«La laguna» — Episodio 2

Carolina Aguirre le complica mucho la vida al chef y ya no hay Clonazepam que lo relaje. Por suerte lo ilustra Gusti Rosemffat.

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Capítulo dos

Julio llegó a la comisaría a las nueve de la mañana. Había programado la alarma del celular nuevo para las ocho, pero fueron tantas las veces que se despertó pensando que no había sonado, que al final se desveló. Trató de comer algo en el bar de la esquina pero solo pudo pasar un café. Tenía la garganta áspera y cerrada como un puño. No estaba nervioso por tener que reconocer a los presuntos secuestradores porque sabía que solo era un trámite, que todo el lío se solucionaba con un “no”. “No los reconozco”, “No veo a los delincuentes en esta fila”, “No me parecen familiares”, “No recuerdo nada de ese día.” Un “no” y a ellos los liberaban y a él le pedían perdón por hacerle perder el tiempo. Un “no” y volvía a su nueva vida.
Tampoco podía decir que sentía culpa. Pena, quizás, por esos pobres tipos que estaban desde ayer en un calabozo mugriento, pero culpa, lo que se dice culpa, no. Él no era responsable por esta coincidencia. Él había inventado un jean y una remera, un modelo de auto bastante común, pero nada más. Era como si hubiera tirado una piedra al aire en el desierto y hubiera caído en la cabeza de la única persona que pasaba por ahí, una triste casualidad. ¿Improbable? Sí. ¿Imposible? Por lo visto no. Era el azar, la mala suerte, el destino, pero no culpa suya. Él no los había señalado con el dedo.
Lo que sí lo angustiaba un poco era tener que fingir. Tenía miedo de decir o hacer algo que no cuadrara con lo que ya había descrito. Una sola palabra, un gesto turbio, algo que levantara sospechas entre los policías e iban a empezar a dudar de todo. Era demasiado distraído, demasiado abandonado. Sus mentiras eran como un decorado de televisión: pegado y de lejos, todo parecía real, pero bastaba sacudirlo un poco para ver que atrás no había un solo tornillo. Debería haberse tomado más tiempo para pintar los detalles, pero él no era bueno inventando cosas, con o sin premeditación. Las veces que le había mentido a su jefe o a su exmujer siempre lo habían descubierto. Su exmujer, sin ir más lejos, lo había dejado por mal mentiroso: por salir de fiesta y mentir sobre dónde había estado. O por salir de fiesta, tomar de más, y mentir acerca de dónde había estado y cuánto había bebido. O por eso y algunas cosas más que prefería no recordar en ese momento.
Antes de hacerlo pasar, un policía lo tranquilizó.
—No pueden verte de este lado, tomáte tu tiempo, mirálos bien, hacé memoria…
Julio pensó que le daba lo mismo. Si lo veían no iban a saber quién era porque ni siquiera sabían qué estaban haciendo ahí. Y aunque lo hubieran sabido, ¿con quién se iban a enojar por esto? ¿De qué se iban a vengar si no habían hecho nada? ¿A quién iban a perseguir si no eran delincuentes, si el secuestro era mentira, si él había inventado todo?

La tarde anterior, apenas la policía había abandonado su departamento, Julio discó el número de su amigo Pablo. No lo había llamado para contarle sobre la visita, sino impulsado por la desesperación, porque escuchar una voz humana del otro lado mitigaba un poco la angustia que estaba sintiendo en ese momento.
—¿Qué andás haciendo? ¿Ya saliste de tu casa? —preguntó Julio, fingiendo un tono casual.
Pablo trabajaba en el lobby del hotel como uno de los tres encargados del turno noche. Era soltero, buenmozo, y unos años más joven que Julio. Algunos, como él, creían que era un dandy moderno que conocía todos los atajos de la buena vida. Otros colegas, en cambio, pensaban que era un pedante que hacía chistes idiotas y tenía demasiados problemas de drogas.
