«Veinte» — Editorial Orsai N4 T1

Chiri y Casciari no sabían si la revista Orsai seguiría un año más, pero estaban convencido de algo: habían llegado a la promesa de publicar cuatro ediciones. Entonces, recordaron algo de sus 20 años.

Y llegamos. Fue el año más intenso y el menos profesional de nuestras vidas. De la enorme cantidad de errores que se pueden cometer a la hora de hacer una revista, los cometimos a todos. Desde la inexperiencia, desde las ganas y el impulso, llegamos al final. Escribo este párrafo en septiembre de 2011. Hace un año exacto empezábamos a soñar con una revista rara, sin publicidad, con calidad gráfica, distribuida por sus lectores, con textos largos, hecha a mano desde casa, compuesta por amigos y por fuera de la industria. Y acá estamos, ahora, redactando el último editorial. Eso indica que llegamos.

Hubo una madrugada, al principio de todo, en que ocurrió la primera magia. Chiri y yo estábamos muy excitados con la idea de hacer una revista. Pensábamos día y noche, escribíamos, en libretas, apellidos de autores imposibles, fantaseábamos con temas y con ideas. Parecíamos otra vez adolescentes. Nos sentíamos en medio de una segunda juventud indomable. Entonces recordamos una noche de nuestros veinte años. Yo conté esa historia alguna vez en el blog: Chiri trabajaba en un kiosco de la calle Santa Fe, en Buenos Aires. Yo lo acompañaba. Teníamos también libretas y éramos inmortales. Una noche apareció un borracho muy simpático y se puso a charlar con nosotros. Él tenía cuarenta años, como nosotros ahora. Cuando cerramos el kiosco nos invitó a su casa. La noche de Buenos Aires era preciosa y nosotros no sabíamos pensar mal de los desconocidos. Nos llevó a un piso veinticinco. Nos abrió el conserje, que trató con distinción a nuestro amigo.

Cuando entramos vimos un atelier y cuadros hermosos. Vimos una foto del borracho con Fellini, almorzando los dos. Descubrimos que era un pintor famoso. Se llamaba, se llama, Hugo Laurencena; no paraba de tomar whisky. Hugo nos llevó a la terraza de aquel edificio y nos mostró la ciudad. Había una bombita de veinte, encendida, colgando en la terraza. “¡Miren la impertinencia de ese foquito!”, nos dijo, y la ocurrencia nos duró toda la vida. Nos bautizó Tito y Cepillo. Al despedirnos nos dijo: “Todo esto es de ustedes. Dios no tiene nada malo para Tito y Cepillo”. Y con el brazo abarcó la ciudad. Le creímos. Durante años llamamos a esa noche: iniciática. Todos tenemos un momento en la vida en donde se abre la represa del optimismo. Mantener ese chorro abierto, o cerrarlo para siempre, es un malabarismo de los años. Nuestro optimismo nació allí. Nos creímos las palabras de Hugo.

Pasó el tiempo. Nunca más vimos a Laurencena. Solamente estuvimos juntos esa noche de nuestros veinte años y de sus cuarenta (descubrimos que habíamos nacido el mismo dieciséis de marzo, él y yo, pero con veinte años de diferencia). Yo ya vivía en España cuando encontré su mail y le mandé una carta para rememorar aquella noche. Empecé la carta asegurándole que él no recordaría la anécdota por culpa del whisky. Le conté del kiosco, de la charla y del foquito impertinente. Me respondió dos días más tarde. Me dijo que nunca había podido olvidar esa noche. “Yo estaba en mis peores momentos”, me escribió, “había vuelto a Buenos Aires después de diez años en New York, pero me encontré con mis compatriotas estupidizados, sin nadie con quien hablar. Aquella noche ustedes me mostraron que empezaban, no que volvían. Cuando se fueron, mis lágrimas llegaron hasta la planta baja y el agua invadió los pasillos y se deslizó por el hueco del ascensor. Fue suficiente: una semana después regresé a Norteamérica para siempre, gracias a ustedes, por culpa de ustedes, no sé, el asunto es que allí encontré mi centro”. Nos conmovió que para él también haya sido una noche mágica.

Ese intercambio de correos ocurrió en 2004 y, otra vez, no volvimos a tener contacto. Hasta una madrugada del año pasado, en que fantaseábamos con hacer una revista. Septiembre de 2010. Con Chiri pensamos en Hugo a causa de la excitación, fuimos de nuevo Tito y Cepillo. Nos creíamos otra vez inmortales. Entonces Chiri me dijo: “¿Y si le pedimos a Laurencena una imagen de aquella noche, para la revista?”. Nos corrió un escalofrío. Era desubicado pedirle a un artista que vende cada cuadro en medio millón de dólares un regalo como ese. Ahora éramos nosotros los que teníamos cuarenta años; él sesenta. Nos habíamos visto una vez en la vida. Eran las cuatro de la madrugada, siete horas menos en México. Le mandé un mail. Le conté la idea con un enorme miedo a la negativa. Hugo estaba conectado al chat: “Para ustedes lo que quieran, Tito y Cepillo”, escribió.

Tenemos este cuadro, el de la derecha, desde hace poco menos de un año. Fue la primera colaboración espontánea que recibimos para la revista. Cuando llegó el regalo supimos que no íbamos a fracasar. Pero decidimos, como si fuera una promesa interna, que si publicábamos el trabajo de Hugo sería en el número cuatro, en el final. Solamente tenía sentido contarlo si de verdad cumplíamos el sueño de las cuatro ediciones.

Ahora escribo las últimas líneas del último editorial. Estoy feliz porque llegamos, pero más todavía porque podemos publicar el cuadro de Hugo ahogándose en la botella, y con aquel foquito impertinente. Él es uno de los mentores invisibles de Orsai, porque hace mucho nos dijo que nada era imposible. Nos sembró esa semilla cuando teníamos veinte años. Cuando no había más que libretas llenas de ideas, de cuentos, de revistas, de historias para contar. No teníamos nada más que eso.

Ahora tampoco tenemos nada más que eso.

H.C.

El cuadro de Laurencena