Wabisabi

Carolina Aguirre viaja a Japón en medio de una crisis personal. Al mismo tiempo que descubre el territorio oriental, resignificará la relación con su pasado y la convertirá en una obsesión.

Páginas ampliables

Estoy en migraciones, en el aeropuerto de Narita, volviendo a Tokyo. El empleado dice que si voy a trabajar en Japón preciso una visa especial. Le explico que no vengo a trabajar sino que vengo a pasear, por placer. «¿Tres meses? Ya estuvo en mayo», me contesta amable pero sorprendido. Desde junio todos preguntan lo mismo: por qué voy a Japón de nuevo, si acabo de volver. «¿Tenés un amante allá?», «¿Vas a estudiar japonés?», «¿Vas a hacer una guía de viajes?». Mi negativa los pone pesados. Dicen que no tengo amigos en el país, que no conozco el idioma, que además no estoy trabajando y me voy a gastar una parte grande de mis ahorros. Quisiera darles una respuesta más concreta pero no puedo, así que digo que voy a Japón a salvarme. «¿A salvarte de qué?». «A salvarme de mí misma».

En marzo va a hacer un año que estoy escribiendo un programa de televisión espantoso. Traté de renunciar varias veces pero el cariño que tengo por la productora me impide pegar el portazo. El problema no es que la serie sea mala (eso podría ser culpa mía), sino que dice todo lo que yo no pienso del mundo. Es el corolario de dos años de apatía, de desconexión con mi oficio: escribo ideas que odio o ideas de otro porque no tengo mías. Hace dos años quizás le hubiera encontrado la vuelta, pero ahora no sé cómo. Todo me cuesta. Salvo algunas columnas buenas que hice para un diario, soy una cáscara vacía que tipea palabras sin alma a cambio de plata. Aunque hacia afuera todavía parezco profesional, sensible, dedicada, una máquina de trabajar, puertas adentro soy una irresponsable, un alma perdida. Todo el tiempo que antes ocupaba escribiendo ahora lo uso yendo a fiestas, bebiendo en bares y saliendo con tipos. Sobre todo me dedico mucho a eso: a salir con tipos.

En estos dos años de dispersión tuve un amante que medía dos metros diez, un futbolista brasilero, un cantante mexicano, uno de veintiséis años, uno que era mi mejor amigo, el hijo de una vedette de los ochenta, un swinger, un senegalés, exnovios que no veo hace mucho, un escritor mayor y un psicópata, entre otros que ni recuerdo. A veces duran una noche, a veces unos meses, otras veces hasta años. Lo importante nunca es el tipo sino las peripecias del romance. Yo quiero algo que pueda contar en la mesa del domingo, algo que me distraiga de que ya no estoy escribiendo. No lo digo como una proeza. Lo digo triste, amargada, rendida: no existe nada más fácil que coger.

Una tarde resacosa, buscando alguna forma nueva de no escribir el programa, encontré escondido en mi biblioteca un libro sobre Japón que me había dado mi abuela cuando era chica. Estaba subrayado y anotado por mí pero hace treinta años. De repente me vi sentada en su living todos los fines de semana mirando los abanicos antiguos, los utensilios de bambú, los jardines de Kyoto, los mapas del castillo Himeji. Sentí el mismo calor que cuando te encontrás con un juguete que amaste cuando eras chica. Me acordé de mi abuela Fefa llevándome al vivero de una japonesa en Escobar a ver los estanques de rosas rojas y de peces carpa; de las plantas que comprabamos juntas en primavera, de Estela, mi maestra de origami en segundo grado, de la lata de té de jazmín y los wagashi que mi mamá me daba en la merienda. Parece raro que me haya olvidado de esta parte de mi infancia, pero yo soy una persona sin recuerdos. Tiro todo, hasta las fotos, pero por algún motivo guardé ese libro. Al abrirlo fue como si volviera a casa después de mucho tiempo. Solo que yo no tengo casa ―la demolieron―, mi abuela está muerta y a mi madre la detesto. No tengo a donde volver.

