«La laguna» — Episodio 5

Empieza a enfocarse el cerebro del chef Kaminski, y también la historia de Carolina Aguirre ilustrada por Gusti. Pero a veces, cuando un recuerdo se enfoca, no aparece nada bueno.

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Capítulo cinco

—¿Cómo pasó esto?—preguntó Pablo y apuró el último trago de whisky.
—¿Cómo pasó qué cosa?
—¡Cómo es que no te diste cuenta de que no estabas inventando la ropa, el auto, o la cara de los secuestradores! Los habías visto la noche anterior… No entiendo. ¿Pensaste que habían salido de tu cabeza? ¿Pensabas que te los habías imaginado? Pensabas… No sé. ¿Qué pensabas? —repetía Pablo, nervioso y caminaba en círculos como un perro tonto.
Julio no dijo nada aunque sabía la respuesta. Pablo se puso más nervioso. Inquisidor.
—¿Lo hiciste a propósito?
—¿Qué? ¿Vos pensás que la estoy pasando bien metido en este lío? ¿Para qué haría algo así?
—No sé. Para joderlos, para que los demoren… Qué sé yo cómo funciona tu cabeza. Vos no sabías que iban a tener tu celular, te querías vengar y te salió como el culo…
—¿Vengarme de qué?
—De la paliza que te dieron.
—Lo único que quería era zafar del trabajo, lo único —confesó Julio—. No sé, estaba dormido, el policía me preguntó cómo eran los secuestradores y dije lo primero que se me vino a la cabeza. Un jean, un auto común, una remera… Pensé que lo estaba inventando, que esos tipos no existían, te lo juro…
Pablo no podía creer lo que estaba escuchando. Siempre le había costado entender las desprolijidades de Julio. Se olvidaba de rendir gastos del restaurante, caminaba toda la noche con un hueso de pollo pegado en la casaca y había vivido sin gas durante un año para no tener que ir a la oficina de Metrogas a pedir la reconexión. Sin embargo, nunca pensó que podía llegar tan lejos. Inventar un secuestro con secuestradores no inventados era demasiado. Incluso para el mundo de Julio. Pablo trató de calmarse e insistió, como si haciendo dos o tres veces la misma pregunta la respuesta empezara a tener sentido.
—A ver. Explicame como si yo tuviera cinco años. ¿Cómo puede ser que pienses que te inventaste algo que te pasó la noche anterior? Yo sé que estabas borracho porque te llevé a tu casa, medio inconsciente. Pero cuando respondías en la comisaría, ¿no te sonó familiar la descripción?
Julio quiso hablar, pero trastabilló.
—Qué —insistió Pablo por primera vez.
Julio tragó saliva.
—¡Qué!
Julio se mordió el labio, avergonzado, culpable.
—¿Qué? Por dios, decía algo, Julio. ¿Cómo puede ser que inventes cosas que en realidad existen?
—No es la primera vez que me pasa. Pero nunca con algo tan grave. Yo le digo “la laguna”…
—¿Cómo la laguna?
—A veces vos pensás que se te ocurrió algo, pero en realidad lo sacaste de algún lado. ¿No te pasa?
—No.
—Sí, te pasa, a todos les pasa. Nada se inventa de la nada, Pablo, todo sale de algún lado.
—No.
—¿Cómo que no? ¿A vos no te contaron anécdotas de cuando eras chico tantas pero tantas veces que a la larga empezaste a pensar que te acordabas de cuando te habían pasado?
Pablo dudó.
—Sí, eso sí.
—¿Nunca le contaste a alguien un chisme y esa persona te dijo “¡Pero si te lo conté yo!”?
—Sí, pero es distinto.
—No, es igual. Solo cambia la distribución… Me pasó, me olvidé, y lo conté.
—Pero esto no es una anécdota infantil, esto es grave… Mirá, Julio, no me tratés de convencer de que sí, porque no. Esto te pasa a vos, que vivís de cualquier manera… No le pasa a todo el mundo.
—Bueno, hay gente a la que le pasa más, otra a la que le pasa menos. A mí me pasa mucho.
—¿Cómo mucho? ¿Te pasó otras veces?—dijo Pablo agarrándose de la silla.
Julio se aclaró la garganta. No dijo nada. Sabía que lo que estaba a punto de confesar solo iba a empeorar el asunto.
—¿Con qué otra cosa te pasó, Julio? Hablá de una vez por todas.
—La última vez fue con el pato.
—¿Qué pato?
—El pato del enano ese…