Era fácil envidiarlo: Pablo se acostaba con todas las pasajeras, le hacía pagar a otros sus botellas de whisky importado, y lograba colarse en las fiestas de los clientes. Era ahí, justamente, donde lo había conocido Julio; en una fiesta privada en el piso trece. Que ambos fueran empleados del hotel había sido una casualidad: cruzaron las primeras palabras no porque se hubieran visto (el hotel era enorme, casi una ciudad) sino porque ambos trataban de hacerse del champán bueno que los camareros guardaban para los anfitriones. Desde entonces se habían vuelto compañeros de salidas y de borracheras, siempre alguno de los dos conseguía una fiesta y llevaba al otro. La exmujer de Julio lo sabía, y culpaba a Pablo por la peor parte de su matrimonio. Tanto, que varias veces fue hasta el hotel y lo increpó en el lobby, adelante de todos los pasajeros. Pablo jamás le hizo un reclamo a su amigo. Por el contrario, trató de calmarla y de sacarla del medio para evitar incidentes que pudieran perjudicar el trabajo de los dos.
Desde que Julio se había separado, Pablo iba todas las madrugadas a comer con él a la cocina del hotel. Pedían algo fuera del menú con el mejor ingrediente que tuvieran esa semana y robaban alguna botella robada del bar que estaba en el lounge o en la cava del subsuelo. Eran comidas masculinas: unas gambas salteadas en ajo, unas pastas robustas, un foie gras dorado sobre una tostada gruesa, que a veces consumían con la mano, o directamente desde la sartén. No por informales, sin embargo, las cenas eran improvisadas: les llevaba cerca de dos horas hacer dos o tres pasos, beberse todo el vino, y planear qué iban a hacer esa noche, cuando Julio terminara con su trabajo.
Este ritual ocioso le molestaba profundamente a Tachuela, que los miraba con furia desde su estación y gruñía cada vez que levantaban la voz. Alguna vez deslizó la queja delante de Ratazzi, pero no pasó nada. El dueño del restaurante tenía otros problemas más importantes con su chef, que no podía llegar puntual a la cocina cuando le tocaba controlar las entregas por la mañana, ni controlar su temperamento irascible cuando algún cliente devolvía un plato a la cocina o le pedía una explicación.
Julio sabía de estas camarillas torpes y rastreras porque lo había oído varias veces y cada tanto le pedía a su ayudante que él mismo les preparara la cena para ponerlo en su lugar, para humillarlo delante de sus colegas.
—A ver con qué te lucís, enano. Mi amigo y yo estamos cansados. Sorprendénos.
Tachuela obedecía sin decir nada, pero Julio no se conformaba y duplicaba esa humillación charlando a los gritos de forma alevosa y provocativa, con la espalda relajada sobre la silla, mientras su ayudante chorreaba al lado de las hornallas. Los temas de conversación eran de lo más comunes entre hombres —mujeres, chismes del trabajo, anécdotas de la noche anterior— pero Tachuela desaprobaba esas charlas por escandalosas e inapropiadas para un ambiente laboral. Se le notaba en la mirada.
—Era la petisa colombiana de la otra fiesta, ¿te acordás? Estuve yendo a varias fiestas de esa misma gente… Barra de primera, lindas minas, nadie picado. Lo único es que le dimos la tres mil cuarenta, que es de las habitaciones que tienen esa terracita chica con la escalera copetona esa, que no sirve para nada, ¿la ubicás? Es medio una mierda para fiestas, pero bueno, ahora que sé que va a gastar, le voy a dar algo mejor. Una habitación con linda vista, por lo menos.
Esa tarde, por teléfono, a pesar de que Julio estaba desbordado, la conversación giró alrededor de los mismos temas de siempre: mujeres, fiestas y anécdotas de compañeros de trabajo. Julio agradeció la normalidad en silencio y lo escuchó sin escuchar, como quien mira un garabato y se pierde en la sensación de unas curvas abstractas e inofensivas.