No siempre odié a mi mamá. Hubo un momento, desde que nací hasta que tuve tres o cuatro años, en el que mi familia fue feliz. Fui la primera hija y la primera nieta, una beba consentida. En los primeros años, con mi mamá hicimos muchas cosas juntas. De hecho, creo que ella fue la primera que me llevó al Jardín Japonés a tomar el té, me explicó lo que era el ikebana y me enseñó a pintar mucho antes de que yo supiera leer o escribir. Cuando nació mi primer hermano fue que las cosas cambiaron. Mi mamá se enteró de que mi papá tenía una amante y en vez de perdonarlo o abandonarlo, se fue obsesionando hasta perder la cabeza. Mi papá nunca amó a mi mamá y creo que todos siempre lo supimos. Yo recuerdo una sola frase suya: «Para mí, el matrimonio se acabó en la noche de bodas. Ahí me di cuenta de que casarme con Alicia había sido un error». Supongo que la idea de que un hombre puede casarse, tener tres hijos, compartir sus vacaciones y dormir en la misma cama con vos quince años pero no amarte ni desearte debe ser enloquecedora. Y mi madre enloqueció. Se olvidó de sí misma, de su carrera, de sus hobbies y de nosotros tres, y se transformó en una máquina de deducir y analizar lo que hacía mi papá como si en cada descubrimiento pudiera encontrar la clave de su desamor y arreglarlo. Bajó de peso, se puso linda, estudió, lo esperó con comida, lo vigiló, lo amenazó, le suplicó, lo persiguió, lo trató de seducir o de amedrentar de mil maneras. No hubo caso. Mi crianza, entonces, quedó a cargo de mi abuela y a cargo de mí misma, que desde entonces me hice la comida, me firmé los boletines, me levanté para ir al colegio y me saqué buenas notas para mí.

Apenas terminé de releer el libro, llamé a mi amiga Eliana y le dije que nos fuéramos juntas a Japón. A ella la acababan de despedir del trabajo. Tenía una indemnización y quería irse lejos. Yo necesitaba dejar ese programa o me iba a morir. Renuncié y nos fuimos a fin de mes. En la productora se enojaron, pero los entiendo. Yo también estaba muy enojada conmigo en ese momento.

Llegamos a Japón agotadas y locas. Volás veinticinco horas, hacés tres escalas, cambiás tres veces de horario, y al final llegás dos horas antes de haberte ido. Japón es también viajar en el tiempo. Todo lo que está pasando acá, en Argentina todavía no pasó. Como los japoneses no hablan inglés y a Tokyo ―enorme e intrincada como un laberinto― no le interesa demasiado recibir turistas, la entrada costó un poco, pero después de un día las cosas empezaron a fluir, incluso cuando no podíamos entender ni un cartel. También fue fácil porque me fui dando cuenta de que yo sabía sobre Japón más de lo que creía. Que podía explicar la diferencia entre el fideo del ramen, el del udon y el soba; distinguir si estábamos tomando sencha, matcha, hojicha o genmaicha con solo dar un sorbo de té; explicar cuándo se había unificado Japón o todos los avances culturales del período Edo, o marcar las diferencias entre un kimono y una yukata, una geisha y una maiko, el shinto y el budismo sin saber de dónde había obtenido esa información. Supuse que era un poco del libro y otro poco de mi época de crítica gastronómica hasta que una compañera de secundario me recordó que de chica yo tenía doce amigas por carta de Japón. «¿Doce?», le dije, azorada. «Doce, pero tenías una preferida: Kumiko». Lo sabe porque ella coleccionaba estampillas y yo le regalaba las que despegaba de mis cartas al colegio. Le pregunté si sabía de qué hablábamos. Dijo que ellas me preguntaban cosas de Argentina y yo de Japón. Yo, como siempre, no recuerdo nada de mi infancia.

