Un libro melancólico, lindo —le digo.

—¿Y literatura lesbiana? ¿Leíste algo?

—Me gusta más la literatura escrita por varoneras —le digo—. Mujeres que tienen amistades masculinas. Caro Aguirre, por ejemplo. Gabriela Wiener. Josefina Licitra. En cada número de Orsai tuvimos a una varonera.

—Sonia Budassi es varonera —me dice Chiri—. Escribió una crónica buenísima sobre el Apache Tévez. Ahí se nota que es varonera.

—¿La llamamos para el número cuatro?

—Llamála vos, que sos puto.

—A Sonia Budassi la conocí en una antología en la que también aparecés vos —me dice Chiri—. Uno a Uno, de Mondadori. Y después leí ese cuento alucinante sobre Carlitos Tévez, en el que le declara su amor incondicional.

—¿Al Apache? ¿Le declara su amor?

—Sí. Lo persigue por todas partes; quiere hacerle una entrevista para un libro sobre él, que finalmente publica, pero de a poco se va obsesionando y al final te encontrás con una cronista enamorada de su personaje.

—Nació en Bahía Blanca, la tierra de Guillermo Martínez.

—Es verdad —me dice—. Y es cofundadora, y coeditora, de un sello independiente de narrativa, Editorial Tamarisco.

—Yo tengo libros de Tamarisco, están muy bien.

—A Sonia la conocí personalmente acá en Barcelona, este año —me cuenta Chiri—. Tomamos una cerveza en las mesitas del Café Zurich, frente a Plaza Catalunya. Hacía frío. Era invierno y ella había venido por una beca, creo. Hablamos de su oficio de editora, del trabajo que implica llevar adelante una editorial independiente y cosas por el estilo. Tamarisco hace un gran trabajo. Uno de ellos es descubrir buenos autores. Publicó 76, de Félix Bruzzone. Un gran libro de un autor joven, de los mejores que hay ahora en Argentina. Pero el siguiente libro de Bruzzone, Los Topos, salió por Mondadori.

—¿Por qué?

—Es imposible competir con los grandes sellos, que muchas veces se sirven de las editoriales pequeñas para descubrir autores que funcionan.

—Mirá vos —le digo—. O sea que las editoriales chiquitas, las que editan a pulmón, hacen el trabajo de riesgo, hacen la búsqueda de nuevos talentos, mientras los tiburones miran y solo publican lo que es seguro.

—Y cuando una editorial chiquita da en la tecla y descubre un autor nuevo, y hace que una obra inédita se venda más o menos bien, ahí vienen los tiburones a robarse el premio.

—¡Qué bonito! —le digo a Chiri—. Cada vez me gustan más las editoriales grandes. Son unas empresas llenas de amor. Le están haciendo un favor enorme a la literatura.

—Los libros de Tamarisco son siempre originales. Ediciones cuidadas. Ahora acaban de editar a Julián Troksberg, autor de La ruta hacia acá; un pibe que también promete. Ojalá que lo puedan seguir publicando. “La ruta hacia acá”, uno de los cuentos del libro, se puede descargar en pdf. Está muy bien. Es un pibe que no escribe por obligación. Escribe cuando tiene ganas. Como Tamarisco, que publica cuando tiene ganas. Que es la mejor manera de publicar.

—¿Sabés qué me gustaría? —le digo—. Cuando Comequechu abra el bar en Buenos Aires, estaría bueno poner una zona para vender libros de editoriales independientes, sin comisión.

—¿Cómo sin comisión?

—Sin llevarnos la parte que se lleva la librería, o el lugar que vende libros —le digo—. Me gustaría que las editoriales nos hagan llegar sus libros y que la venta sea completa para ellos. De esa manera, la gente puede ir al bar a buscar libros que no sean los de siempre. Y ayudamos a las editoriales chicas.

—Está bueno —me dice—. Obviamente van a estar los libros de Editorial Orsai también, ¿no?