—¿La fiestita de la cuatro mil quince? Ayer justo la mina subió con tres tipos. Pasó y me miró de reojo, como si se llevara una fruta o un té a la habitación. Terminó viniendo la policía, por los gritos. No sé bien si se dio vuelta, si se pelearon todos, si la mina quería que se fueran y ellos no. Nadie entendió bien entre tantos gritos. La gente piensa que en un hotel cinco estrellas esas cosas no pasan, pero una vez por mes hay que tirarles la puerta abajo por algún quilombo. La clase alta y la clase baja son muy de la fiesta… La clase media es más culposa para festejar, necesita que haya familia para justificarse, para hacerlo pasar como algo sentimental y no de placer… Qué mierda es la clase media, está llena de problemas…
Mientras su amigo hablaba, Julio pensó que todas las fiestas del hotel terminaban con algún lío porque todas tenían droga y estaban llenas de desconocidos, pero al final no se lo dijo. Se distrajo tratando de recordar qué habían hecho la noche anterior al día de la denuncia. ¿Habían ido a una fiesta? ¿Habían tomado hasta desmayarse en el lounge del hotel? ¿Se habían acostado con las mellizas colombianas de la nueve treinta y cinco?
—¿Qué día fue eso? ¿Martes? ¿Miércoles?
Pablo trató de hacer memoria pero tampoco se acordaba mucho. Ir a miles de fiestas desconocidas en el mismo hotel era como ir a una sola fiesta, larga, que no se terminaba nunca.
—¿No fue la que te agarraste ese pedo horrendo? Sí, fue esa. No te podías parar —repreguntó.
Julio siguió pensando en silencio, pero no recordaba nada. Al final cambió de tema. Le dio vergüenza confesar que ese dato no le decía nada, que últimamente en todas las fiestas terminaba cayéndose al piso.

—Tranquilizáte, mirálos bien, si querés salir, salí —le dijo un policía joven antes de hacerlo pasar a un cuarto oscuro.
—¿Pero cuántos son? —preguntó Julio, temiendo meter la pata.
El cabo abrió la puerta y no contestó. Julio miró hacia todos lados, confundido. Le llamó la atención que en la pared no hubiera una pecera de vidrio como en las películas. En realidad, le llamó la atención que no hubiera nada más que una mesa, un equipo de mate y un par de sillas rotosas.
—Pase de una vez, así cerramos.
Al parecer, el cuarto para reconocer sospechosos no era otra cosa que una habitación común, con una ventana cerrada que daba a un patio pequeño y luminoso. Julio miró la ventana. Un policía sujetaba la correa de la persiana para dejar que las maderas se abrieran lo justo y necesario para ver del otro lado.
—Siéntese, por favor.
Julio prefirió quedarse parado. Trató de mirar por la persiana pero todavía no había nadie del otro lado. Al parecer, uno de los sospechosos había rechazado a uno de los candidatos que la policía había encontrado y tenían que seguir buscando. Julio no entendía por qué y el cabo trató de explicárselo, aunque tampoco así le quedó demasiado claro.
—Nosotros buscamos en la calle otros cinco hombres para hacer el reconocimiento. Si ellos creen que son diferentes, pueden rechazarlos, ¿me entiende?
—¿Pero para qué?
—Porque imagínese que tenemos un sospechoso medio morochón, y le ponemos cuatro rubios con carita de nena… Cualquiera lo va a elegir porque es el único morocho. ¿Me entiende? Entonces puede rebotar tipos hasta que vea que son parecidos, para que el que lo reconozca lo reconozca porque está bien seguro de que es él, y no porque esté mareado con tantos negros…
El subcomisario miró al cabo, fulminante. El cabo se calló. Julio entendía el procedimiento, pero quería descubrir por qué alguien inocente rebotaba candidatos si sabía que no tenía nada que temer. De todas formas ya no importaba, el cabo ni siquiera volvió a mirarlo y no tenía a quién seguir preguntándole.
—Ok.
Pasaron otros veinte minutos, pero nadie salió. Julio empezó a dar vueltas, inquieto, pero no quiso decir nada. No eran ellos quienes lo estaban haciendo perder el tiempo. Él estaba malgastando los recursos de esa comisaría. Era él quien había elegido esa descripción tan común. Eran él y la alarma de su celular que no había sonado los que habían empezado todo esto.
—Ya arrancamos —avisó un policía. Julio se acomodó.
Los sospechosos salieron al patio y se pusieron en fila. Al principio le costó ver entre las maderas de la persiana. El sol entraba, oblicuo, y en vez de iluminar, lo encandilaba. Un cabo le dio unos anteojos de sol y otro entreabrió la cortina tirando de la correa hasta que por fin logró ver a unos pobres tipos transpirados e incómodos, parándose unos al lado de los otros. Julio los miraba atrás de sus gafas de sol y no lo podía creer.