Por suerte, en ese primer viaje llegamos en la mejor época del año: el Hanami, que es cuando los cerezos florecen y Japón se transforma en una selva de algodón, imparable y hermosa, que cubre como una manta cada templo, cada castillo, cada margen del río. Los lugares se clasifican por cantidad, variedad y antigüedad de cerezos y la gente trata de asegurarse cinco metros cuadrados para tirar un mantel de picnic en el suelo y recostarse a mirarlos. No son como nosotros, que hablamos moviendo nuestras manos italianas y tratando de llenar cada silencio con alboroto sin sentido. En Japón se mira y se calla. Es como si nosotros viviéramos para afuera y ellos para adentro. Como el revés de un bordado, con todos los hilos cruzados, formando otro dibujo que nace del mismo dibujo, pero que visto al revés es distinto. Mi amiga y yo, mansas y maravilladas, nos plegamos a su silencio y visitamos todos los parques, bosques, castillos y templos a los que pudimos ir. La belleza, que siempre nos había parecido algo superficial, acá tiene otro sentido. Mientras que para Occidente la piedra preciosa por excelencia es el diamante (brillante, facetado, enorme), en Japón las joyas más preciadas son de jade, una piedra opaca. Los árboles están torcidos y las hojas a veces caídas, pero no es desprolijo ni dejado. La gente cuida y observa, pero jamás modifica o trata de embellecer algo, porque para los japoneses todo es hermoso como es. Acá pueden ponerle un tutor a un pino para que no se caiga, pero jamás van a tratar de enderezarlo.

En Japón hay un concepto que se llama «wabisabi», que ilustra bastante la identidad local. Originalmente «wabi» significaba «soledad y sufrimiento» o «vivir alejado de la sociedad», y «sabi» era «relajado o marchito». Con los años el significado fue mutando y está más relacionado con la aceptación y la valoración de la belleza que hay en lo que está roto, incompleto y viejo. Para el wabisabi, como para el budismo, nada dura, nada está terminado y nada es perfecto. Estamos aquí de paso. Esa filosofía es muy fácil de ver en los objetos, el diseño y la vida cotidiana: en Japón nada se descarta ―se siguen usando teléfonos públicos y lavarropas de hace veinte años―, el diseño es asimétrico ―muchas veces con una supuesta «mala terminación» o excesiva simplicidad―, los viejos son respetados y las mujeres resaltan sus virtudes pero no las transforman: rara vez se ve una japonesa rubia, o alguien con ortodoncia o siliconas. Hay también un goce nostálgico en la tristeza, en lo que fue y ya no es. El kintsugi, por ejemplo, es una manifestación clara del wabisabi. En Japón las piezas de porcelana que se rompen no se tiran, sino que se las pega de nuevo y se rellenan las grietas con oro puro porque se supone algo que estuvo roto y se ha vuelto a armar tiene más valor que algo que no ha sufrido en el pasado.

En veinte días hicimos Tokyo, Osaka, Nara y Kyoto. Nos maravilló la cultura Kawaii, los cafés de gatos, la gastronomía específica de cada pueblo, las estaciones de trenes de cinco pisos, las frutillas cubiertas de mochi, el mercado de atún rojo, los templos de Nikko, la velocidad del tren bala, el whisky Hibiki y el vino de ciruelas que tomamos con soda, como dos borrachas sin remedio, luego de comer sushi con cerveza hasta reventar. El bosque de bambú de Arashiyama al atardecer nos dejó mudas veinte minutos, la zona de Golden Gai (cinco cuadras llenas de bares de cinco asientos cada uno) nos hizo vivir las noches más divertidas del viaje, los novecientos torii anaranjados del santuario de Fushimi Inari nos llevaron secretamente hasta un río en el que tomamos el matcha más rico de nuestras vidas, y en Nara los ciervos sika nos comieron los snacks de la mochila mientras mi corazón de carpintera, que fue el oficio que heredé de mi familia, hiperventilaba frente al Tōdai-ji, la construcción de madera más grande del mundo.