—Claro. Y también las revistas. Cuando abra el bar —le digo—, voy a llamar por teléfono todas las noches, desde Barcelona, para hacerle a Comequechu las mismas cachadas que le hace Bart Simpson al cantinero Moe. Le voy a romper las pelotas toda la noche.

—¿Todavía hacés cachadas por teléfono?

—Estuve diez o quince años retirado —le confieso—, por el problema aquel que tuvimos. Pero desde que estoy en España volví a despuntar el vicio. No sé por qué.

—La nostalgia —me dice—. Hay maldades de la juventud que no se pueden olvidar.

—Para la presentación de la revista en Mercedes yo quería llamar al doctor Tangalanga para que hiciera una cachada en público —me dice Chiri, compungido—, y vos no quisiste porque te pareció poco literario.

—En esa época yo era un intelectual presumido.

—Fue hace menos de un año.

—Pero tenías razón: hubiera sido genial.

—El doctor Tangalanga es un gran maestro de la improvisación —me dice Chiri—. Mirá lo que dice su entrada en la Wikipedia: “Ha vendido más de doscientos cincuenta mil copias, convirtiéndose en el bromista telefónico más exitoso de todos los tiempos”.

—Bromista telefónico —subrayo—, ¡es una profesión! Podríamos habernos dedicado.

—¿Sabés como empezó su carrera?

—No.

—Fue en 1964, grabando cachadas telefónicas para entretener a un amigo que estaba en cama, en recuperación. Al final el amigo se murió y él dejó de hacer grabaciones. En 1980 le agarró hepatitis. Se aburría muchísimo. Los amigos lo convencieron de que volviera a la práctica de las cachadas. Le llevaban avisos clasificados para que él llamara. Y fueron los mismos amigos los que empezaron a prestar los casetes con esas grabaciones, que a su vez empezaron a ser regrabados y multiplicados hasta el infinito…

—Qué hermoso es el boca a boca —le digo—, pasan cosas muy raras cuando la gente da su veredicto.

—Tu cuento “Canelones” debe ser el que más dudas genera en el lector, ¿no? Todos quieren saber cuánto hay de verdad en la historia de la vieja.

—Todo es verdad, lamentablemente.

—Sí. En general sos un exagerado y un mentiroso, pero esa tarde las cosas pasaron así. Y te quedó mucho tiempo esa sensación rara de haber sido malvado en serio.

—Unos pocos años después del suceso —le digo— publiqué una primera versión de esa anécdota en el diario Protagonistas de Mercedes. Y no estoy seguro, pero creo que al final le pedía perdón a la vieja, sospechando que ella (como todas las viejas del pueblo) leía Protagonistas.

—Qué loco —me dice Chiri—. No sabía eso.

—Habría que pedirle a Andrecito Monferrand que se pase por la hemeroteca del diario, a ver si encuentra ese artículo.

—El día que publicaste “Canelones” en el blog —me dice Chiri—, al leer el título yo pensé que por fin le ibas a hacer un homenaje a Uruguay.

—¿Leíste la noticia? —le digo—. Puede que se pudra otra vez la relación entre argentinos y uruguayos. Primero fue Gardel, después las papeleras, y ahora se meten con el nacimiento de Tita Merello.

—¡Tita es nuestra! —grita Chiri—. No se metan con Tita porque no respondo de mí.

—Según ellos, no es nuestra. Un diputado uruguayo dijo que Tita Merello nació en Canelones, y que tiene pruebas —le informo—. El diputado pidió defender “nuestro patrimonio cultural”. Dice que Tita nació en la localidad canaria de San Ramón, el 18 de enero de 1911, con el nombre de Ramona Blanquelina Meireles, hija de María Meireles y “de padre desconocido”.

—Un día nos vamos a despertar uruguayos.