Hasta hacía unos días, la única forma que Julio había encontrado para justificar el odio de Tachuela era puro y llano resentimiento. “Es un enano de mierda, un envidioso, en vez de concentrarse en aprender lo único que quiere es ganar más guita”, se justificaba Julio todos los días. La verdad era que tampoco había indagado mucho. Sabía que su carácter no ayudaba —Julio era desagradable, altanero, vago, maltratador—, pero todos los chefs eran igual de desagradables y Tachuela había trabajado con algunos de los peores. Nunca lo había escuchado insultar a Trotta, el cocinero del Hotel Alemán, ni a Cordelán, su jefe anterior en el restaurante La Paz, dos déspotas drogadictos que eran capaces de tirarte aceite caliente en la mano si les quemabas el pescado. De él, en cambio, se quejaba una vez por semana con el dueño del hotel o con el resto del personal. Julio lo sabía y lo castigaba contestando con desprecio todo lo que Tachuela proponía en la cocina. Rechazaba todas sus ideas con excusas absurdas, infantiles, beligerantes. Quizás los otros chefs le habían dado más posibilidades de participar en el menú. Él, en cambio, no lo dejaba meter ni una cuchara de café.

—¿Y si hacemos un fumet de pescado, algo bien oriental, y arriba ponemos el mero con un tempura de vegetales frescos?

—No, los chinos me tienen las pelotas llenas—respondía Julio, sin levantar la mirada.

—El mero en una costra de pistachos sobre unas verduras baby cocidas en su propio jugo… Hice como un dibujo, podemos poner las verduras en un colchón, cruzado, debajo de la croute…

—Odio las costras. Se queman y se salen y además no puedo tocar el punto del pescado.

—Pero hay costras en el menú, el cordero tiene una…

—Y la odio, la vamos a sacar. 

Cada tanto, Tachuela volvía a la carga. Escuchaba que algún proveedor le ofrecía a Julio un corte de carne nuevo o unos mariscos impecables y le tiraba algunas ideas. A veces Julio lo escuchaba, pero otras veces se las dejaba escritas, con todas las explicaciones pertinentes, en un papel pinchado en la pizarra de la cocina. Julio las espiaba pero jamás las comentaba ni las sacaba de ahí. Prefería dejar que se pusieran amarillas con el tiempo, pinchándoles facturas y remitos encima, papelitos roñosos con teléfonos, etiquetas de productos que le habían gustado y quería conseguir. Tachuela soportaba estoicamente su ninguneo pero nunca se rendía. Su deseo de colaborar era más grande que todas las afrentas y desprecios de Julio. Dejaba pasar unos días y volvía con otra sugerencia, un dibujo, o una receta nueva. 

Un día, misteriosamente Tachuela no sugirió nada más. Ni recetas, ni ninguna otra cosa. Ni siquiera avisó que faltaban ingredientes o que algunos utensilios estaban deteriorados y había que reponerlos. De repente él, que solía ser tan colaborativo y locuaz, solo decía “sí señor”, “no señor” y se iba mascullando sus odios en silencio.

Hasta ese momento, Julio nunca se había detenido a pensar por qué. No le interesaba el enojo de Tachuela mientras le salteara las habas como él quería. Su jefe, Ratazzi, le decía que su equipo estaba enojado y que Tachuela se quejaba del trabajo permanentemente, pero para Julio ni él ni ningún otro empleado era más importante que una batidora o un tarro de crema. Sin embargo, la semana pasada, mientras buscaba la denuncia que había pinchado en la pizarra del restaurante, Julio encontró una hoja escrita y dibujada por Tachuela con fecha del año pasado y recuperó el interés. En realidad, encontró muchas hojas llenas de recetas, sugerencias e ideas que su antiguo sous chef había dejado para él. Pero había una muy especial, en la que estaba la clave de tanto odio.

