Sobremesas de Revista Orsai N9 T1

La Orsai N9 fue una edición ecléctica: hubo yankis, nuevos autores, nos dimos el gusto de prepotear a la educación tradicional y aprendimos bastante sobre música.

Maestros y piratas

—Es cierto que la educación no cambió nada —le digo a Chiri—: ¿no viste que en la escuela de los hijos de Fontdevilla los chicos todavía juegan a las bolitas? 

—¡Qué inocencia más pura! —me dice—. La Educación Prohibida también transmite esa inocencia, pero a la vez deja muchos flancos abiertos para la crítica; es fácil entrarle directo a la yugular, ¿no?

—Sí, una pena. ¿Pero te imaginás nosotros a los veintiún años con una cámara y viajando por Latinoamérica? —me pregunta Chiri, intrigado—. ¿Qué habríamos hecho?

—Habríamos ido a buscar hongos por la cordillera, esas cosas. Pero nada productivo. 

—¿Para después terminar como Gastón Pauls hablando con un árbol? ¿O escribiéndole una oda a la higuera como Juana de Ibarborou? No creo. A propósito —susurra Chiri—: Gastón Pauls aparece en las dramatizaciones de La educación prohibida, hace de profesor. ¿Lo viste?

—Sí, lo vi. Pero te tengo dicho que no nombres a Gastón Pauls en la misma revista en la que aparece Carolina Aguirre. No se puede. Está prohibido.

—¡Acá lo único que está prohibida es la educación! —se enoja Chiri.

—¿Por qué está prohibida la educación?

—No me preguntes a mí: no tengo la menor idea.

—Volviendo al tema de nuestra sobremesa —le digo—, me acuerdo de un texto de García Márquez sobre educación que se llama “Manual para ser niño”. ¿Te acordás? Lo escribió a partir de una encuesta que se hizo en Colombia entre alumnos y profesores.

—¿Qué dice?

—Dice que para un pibe con vocación artística es complicado encontrar cauce en la escuela tradicional, y que probablemente ni siquiera descubra que tenía una vocación, que era bueno en algo. De ahí la importancia fundamental de que los maestros generen condiciones favorables para que los chicos puedan encontrarse con quiénes son de verdad.

—Como hizo el maestro don Alfredo con Fabián.

—Eso mismo. Te leo una parte de las reflexiones del Gabo: “Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio (…). Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de todos modos ocurre”. Qué maestro, ¿no?

—Un campeón. Lo que dice el Gabo automáticamente me hace pensar en David Eggers —me dice—. ¿Lo tenés?

—Sí. Es ese escritor yanqui que a la vez edita The Believer y McSweeney’s, dos de revistas hermosas.

—Bueno. Este muchacho creó “826 Valencia”: un laboratorio de escritura para chicos que van a las escuelas públicas del barrio donde está la editorial. Los pibes reciben clases extraescolares de escritura creativa, y los maestros son voluntarios y gente del equipo de Eggers. El primero de estos laboratorios abrió en San Francisco. Y ya se expandió a otras seis ciudades de los Estados Unidos. El proyecto se sostiene con la venta de artículos para piratas: botellas para mandar mensajes, barriles de pólvora, píldoras contra el mal de mar, ungüentos para atraer o repeler a las sirenas y parches, además de libros y revistas que produce la editorial. Tenés que ver su charla TED de 2008, se te caen las lágrimas.

—¿Vos sabías que Tolstoi fundó una escuela?

—No.

—Era una escuela gratuita en la que los alumnos entraban y salían cuando se les antojaba —le digo—. No llevaban nada para escribir, iban con las manos libres. Era una escuela abierta a todo el mundo, sin horarios ni programas ni disciplina. Tampoco premios o castigos. Y sin exámenes. Una de las primeras experiencias de escuela libertaria y antirrepresiva. 

—¿Y qué aprendían?

—De todo: gramática y carpintería, canto, historia, gimnasia, dibujo, composición. La idea era que los chicos se convirtieran en personas libres, autónomas, cultas y felices. Una escuela alternativa.

—¿Y? —me pregunta—. ¿Cómo le fue?

—Se la cerraron.

Submarinos yanquis

—Me gusta cuando un escritor estadounidense habla así de su pueblo —le digo a Chiri—. Me aburre que solamente el resto del mundo escriba esas cosas.