Una tarde estaba en el templo Hasedera y, mientras le sacaba una foto al jardín, me vino la imagen del estanque que tenía la japonesa del vivero al que íbamos con mi abuela. Me vi a mí misma parada igual que en ese momento justo en el borde del camino de piedras, mirando hipnotizada mientras las carpas nadaban como serpentinas fluorescentes en el agua marrón, y me puse a llorar inesperadamente. Mientras mis padres sufrían porque yo era gorda, demasiado estudiosa y cero deportista, ni quería jugar a casarme o a tener bebés, mi abuela fue la primera persona que confió en mí, la que me regaló los primeros libros, la que miró todas las películas de cine argentino conmigo, la que me iba a buscar al colegio cuando me sentía mal. Ella fue mi refugio y su casa fue el único lugar en el que pude ser yo de chica, hasta que tuvo un Alzheimer fulminante y en unos meses desapareció. Fue como si le hubieran vaciado el cuerpo y el alma. Mi madre dice que se cansó de negar la cantidad de mujeres que tenía mi abuelo: cuando ya no pudo hacerse más la boluda, tuvo que desaparecer. Yo no sé si eso es un motivo, solo sé que cuando se fue me quedé sola con mi mamá y ya a nadie le importó Japón conmigo. Que haber guardado y leído tantas veces ese libro es la prueba de cuánto la amé y me amó, pero también de lo sola que estuve cuado era chica. Extraño mucho a mi abuela. Acá, en Japón, la extraño menos.

«¿A Japón de nuevo? Si acabas de volver». Cuando se lo expliqué, mi papá no entendió nada. Mis amigas me bancan incondicionalmente, pero para los demás era una locura. Yo, sin embargo, sentía que tenía que estar ahí. Mi padre se preocupó: «Encima ahora vas a ir sola», acotó. «No voy sola, voy conmigo. No es lo mismo, no es parecido».

Una de las primeras cosas que les dije a mis padres cuando era chica era que nunca me iba a casar: «Me voy a dedicar a mi carrera». Tenía cinco años y quería ser artista plástica. A esa edad yo ya sentía un rechazo absoluto por el rol de mi mamá y de mi abuela (la humillación y desesperación en la primera, la entrega absurda de la segunda). Además, el matrimonio de mi papá y mi mamá le sacaba las ganas de estar casado a cualquiera, incluso a ellos dos. De esa época recuerdo dos escenas patéticas de mi madre. Una, cuando mi papá volvió de una gira de rugby y se fue a dormir la siesta. Mi mamá me pidió que la acompañara a su auto a ver si tenía regalos escondidos para nosotros y revisó hasta debajo del tapizado hasta que por fin encontramos una caja enorme de bombones escondida para su amante. La tuve que ayudar a aplastar toda la caja y formar una bola inmensa de chocolate mezclada con papeles dorados. Me miré las manos llenas de chocolate derretido y pensé que era caca. La segunda escena fue cuando ya estaban separados. Mi mamá nos fue a buscar al departamento de soltero de mi papá y le vació un frasco de perfume en las sabanas. Eso sin mencionar las veces que lo llamó haciéndose pasar por otra persona para averiguar cosas, que fue al restaurante en el que estaba con su nueva esposa a empujarla, o los papelones que hizo tratando de seducirlo en cuanto cumpleaños familiar compartimos. A diferencia de otros casos en los que el divorcio y el tiempo acomodan las cosas, en el caso de mi mamá las empeoró. Nunca ejerció su carrera, nunca volvió a armar una pareja, nunca logró hacer nada con su vida más que estar pendiente de mi padre. Yo al final me casé a los veintitrés, pero con un hombre bueno, que me amaba devotamente. Después me separé. A la misma edad que ella.