—Ojalá —le digo—. Mi admiración por los orientales sigue intacta. Tierra de grandes escritores. Me acuerdo de Ángel Rama, que agrupó a algunos escritores uruguayos bajo el nombre de “los raros”. Gente que no identificás con ninguna corriente. Felisberto Hernández, por ejemplo. Armonía Somers, José Pedro Díaz…

—Mario Levrero.

—Por supuesto. El gran Levrero. Hay otros también: Marosa di Giorgio, Felipe Polleri.

—¿Y Leo Maslíah?

—No sé si Ángel Rama lo incluiría en esa lista de extravagantes. ¿Pero alguien puede dudar de que Maslíah es “raro”?

—La otra noche, charlando con el grabador abierto, hablábamos de las dificultades de los países muy grandes —le digo a Chiri—. Con Uruguay pasa todo lo contrario. La forma de contactar con Maslíah fue muy “uruguaya”.

—Cotidiana, veloz y pueblerina. ¿Cuánto tardaste en dar con él?

—Ocho minutos —le digo—. En el momento que decidimos pedirle algo a Leo, yo pensé: “¿Qué uruguayo conocido nos puede dar su teléfono, o su mail, para empezar un contacto?”. Por supuesto, enseguida pensé en nuestra amiga Laura Canoura. Le mandé un mail rápido, preguntándole si tenía algún dato de Maslíah. Me contestó a los pocos segundos: “Claro. Mi novio es su primo, ahora le digo que te llame”. Un rato después teníamos su cuento inédito en la casilla de mail. ¡Uruguay es un pueblo, se conocen todos!

—El cuento tiene una atmósfera extravagante, con detalles muy sutiles —me dice Chiri—. Como la cabeza de Maslíah. ¿Sabés a qué me hizo acordar?

—A qué.

—A los climas de las películas de Charlie Kaufman. El otro día volví a ver Adaptation (“El ladrón de orquídeas”). Es genial. Kaufman es un creador raro, muy personal.

—Escribió un montón de pelis buenas: Being John Malkovich, Eternal Sunshine of the Spotless Mind… Todas muy extrañas, de climas densos. A mí también me encantan, son impresionantes.

—De hecho —me dice Chiri—, el personaje del cuento de Maslíah, el único Papá Noel del mundo, es de apellido Kaufman. ¿Será casualidad?

—Excelente detalle, querido amigo.

—Yo creo que a Maslíah le deben gustar las películas de Charlie. Aunque el Kaufman de Maslíah es un Papá Noel muy sui géneris, como el de la película Rare exports: A Christmas Tale, que ganó hace poco el festival de Sitges. ¿Viste algo?

—No, ni idea.

—Es una película finlandesa —me dice Chiri—, de la tierra de Papá Noel antes de que se lo apropiara Coca-Cola y lo reinventara, y le pusiera los colores rojo y blanco. En esta peli, Papá Noel es un demonio que se come a los niños que se portan mal. La dirige Jalmari Helander. No vi la película, pero sí los dos cortos que la preceden. Buscá en YouTube Rare Exports Inc. Son dos cortometrajes, de siete minutos uno, y diez el otro. El primer corto explica el origen de la compañía Rare Exports, una empresa que entrega papanoeles reales, cada Navidad, a ciento ciencuenta países del mundo.

—Excelente idea para un corto —le digo.

—La empresa está formada por cazadores que capturan a los papanoeles salvajes que viven en los bosques de Laponia; los domestican, los embalan y los exportan para que cumplan la función de ser Papá Noel en diferentes países del mundo.

—¿Y el otro?

—El segundo corto también es bárbaro. Presenta instrucciones oficiales de seguridad y está dirigido a los países receptores de los papanoeles, porque estamos hablando de una bestia muy peligrosa que necesita ser desembalada con muchos recaudos.

—Alucinante —le digo—. Me llama mucho la atención la cabeza de ciertos escritores y guionistas, que se mueven muy bien en unos mundos paralelos absurdos, fuera de los parámetros normales de la narración.