—Es una pena que se haya muerto Joe Bageant. Y este año además se murió Gore Vidal, ¿quién carajo nos queda ahora que hable mal de los yanquis?

—Nos quedan algunos creadores de televisión, por suerte, que es donde realmente la crítica es masiva y llega a todo el mundo.

—Es verdad. Louis C.K., por ejemplo. Hay un monólogo del Colorado en la última temporada de Louie que está muy bien —me cuenta Chiri—. Louie empieza diciendo que en Estados Unidos es muy difícil educar a los chicos sobre los asuntos de la guerra. Y cuenta: “El otro día algunos padres de la escuela de mis hijas hablaban de la guerra y se preguntaban: ‘¿Les decimos a los niños que nuestro país está en guerra en Afganistán y en esos otros sitios? ¿Cuándo se lo decimos?’. Solamente en Estados Unidos nos podemos dar ese lujo. Los niños en Afganistán simplemente se enteran. Se dan cuenta cuando preguntan: ‘¿cómo es que la cabeza del tío Henry ha desaparecido? ¿Qué ha pasado? ¡Ah, claro, estamos en guerra!’”.

—Qué buena es esa serie —me excito—. En la primera temporada le agarró la mano al formato, en la segunda empezó a innovar y ahora, en la tercera, ya está haciendo magia: son cortometrajes de arte mayor, se pueden ver sin continuidad, como experimentos narrativos. El colorado es un genio.

—Antes las series yanquis buscaban a los malos en otra parte: rusos, chinos, latinos. Ahora empiezan a buscarlos adentro. ¿Empezó Rubicón con esa variante?

—Yo creo que empezó Jack Bauer en 24 —le digo—. Pero con un concepto muy hollywoodense. Rubicón intentó hacerlo en serio y fracasó: no le dieron segunda temporada. Y después llegó Homeland, la primera serie que logra llamar la atención con críticas internas.

—Ganó el Emmy este año —me dice Chiri—, le sacó el podio a Mad Men.

—Tenemos que estar orgullosos: nosotros hablamos bien de Homeland en una sobremesa de la Orsai N6, en marzo. Página sesenta y dos.

—¿Vos creés que le dieron el Emmy por eso? —Sin duda. submarinos yanquis

—¿Hay alguna serie yanqui nueva que toque el asunto este de la autocrítica?

—Estoy viendo Last Resort —le digo—, empezó hace poquito.

—¿De qué se trata?

—Todo ocurre en un submarino atómico al que le dan la orden de bombardear Afganis…

—Pará, pará, pará —me interrumpe Chiri— ¿Estás viendo una serie sobre un submarino atómico, mientras hacemos el cierre de dos revistas juntas y yo no duermo desde hace días.

—Bueno, está bien. Si querés hablamos de libros, o de la paz en medio Oriente. Pero te aviso que hace diez minutos me estabas contando un monólogo de Louie, de un capítulo que emitieron en Estados Unidos hace dos semanas. ¿Cómo lo viste a ese episodio? ¿Por hipnopedia?

—¡No me vas a comparar a Louie C.K. con una serie de submarinos! —me increpa—. Louie tiene espíritu Orsai, con la salvedad de que él es un genio. El año pasado, por ejemplo, colgó en internet un monólogo grabado en un teatro de Nueva York…

—¿Y?

—Y para poder verlo tenías que pagar cinco dólares por Amazon o Paypal. En su web te explicaba todos los gastos que había tenido: alquiler del teatro, de las cámaras, bla bla blá. Recaudó un millón de dólares en doce días, sin cadenas de televisión detrás, sin productores, sin nada. Y después contó qué hizo con la plata.

—¿Qué hizo?

— Con los primeros 250.000 dólares pagó la producción del show y la construcción de la web; con otros 250.000 le pagó a sus empleados buenísimos sueldos; 280.000 fueron para ONGs que la gente le recomendó por Twitter. Y los otros 220.000 se los quedó para él. Dijo que iba a terminar de pagar la casa, iba a cuidar a sus hijos y con lo que me sobraba se iba a dedicar a hacer cosas horribles. ¿Cómo me vas a comparar al Colorado con una serie de submarinos? ¿Dónde está el espíritu Orsai en un submarino?

—¿Cuántas Orsai N1 vendimos en 2011? —Diez mil —me dice Chiri.

—¿Y cuántas vendimos en 2012?

—Seis mil.