Desde que vuelvo a Japón en verano mi plan funciona como una máquina perfecta. Intercalo la escritura con festivales en el río, jardines japoneses y santuarios en el medio de la montaña. Viajo a Yokohama, Hakone, Nagatoro y Chichibu, subo el monte Fuji, voy a los campos de girasoles, a los jardines imperiales, a Kamakura. En agosto no hay cerezos pero explota mi segunda flor preferida, el loto. Hay pantanos y estanques abarrotados de camalotes enroscados color verde tropical en todos los templos y parques. La flor de loto sale erecta y rosada hacia arriba, indiferente de la mugre del estanque, como una dama que ahora es digna y hermosa pero viene de un barrio humilde y vulgar. Los budistas usan el loto como símbolo de estoicismo y de resiliencia. Sacar algo bello de la mugre, ser hermoso y correcto aunque uno esté en un ambiente sucio, desagradable: de eso se trata, pienso. De hacer algo hermoso parada sobre el barro. Pero no lo logro y el aislamiento que al principio me obliga a escribir termina siendo una trampa. Como nadie me conoce, puedo hacer peores cosas que en Buenos Aires. Nadie se entera, ni yo.

El primer hombre con el que me acuesto en Tokyo es un holandés que viene a abrir una oficina de real estate. Luego estoy con un karateka francés, un jugador de bádminton que en Francia es gay y está en pareja con un hombre, un ingeniero colombiano, y un actor negro de dos metros que se llama Tristán y está en Tokyo filmando una película y videojuego en el que hace de villano. Nos tomamos una botella de whisky y cogemos hasta la madrugada en su departamento de Hasai. Me mueve como un muñequito articulado. Por momentos es como estar dentro de su videojuego. 

Cuando veo que estoy otra vez perdiendo el foco decido irme una semana al Japón profundo. Días antes duermo en lo de Mohamed, un noviecito argelino que tengo acá y me ayuda a organizar el viaje. Mohamed sabe bastante de lugares raros en Japón. Me sugiere que vaya a ver las terrazas de arroz a Wajima y a ver esos peces venenosos que se llaman fugu. Le digo que prefiero ir a los jardines de Kanazawa y bufa, aburrido. «Why are you obsessed with flowers? They are so boring». Podría hablarle de mi abuela, pero no quiero. Es algo mío. Mientras me muestra los mapas noto que tiene una herida en el pecho. Le toco la cicatriz y le pregunto cómo se la hizo. Dice que lo apuñalaron en Argelia, en la esquina de su casa. Le pregunto por qué, pero dice que no sabe, irritado porque no presto atención. Cuando terminamos, cogemos dos veces y se quiere dormir. Le digo que prefiero irme a casa. Mohamed no sabe pero yo no dormí nunca en la casa de ningún hombre, ni siquiera en la del que después fue mi marido. Discutimos y le digo que quizás es mejor que no nos veamos más, que somos muy distintos. A mí me gustan las flores y a él los peces venenosos. «Mirate, hasta tenés una puñalada en el pecho y ni sabés de qué es». Mohamed me mira y me dice que yo también tengo heridas pero disimulo mis cicatrices mejor que él. No volvemos a vernos.

Un día antes de irme al interior arreglo para verme en un hotel con un japonés igual a Bruce Lee. Se llama Maresuke y no lo conozco, solo lo vi por fotos. Él tampoco me conoce a mí. Lo encuentro en la puerta de un Love Hotel de Shibuya a las siete de la tarde. En persona es todavía más buenmozo que en sus redes sociales. Adentro no hay nadie, solo una pantalla con todas las habitaciones. Elegimos una, mete la tarjeta de crédito y nos dan un ticket con un código con el que abrimos la puerta. En el cuarto pone la tele, nos acostamos en la cama y me pregunta de dónde soy y qué hago en Japón. Me cuenta que es gerente de marketing en Panasonic, que viaja por todo el mundo y que le encanta. Después dice si quiero ver pornografía. Le respondo que sí y buscamos una película que nos guste a los dos. En la pornografía japonesa ella nunca quiere coger y lo hace porque le pagan o porque la obligan. Mientras miro me pregunto por qué lo haré yo. Para qué necesito cogerme un japonés que no conozco, un negro de dos metros, un cantante mujeriego, un karateka francés o un gay enclosetado. Para qué o para quién necesito probar que todos ellos me desean y huir de sus casas a las cinco de la mañana cuando quieren ser tiernos o cariñosos conmigo. 