—¿Serán así todo el tiempo —pregunta Chiri—, tendrán esa cabeza en su discurrir cotidiano? Pensá en Maslíah, en la música que hace, en los cuentos que escribe; o en Kaufman, o en estos finlandeses… ¿Inventarán mundos también en el supermercado, o cuando hablan con sus hijos?

—Estaría bueno pedirle a un escritor, a uno que nos guste mucho —le digo—, un esquema de su inspiración. Un día de trabajo. Cómo piensa, qué lo interrumpe, cuánto narra, qué escribe…

—“Un día de trabajo en la vida de…”

—Sí, eso —le digo.

—Me encanta. ¿Y a quién le pedimos?

—Es eterna la historia del escritor que tiene que escribir y no escribe. O del que tiene que arreglar una ventana y no la arregla —me dice Chiri—. Ya habíamos bautizado a esto “pereza”. Yo creo que ahora el pecado se llama “procrastineo”.

—Me parece que se dice “procrastinación” —lo corrijo—, de todas formas es una palabra imposible, llena de erres.

—En los diccionarios habituales todavía no aparece —me dice Chiri—, pero en la Wikipedia sí. “La procrastinación —me lee— es el hábito de postergar actividades que deben atenderse, sustituyéndolas por otras más irrelevantes y agradables.”

—Yo insisto: tendríamos que encontrarle un nombre más fácil de pronunciar. Pero claro, ¿quién tiene tiempo de buscarle un nombre nuevo a la palabra, habiendo tanto porno para ver?

—Hay un sitio en internet muy interesante —me informa Chiri—, que se llama procrastinacion.org. Es una página en donde el procrastinador profesional encuentra toda la información que necesita.

—¿Para curarse?

—No, para seguir siendo un perezoso, pero con técnica. El lema de la página es “el arte de la postergación”.

—A mí me cuesta muchísimo escribir sin estar conectado a internet —le confieso—. Pero al mismo tiempo esa conexión intrusiva me dificulta la concentración. Escribo un párrafo, miro un mail, escribo otro párrafo, me fijo cuándo juega Racing, corrijo un párrafo, me habla Comequechu por Skype… Es muy denso todo.

—Hay un programita que instalás en la máquina y toda la pantalla se te pone en negro. Es para escribir y nada más. Letras verdes sobre fondo negro, como en las épocas de WordPerfect. No te deja ni poner cursivas. Te bloquea todos los sonidos de correos entrantes, o twiteos, o boludeces por el estilo. Te impide la navegación. Solamente te permite escribir.

—¿Cómo se llama? —le pregunto.

—Ni idea. Lo puse una día y me duró seis minutos. Lo borré, asustadísimo. No se puede vivir en semejante oscuridad.

—Es como ir al casino a dejar tus datos para que no te dejen entrar —le digo.

—Yo hace rato que le tengo que mandar un libro a Birmajer —me dice Chiri—, pero lo postergo. Procrastineo.

—¿Qué libro?

—Uno de Somerset Maugham. Una vez leí que colecciona primeras ediciones de este escritor, es francés. Y en la biblioteca que heredé cuando me fui a vivir a Luján y en donde encontré también el libro de Guareschi, di con una primera edición de un libro de Maugham: Andalucía. El libro es de 1947, está un poco hecho mierda, y ahora no me acuerdo la editorial. Pero en ese momento pensé que era para Birmajer y nunca me hice tiempo de hacérselo llegar.

—Los autores favoritos de Birmajer son este Somerset Maugham y otro que se llama Isaac Bashevis Singer, un polaco. No son autores que otros escritores prefieran. Me gusta eso.

—A mí me encantan los consejos para escritores de Birmajer. Buscálos en Google —me dice Chiri—. El consejo número seis dice: “No insista con que los personajes se le aparecen en el toilette, en la cocina y en la cama. Todos sabemos que miente”.

—¡Muy bueno! —festejo—. Habría que dar esa clase de consejo en las escuelas, en las clases de literatura. En vez de tanta cosa aburrida que se enseña y que los chicos se olvidan al rato.