—¿Ves? —le digo—, nos estamos hundiendo.

Ya está todo inventado

—Se va a poner contento este muchacho Juan, cuando vea su cuento publicado —le digo a Chiri—, y además ilustrado por Tatiana, que tiene magia en los dedos.

—¿La conocés, a la chica que dibuja?

—No. Es colombiana, no la vi nunca.

—Porque decís “magia en los dedos” como si quisieras darme a entender que alguna vez tuviste intimidad con ella.

—¡Es una metáfora de que dibuja bien!

—Entonces mejor decí “que dibuja bien” y no generás malos entendidos —me dice.

—¿Estás enojado por algo? —le pregunto.

—No —me dice Chiri—. Pero es raro que hayas publicado ese cuento del Power Ranger sin consultarme. 

—Bueno, fue un impulso —matizo—. Además, más o menos nos gustan las mismas cosas. Si lo hubieras leído vos primero, también te habría gustado el cuento.

—Sí, me gusta mucho —me dice—, pero yo me doy cuenta de ciertas cosas que a vos se te escapan. Por ejemplo: ¿conocés un libro que se llama Kafka y la muñeca viajera?

—No.

—Me imaginaba —me dice, misterioso—. La historia que se cuenta en ese libro es la siguiente: un día que Kafka caminaba por un parque se topó con una nena que lloraba porque había perdido a su muñeca. Kafka se acercó a la nena y le dijo que dejara de llorar porque la muñeca en realidad no estaba perdida sino que se había ido de viaje: él lo sabía. 

—¿Cómo lo sabía? 

—Porque había recibido una carta de ella. 

—Ah, ok.

—Durante las dos semanas siguientes Kafka redactó una carta por día (firmada por la muñeca), que le leía a la nena por la tarde. Cuando supo que era el momento adecuado, escribió la última. «Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos», se despide la muñeca, feliz porque se va a casar. Y entonces la nena le dice adiós en paz. Y deja de extrañarla.

—¡Ah, sos un hijo de puta! —le digo—. ¿Qué querés decir, que Juan, el que nos tocó timbre, se copió de Kafka?

—¡No! —me dice Chiri—. Seguramente fue casualidad. Pero quiero hacerte entender que tengo más lecturas que vos.

—Si vamos a jugar en ese terreno, el cuento de Juan también se parece a El Principito, que va de planeta en planeta conociendo gente y viviendo aventuras. Pero así pasa con todo, Christian Gustavo. Juan homenajea a Kafka, y Kafka homenajea a Dostoievski. ¿Sabías que en el principio de La metamorfosis está en el tercer capítulo de Crimen y Castigo? 

—¡No! —me dice—. ¿Lo plagió?

—Más o menos. Escuchá lo que escribe el ruso: “A la mañana siguiente se despertó tarde, tras un sueño agitado que no lo había descansado. Raskolnikov se había retirado deliberadamente, como una tortuga bajo su caparazón”. Y ahora oí lo que escribe el orejudo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón”.

—¡Es lo mismo!

—¿Viste? Y tengo otra. En el primer párrafo del cuento La loca y el relato del crimen, Piglia escribe: “Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento”. Y en la página 133 de Bartleby y compañía el catalán Enrique Vila-Matas pone lo siguiente: “Luego frunció el ceño y se miró las uñas y acabó estallando en una obscena y vulgar carcajada, como ensayando un aire de euforia para tratar de disimular su profundo abatimiento”.

—¿Y eso lo descubriste vos solito?

—Yo no tengo mis propias lecturas…

—No te enojes, gordito. Hay gente que se pasa la vida leyendo buena literatura, y hay otra gente que mira series de submarinos. Nadie es mejor que nadie.

—La serie de submarinos está buena —le digo—. Y vos sos una mala persona.

—¿Por?

—Porque seguro que Juan, el autor del cuento, se puso contento cuando vio su trabajo publicado, y ahora, seis páginas después, venís vos a decir que se copió de Kafka. ¿Era necesario?

—No existe el plagio —me dice Chiri—. Todo es metaliteratura. O en todo caso azar o mala memoria. Leé el capítulo del folletín de Caro Aguirre de la página 114. Vas a ver.

—¿Vos sabías que “Orsai” era un programa de televisión del gordo Bonadeo y Petinatto, no?

—¡Shhh!