Terrina de Pato confitada con castañas

Por Juan Manuel Tachón

 

Ingredientes para el pato confitado: 5 cuartos traseros de pato, 1 rama de tomillo, 1 diente de ajo, 3 litros de grasa de pato, 1 cucharada de granos de pimienta negra. 

En una olla grande colocar los trozos de pato pelados, sin la piel, junto al tomillo, ajo, pimienta, y cubrir con la grasa derretida. Ponerlo sobre la hornalla a fuego mínimo y cocinar hasta que el pato esté tan tierno que se desprenda del hueso. Dejar enfriar adentro de la grasa y una vez frío, separar la carne y reservar. 

Ingredientes para los hinojos braseados: 4 cabezas de hinojos grandes, 1 taza de aceite de oliva, sal marina, pimienta, 1 rama de tomillo. 

Cortar en cuartos la cabeza del hinojo, dejando de lado los tallos y las hojas. Aceitar una placa de horno y ubicar las verduras salpimentadas. Rociarlas con el aceite de oliva y el tomillo y hornear hasta que estén tiernos cubiertos con papel de aluminio. Retirar el papel durante los últimos quince minutos de cocción para dorar. 

Ingredientes para la crema de higos: 500 grs. de higos frescos, 100 grs. de azúcar, 150 grs. de agua.

Poner los higos cortados en un recipiente con el azúcar durante una noche entera hasta que larguen todo su jugo. Luego poner en una cacerola con agua y cocinar por media hora a fuego bajo. Dejar enfriar y procesar hasta obtener una pasta. 

Ingredientes para el pan de nueces: 500 cc de agua, 1 huevo, 1 taza de castañas de cajú peladas, 500 gramos de harina, 10 gramos de sal, 10 gramos de levadura.

Mezclar la harina y la sal y luego agregar la levadura hidratada con agua tibia. Continuar agregando el agua hasta obtener una masa. Agregar los trozos de castaña y estirar en una budinera aceitada. Hornear a 200 grados durante 40 minutos. Dejar enfriar. Cortar en rodajas lo más finas posibles y volver a hornear las láminas hasta que estén crocantes. 

Armado de la terrina: Colocar en un bowl la carne (¡Ojo: dejar pedazos grandes!) y sazonar con sal y pimienta y dos cucharadas de la grasa tibia que se usó en la cocción. Forrar un molde de terrina con papel film y volcar este relleno, apretándolo bien contra el fondo. Sellar con papel film y dejar con un peso encima durante ocho horas en heladera. Desmoldar y cortar.

Emplatado: Cortar dos porciones de un centímetro y medio de terrina y ubicar sobre un espejo de salsa de higos junto a dos cuartos de hinojos braseados, una lámina de pan crocante y un mix de microgreens de cebolla e hinojo. Terminar con sal perfumada en clavo de olor.

—Pero no entiendo. Yo fui al restaurante de Tachuela y cuando te dije que estaba la terrina de pato, me dijiste que te la había copiado a vos… ¿Estás loco? ¿Qué problema tenés? ¡Te robaste una receta! ¡Te la robaste y encima lo cagaste a puteadas!

Julio lo miró. No supo qué decir. Era un error. Tachuela le pegó la receta en la pizarra, Julio la revisó, con el tiempo se olvidó, y tres meses más tarde, cuando un proveedor le ofreció unos cuartos traseros de pato espectaculares, se le ocurrió, por decirlo de alguna manera, una receta como esa. La garabateó en un papel, y se lo avisó a su equipo, entre los que estaba Tachuela, que apenas lo escuchó, volvió a sus tareas en silencio. 

—No entiendo. ¿Nunca dijo nada? ¿No se quejó?

Julio negó con la cabeza.