—Luis Pescetti tiene unas cartas para chicos que son espectaculares —me dice Chiri—. En una incluso les aconseja a los alumnos escapar de las escuelas, salir disparando.

—¿Están editadas esas cartas?

—Estoy casi seguro que no. ¿Por qué? ¿En qué te quedaste pensando?

—En 2009 viajé a Buenos Aires para el estreno de la obra de Gasalla —le digo a Chiri—. A la salida me saludó bastante gente. Entre ellos un señor de anteojos que se presentó como Luis Pescetti. Yo no tenía la menor idea de quién era.

—De hecho, te lo dije yo después, por teléfono.

—Claro, porque vos vivías en Buenos Aires, y tus chicos tenían sus libros y sus discos. Yo lo descubrí más tarde: me mandó un montón de material a Barcelona, para Nina. Y ahí lo empecé a leer, y a querer. Es un tipo divertidísimo.

—Tiene una página muy completa —me dice Chiri—: luispescetti.com. Hay una muy buena selección de textos y cuentos para chicos, canciones, letras, partituras, audios… Pero lo loco es que también hay ensayos, análisis y comentarios que pueden leer tranquilamente dos pelotudos grandotes como nosotros. Hay charlas, videos y apuntes de todo tipo. Se nota mucho que al tipo le importa de verdad comunicarse con los chicos.

—Según Daniel Samper Pizano, Pescetti es un hombre del medioevo, pero mucho peor: un hombre del medioevo con acceso a la red.

—Claro, eso es fundamental. Y además, con una experiencia tremenda: llegó a laburar para pibes desde su actividad profesional, porque es musicoterapeuta y pedagogo. Está muy interesado en la educación. Con UNICEF diseñó publicaciones para docentes sobre el uso pedagógico del humor y de la música.

—¿Sabías que a Pescetti le gusta Ken Robinson? —le digo a Chiri. Ken Robinson es un educador y escritor británico, experto en creatividad y calidad de la enseñanza. Un genio absoluto.

—¡No podía ser menos! —dice Chiri.

—En su página, recomienda el video “Do schools kill creativity?”, la presentación de Robinson en las conferencias TED.

—No debería haber nadie en el mundo que no vea y escuche y disfrute esa conferencia. Además de ser inteligentísimo, es un tipo muy gracioso. Te recomiendo un libro de Robinson, pero leélo ya. Se llama El elemento. Todo consiste, según él, en que cada uno de nosotros descubra su elemento.

—Parece una definición de autoayuda —le digo.

—Pero no lo es. La importancia de detectar el talento y las aptitudes, las características particulares de cada pibe y de nosotros mismos, es fundamental. Además tiene entrevistas a gente alucinante que encontró su elemento. Matt Groening, por ejemplo.

—¿Qué loco, no? —le digo—. Nuestros padres no le daban la más mínima pelota a la pedagogía, a las nuevas formas de educación, a eso que vos llamás el elemento.

—No. Eran otros tiempos.

—Nos mandaban a la escuela y buenas noches. A una escuela de mierda, además, con profesores desganados…

—Menos una.

—Sí, menos Cristina Canata, pero los demás eran de terror. Nos mandaban ahí y después nos educaban como podían —le digo—. ¿Serán mejores que nosotros, nuestros hijos?

—Capaz que nuestros hijos no —me dice Chiri—, pero cada vez hay más gente pensando en una nueva educación. Capaz que nuestros nietos.

—Ojalá.

—Te recomiendo la lectura de Un manual para ser niño, de García Márquez —me dice.

—Bueno. Ya que estamos, yo te recomiendo las series para chicos Natacha y Frin, de Luis Pescetti. A Nina le encanta —le digo yo. 

Me quedo callado, con la mente en blanco.

—¿En qué pensás? —me pregunta.

—En que no tengo la menor idea de cómo hilvanar esta charla con el texto que viene.