Don oso y su pandilla

—En 1999 un hombre entró a la casa de George Harrison, el Beatle melancólico, y lo apuñaló en el pecho —me cuenta Chiri—. ¿Sabés gracias a quién se salvó? 

—No.

—Gracias a su esposa mexicana Olivia Arias, que golpeó al atacante en la cabeza con un atizador y una lámpara de mesa.

—¡La furia mexicana presente! —festejo.

—Cuando se le apareció el desconocido blandiendo un cuchillo, Harrison se puso a cantar canciones místicas del Hare Krishna. O sea: si no lo salvaba la esposa, se moría igual que Lennon.

—¿Vos esto lo sabías de antes —le digo— o estás buscando la información en internet?

—¿Por?

—Porque acabás de decir el sustantivo “atizador” y el verbo “blandiendo”. A ver, compartíme tu pantalla por Skype, así miro qué pestañas tenés abiertas.

—No puedo. Me cuesta mucho compartir pestañas, porque soy miope.

—Entonces dejáte de mirar Yahoo México y hablemos del cuento de Villoro. ¿Viste que en una parte dice que a Santana le cuesta hablar su lengua materna?

—Pero que así y todo a los mexicanos les encanta decir que Santana es de ellos.

—Por suerte Messi sigue hablando en argentino, aunque haya crecido en la Masía.

—Y Alfredo Di Stéfano, que vivió muchos años en España, nunca abandonó su acento de Barracas. ¿Cómo funcionará eso? Vos, con todos los años que llevás viviendo afuera, ¿seguís haciendo fuerza por no perder el tono mercedino?

—Hago lo posible —le cuento—. Y cuando digo sin querer una frase en gallego, me blando la lengua con un atizador.

—No es gracioso.

—¿Fue verdad el robo de la guitarra, o forma parte de la imaginación de Villoro?

—Fue real —me dice Chiri—. Acusaron del robo a unos que iban en una camioneta con patente estadounidense, según la prensa. Pero en Don oso y su pandilla el pueblo de Santana el robo no le importó a nadie: no tenían mucha idea quién era el guitarrista, parece.

—Es la puta verdad que el mundo del rock empieza a estar dominado por la tercera edad. Por “pedos viejos” como le dice la prensa británica a los roqueros mayores: “Old farts”.

—Juan Villoro es el León Gieco de los cronistas latinoamericanos, ¿no? —se pregunta Chiri—. Es alguien que promociona a las nuevas voces y se lleva bien con los escritores mayores; todo el mundo lo quiere y ahora acaba de ganar en Chile el premio José Donoso.

—¿Don Oso no era un personaje de Disney? —No, es Donoso, todo junto. Un escritor. —Ah, qué lástima —le digo—. Me hubiera gustado que a Villoro le dieran un premio de Disney. Los cronistas mexicanos están demasiado relacionados con la crónica del narco, de la violencia. Pero hay escritores mexicanos escribiendo sobre cualquier cosa, sobre los temas de siempre.

—De hecho —me dice Chiri—, la revista Granta en español acaba de hacer un número con autores de diferentes generaciones que representan, según ellos, “la otra cara de las letras mexicanas”: Hugo Hiriart, Álvaro Uribe, Pablo Soler Frost. Son escritores que no hablan del narcotráfico. Y eso solo ya es un tema para una revista.

—Es verdad. Y publicó dos inéditos de Bolaño —le digo—; uno que se llama Autobiografía y otro que se llama Manifiesto infrarrealista. Escuchá el principo de Autobiografía, que aparece online: “Nací el 28 de abril de 1953, en Santiago de Chile. En un hospital. Mi infancia transcurrió en el Cerro Placeres, en Valparaíso, en la casa de mi abuela en Viña del Mar, en Quilpué, en Cauquenes, en Mulchén, en Los Ángeles”. Es una infancia muy digna de Bolaño.

—Qué bueno. Increíble que sigan apareciendo inéditos de Bolaño, ¿no?

—El tipo sigue entre nosotros —le digo—. Desde que se murió, no paró nunca de escribir cosas nuevas. 

La primera vez

—¿Vos llegaste a pajearte con la Mujer Maravilla? —le pregunto a Chiri—. ¿O eras muy chico?

—No me parece una manera correcta de empezar la conversación en una revista literaria.

—Perdón.

—Empezá de nuevo —me dice.

—Ok —carraspeo—: ¿A qué edad te hiciste la primera paja, Christian Gustavo?