—Creo que no es ninguno —se apuró Julio.
El policía le hizo una seña para que se callara y le pidió al sospechoso número uno que diera un paso al frente. Julio lo vio caminar hacia adelante, girar hacia un lado, hacia el otro, y poner cara de nada.
Negó con la cabeza, no era ese.
Al segundo ni siquiera lo miró, solo negó con el dedo en el aire una vez que terminó de oír sus pasos. El tercero se adelantó, se rió, y miró desafiante la ventana. Julio pensó que quizás buscaba una buena anécdota para sus amigos o quizás había hecho algo y quería molestar a la policía. Nunca lo iba a saber, era un desconocido.
—No, ese tampoco.
Tal cual como lo había planeado, Julio respondió una y otra vez que no. “No, no los reconozco.” “No me suena la cara”, “No son mis secuestradores, estoy seguro.” Sin embargo, cuando finalmente llegó el quinto hombre le costó seguir hablando. No sabía bien de dónde ni cómo, pero la cara de ese hombre le resultaba conocida. La familiaridad lo dejó helado.
—Tómese su tiempo —agregó el subcomisario, ilusionado.
Los policías midieron su silencio y se quedaron callados. Cuando los miró, estaban sonriendo y haciéndose señas entre ellos. Julio sintió terror. Hubiera querido precisar de dónde conocía a ese hombre para quedarse más tranquilo, pero fue imposible. No era un amigo. No era un pariente. No era un vecino. Era alguien esporádico y difuso. Un rostro arisco pegoteado en la memoria que no terminaba de largarlo.
—Tampoco —agregó, contundente.
—¿Está seguro? Mírelo bien —insistió el subcomisario, desolado.
—No, no me suena para nada.
El cabo dejó caer la persiana de un golpe y lo miró.
—¿Ya me puedo ir? —preguntó Julio. Los policías hablaban entre ellos.
—Sí, se puede ir. Nosotros vamos a tomarles declaración a los sospechosos y en todo caso lo volvemos a llamar para cotejar los dos testimonios.
Julio los miró, desencajado.
—No entiendo —dijo—. ¿Para qué le tomarían testimonio si no son ellos?
—¿Y como sabe que no son? —preguntó el subcomisario, indignado.
—Porque los estoy viendo, oficial, y no recuerdo ninguna de esas caras.
El subcomisario se encogió de hombros y empezó a juntar su papeleo.
—Eso no tiene nada que ver, Kaminski. Usted puede estar equivocado, puede acordarse mal, puede estar siendo víctima de alguna clase de presión, pueden ser miles de cosas…
Julio no podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Qué presión? ¡No soy víctima de ninguna clase de presión!
—Si lo fuera no lo sabríamos por usted, sino investigando. Y eso es lo que vamos a hacer. ¿Se acuerda cuando vino acá y nos dijo que éramos nosotros los que teníamos que averiguar cuál era la patente del auto, y no usted? Bueno, déjenos hacer nuestro trabajo.
—Pero no entiendo, si yo digo que no son…
—¿Cómo tenían su teléfono, entonces, Kaminski?
Julio reculó.
—Ni siquiera sé si es mi celular, podría ser otro, es uno de los más comunes que hay —murmuró, trabado.
—¿Y de quién eran las fotos que había adentro? ¿Y el sticker? ¿Y cómo lo rastreamos?
Julio tragó saliva y no dijo nada.
—Ya ve, Kaminski, no todo es tan fácil. Si usted hace una denuncia, a nosotros nos obliga a investigar, a seguir todas las pistas y encontrar al responsable de todo esto. Acá tenemos que resolver casos, no estamos jugando. No sé si me estoy explicando. ¿Me explico o no?
Julio sintió miedo. ¿Era posible que la policía hubiera agarrado a un pobre hombre para poder cerrar el caso? ¿Y si en realidad no era todo una casualidad sino un escenario cuidadosamente armado? ¿Si ese hombre que estaba ahí atrás iba a ir preso, independientemente de cuál fuese su declaración?