—Despreocupáte —me dice—. No hay manera. ¿Con qué lógica se puede presentar un cuento inédito de Mario Bellatin, ilustrado por Luis Alberto Spinetta? ¿En qué cabeza cabe?

—Es verdad —digo—. No hilvanemos.

—Les tengo un cariño extraterrestre a las páginas de Bellatin y Spinetta —le digo a Chiri—. Los dos son muy grandes, y en un punto tienen algo que los une. Un afán real de experimentar con el don, con el “elemento”, como te gusta decir.

—¿Leerá Spinetta los libros de Mario? —me dice—. ¿Escuchará Bellatin la música de Luis? Yo fantaseo con que no se conozcan, y que cuando reciban la revista se empiecen a leer y a escuchar, y que se hagan amigos.

—¿Querés ser una celestina?

—Sí.

—Yo creo que sí se conocen —digo—. Spinetta es uno de los fundadores del rock argentino. Una carrera impecable de casi cuarenta y cinco años. Si alguien en Latinoamérica no escuchó nunca “Muchacha ojos de papel”, hay un problema.

—Y a la vez —dice Chiri—, Bellatin es una de las estrellas literarias en español, un performático.

—¿Un qué?

—Performático —repite—. Bellatin llevó sus performances a rango artístico, creó personajes que lo representan en escena.

—Es manco —recuerdo—, el segundo de esta revista, si contamos a Lavand.

—Mirá lo que dice mi amiga varonera Sonia Budassi, sobre Bellatin —me lee—: “Sus libros se reseñan y se festejan junto a las fotos del autor, su brazo ortopédico y su mirada profunda le suman ingredientes a la ‘rareza literaria’”. Y se pregunta: “¿Qué mágico atractivo contienen sus libros, y qué efecto de lectura provocan? ¿Qué deslumbra a los críticos?”.

—¿Y se responde? ¿O solamente se hace las preguntas?

—Me gusta lo que se responde. Oí: “Bellatin se presenta a sí mismo como una rara avis; sus performances (entre la farsa y el histrionismo) acompañan su obra, plagada a su vez de autorreferencias. Desde luego, el rol protagónico está concentrado en su brazo ausente y sus respectivas prótesis, que han servido de metáfora a críticos que gustan hablar de su ‘ortopedia narrativa’. En México dicta un taller literario. Entre sus ‘controvertidos’ métodos, desaconseja escribir”.

—Desaconsejar escribir es un consejo fantástico —le digo a Chiri.

—Aconsejar leerlo, también.

—Mi primera lectura de los “33 textos para introducir al cerdo”, el relato que publica en Orsai, fue muy intenso —le digo—. Fantaseé con la posibilidad de que me estuviera contando una serie de sueños, retazos de sueños, escritos a las apuradas por la mañana, justo al despertarse. Es muy lindo leerlo de ese modo.

—Hablando de literatura fragmentada —me dice Chiri—, o de literatura onírica, me hiciste acordar de Un paseo por la literatura, de Bolaño.

—¡Claro, una enumeración de sueños!

—La de Bolaño empieza así: “Soñé que Georges Perec tenía tres años y visitaba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era un niño precioso”. Los fragmentos van del uno al cincuenta y siete, y son hipnóticos. El sueño diecisiete, por ejemplo: “Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño”. Uno más, el veintitrés: “Soñé que volvía de África en un autobús lleno de animales muertos. En una frontera cualquiera aparecía un veterinario sin rostro. Su cara era como un gas, pero yo sabía quién era”.

—Qué envidia me da la gente que sueña que está en África, que sueña viajes —me quejo—. Mis sueños se filman en interiores, son cortometrajes malos de alumnos que están en primer año de Cine, no tengo buena producción, no hay grandes escenarios cuando sueño.

—Si te pasa eso —me dice Chiri—, lo mejor es que hagas lo que hizo Albert Casals el año pasado.

—¿Qué hizo? —le pregunto.