—¡Es la misma pregunta hecha con la voz más gruesa! Hay que empezar distinto. Diego Fonseca es un gran periodista, lo mandamos a hacer una crónica a Estados Unidos, somos los editores de un medio serio, no podés empezar así.

—Pero teníamos diez u once años cuando daban esa serie —le digo—. La chica esta, Lynda Carter, daba tres vueltas sobre sí misma y aparecía en bombacha y corpiño, era la época de la dictadura militar, a la tarde no había nadie en casa, qué sé yo… También estaba Angie Dickinson en otro canal, pero nunca quisimos una crónica sobre ella, porque era fea y salía vestida. ¿Qué querés que te pregunte?

—¿Sabés quién era William Marston?

—No.

—Fue el creador de la Mujer Maravilla —me dice Chiri—. ¿Sabés qué más hizo, además? —No.

—Inventó el primer Detector de Mentiras. Decía que las mujeres eran más honestas que los hombres y que estaban mejor dotadas para los trabajos. Y también dijo esto, que te voy a leer textual: “Ni siquiera las mujeres quieren ser mujeres mientras nuestro arquetipo de femineidad carezca de fuerza, fortaleza y poder… El remedio obvio es crear un personaje femenino con toda la fuerza de Superman y todo el encanto de una mujer bella y buena”. Ahí tenés el germen de la Wonder Woman.

—Vos sí que sabés empezar una conversación —le digo, admirado—. Seguro que te empezaste a pajear muy temprano. ¿Más o menos a qué edad?

—Después encontré otra cosa. Hay un documental sobre William Marston que se llama Secret Origin —me dice, ignorándome por completo—. Ahí se dice que este hombre convenció a su esposa para que saliera a trabajar y lo mantuviera, no solo a él, también a su amante y a los hijos que había tenido con la dos. Mientras la mujer oficial salía a laburar, Marston se quedaba en su casa inventando cosas raras.

—Me saco un hipotético sombrero.

—Hay mucha gente que no lo quiere, y que ve a Wonder Woman como un personaje lleno de características machistas. ¿No viste que en las historietas de Marston siempre había minas encadenadas o metidas en redes gigantes? Los brazaletes y el lazo de la verdad son puro fetichismo. Y además la Mujer Maravilla perdía sus poderes cuando alguien la ataba.

—Justamente. Para mí lo mejor de la Mujer Maravilla —le digo a Chiri— es la idea de una isla habitada solamente por mujeres, todas medio en bolas. Había una película argentina con Víctor Laplace que se llama Extrañas salvajes, ¿te acordás?

—¡Claro! —me dice—. Género bizarro full.

—Era sobre una isla habitada por dos tribus de mujeres, una tribu de morochas y otra de rubias. Y Laplace era un antropólogo que llegaba a la isla: en balsa. Fue una coproducción entre Argentina y Suecia… Había muchas suecas en tetas.

—Pero entre las rubias había una argentina infiltrada —recuerda Chiri—: Emilia Mazer.

—Que también aparecía en tetas.

—Emilia Mazer arranca en 1984 con Los chicos de la guerra bajándose el vestido en la habitación de un soldadito, y desde ahí sigue en tetas durante el resto de su filmografía.

—Le debemos mucho a esa chica —le digo—, sobre todo los de nuestra generación.

—También le debemos mucho a Función privada —me dice Chiri—, ese ciclo de ATC que pasaba películas prohibidas para menores de dieciocho, los sábados a la noche.

—Con dos borrachos que hablaban después de las películas, como nosotros ahora… Yo en ese programa vi la primera concha.

—María Leal —dice Chiri.

—Claro. En El agujero en la pared. Aparecía boca arriba en una mesa, y se le veía el felpudo.

—Esa fue mi primera paja —dice Chiri.

—¿Te das cuenta lo que tardás en contestarme una pregunta tan simple? 

No pueden parar de escribir

—Pedro Juan es un gran representante del realismo sucio. ¿Estás preparado para un párrafo chancho de su “Trilogía sucia de la Habana”?

—Esperá que pongo los auriculares, porque está Nina dando vueltas por acá.

—Oí: “El sexo no es para gente escrupulosa. El sexo es un intercambio de líquidos, de fluidos, de saliva, aliento y olores fuertes, orina, semen, mierda, sudor, microbios, bacterias. Si solo es ternura y espiritualidad etérea entonces se queda en una parodia estéril de lo que pudo ser”.