Durante toda mi vida creí que escribía para probarles a los hombres que habían cuestionado mi capacidad para ser independiente, para vivir de escribir, que yo podía ser lo que quisiera. Toda mi libertad estaba dedicada a ellos. Pero ahora cada vez estoy más segura de que escribo para negar a mi mamá. Que hago todo para negarla. Escribir. Ganar premios. Enamorar y no enamorarme. Coger. Irme a la madrugada. Que toda mi vida es una pobre ingeniería aceitada para atenuar el pánico, la angustia, el horror que siento cuando me miro al espejo y descubro que tenemos la misma sonrisa o el mismo tipo de pelo. Mientras estuve casada con un hombre que me amaba no necesité negarla porque todos los días ese amor confirmaba que yo no era ella. Pero ahora que no escribo y que me separé, que no amo y nadie me ama, ¿cómo puedo hacer para no ser ella? ¿Cómo me alejo de su fantasma? 

Luego de la noche con el japonés me voy al monte Koye a dormir con los monjes budistas. Sigo a Okayama, al jardín Kerouen, a la isla de Naoshima, Hiroshima y Mijayima, que tiene un santuario construido sobre el agua. Todo es impresionante y hermoso, pero en el fondo el único lugar que quiero ver es el Himeji o La garza blanca, uno de los tres castillos originales de Japón que no fue destruido por las guerras. Originalmente el castillo Himeji no fue gran cosa, apenas una modesta construcción de tres pisos con una muralla, pero con los años, los sucesivos dueños lo fueron ampliando hasta desarrollar una arquitectura defensiva tan compleja que se transformó en castillo famoso por ser inaccesible, imposible de tomar. Para llegar había que atravesar fosos, murallas y torres, e incluso un laberinto que parecía llevar hacia el corazón del castillo y en realidad era una trampa que confundía al enemigo y le daba tiempo al anfitrión para atacarlo sin piedad. La obsesión por poseerlo creció y fue atacado innumerables veces. Tantas que un día finalmente lo tomaron. Desde ese momento todo aquello que lo protegió del enemigo, los mismos muros que lo hicieron invencible, las mismas torres que cuidaron su fragilidad, fueron las que hicieron que fuese imposible recuperarlo.

Cuando vuelvo a Tokyo me espera mi maestro de kintsugi, Showzi Tsukamoto, uno de los últimos sensei de esta disciplina que quedan en Japón. Para trabajar la cerámica utiliza un pincel hecho de pelo de rata del lago Biwa, el pelo más suave del mundo. Esos pinceles ya no existen, el último fabricante murió hace treinta y cinco años. Pero Showzi tiene uno, bastante raído, y lo muestra con orgullo.  Según el maestro  lo importante al reparar algo es encontrar el espíritu de lo que se quebró y hacerlo bello, como los soldados orgullosos de sus cicatrices porque significaba que habían luchado y sobrevivido. Hago una pieza sencillísima que me lleva un trabajo inmenso. Me enseña a pintar, a lijar con carbón de magnolia, a pulir la masilla hasta hacer invisible el parche, a hornear las piezas, a poner el oro golpeando un pequeño tubo de bambú con mi uña. Dice que soy buena y sonríe. Después me regala la taza y preside una ceremonia del té. Tomamos en sus cuencos kintsugi, que son tesoros nacionales, mientras me cuenta qué significa cada uno. Hay uno especialmente hermoso: para él es un ciruelo en flor que se completa con el té verde adentro, como si le crecieran hojas en la ceremonia. «¿Ves?», dice. «Si fueran cuencos nuevos no tendriamos de que hablar, no tendríamos historias». 