—Vayase a su casa, Kaminski, que le vamos a avisar si lo necesitamos.

Julio salió de la comisaría y caminó hasta el volquete de la esquina. No pensó ni dijo nada, solo caminó en silencio, deseando que el cascajo enorme todavía estuviera ahí, al lado del edificio en construcción. Cuando lo vio, sintió ansiedad y terror, pero también alivio. Estaba ahí, con las mismas ramas, las mismas bolsas, los mismos cascotes que la semana anterior. Todavía estaba ahí, esperándolo.
Tuvo que pasar un rato largo para que la calle estuviera desierta y pudiera meter la mano en el agujero. Cuando lo hizo, lo invadió el olor a podrido que venía del líquido de las bolsas de basura rotas que se habían apilado con el tiempo. Se miró los dedos, unidos por una peste viscosa, y tuvo arcadas, pero no desistió. Sacó piedras, movió unos pedazos de cartón deshechos por la humedad, dos naranjas reventadas, y muchos envoltorios. Envoltorios de galletitas, de alfajores, de snacks y papas fritas. Envoltorios de golosinas que quizás alguien había comido y disfrutado alguna mañana mientras caminaba —puntual— a su trabajo.
Despejó el agujero y metió la mano bien hasta el fondo en donde palpó las rocas y el lateral frío y oxidado del volquete. Abajo ya no había olor, solo humedad y un poco de barro. No le llevó mucho tiempo dar con su celular, sabía a dónde lo había tirado. Tocarlo, sin embargo, lo aterrorizó. Si estaba ahí, la policía no podía tenerlo. Lo sacó y así como estaba, cubierto de líquido, se lo puso en el bolsillo. Pensó que probablemente se le hubiera acabado la batería y luego el agua lo hubiese terminado de estropear para siempre. De todas formas no lo podía volver a usar, lo había denunciado como robado.
Cuando llegó a su casa dejó el celular sobre la mesa y se desvistió lo más rápido que pudo. Estaba demasiado cansado, quería volver a dormir hasta que se hiciera la hora de ir al hotel de nuevo. Tomó medio Clonazepam, pero ni así pudo relajarse. Estaba demasiado tenso. Pensó en la policía y sintió miedo. Si eran capaces de inventar un celular, eran capaces de inventar un sospechoso, un juicio, incluso testigos. Quizás siempre habían sabido de la mentira y por eso no tenían miedo de armar el resto del caso. Qué idiota. Pensó que los había engañado pero nunca le habían creído, solo se habían aprovechado. Ahora nada podía hacer. Si hablaba, si confesaba todo, podía ir preso. Si no lo hacía, podían ir presos esos pobres tipos. Lo mejor era callarse la boca y dejarlos seguir investigando. Inventarían alguna otra pista, lo llamarían de nuevo, dejarían pasar algunas semanas y luego cerrarían el caso. ¿No cerraban así casi todos los casos? A él le habían robado cuatro y cinco veces y la causa nunca había prosperado. Lo único que no entendía era cómo conocía al quinto hombre que estaba detrás de la ventana. Su cara le sonaba amiga, pero al mismo tiempo no la asociaba a ningún lado. Probablemente lo hubiera visto una vez o dos veces en al vida. O a lo mejor solo lo hacía acordar a alguien.
Pensó durante un rato pero nunca llegó a ninguna conclusión. Tenía el cerebro agotado de conjeturas. Desde su rincón, miró cómo los rayos de luz entraban por la ventana e iluminaban la mesa. Visto así, el celular parecía negro metalizado en vez de azul. Le pareció extraño, porque lo recordaba mucho más claro, como un escarabajo brillante, tornasolado. Solo por curiosidad se acercó y lo agarró para alejarlo de la luz. Se sorprendió al ver que en la sombra también era negro y no azul. Lo abrió, desesperado. Vio las teclas nuevas, la pantalla rayada, el teclado de otro color. Solo para comprobarlo, fue hasta la mesita y buscó el cargador entre las guías de teléfono y la ropa tirada. Cuando lo encontró trató de conectarlo, pero no pudo. El enchufe no encajaba, era de otro tamaño. Dejó el cargador sobre la mesa y tembló.