—En vez de soñar que viajaba, agarró una mochila y se fue a la mierda.

—Qué lástima que no hayamos llegado a tiempo para el final del viaje de Albert —le digo a Chiri—. Nos vamos a quedar con las ganas de saber quién vive en esa granja misteriosa de Nueva Zelanda.

—Final abierto —me dice—. Hay muchas películas con final abierto. Pero yo creo que nos vamos a enterar. Me imagino que nos mandarán una foto o algo.

—Adrià Cuatrecases nos acaba de mandar un mail desde Singapur —se lo leo—: “Sabemos poco de Albert y Anna, porque la comunicación por mail es intermitente. Pero lo compensaron extendiéndose en su última remesa informativa. Vamos a exigir a la compañía aérea que aparte la niebla a gorrazos, porque necesitamos llegar a Nueva Zelanda antes de la fecha límite para el cierre de esta cuarta y última edición de Orsai”.

—Lástima, no llegamos a tiempo.

—No. Pero escuchá lo que me cuenta Adrià: “Nos tomamos un caro café en la terminal, asumiendo que nos han perdido las maletas, y pensando cómo no dejar esta historia incompleta. Incluso nos preguntamos si valdría la pena coger todas esas imágenes que habrán filmado con la cámara doméstica durante su viaje para hacer uno de esos tediosos vídeos de vacaciones. ‘Once meses de viaje darían para el mayor vídeo de vacaciones de la historia’, dice uno. ‘Duraría tanto como una peli de esas de Haneke’, dice otro. Y ya entre risas alguien suelta: ‘Juas, pues habría que proyectarla en los cines’. Entonces se hace un silencio”.

—¿Van a hacer una película? —pregunta Chiri, asombrado.

—Te sigo leyendo: “Aunque sea descabellado, lo discutimos en serio. Se oyen cosas como ‘¿No sería eso un documental sobre un chico único, y a la vez una historia de aventuras?’, ‘¡Y una de amor!’, ‘Yo creo que la podemos tener lista para 2012, con banda sonora original’, ‘Eso, y que la dirija alguien capaz de lidiar con esto como Marcel Barrena’, ‘Solo me atrevo si participan talentos como los de Víctor Torija, Laia Niubò, Albert Serradó, Andrea Ainsa, Ramon Olesti…’, ‘¿Y si llamamos a Oriol Maymó para que nos explique cómo coño se organiza una cosa así?’”.

—Entonces es verdad —dice Chiri—, están armando una película. Oriol Maymó es el productor de REC, la película esta de terror, tan famosa, que se filmó como un documental de ficción.

—Sí. Y todos los otros que nombra son de lo mejorcito del cine catalán… Así que ojo.

—Si les sale bien, por lo menos podremos saber si Albert y Anna llegaron a la granja de las antípodas. ¿Qué más te cuenta Adrià?

—Se pregunta si todavía queda gente que vaya al cine si no ponen una peli yanqui, o en 3D y con muchos efectos especiales.

—Yo creo que una película sobre este viaje de Albert, una especie de documental de aventuras, es bastante mejor que la mayoría de las películas que se estrenaron este mes en los cines de Sant Celoni.

—Eso seguro —dice Chiri—. Además va a ser raro ir al cine y ver a Anna y Albert en movimiento, contando todas esas historias que aparecieron en las páginas de Orsai. ¿Habrá canguros?

—Dice Adrià que Víctor, en caliente, ya compró el dominio mediavuelta2012.com. Así que me imagino que lo sabremos en breve.

—Me gusta haber cerrado la historia con una carta de Albert —me dice Chiri—. Él mismo pidió hacerlo, desde un comentario en el blog. Se quejaba de que algunas anécdotas no eran fieles.

—Claro —le digo—. La comunicación siempre fue complicada, andaban por países muy raros estos chicos. Pero en Australia ya es otra vez el primer mundo, y pudo escribir. Yo también me alegro. Tiene una forma muy divertida de narrar. ¿Quién más tiene una forma divertida de narrar?