Tachuela se quedó en silencio mientras Julio aceptó los cumplidos de su equipo, mientras el plato estuvo en el menú bajo la firma de Julio, e incluso cuando su jefe le dijo que era el plato que más se vendía en el salón. Se quedó callado hasta que Julio faltó dos días, su jefe amenazó con echarlo, y no lo echó. Ese día supo que Julio iba a salir bien parado de cualquier cosa que hiciera, y que estaba perdiendo el tiempo. 

—Fue un error—repitió Julio.

Pablo lo miró desconcertado. Julio quería usar esta anécdota para justificar la otra, pero lejos de justificarla, solo empeoraba las cosas.

—Qué se yo. Pensé que se me había ocurrido a mí. Tampoco es tan rara la combinación. No era mortadela con dulce de leche, es algo clásico… Se le puede ocurrir a otros ¿O no?

—¿Me estás cargando? ¡Yo probé las dos y son idénticas! ¡Y además tenías el papel pegado en el corcho de la cocina! ¡Él te contó esa idea!

—Podría haber dicho algo… 

—¿Para qué? Vos lo ibas a negar a muerte. Supongo que pensó que la mejor venganza era hacerla mejor que vos…

—Bueno, pero no le salió.

Pablo miró a Julio a los ojos durante algunos segundos. No quería decirlo, pero necesitaba que lo supiera.

—¿Es mejor que la mía?—preguntó Julio.

Pablo asintió.

—No quise decírtelo en ese momento. Pero sí, es mejor.

Julio sintió que le bajaba la presión. Una cosa era ser juzgado por irresponsable, pero otra muy diferente por ser mal chef. Lo de la terrina, al menos, se solucionaba sacándola del menú. No hacía falta decir nada ni pedir disculpas, solo aceptar la humillación silenciosa. Pero lo del secuestro era más complicado porque no había papel con instrucciones de esa noche. O sí, pero estaba en la cabeza de la única persona que no quería hablar con él.