La semana siguiente sigo mi vida en Tokyo algo más calmada. Tomo clases de cocina, voy al mercado Tsukiji con un pescador, aprendo todo sobre el té de Uji o el condimento shichimi de Nagano. Me estoy por ir de viaje a los Alpes Japoneses una semana, pero por supuesto la noche antes de salir estoy en la cama de un desconocido, esta vez un suizo. Mike. Es casi una obligación que me impongo: tengo que marcar tarjeta en el trabajo de no ser mi madre, tengo que cumplir o me angustio. El suizo es el primer tipo que me gusta de verdad en mucho tiempo. Tuvimos una cita genial, cogimos hasta la madrugada, nos divertimos. A las seis le digo que me tengo que tomar un tren a Kanazawa, pero no quiere que me vaya. Me mete en la cama de nuevo y me dice que le cuente historias como las que le conté en el bar. «You know so much stories about everything», agrega divertido. Le muestro fotos de Japón y le cuento de los Budas, de los maestros, de la subasta de atún rojo, de las geishas, de los hombres de negocios en Fushimi Inari, aunque también mira fotos mías de Buenos Aires y me pregunta por mi socio, mi trabajo, mis amigos. Al final me mira y me dice que es como las mil y una noches, solo que ya me cogió. Nos reímos. Me dice que me quede en Tokyo, que si me voy no nos vemos más. Yo sufro porque quiero quedarme pero si me quedo soy mi mamá. Y además es millonario, atractivo, gracioso, perfecto. Esta clase de tipos no se enamora de nadie. Menos de mí. Me voy pero antes de irme le digo lo único tierno que le diré a un hombre en mucho tiempo. «Si me quedo me voy a quedar días esperando que me llames para vernos y si no lo hacés me vas a romper el corazón. Si me quedo y me llamás, quizás me enamore de vos. Los dos son malos finales para mí». El se ríe y me dice que sabe que nos vamos a ver pronto. Yo sé que no.

Cuando me voy, mientras busco un taxi me pongo a llorar. Por primera vez me doy cuenta de que estoy metida en una trampa. En mi desesperación por no ser mi madre soy más ella que nunca. En vez de dedicarme a mi carrera me dedico veinticuatro horas al día a los tipos, qué importa si es uno o son miles, que importa si son amantes o mi marido. Lo que hago no solo no me alivia ni me sirve ni me hace feliz, sino que además es injusto, doloroso y cruel conmigo. Porque para salvar a mi mamá, para volver atrás y reparar que mi papá nunca la haya amado no me alcanza con el amor de cualquiera. Tengo que elegir hombres difíciles. Soy como un deportista que cada vez tiene que saltar más alto, correr más rápido, lanzar más fuerte para probar algo que es imposible de probar, porque si no me eligen me angustio y si me eligen da igual porque no va a cambiar el pasado.

Dos horas después ya estoy en un tren, a salvo. Voy a Kanazawa, a Nagano, al valle de Kiso, al castillo Matsumoto. Ahí, en cada hotel, en cada templo, en cada bar en el que me siente me harán de nuevo la pregunta que me hace todo el mundo: «Why are you here three months? Why did you come to Japan?». Quizás gracias a este viaje pueda responder con la verdad, porque recién ahora sé por qué estoy acá. Vengo a Japón a ver todo lo que me conmovió cuando era chica, antes de que mi mamá se volviera loca y yo me dedicara a repetir su decadencia. Vengo porque no tengo otro lugar de mi infancia a donde ir: no tengo pueblo, no tengo abuelos, este es mi único recuerdo feliz. Vengo porque en Japón están todos mis símbolos, porque soy la flor de loto, el castillo Himeji, el árbol que crece torcido, la taza que se estrelló contra al piso. Vengo porque estoy partida en mil pedazos que no logro mantener unidos. Vengo porque Japón es el único lugar del mundo en el que lo roto no se arregla, sino que se salva.