—¡Qué bueno! Con esa contundencia escribe también sobre La Habana. ¿Bajará línea política? —No creo —me dice Chiri—. Incluso creo que

hay gente que lo acusa de no comprometerse. Pero a Pedro Juan le importa tres carajos.

—Otra que escribe sin parar es Aurora Venturini —le digo—. Tiene cincuenta y dos libros, seis sin editar. Y ya cumplió noventa. ¿Cómo la ubicaste, tiene mail, tiene Twitter, tiene microondas?

—Llegué gracias a Ulises Rodríguez, el autor del perfil de Lavand en la Orsai N4 —me dice Chiri—. Ulises la llamó por teléfono para pedirle un texto para nosotros y Aurora no dudó.

—Hay dos perfiles de ella que la retratan muy bien —le digo—. Uno lo escribió Leila para Gatopardo, y otro lo hizo Josefina para El Mercurio. En alguno de los dos (o en otra parte) leí que Aurora fue amiga íntima de Eva Perón y al mismo tiempo se veía con Borges.

—Como si hoy alguien pudiera ser amigo de Víctor Hugo y de Lanata.

—También tomó clases con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Y se codeó con Albert Camus y Juliette Gréco (Josefina cuenta que entre los tres se bajaron tantas botellas de Pernod que Aurora se volvió abstemia). Según Venturini, Beauvoir tenía un amante yanqui y Jean Paul lo sabía.

—Me encantan esos chusmeríos.

—Hay un punto de Juan Filloy con peluca en Aurora, ¿no?

—La edad, haber conocido a tanta gente, escribir sin parar…

—Me acuerdo de la entrevista que le hizo Mempo a Filloy en uno de los números finales de la Puro Cuento —le digo.

—Yo tengo esa revista —me dice.

—“¿Sigue escribiendo, Don Juan?”, le pregunta Mempo. “Por supuesto. Siempre escribo. Siempre. Siempre”, dice el viejo. ¿Tenés esa Puro Cuento a mano?

—Sí. La de la tapa azul con dibujos rosas.

—Buscá la parte que Mempo le dice a Filloy que probablemente Rayuela no se hubiera escrito sin Op oloop como antecedente.

—Acá está. Filloy le dice: “Me alegra que lo diga. Yo pienso lo mismo. Guardo una real simpatía por Julio Cortázar pese a que, le confieso, él utilizó muchos de mis giros literarios, muchas ideas, en sus escritos. Eso lo descubrió Paulina, mi mujer, un día: Che, me dijo, ¿no te parece que este muchacho hace esto como vos, hace aquello como vos? Sí, le respondí, dejalo”.

—¡“Dejalo”, dice! ¡Qué viejo gracioso! —le digo a Chiri—. Y qué bueno tener un cuento inédito de Mempo en este número, también, ¿no?

—Es un lujo: el director de la Puro Cuento nos manda un cuento… ¡A nosotros!

—Cuando leí sobre ese amor prohibido entre Ana Belén y Américo en “Los traidores”, me acordé al toque de Luna caliente —le digo.

—¡Qué novela más cachonda!

—La otra vez estuve en Chaco y una profesora me decía que esa novela erótica se lee en los colegios secundarios. Cómo cambió la escuela, aunque vos digas lo contrario.

—No digo lo contrario, digo otra cosa. ¿Sabías que Bellatin tenía una escuela de escritura? —me pregunta Chiri—. Era el director. Se llamaba la “Escuela Dinámica de Escritores” y estaba en Ciudad de México. Tenía un método muy extraño: la primera regla para los alumnos era que, en la escuela, estaba prohibido escribir.

—Muy buena regla. Bellatin tiene esa locura lúcida, medio onírica, que me encanta.

—Y además dice que ser escritor no sirve para nada.

—Me quedó una duda —le digo—. Cuando Ulises le pidió un cuento inédito a Venturini, para nosotros, ¿Aurora sabía qué es Orsai?

—No tenía la más puta idea —me dice Chiri. —¡Qué campeona, la vieja!

—Una maestra.

Chancho al trote

—El viejo que bajó del monte —me dice Chiri en susurros— era el mismísimo diablo.

—Si aparece en campo argentino —le comento—, se llama Mandinga. Y como Lucifer, como Belcébú, no puede disimular el olor a azufre.