Julio tardó cinco días en juntar coraje para tocarle el timbre a su exmujer. La vio recortada a través de la persiana durante algunos segundos, justo antes de que la bajara y se escondiera como un bicho. Llamó por teléfono para avisarle que no venía a buscar problemas, que solo necesitaba hacerle unas preguntas, pero ella nunca levantó el tubo. Le dejó un mensaje en el contestador y volvió a tocar timbre varias veces. Nada funcionó. Estaba enojada en serio.
Al día siguiente volvió, pero fue más inteligente. Se quedó en la esquina esperando y la interceptó cuando salía a trabajar, en el medio de la calle. Al verlo, ella apuró el paso y él tuvo que seguirla durante varias cuadras.
—¿Se puede saber qué querés, Julio?
—Hacerte un par de preguntas, nada más.
—Bueno, ahora no puedo. Me tengo que ir a trabajar. Hablamos en otro momento.
—No puedo esperar. Es urgente.
Ella carraspeó, irritada. Lo odiaba, no quería saber nada de él. Ni lo importante ni lo trivial. No le importaba ni siquiera si tenía una enfermedad terminal o si le había contagiado una venérea. Prefería morirse desangrada antes de sentarse a escuchar otro rosario de excusas.
—¿Por qué no me dejás de joder, Julio?
—Calmate. Ya sé que no querés volver. Solo necesito hacerte unas preguntas y desaparezco. No tiene nada que ver conmigo ni con vos, ni con el matrimonio. Es otra cosa. Por favor.
Ella lo miró y caminó hasta el bar de la esquina, esperando que él la siguiera. Se sentaron en la primera mesa libre que encontraron en un bar. Ella no pidió nada, para dejar bien en claro que pensaba irse en cualquier momento. Él hubiera querido pedir una cerveza pero no se animó y pidió un café que nunca tocó. Ella supo que quería pedir alcohol y no dejó de mirar el café inmaculado y frío durante toda la conversación.
—Si vas a hablar de la pelea del otro día, te aviso que no tengo nada para decirte. De lo único que me interesa hablar con vos es de cómo me vas a pagar las cuotas alimentarias que me debés. Me debés un año y medio.
—Necesito saber qué hacías ahí.
—Fui a una fiesta, nada más.
—Vos no vas a fiestas.
—Ahora sí. ¿Tantos años de ir a levantarte del piso en estas fiestas horribles no cuentan para nada? Ahora quiero probar yo. Voy a salir a ver qué es lo que te mantuvo entretenido todos estos años…
—No vine a pelear, Laura. Decime si conocés a los tipos que estaban con vos en la fiesta.
—No sé de qué hablás, no estaba con nadie, yo. ¿Me vas a pagar o no?
—Sí estabas, unos tipos con los que me terminé peleando… No te hagas la tonta.
—No te hagás el tonto vos. ¿Me vas a pagar?
—Te voy a pagar, solo que ahora estoy complicado, ya lo sabés. Tu papá tiene plata, vos tenés plata, lo que yo te doy es una limosna para vos. Ahora decime de dónde conocías a esos tipos.
—No los conozco, qué se yo. Pensé que eran de ahí. ¿No son amigos tuyos o en esas fiestas a las que vas nadie se conoce?
—Te vi hablando con ellos. ¿No te dijeron el nombre? ¿No te llamaron por teléfono? ¿No preguntaste de qué trabajaban?
—Te dije que no. ¿Por qué me preguntás todo esto? ¿Qué te importa quiénes son?
Julio estaba seguro de que ella sabía algo que no le estaba contando.
—Estabas coqueteando, charlando con uno de ellos. Te tenía agarrada de la cintura. ¿Dejás que te agarre un tipo que ni siquiera sabe como te llamás?
—Soy una mujer libre, no tengo que darte explicaciones.
—¿Es tu novio? Hablaban con mucha confianza. ¿Qué tenés, miedo de que le pegue, de que le haga algo?
Ella lo miró, con placer, como si hubiera estado esperando este momento mucho tiempo.
—¿A vos te parece que ellos pueden tener miedo de lo que vos les puedas hacer? ¿No te alcanzó con la paliza que te dieron esa noche? Ni un raspón les hiciste…Parecías un trapo de piso abollado en un zócalo.
Julio reaccionó, ofendido.
—Quizas les hice algo peor y por eso los estoy buscando.
Laura se quedó pensativa unos segundos.
—Julio, vos tenés algo que ver con la denuncia esa…
—¿Los conocés o no?
—¿Vos te volviste loco?
—Decime si los conocés o no…
Laura se agarró la cabeza y empezó a temblar. Revolvió la cartera, sacó un cigarrillo y lo prendió. Las manos le temblaban.
—Acá no se puede fumar. ¿Te volviste loca?
Julio llamó al mozo y pidió la cuenta. Laura no le prestó atención.
—Por eso no quería venir, por eso. Sabía que tenías un problema. Con vos son todos problemas, todos disgustos, mierda, siempre mierda… ¿A quién se le ocurre? Decime vos a quién se le ocurre… Vas a arreglar esto, eh. Estoy podrida de que me arruines la vida… Borracho de mierda, eso sos. Un borracho de mierda.
—¿Yo qué te hice a vos?
—¿Qué me hiciste? ¡Hiciste una denuncia falsa, vos sabés que no te hicieron nada!
—¡Los conocés! ¡Decime quienes son y qué hacían en mi fiesta!
—No te voy a decir nada.
Laura se levantó para irse. Julio la agarró del brazo, pero ella se soltó y salió corriendo. Al otro día, a la mañana, mientras se duchaba, le sonó el timbre de su casa. Convencido de que era ella, Julio atendió sin especular. Del otro lado, lo sorprendió una voz masculina que no conocía.
—¿Julio Kaminski?
Julio no dijo nada y miró por la cámara de seguridad. No se veía demasiado, pero no era un policía. Podía ver los jeans, las zapatillas y una mano en el aire con las llaves de un auto. Aliviado, dejó descolgado el tubo y se fue a su cuarto. No salió hasta dos horas más tarde, cuando estuvo seguro de que ya no había nadie esperándolo. Por las dudas, volvió a mirar por la cámara de seguridad para asegurarse de que se hubiera ido. Ya no había unas llaves en el aire, ni unas piernas, ni un tipo. 

Había dos.