—¿Ana María Shúa? —pregunta Chiri.

—Gracias Christian Gustavo —le digo—, creí que nunca me ibas a dar el pie.

—Este cuento de Shúa me hace acordar a Sin noticias de Gurb —me dice Chiri—, una linda novela de Eduardo Mendoza sobre un extraterrestre que deambula por Barcelona, antes de los Juegos Olímpicos que se hicieron en el noventa y dos.

—O a El milagro de P. Tinto, ¿te acordás de esa película graciosa de los hermanos Fesser? —le digo, él asiente—. Yo la vi en estreno en un cine de Cabildo, hace mucho, y casi me desmayo de la risa.

—P. Tinto y su mujer viven en el campo y están desesperados por un hijo. Le piden un milagro a San Nicolás y se aparecen dos marcianos. ¡Y los adoptan! Ni les importa que los marcianos digan que vienen de otro planeta. Esa peli acuñó frases memorables, que solíamos usar mucho.

—¡Me cago en mi calavera!

—¡Pedazo de invento la gaseosa, macho!… ¡Y de litro! —grita Chiri.

—Claro, pobres, todo era nuevo para ellos, como la noción de muerte para el ET de Shúa.

—Siempre me sorprende que los mercedinos le digamos “La doce al fondo”, a la muerte. Cuando sos chiquito vos escuchás eso y no sabés que el cementerio está al final de la calle doce. Se te queda impregnado el mote, pierde su porqué.

—O “La quinta del ñato”. Así se le dice al cementerio en lunfardo. Algunos creen que viene del habla gauchesca, pero “ñato” vendría a ser la calavera, que no tiene nariz, y que representa a la muerte. Y quinta, obviamente, un lugar de descanso. En Buenos Aires se le decía así al cementerio de la Chacarita. Borges lo menciona en “El Títere”, una milonga que está en el libro Para las seis cuerdas. La milonga empieza así: “A un compadrito le canto / que era el patrón y el ornato / de las casas menos santas / del barrio de Triunvirato”. Y termina: “Un balazo lo paró / en Thames y Triunvirato, / se mudó a un barrio vecino / el de la quinta del ñato”. Letra de Borges, música de Piazzolla y la canta Edmundo Rivero.

—La santísima trinidad —le digo.

—¿Qué loco, no? La última sobremesa del año y nos colgamos hablando de la muerte —me dice Chiri—. ¿Eso es un indicio de que la revista no sale más? ¿O fue pura casualidad del destino que cerremos con la muerte? Si es una señal de que bajamos la persiana, por lo menos avisáme.

—Sin duda es el final —le digo—. Esta revista trimestral no sale más. Pero podés usar la figura de la resurrección. “A los tres meses, regresó de entre los muertos… y fue bimestral”.

—¡No nos morimos entonces! —grita Chiri—. ¡Pasamos a mejor vida!

—Literalmente.

—¿Eso quiere decir que una revista gorda, bien impresa, sin publicidad, sin distribución, hecha solamente entre los lectores y los autores… funciona?

—Parece que sí.

—Pero si había un montón de gente en Twitter diciendo que iba a fracasar —dice Chiri.

—Mandáles un saludito. Seguro están leyendo esta línea.

—¿En serio funciona?

—A no ser que le llames “no funciona” a cerrar la temporada con Rep escribiendo y Spinetta ilustrando —le digo.

—Claro. No sería posible…

—A no ser que le llames “no funciona” a terminar esta edición con un cuento inédito de Guillermo Martínez.

—Sí, sí.

—A no ser que…

— Ya entendí.

Hacemos silencio.

Es mediado de septiembre, el mismo clima del año pasado, cuando empezamos a darle forma al juguete. El mismo patio. Pasa menos de un minuto y entonces Chiri dice:

—Che.

—Qué.

—Te felicito mucho.

—Yo a vos también.

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