—Me acuerdo de Alfredo Alcón haciendo de Mandinga en Nazareno Cruz y el Lobo, la película de Leonardo Favio. Es el encargado de decirle a Nazareno que tiene una maldición, la de ser Lobizón. Y le propone un pacto.

—¿Habrá un pacto en el folletín de Leo Oyola, también? —le pregunto.

—Si está Mandinga, siempre hay un pacto.

—Me acuerdo de un personaje de Nazareno Cruz y el lobo que se llama La Lechiguana; lo haía Nora Cullen.

—Es una obra maestra. ¿Sabías que es la peli más taquillera de la historia del cine argentino?

—¿Más que El secreto de sus ojos?

—Creo que sí —me dice—. Aunque la mejor película de Favio, para mí, es el El dependiente; una en blanco y negro que te hipnotiza de entrada y no podés dejar de ver. Trabajan Walter Vidarte y Graciela Borges; los dos la rompen. Una historia muy chiquita, casi nada, rarísima. Muy genial. ¿Vos la viste?

—No me acuerdo —le digo—. Puede que sí.

—¿Te pasó alguna vez eso de olvidarte de algo y después resucitarlo sin darte cuenta que lo sabías? —me pregunta Chiri.

—Miles de veces —le digo—. Me pasa lo mismo que al pobre chef Julio Kaminski con la receta ajena. Una vez, a los diecisiete años, escribí un poema. Al tiempo vos descubriste que era una canción de Sabina. ¿Te acordás?

—Eso no fue olvido —me dice—. Fue plagio. Después te inventaste que fue olvido. Lo que le pasa a Kaminski en el folletín de Carolina es verdad. Por eso se llama “La laguna”.

—Lo mío no fue plagio. También fue laguna.

—¡Cómo será la laguna que el chancho la cruza al trote! —me dice Chiri.

—¿Eso fue un insulto?

—No.

—¿Entonces qué fue?

—Es un refrán de campo. Significa “¡qué simple ha de ser el problema si hasta el más estúpido de los hombres lo consigue resolver!”.

—En México hay un equipo de fútbol que se llama Laguna —le digo.

Chancho al trote

—Santos Laguna —me corrige Chiri.

—Como sea: todos los equipos mexicanos tienen nombre feos: Chivas, Jaguares, Pachuca, Tiburones Rojos, Pumas…

—Es como si Chespirito y Carlos Castaneda se hubieran fumado un porro para inventar una zoología del fútbol.

—El “Open Gallo” podría ser el nombre de un equipo mexicano —le digo a Chiri—, si no fuera el lugar donde comienza la historia de El gran surubí. El local de fútbol cinco del que habla Pedro Mairal en sus sonetos.

—¿Sabías que a esos partidos del Open Gallo iba Luis Chaves, cuando vivía en Argentina?

—¿El mismo Luis Cháves que tradujo la crónica de Joe Bageant en esta edición?

—El mismo poeta costarricense que escribió “Un país de la mente” en la Orsai N2. Una vez escribió esto, oí: “Las noches de jueves jugábamos fútbol cinco en un club cerca del Abasto en Buenos Aires. Era un grupo de escritores reunidos por el deporte rey (Llach, Incardona, Casas, Zaidenwerg). Una vez llegamos nueve más uno que iba solamente a tomar fotos, vestido de civil. Se vio obligado a incorporarse para completar los equipos. Sus jeans y camisa fueron como un pilot fosforescente, el neón que lo seguía durante el partido señalando al lagarto enyesado. Les presento a Pedro Mairal. Así lo conocí”.

—Qué increíble —le digo.

—Qué cosa.

—Yo no sabía a quién se refiere Pedro (o mejor dicho, Ramón Paz) cuando en el soneto siete de este capítulo dice: “pasaban a mi lado sin mirarme / mis amigos en botes deliraba / fabián santiago juani les gritaba / la fiebre comenzaba a trastornarme”… Y lo que me leíste de Luis Cháves me resuelve el problema.

—Sí —me dice Chiri—. Son Fabián Casas, Santiago Llach, Juan Diego Incardona.

—Qué alivio —le digo—. Me encanta resolver esas lagunas literarias, me hace sentir inteligente. 

—¡Cómo será la laguna que el chancho la cruza al trote! —susurra Chiri.

—¿De verdad que cuando decís eso no me estás insultado?

—Por supuesto que no, querido amigo.

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